(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
VIGESIMOSEXTA ENTREGA
XI
LA ANGUSTIA Y EL PECADO ORIGINAL (2)
Después de lo que he dicho en los anteriores capítulos no puede caber duda sobre el origen de la convicción que tiene Kierkegaard acerca de que las relaciones entre el hombre y Dios se hallan reguladas por la idea del deber. Hemos visto que, en tanto que pretenden ser incondicionados y absolutos (es decir, increados o, como en los pelagianos, emancipados de Dios), los “tú debes” se vinculan por su misma esencia a la idea de que el mundo se halla regido por la Necesidad. Cuando la Necesidad proclama su “imposible”, la ética se apresura a auxiliarla con el “tú debes”. Cuanto más absoluto e invencible es el “imposible”, tanto más amenazador e implacable se hace el “tú debes”. Hemos sido testigos de la indignación que suscitó en Kierkegaard la burlona observación de Falstaff acerca del honor. Esta observación le hirió en el punto más sensible, de modo que lanzó contra ese personaje -que, en verdad, no se debería ni siquiera permitir que se acercara a los problemas filosóficos- todos los rayos de que disponía, como si se tratara de Hegel en persona. Se veía obligado a admitir que la ética no podía restituir un brazo o una pierna. Sin embargo, la ética conserva un cierto poder: puede inutilizar el alma humana como jamás ningún verdugo ha inutilizado un cuerpo. Y he aquí que descubre que la ética, con su “tú debes”, es la única instancia capaz de regular las relaciones entre el hombre y Dios. Hay que creer que en el último trasfondo del alma de Kierkegaard sobrevive las indesarraigable convicción de que existen el mundo ciertos “imposibles” tan invencibles para Dios como para los hombres. Y estos “imposibles” han traído con ellos a sus inevitables compañeros -a los terribles “tú debes”. Además, estos “imposibles” se hallan vinculados, como siempre ocurre en Kierkegaard, no a acontecimientos de importancia histórica, mundial -a pesar de todo, esto hubiera sido menos paradójico-, sino a esa misma historia fastidiosa y ridícula que enfadosamente nos han machacado: su ruptura con Regina Olsen. En su Diario anota: “Admitamos que alguien psoea el inmenso valor que se necesita para olvidar que Dios ha olvidado literalmente todos sus pecados… ¿Qué pasa entonces? Todo ha sido olvidado. Se ha convertido en un hombre nuevo. Pero, ¿no ha dejado el pasado ninguna huella? En otros términos: ¿es posible que tal hombre pueda disponerse de nuevo a vivir con la despreocupación del adolescente? ¡Es imposible!… ¿Cómo ha podido ocurrir que el que ha creído en el perdón de los pecados vuelva a ser bastante joven para experimentar el amor erótico?”.
Parece que nada puede ser más legítimo, más natural, que este problema. Y, sin embargo, nos descubre con una particular precisión esa “astilla en la carne” de que nos habla Kierkegaard en sus diarios y en sus libros. “¿Es posible?” pregunta. Pero, ¿a quién dirige esta pregunta? ¿Quién decide, quién tiene el derecho de decidir dónde termina el dominio de lo posible y dónde comienza el dominio de lo imposible? Para Dios, nos afirma continuamente Kierkegaard, lo imposible no existe. En este caso se ha apoderado del pensamiento de Kierkegaard otra persona, otra fuerza distinta de la de Dios. ¿No será nuestra vieja amiga, la Nada, que la serpiente bíblica, descartada por Kierkergaard, nos ha enseñado a temer por intermedio del primer hombre? Sea lo que fuere, ese hecho es indiscutible: Kierkegaard está profundamente convencido de que jamás volvería a recuperar la juventud y la despreocupación de la adolescencia aun en el caso de que Dios olvidara todos sus pecados. Pero no nos dice de dónde procedía esa convicción inquebrantable; él mismo no intenta saberlo, no se atreve a intentarlo. No obstante, le habría bastado recordar las palabras que escribió en su Tratado de la desesperación para comprender que esa cuestión no puede ser evitada. Él mismo, en efecto, ha dicho: “Para Dios todo es posible: Dios quiere, pues, decir para el hombre que todo es posible. Para el fatalista todo es necesario. La Necesidad es su Dios; esto equivale a decir que no hay Dios.” Pero si allí donde hay Necesidad no hay Dios, y si el perdón de los pecados implica necesariamente la pérdida de la juventud y la despreocupación (y acaso implica también, necesariamente, otras pérdidas aun más terribles), entonces el perdón de los pecados no viene de Dios, sino de las mismas fuentes donde la filosofía especulativa ha bebido sus consolaciones metafísicas. “La lucha insensata en torno a lo posible” ha terminado con un completo fracaso. No es el caballero de la fe, sino la Necesidad la que, al final, se ha apoderado del mundo finito. El caballero de la resignación ha realizado entonces íntegramente el ideal humano: el pobre adolescente no poseerá jamás a la princesa, Job deberá despedirse de sus hijos, Abraham degollará a Isaac, y los hombres se burlarán de Kierkegaard como si fuese un ser original medio loco. Y, además de esto, se nos obligará a admitir que este estado de cosas es natural, deseable, que hasta deberemos ver en él la realidad de las sabias disposiciones de cualquier principio eterno. “Constituye una locura (y, estéticamente hablando, algo cómico) -escribe Kierkegaard- que un ser creado para la teernidad agote todas sus fuerzas en el esfuerzo de apoderarse de lo pasajero, de retener lo cambiante.” En otro lugar de la obra leemos el siguiente párrafo: “Es contradictorio consagrar un deseo absoluto a lo finito, pues lo finito ha de tener un fin.”
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