jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV



(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora

VIGESIMOQUINTA ENTREGA

XI
LA ANGUSTIA Y EL PECADO ORIGINAL (1)

Se ha discutido mucho sobre la esencia del pecado original y, a pesar de ello, se ha ignorado una de sus principales categorías -la angustia. He aquí su definción real… La angustia es una fuerza extraña que se apodera del individuo. Y, sin embargo, el individuo no puede, no quiere desembarazarse de ella, pues siente miedo. Pero lo que se teme se desea al mismo tiempo.
KIERKEGAARD.

Una vez más (pues es algo extremadamente importante para la comprensión de las finalidades que persigue la filosofía existencial) recuerdo lo que Kierkegaard nos ha dicho acerca del pecado, de la angustia y de la libertad: “La angustia es el vértigo de la libertad”, escribe en su Concepto de la angustia. Acto seguido agrega: “para hablar psicológicamente, la caída ha tenido siempre lugar en un síncope”. Y leemos casi textualmente la misma idea en su Diario: “La angustia hace impotente al individuo, y el primer pecado ha tenido lugar siempre en un síncope.” Kierkegaard ha hecho preceder esta frase de las siguientes líneas: “Se ha discutido mucho sobre la esencia del pecado original y, a pesar de ello, se ha ignorado una de sus principales categorías -la angustia. He aquí su definición real… La angustia es una fuerza extraña que se apodera del individuo. Y, sin embargo, el individuo no puede, no quiere desembarazarse de ella, pues siente miedo. Pero lo que se teme se desea al mismo tiempo.”(1) Creo que ninguno de los pensadores religiosos más profundos ha logrado capturar mejor la esencia del pecado original. Tal vez deberíamos exceptuar a Nietzsche. Pero, tras haber rechazado el cristianismo, Nietzsche tuvo que hablar no del pecado original, sino únicamente de la caída del hombre. Sin embargo, la decadencia nietzscheana no se distingue gran cosa del pecado original de Kierkegaard. Para Nietzsche, Sócrates, el más grande, sabio y genial de los hombres, es el hombre caído por excelencia. Asustado por “lo Absurdo”, que le descubría la vida, Sócrates corrió a refugiarse en el pensamiento racional y le pidió que lo calmara y lo salvara. Sabemos que Sócrates fue para Kierkegaard el mayor acontecimiento habido antes del cristianismo. Pero Sócrates fue también para él el pecador por excelencia, justamente porque fue un genio incomparable, el hombre que descubrió el conocimiento y fundó en él todas sus esperanzas. El conocimiento fue para él la única fuente de la verdad y del bien. El conocimiento le mostraba los límites naturales de lo posible; el bien era el arte de hallar la dicha suprema dentro de los límites fijados por el conocimiento. Inspirado por el “conócete a ti mismo” délfico, llegó a la convicción de que el mayor bien del hombre consistía en discurrir acerca de la verdad.

Es realmente sorprendente que Nietzsche haya sabido no sólo adivinar en Sócrates a un decadente, es decir, a un hombre caído, sino también (como si se hubiese comprometido a ilustrar con el ejemplo de Sócrates la narración bíblica) que haya comprendido que el hombre caído es incapaz de salvarse con sus propias fuerzas. Todo lo que el decante emprende para salvarse, dice Nietzsche, no hace más que apresurar su pérdida. Podrá luchar y vencerse a sí mismo todo lo que quiera: sus intentos de salvación no son más que la expresión de su “caída”. Todo lo que hace, lo hace como hombre caído, es decir, como un hombre que ha perdido la libertad de elegir y ha sido condenado por la fuerza hostil a ver su salvación precisamente en el mismo lugar donde está la causa de su pérdida.

Cuando Kierkegaard dice que el mayor genio es también el mayor pecador, no nombra a Sócrates, pero evidentemente ha tenido que pensar en él. Sócrates personificaba para él esa “tentación” de que habla la Biblia. Y, en efecto, ¿puede haber cosa más tentadora que la máxima del oráculo délfico -“Conócete a ti mismo”- o que el prudente consejo de Sócrates -discurrir todo el día acerca de la virtud? Pero justamente en esto consistió la tentación de la serpiente bíblica. Y tentó tan bien al primer hombre, que todavía hoy vemos la verdad allí mismo donde se oculta un fatal engaño. Todos los hombres, los místicos inclusive, aspiran al conocimiento. Por lo que toca a Kierkegaard, pone simplemente aparte a la serpiente, y esto por razones que, como a todo el mundo, le parecen surgir de las profundidades del espíritu que ha despertado de la “modorra de la ignorancia”. Aquí hay que buscar probablemente el origen de esa convicción socrática según la cual el hombre que “sabe” no puede obrar mal y, por supuesto, también el origen de nuestra seguridad de que el pecado no ha podido proceder del árbol de la ciencia. Si queremos seguir utilizando las imágenes bíblicas tendremos que decir, por el contrario, que el pecado procede del árbol de la vida y que, en suma, todo el mal que existe sobre la tierra procede de ese mismo árbol.

Sin embargo, aun cuando haya descartado a la serpiente Kierkgaard desconfía -según ya lo indicamos-, por así decirlo, instintivamente de los místicos. Estos han mantenido una aparente fidelidad a la revelación bíblica, pero realizan en su doctrina y en su vida el principio del “conocimiento” proclamado por Sócrates. Buscan y encuentran la salvación en sí mismos, y la salvación consiste para ellos en liberarse del mundo. Pero Kierkegaard podía hacer cuantos esfuerzos quisiera para defenderse contra Sócrates y los místicos: ellos se apoderaban de su espíritu en cada una de las ocasiones en que sus fuerzas flaqueaban. Fue sin duda en uno de estos momentos de debilidad en que decidió descartar la serpiente. Creyó entonces que la narración del Génesis sólo podía mejorar con esa modificación, que la caída del hombre adquiría un sentido más profundo y se hacía más plausible. Pero sucedió todo lo contrario. El pecado original está demasiado vinculado al contenido de la Biblia. Hubo que suprimir las modificaciones, de tal suerte que la filosofía existencial acabó por adquirir ese doble carácter a que antes me he referido. Descartar la serpiente no significa eludir su poder. Por el contrario, equivale a abandonarse enteramente a él, por cuanto se renuncia a luchar contra él. Su dominación es tanto más absoluta cuanto que es invisible o desconocida: ignoramos la existencia de nuestro enemigo verdadero y nos enfrentamos con enemigos inexistentes. Nietzsche decía que el hombre caído se pierde al intentar salvarse. Cuando debería escuchar se pone a enseñar, a edificar, a predicar. Pero ¿puede el que “enseña” “ir más lejos” que Sócrates? ¿Es posible enseñar mejor que Sócrates?

En uno de sus discursos edificantes, Kierkegaard plantea la cuestión siguiente: “¿Qué diferencia hay entre un apóstol y un genio? (El discurso ha sido publicado con este mismo título.) En vista de lo que Kierkegaard nos ha dicho ya, se podría creer que su respuesta subrayaría con mayor claridad aun esa oposición fundamental entre la filosofía existencial y la filosofía especulativa sobre la cual ha escrito tantas inspiradas páginas. Se habría podido creer que ahí tenía Kierkegaard una ocasión para comunicarnos sus más caros pensamientos. Pero Kierkegaard hace un sermón, y todo se encuentra cambiado, como tocado por una varita mágica. He aquí su respuesta: las palabras del apóstol tienen una autoridad que no poseen, que no pueden poseer las del genio. Los apóstoles se transforman en maestros, en preceptores que no tienen más que una única superioridad sobre los genios y los sabios: poseen la autoridad y, en virtud de ella, todos les deben obediencia. El mismo Jesús se convierte para Kierkegaard en un maestro que dispone de autoridad y que, por consiguiente, tiene derecho a exigir la obediencia a los hombres. Posee la autoridad, no el poder. En otros términos, no le están sometidos el mundo y los elementos, sino únicamente los hombres. El Dios de la revelación bíblica no significa ya que todo es posible: muchas cosas (tal vez las cosas esenciales) son tan imposibles para el Dios de la Biblia como lo eran para el Dios que conocía Sócrates y con el cual, según nos cuenta Epicteto, Cristo sostuvo una entrevista. Lo único que podemos esperar de Dios es una enseñanza, una edificación; podemos esperar sólo que, como el dios pagano, no se niegue a repartir con nosotros una parte de sus conocimientos racionales. Todo lo demás no es sino superstición, diga lo que diga la Escritura. En Kierkegaard leemos la siguiente frase: “Una confusión inimaginable ha invadido el espíritu del religioso desde el instante en que se ha suprimido en las relaciones entre el hombre y Dios aquel “tú debes” que constituía el regulador de tales relaciones.” Tal es uno de los principales temas de los discursos edificantes de Kierkegaard; con cualquier motivo, y aun sin motivo, vuelve sobre él. Nosotros debemos detenernos ahora en este punto y examinarlo con una atención particular, pues nos revela, aunque sea de un modo negativo, una de las preocupaciones más agobiadoras y atormentadoras de su alma.

Notas
1) Diario, 171. Subrayado por mí.

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