HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
DECIMOQUINTA ENTREGA
CUATRO: LA BATALLA (3)
AQUELLA TARDE el Chueco nos invitó a todos los chiquilines a brindar por la pandorga después de la práctica, pero yo me hice el lastimado y dije que primero prefería bañarme. Mi abuelo está mateando en la vereda. El comienzo de la sudestada hace nevar pétalos de acacia sobre su boina. Cuando salí del baño mamá me perfumó y me peinó con exageración. La vieja nos observa hamacándose en su sillón de mimbre, y hay un olor a tuco que parece dorar la cocina. “Andá a buscar a tu padre a lo de don Felicio, haceme el favor” sonríe mamá: “El italiano lo invitó a probar la grapa casera y todavía vas a tener que ayudarlo a cruzar la calle”.
Pasé corriendo junto a mi abuelo (que agregaba un humito azul al crepúsculo) porque el Chueco y los chiquilines todavía estaban armando bochinche con la pandorga en las mesas de afuera de El reenganche. La casilla del italiano tiene un pequeño garage ocupado por una chalana recién terminada. La camioneta estacionada en la vereda no llega a obstruir completamente la fosforecencia del farol a mantilla que derrama por las entreabiertas puertas de lata. Entonces oigo el chirrido en la casilla de enfrente para espiar a Ma-Sa, que apenas se distingue sentada sobre la hamaca.
“Vamos. Sírvase la última, don Pepe” porfía Felicio adentro de garage: “Es casera. Se va como agua”. “Así decía mi padre” comenta mi padre, interrumpiéndose para brindar: “¿Sabe que en casa nunca escuchamos levantar la voz a papá? Y eso que éramos tres hermanos tremendos. Me acuerdo que los domingos él volvía de tocar el violín en el cine mudo y mamá le servía una grapa y cenábamos tranquilos. Siempre. Pero nunca me di cuenta si creía en Dios”. “¿Nunca iba a la iglesia?”. “No: ni a la iglesia ni al cementerio. Y yo tampoco voy, ahora. Aunque rezo”. “Ahora que dice rezo, don Pepe. ¿Usted sabe por qué yo no piso más el boliche piojoso?”.
La respuesta fue el demorado chasquido de un fósforo. “Usted conoce a Campbell” carraspea el italiano, en el momento en que un cambio de luz oscurece a Ma-Sa pero no a las glicinas que la sobrevuelan: “El tipo empezó a aparecer en el boliche unos meses antes de que ustedes se mudaran al barrio. Se daba con el Chueco, nomás: uno se pasaba hablando de Maracaná y el otro de la estancia. El gringo es hijo de ingleses, militar retirado y estanciero -aunque menos educado que mi cuore. Y un día nos enteramos que tenía a la mujer muriéndose cáncer en la casa y que los sábados salía de joda con los dos hijos mayores y unas compañeritas del British. ¿Conoce el British? Es un colegio de Carrasco para nenes bien. Perdón, voy a servirme la penúltima”.
Ya se habían prendido los faroles de la calle y el Chueco le seguía mostrando la pandorga celeste a todos los que caían al boliche. Ma-Sa no se veía. “Cáncer” dice mi padre. “Sí” vuelve a carraspear Felicio: “Cáncer a los huesos, creo. Dicen que era muy linda y muy joven. Pero déjeme seguir, porque lo increíble es otra cosa. Una noche estábamos jugando al truco y el Chueco comenta como al pasar -igual que cuando uno sueña en voz alta con sacar la grande- que en el boliche haría falta alguna pollita. ¿Mamadora? Pregunta el gringo al rato. Uh: eso no lo consigue ni Superman Ni Ghiggia le hace una guiñada el Chueco al gordo. Retruco dijo Campbell. Y me hizo la trompita del cuatro y a mí me dieron ganas de romperle la cara pero dije: Usted juega. Y la embarré, don Pepe. Porque tenía que haberme ido al mazo aquella misma noche”.
A la semana estaban jugando la revancha y de golpe abre la puerta una chiquilina vestida con uniforme liceal. “Una preciosura” chista Felicio: “Alta y delgada, con los cuadernos abajo del brazo y el pelo color champán. Entonces el Chueco relojeó a Campbell y dijo: Con flor quiero, Porque este gringo miente. Después se oyó llover, nomás”. Hasta que la muchacha cerró la puerta y avanzó como si llorara con todo el cuerpo y se paró al lado de Campbell y dijo: No me dejes, mi amor. Y el gringo le alcanzó al farol de whisky sin mirarla y le hizo una seña al gordo, que preparó dos más. La potranca cerraba los ojos y hacía fondo blanco”. Hasta que el hombre-cowboy mascador de chicléts murmuró: ¿En la misa no te enseñaron que hay que conseguir todo rezando, arrastrada de mierda? Vení, arrodíllate y rezá como vos sabés. A ver si me arrepiento.
En ese momento el Chueco se decidió a volver a la casilla con la pandorga de flecos tremolantes sobre la cabeza y yo me imaginé a Ma-Sa rezando frente a una mesa de póquer. Entonces veo llegar a Ricky con su padre a la casilla del Chueco y me paro de un salto. Cuando entro en el garage mi padre también salta. “Qué pasa, Monaquito” jadeó. “A comer” le dije. Y mientras cruzábamos la calle vimos estacionar el Plymouth último modelo y bajar al japonés que fue formalmente presentado a los nuevos habitués del póquer sabatino. Los lunares del vestido de Ma-Sa apenas resplandecían sobre la hamaca y mi padre glosó, con un aliento más revuelto que el del Papalote: “Este es el mundo, padre. Agonía, Agonía”.
AQUEL DOMINGO mi padre no se quedó tomando mate en la cama. Cuando me desperté todavía era temprano, aunque ya se escuchaban los quejidos de la vieja. Mamá la masajeaba abstraídamente en la cocina, y aprovechó mi aparición para zafarse y empezar a preparar el café con leche. “Tu padre está en el escritorio” informa: “Recién llegó de la cantera”. “Sí. Porque ahora tenemos más de un loco en danza” chista la vieja: “Tu abuelo se levantó más temprano que cuando va a la Caja y salió chiflando. Hay que joderse con los revuelos que arma ese negro mamerto. Y lo peor es que ustedes se creen que el Chueco les va a seguir el apunte: si anoche timbearon hasta que no hubo gallo en paz, Dios mío. Yo digo que al gringuito cabezón y a la chirusita los habrán puesto a jugar a los doctores. ¿No, Chela?”. Y una baba picaresca le entristece de veras la papada.
Mamá me hizo una seña para que no le diera corte. Atravesé el patio corriendo y encontré a mi padre enfrascado en un libraco que no leíamos nunca. Los filos superiores de las páginas rebrillaban como los de la Biblia. “Estaba por ir a despertarte, Monaquito” sonríe sobresaltado: “Fui a tomar unos mates con el viejo, que se acomodó en lo alto de la cantera hace horas. Esta batalla es una especie de final del 30, para él”. “Y hoy por quién hinchará” pregunto, registrando un sismo estomacal. “Por nosotros. ¿Por quién va a hinchar?” tuerce los ojos mi padre hacia la hoja percutiente del gomero. Y recita: No quieras despreciarme / que, si color moreno en mí hallaste / ya bien puedes mirarme / después que me miraste / que gracia y hermosura en mí dejaste. Y clavó el libraco en la biblioteca y se paró de un salto. “Bueno: hoy no hay que achicarse por nada del mundo” me arengó: “Vamos a ver si convencemos a tu madre de que se venga con nosotros”.
“No, Pepe. Tengo mucho que hacer” dijo mamá, incrustando su nariz en el tejido de la puerta fiambrera: “Mejor vayan ustedes y yo cocino tranquila”. Y durante un momento permanecimos escuchando el rechinar del sillón de la vieja. Quisiera ser un pez / para tocar mi nariz en tu pecera canta entonces mi padre, con serenidad: “¿Sabés que estamos casi seguros que vas a tener un hermanito, Abel?”. “O una hermanita. ¿Vos cómo le pondrías si fuera mujer?” entreabre inesperadamente la puerta mamá. “María Sara” contesto. “CHEEEELA” gimió la vieja: “CUIDADO CON EL TUCO, QUE YO NO PUEDO NI PARARME SOLA”.
Al Chueco lo acababan de despertar los chiquilines, eufóricos: algunos hasta se habían comprado camisetas de la selección uruguaya y todo. Los padres acompañantes los esperaban tomando mate o copas en las mesas de afuera del boliche. Cuando pasamos de largo sin darles pelota nadie nos dijo nada. (Y eso que yo llevaba puesta la camiseta de Liverpool, para colmo.) En soledad vivía / y en soledad ha puesto ya su nido murmura mi padre al doblar por Palmas y Ombúes: y en soledad la guía / a solas su Querido, / también en soledad de amor herido. Y seguimos caminando entre el diáfano tremolar del viento sur. Nuestra colina era cortada abruptamente por una larga cantera que llegaba hasta la rambla. Palmas y Ombúes moría allí, pero un callejón de tierra -donde vivían los Campbell- sobrevolaba la oquedad rocosa.
“Si supieras las cosas que me contó el italiano ayer” muestra los dientes mi padre: “Che, ¿y tu abuelo qué se hizo? Yo lo dejé esperándonos aquí”. El Pasaje de la Cantera está protegido por un murete de piedra donde todavía amarillean las retamas. Al fondo se recorta el serpentear de la rambla, hasta perderse entre los rascacielos de Pocitos. El oleaje de la playa Honda transparenta un erizamiento oceánico.
Entre nuestra colina y la que marcaba el comienzo de Malvín corría un pequeño arroyo que antes de desembocar en el río-como-mar rodeaba un molino del tiempo de la Guerra Grande. Para llegar al vallecito había que hacer equilibrio por una pendiente que se abismaba sobre un pantano. “Miralo al viejo” sonríe mi padre, señalando el molino: “Está en la gloria”. Mi abuelo tomaba mate con Cherro y el Papalote a la orilla de una canaleta anaranjada por el sol. Mate y caña, comprobamos al llegar. “¿Y esto?” pregunto acariciando una especie de flor-estrella que resplandece en el centro del papalote. “Ah. Esta es la mariposa del alba” explica el negro, requintándose el panamá: “Apareció posada esta mañana ahí y yo la dejé quietita”.
El Chueco y sus seguidores entraron a la cancha por el lado de la rambla. Prefirieron bajar dos cuadras para irrumpir corriendo triunfalmente en el gran baldío chato que todavía no había sido transformado en parque municipal: el ex-campeón del mundo vestía su legendaria camiseta celeste y llevaba la pandorga flotando a medio vuelo entre la sudestada, lo que significaba una hazaña técnica casi inconcebible. Los padres de los chiquilines y los vecinos curiosos y aplaudían a rabiar sentados sobre el murete del Pasaje de la Cantera, igual que si estuvieran en la tribuna Olímpica. “Esto parece Maracaná pero al revés” me abrazó mi padre mientras bordeábamos el pantano para llegar al centro de la cancha: “¿Qué opina el Negro Jefe?”.
El Papalote no contesta. Es muy probable que ni siquiera sepa quién es Obdulio Varela, por otra parte. Pero su ensimismamiento proviene del neblinoso y atigrado sondeo con que registra el borbollón de los chiquilines. Los dos capitanes se enfrentaron en el centro del baldío flanqueados por mi padre y el bolichero, y de golpe Ma-Sa coronó el suave declive que nos separaba de la rambla. Todos nos damos cuenta de donde viene. Entonces la chiquilina deja de abrazarse a sí misma, se calza las alpargatas y salta hacia la cancha: los pechos le chorrean como peces enredados en la transparencia del percal. “Es porfiada la Marylin” ronca el Chueco: “Se moría por bañarse en la playa, desde que la traje al barrio. Vaya a saber en qué momento se me escapó, carajo”.
Ma-Sa se sentó sobre la roca que marcaba el comienzo de la línea divisoria excavada por el Papalote, Cherro y mi abuelo. Ahora tenía el pelo más oscuro que los ojos, y mientras yo reconocía las cabezas (de idéntico tamaño) de los Campbell allá arriba, mi padre se sacó la campera y corrió a abrigarla. Aquella fue la primera vez que pude imaginarme de verdad una mujer desnuda. Después el Papalote hizo una seña y el perro depositó su rosa-hueso amarilla en la falda de la infanta.
El reglamento de batalla fue aprobado enseguida por el Chueco: una hora con alargues de quince minutos, hasta morir. Cuando se forman los cuadros (bautizados sorpresivamente por el Papalote como los Descalzos y los Maracanases) empezaron las complicaciones, porque no hubo ningún otro varón que quisiera venirse con el Negro Jefe. Y el Chueco me clavó unas córneas que decían: “Jamás en tu puta vida volvés a jugar de titular, enano pollerudo”. Entonces miro a Ma-Sa, pero ella permanece acurrucada sobre la reverberación de la roca. Las hermanas de los chiquilines saltan chillando a mi alrededor y de golpe me siento el Príncipe Valiente y les explico por última vez que si alguien traspasa la línea divisoria perdemos por descalificación. “Me parece que se olvidó de proponer que los gurises pudieran cambiarse de bando sin aviso, maestro” advierte mi padre, antes de caminar hacia el pantano para sostener en alto el papalote. Pero el negro observa un segundo a la infanta chorreante, ajusta su panamá sin despeinar un pétalo de la corola que se le refleja doradamente en la mejilla y retruca: “Eso ya no hace falta, compañero”.
La batalla duró el tiempo suficiente para que los Descalzos pudiéramos desempañar el jardín del cielo y ofrecérselo al barrio en pleno aquelarre. Porque apenas aquel hexágono negriazul (que parecía respirar a través de la flor-estrella o mano-mariposa) empezó a colear firuleteando como un caza en un festejo patrio (mientras la pandorga conservaba una media altura fija y amenazante) el Papalote nos enseñó un merengón de bodas. Macumba ya Yemanjá gritó el Negro Jefe, enderezando su joroba. Voy a pedir su mano aullaba, y cabeceaba para que lo siguiéramos: al amor hay que dar de beber / voy a cortar un ramo’e nube / para mojar su querer. / Voy a bajar por los yayanes / en una yegua de tul / voy a pintar los manantiales / con óleo de cielo azul / voy a prender tu cariñito / como cocuyo en el mar / y voy a hacer tu traje’e novia / con hojas del platanal.
Y cuando el Glorioso vuelve a alzarse después de haber fituleteado en ocho (arrancándole a la tribuna un aplauso que se prolonga hasta el chas-chas continuo) me toca sostenerlo. Entonces dejo de merenguear y me agarro a la comba del hilo que se clava (y me clava) en el pequeño sol oscuro y tremolante. Y siento que la vida no me duele por nada del mundo. Y que el vértigo abriga. Y que todo está quieto. Siento que no me importa nada más que ese velo rosado-miel-pozzoli que cae desde el Glorioso. (Y recién treinta y seis años después lo puedo agradecer y arrodillarme en paz, a grabarlo en la piedra: este soy yo, Señor.)
Y cuando tenga tu permiso berreó el Negro Jefe, apropiándose del hilo para volver a florearse como si no existiera la pandorga asesina: voy a volar norte a sur / para buscar arriba’el pico / el nido que quieras tú. / Y acariciarte en la mañana / y arroparte con el sol / y desvestir a los guandules / pa’alimentar el amor. De repente me di vuelta y vi a Ma-Sa en nuestra cancha, bailando y coreando el merengón con las demás chiquilinas. Se había sacado la campera, y ahora sus ojitos titilaban con la misma magnitud que los pezones satinados por el percal que le ceñía los huesos.
Justo en ese momento atacó la pandorga. El desplazamiento hacia nuestro territorio fue tan perfecto, que cuando tuerzo la cabeza -electrizado por el griterío- el papalote ya está cayendo en picada. Y antes que se entierre en el pantano toda la tribuna grita GOOOL CARAAAAJO URUGUAAAAY QUENONINOOOO mientras algunos chiquilines se paran en la zanja divisoria agarrándose los huevos y yo corro a buscar a mi padre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario