jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora

VIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA

XI
LA ANGUSTIA Y EL PECADO ORIGINAL (3)

Estas son verdades evidentes, y es inútil discutirlas mientras permanezcamos en el plano del pensamiento racional. Pero Kierkegaard quiso conducirnos hasta lo Absurdo, que no puede encontrar lugar en el plano de un pensamiento bidimensional, que presupone una nueva dimensión, una tercera dimensión del pensamiento -la fe, condición esencial para el descubrimiento de la verdad, esa fe de la cual se ha dicho: “Si poseéis la fe como un grano de mostaza… nada os será imposible.” Los hijos de Job, el Isaac de Abraham, Regina Olsen -todo esto es “finito”. Ahora bien, es contradictorio y, por lo tanto, descabellado y ridículo dirigirse, y además tan apasionadamente, hacia lo que debe tener un fin (1).

Si preguntamos de dónde extrajo Kierkegaard esta verdad, podremos respondernos sin titubeos: de Sócrates, el más sabio y mejor de los hombres que han vivido sin conocer la Escritura. Y en Sócrates se encontraba en su lugar. Sócrates solamente conocía a Zeus. Pero el propio Zeus estaba sometido a la razón natural, increada, y no todo le era posible. La ley del nacimiento y de la muerte de cuanto nace lo dominaba, era más fuerte que él: todo lo que tiene un principio debe tener igualmente un fin. No podemos juzgar de otra manera. “Ningún pensamiento podrá jamás comprender que se pueda llegar a ser eterno, aun cuando no se haya sido eterno antes.” Pero, ¿es cierto que lo que resulta incomprensible para el pensamiento no puede existir en la realidad? Kierkegaard nos ha dicho que hay que renunciar al pensamiento para adquirir la fe. Entonces lo ridículo y lo insensato dejarán de ser ridículos e insensatos, y la pasión infinita por lo finito, encontrará su justificación. Y, a la inversa, si el pensamiento, el pensamiento de Sócrates, es decir, el pensamiento bidimensional, donde el intelligere ha aniquilado al ridere, lugere et detestari, adquiere la primacía; si la razón, con sus “imposibles” y la moral con sus “tú debes” se revelan como eternos y triunfan, la fe, nacida del lugere et detestari, así como la pasión infinita por lo finito, se descubrirán como algo insensato, inútil y ridículo. De este modo nos veremos obligados, para que no sea ya ridícula e insensata, a rectificar y a explicar sistemáticamente la Biblia.

Por extraño que pueda parecer, Kierkegaard utilizaba simultáneamente los dos citados caminos. Evidentemente, este era para él el medio más cómodo, por no decir único, de desembarazarse -aunque sólo fuese en parte- de las cuestiones que lo perseguían y lo obligaban sin cesar a salir del cauce por el cual se desliza habitualmente la existencia humana.

Sabemos ya que tuvo que descartar a la serpiente. La serpiente no cuadraba con nuestro ideal ético-religioso, y hasta lo ofendía. Según nuestro entendimiento, el pecado no podía y no debía penetrar en el alma humana como algo procedente del exterior. Tampoco Kierkegaard pudo aceptar las palabras de la Biblia donde se afirma que el sol sale tanto para los justos como para los pecadores. Cada vez que tiene ocasión de recordarlas se indigna y protesta enérgicamente: en nuestro mundo espiritual la “ley” es distinta. En tal mundo, “el que no trabaja, no come”, y el sol únicamente sale para los buenos, mas no para los pecadores. Kierkegaard insiste más de una vez sobre este punto, inclusive en sus primeras obras: en O lo uno o lo otro y en El concepto de la angustia. Y hay que convenir que aquí se muestra rigurosamente lógico. Puesto que hay que suprimir a la serpiente para dar satisfacción a las exigencias de la ética, no se pueden tampoco conservar en el Nuevo Testamento las palabras de Jesús sobre el sol que ilumina a los justos tanto como a los pecadores. Los pecadores son precisamente los malos. Ahora bien, la ética no admitirá nunca que los que han sido condenados por ella no lo sean por Dios. Y si Dios, es decir, lo “religioso”, se negara a hacerlo, la ética también condenaría a Dios. La ética, sólo la ética decide lo que es bueno y lo que es malo, lo que es injusto y lo que es justo. Sócrates enseñaba que los dioses no disponen de ningún poder sobre lo ético, que lo santo no es santo porque sea amado por los dioses, sino que los dioses aman lo santo por ser santo. Según Sócrates, el bien y la razón son eternos, increados y totalmente independientes del Dios que creó el mundo. Admitir que el pecado procede del árbol de la ciencia hubiera sido, pues, para él el mayor de los sacrilegios. Por el contrario, todos los pecados proceden de la ignorancia. Es también cierto que el pecado exige un castigo: el sol no debe iluminar a los pecadores y la lluvia no debe proporcionarles su reconfortante frescor. Los pecadores deben ser entregados al poder absoluto de lo ético. Lo ético es incapaz de devolver al hombre su pierna cortada, sus hijos muertos, su bienamada. Pero sabe torturar: Kierkegaard nos lo ha dicho con suficiente relieve en su respuesta a Falstaff.

Notas

1) Inspirado por el pathos de lo Absurdo que había celebrado en las páginas anteriores, y sin temer la contradicción o el ridículo que utiliza cuando necesita asustar a los hombres, Kierkegaard escribe lo siguiente: “Ningún pensamiento podrá jamás comprender que se pueda llegar a ser eterno, aun cuando no se haya sido eterno antes.” Aquí tenemos uno de los numerosos ejemplos que nos muestran de qué modo el pensamiento, cuando descubre una nueva dimensión, consigue dominar las verdades que parecen incomprensibles para el hombre común.

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