martes

LA INDECENTE NOCHE DE YEMANJÁ - HUGO GIOVANETTI VIOLA


1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012

DECIMOSEXTA ENTREGA

CUATRO: LA BATALLA (4)

ME PASÉ horas llorando la derrota. Mamá me daba a oler agua colonia y quería llamar al médico, pero nadie le siguió la corriente. Mi padre y mi abuelo vaciaron la fuente de puchero y una damajuana de tres litros sin decir una palabra. La vieja no comió. Me había prestado el sillón-hamaca para que llorara más cómodo, y clavaba una mirada impasible en el sol que se filtraba desde el patio-gallinero. La sudestada primaveral parecía rebotar contra su hedor.

“¿Pero por qué Cristo el negro no trató de picar a la pandorga? ¿Por compadre o por bobo?” nos pregunta de golpe. Mamá suspira y el viejo eructa fuerte, mientras yo vuelvo a moquear convulsivamente y mi padre se frota la cabeza: “¿Y yo qué puedo saber, mujer? Lo único que puedo saber en este momento es que me equivoqué muy feo en la educación de este chiquilín. De eso estoy segurísimo”. Y se saca lascas de gomina y yo corro hasta la cama matrimonial perseguido por mamá. Al rato ella se duerme sin soltar el frasco de colonia.

El festejo de los Maracanases fue bajando de volumen en el boliche, hasta que el polvo que derramaba por la persiana empezó a perder inclinación y mi apareció con los dientes reverdecidos. “Lavate la cara de una vez” murmuró: “Y no despiertes a tu madre ni vuelvas a moquear porque te quedás sin merengones. Rápido, que nos están esperando”. Y recién mientras cruzábamos frente al boliche ya vacío y enfilábamos hacia lo de Manolita agregó: “Hombre de poca fe. ¿No te acordás de lo que dijo el Papalote ayer? Dijo que íbamos a ganar, pasara lo que pasara. Porque los hermanos siempre reclutamos algún hermano. ¿Te acordás o no? El problema es que te vos te creés que la vida es como la cancha de Liverpool: que hay que ganarle al otro o mierda”. “¿Pero a quién reclutamos?” me defendí. “Ya vas a ver. Poeta de poca fe” insistió mi padre, tenso. Y entramos al caserón sin anunciarnos.

El Papalote está sentado frente al grabador, rodeado por la mayoría de los Maracanases. (Los padres los habían dejado quedarse a comer refuerzos en El reenganche mientras el Chueco se emborrachaba riéndose de nosotros y contaba por millonésima vez cada uno de los partidos del Mundial donde no jugó un solo minuto. Hasta que tuvieron que llevarlo a rastras a la casilla y el Negro Jefe apareció ipso facto -endomingado por una guayabera que nadie le conocía- y les propuso a los chiquilines cantar juntos unos merengones en una radio mágicaDon Pepe va a tener la gentileza de llevarnos explicó dedicándole una reverencia a mi padre, que tomaba mate con el viejo en el portón: Y después vuelva a buscar al hombrecito, por favor. A ese niño le duele demasiado la vida, compañero.) Entonces veo a Ma-Sa sentada bajo el autorretrato de Torres García y empiezo a comprender: la infanta todavía no se cambió la ropa con la que se entregó al Río de la Plata, esta mañana. Ahora acaba de escapársele por segunda vez al Chueco pero nos mira con un odio que eriza.

“Buenas tardes, caballero” me sonríe el Negro Jefe, enfundado en una guayabera llena de arabescos: “Me parece que su vecina lo estaba esperando para decidirse a cantar con nosotros el merengón de bodas. Y el de la lluvia de café. ¿Verdad?”. Y escrutó a la chiquilina con ternura de tigre y el Lobo empezó a aullar y ella se arrodilló y avanzó firmemente (y con los ojos cerrados) hacia el ventanal. Nos miramos con mi padre y después con Manolita, pero el negro hizo una seña y esperó la llegada de la infanta como si estuviéramos en un santuario. Y cuando la tuvo enfrente se descolgó una rosa púrpura de la oreja y la deslizó una sola vez sobre sus párpados. “Bueno” ordenó, antes que ella lo inundara con sus resucitados ojos de bambi: “A cantar, caballeros. Empezamos con aquel coro que dice Macumba ye Yemanjá. ¿Eh? Y QUE NO QUEDE TRISTEZA VIVA EN EL CAMPAMENTO!!!!”.

EL LUNES me bajé del ómnibus de la escuela en Malvín, porque Beto Añón me había invitado a tomar la leche. Mi padre pasó a buscarme a la vuelta del trabajo y nos vinimos por la rambla cantando los merengones nuevos, que ya sabíamos casi de memoria. Al llegar encontramos a mamá y a los viejos en la cocina, con la radio apagada. “Che, ¿a quién están velando?” pregunta mi padre mientras sintoniza el informativo de las ocho: “¿Qué paso?”. “Hubo paliza” suspira mi abuela: “Al lado”. Y sube la papada en dirección a la casilla del Chueco.

Mamá estaba baldeando el patio del gallinero y de repente escuchó gritar a la chiquilina y corrió maquinalmente hacia la casilla y se puso a golpear las manos. La chiquilina no paraba de gritar MAMÁ. El Chueco demoró en aparecer en el corredor semiabierto, abrochándose una camisa. “¿Qué busca, vecina?” dijo sin poder sonreír. Y mamá no pudo hablar. Hasta que se oyó una sucesión de estornudos y Ma-Sa irrumpió desnuda y se hincó sobre el porlan. “¿Pero no ves que estás pirada, mija?” gargajeó el Chueco: “¿Querés que te venga una congestión? ¿Ayer te metiste en el mar como si tal cosa y de noche te escapaste casa y ahora salís-?”. “Quiero irme con mamá” se fregó los mocos la chiquilina, y volvió a estornudar sísmicamente. “¿PERO NO ENTENDÉS QUE ELLA NO TE QUIERE, COÑO? ¿AQUÍ TE FALTA ALGO?” perdió el control el Chueco. “Yo quiero que me vuelva a llevar al señor de la Paciencia” porfió Ma-Sa. “Yo te llevo este viernes mismo, si querés” dijo mamá: “Pero andá para adentro y acóstate. Porque si te enfermás del todo no vamos a poder ir”.

“La vida” dice mi padre. “Ah. Con razón” murmuro: “Ayer en lo de Manolita caminó de rodillas igual que-”. “Y después el Chueco le contó a la Chela que la madre de la nena trabaja en el puerto” me interrumpe mi abuela: “Y que pasado mañana él viaja por negocios al Brasil y la va a tener que dejar por un tiempo en el Barrio Borro, otra vez. En la casa de una tía”. “Yo me ofrecí para que la dejara aquí” sonríe mamá: “¿Y por qué le pegó la paliza, al final?” prende un Richmond mi padre, poniendo cara de Isabelino Pena. “Tch. Por habérsele escapado con el negro compadre” se limpia un filo de baba la vieja: “Ese tampoco da puntada sin hilo”. “Che, me cago” ronca el viejo: “Ya son casi las nueve. ¿En esta casa se come o vos pensás que yo me lleno con tu guiso de lengua?”.

Después de comer fuimos a sentarnos a la hamaca con mi padre, y él no quiso prender la luz del jardín. “Mirá qué noche, Monaquito” dijo, entrelazando las manos. El cielo era una carpa serenísima, empurpurada por el reflejo del atardecer: la luna nueva y Venus flotaban irrealmente en la marea de raso. Y de repente me acuerdo que el último sábado que fui al catecismo apreté bien los párpados para tratar de sentir algo mientras rezábamos el Credo y al final vi a Ma-Sa, vestida como un ángel. Y pregunto: “¿Por qué no se habrá casado con nadie el Papalote?”. “Qui lo sa, Katz” demoró en responder mi padre: “¿Nunca te fijaste en el gomero del patio? El tipo se despierta brillando todos los días y hace su fotosíntesis, pase lo que pase. Y el Papalote es igual. Vive como un soltero con traje de novio”. “Y nunca se pone loco” agregué.

Estuvimos callados mucho rato. El Papalote y el Lobo aparecieron después que se ocultó la luna, y nos incorporamos de un salto. “Don Pepe” jadeó el negro, acodado sobre el portón: “Tengo la majuga saltando adentro del sombrero. Si usted pone la ginebra, podemos trabajar”. Mi padre salió catapultado hasta el boliche a comprar un porrón y nos acomodamos como pudimos en la oficina-escritorio. El Lobo se quedó en la vereda. Cuando el Papalote se ubica frente al Cristo -sin hablar ni dejar de escrutarlo- siento amor por el olor a podrido de sus callos. Hoy no trae ninguna rosa. Y recién al servirse la tercera ginebra dicta las serenatas y se anima a desembuchar, con los dientes rabiosos: “El yanqui de la cantera quiere que le fabrique un papalote con forma de soldado. Un papalote imperialista. ¿Ya? Me pidió presupuesto”. “No entiendo” se ríe mi padre: “¿Yanqui por qué? ¿Imperialista por qué? Ni el gringo es yanqui ni-”. “Mamacita se lo hubiera explicado mucho mejor que yo” lo corta el negro: “Y yo no pienso explicárselo porque me da tristeza. Dentro de algunos años usted va a entender solo, además. Usted y el hombrecito. El problema es que en este momento el hombrecito y sus amigos necesitan un club. Y si yo cobrara bien el encargo les podría facilitar los materiales”.

“Pero no se preocupe por eso. Los materiales se juntan de a poco” protestó mi padre. Yo volaba de contento. “Bueno” parpadeó el negro: “¿Sigue con ganas de apuntar, don Pepe? Hoy me acordé de las cuatro décimas de los loberos”. “Meta” dijo mi padre. Y mientras escuchábamos la voz sin edad del Papalote yo me fui transportando a una especie de jungla esteparia donde Colmillos Blancos y Corsarios Negros zigzagueaban incandescentemente: Crudo aire para el lobero / el de la zafra invernal / pero más crudo el jornal / para el sudor del lobero / que no es el sudor de enero / sino el corazón mojado / del luchador estaqueado / frente al fatal desgarrón: / llámese lobo o dragón / San Jorge o varón jugado. // Paisaje de Isla de Lobos / cuando los cruza la lancha / roja, que llaman La Chancha / y empieza la farra en Lobos / con borracheras y robos / jugando al gofo, esperando / que cualquier noche, escapando / de alguna tormenta perra / los bichos duerman en tierra / y se amanezca matando. // La fila de hombres avanza / por la corrida rocas / con el aullido en las bocas / tropeando al lobo que avanza / chillando hacia la matanza. / Pero si un enloquecido / peluca descolorido / les arma un chorro hacia el mar / a palos lo han de voltear / aunque haya más de un mordido. // Y después de la faena / no faltará el intrigado / que piense: “El sacrificado / ¿quién es en esta faena?” / San Jorge alza su alma en pena / y el ángel del desamparo / se vuelve un ojo de faro / girando entre la miseria: / si guapear es cosa seria / flaquear fue siempre más caro.

“Guapear” suspira mi padre, encanutando la lapicera para agarrar el vaso: “Hay que ser un héroe, viejo”. “Pero los héroes de verdad no pelean con el corazón mojado” retruca el Papalote, y se desliza el panamá sobre el rostro como si estuviera a punto de sestear en la playa: “Eso lo comprendí recién al llegar a Castillos, con el cachorro. Porque allá había un quilombo. Y cuando empecé a cantar la bachata sentí que se me posaban las mariposas del alba. Calaveras-luceros. ¿Ya?”. “¿Y dónde se le posaban?” sonrió mi padre. “Aquí” agigantó su trompa el negro, levantando las palmas de las manos: “Y entonces comprendí cómo hice para enamorarme en plena zafra. Fue una noche que al sueco se le escapó una copla mientras sacábamos agua del manantial. Y después nos tomamos una cantidad de grogs hechos con caña de La Habana y mi verdadero padre me largó la bachata. Y yo se la canté a su verdadera esposa. Y esa noche en Castillos sentí que no alcanzaba con volar ni con desempañar el jardín del otro cielo. Había que fajarse, chico. Con el corazón seco. Y acariciar la patria triste. ¿Ya?”.

“Es verdad” murmura mi padre: “¿Qué le parece si tomamos directamente del porrón? “A ORDEÑAR LA NOCHE, MILICIAS!!!!” carcajea el negro. Y cuando liquidaron la ginebra mi padre alzó unos ojos muy nublados y confesó: “¿Sabe que cuanto más conozco a los hombres más quiero a los perros? Así decía mi padre. Yo les tenía lástima a los perros: por no ser hombres. Y ahora les tengo la misma fe que les tengo a los gomeros. O a las mariposas”.

Entonces el Papalote se puso a llorar. Fue meciendo su lengua amarilla de un lado a otro de la bocaza para recoger los goterones que rebasaban el sombrero y después dijo: “Quisiera recitarle la copla de amor que se le escapó al sueco aquella noche en el manantial. Pero no puedo, hermano. Eso está reservado para cuando uno mete el reino en la patria triste. ¿Ya?”.

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