NOVENA ENTREGA
A medida que se fue aproximando la fecha de la partida, fue languideciendo. Dormía mal y adelgazó. Yo lo acompañaba el mayor tiempo posible, pero me hablaba poco, creo que a veces no me veía. Acurrucado en la butaca de John Donne, con un libro de poemas y un crucifijo en las manos, pues su religiosidad se había exacerbado, parecía haber perdido color y vida. María Callas lo acompañaba, cantando bajito y suave. Un día se quedó (te quedaste, Diego, no voy a olvidar esa mirada tuya), mirándome con una intensidad especial. “Dime la verdad, David – me preguntó–, tú me quieres, ¿te ha sido útil mi amistad?, ¿fui irrespetuoso contigo?, ¿tú crees que yo le hago daño a la Revolución?” María Callas dejó de cantar. “Nuestra amistad ha sido correcta, sí, y yo te aprecio.” Sonrió. “No cambias. No hablo de aprecio, sino de amor entre amigos. Por favor, no les tengamos más miedo a las palabras.” Era también lo que yo había querido decir, ¿no?, pero tengo esa dificultad, y para que estuviera seguro de mi afecto y de que, en alguna medida, yo era otro, había cambiado en el curso de nuestra amistad, era más el yo que siempre había querido ser, añadí: “Te invito mañana a almorzar en El Conejito. Voy temprano y hago la cola. Tú sólo tienes que llegar antes de las doce. Pago yo. ¿O prefieres que venga a buscarte y vamos juntos?” “No, David, no hace falta. Todo está bien como ha sido.”
“Sí, Diego, insisto. Sé lo que te estoy diciendo.” “Bueno, pero al Conejito, no. En Europa me haré vegetariano.” Y si lo que yo quería, o necesitaba, era exhibirme con él, si eso me servía para ponerme en paz conmigo o algo, bueno, concedido. Llegó al restaurante a las doce menos diez, cuando el gentío se apiñaba ante la puerta, bajo una sombrilla japonesa y con un vestuario que permitía distinguirlo a dos cuadras de distancia. Gritó mi nombre con los dos apellidos desde la acera opuesta, agitando el brazo, que se había llenado de pulseras. Cuando estuvo junto a mí me besó en la mejilla y se puso a describirme un vestido precioso que acababa de ver en una vidriera y que me podía quedar pintado; pero para sorpresa suya y mía y de la cola defendí, con un énfasis que lo opacó, otra línea de moda, porque eso tenemos los tímidos, si nos destrabamos somos brillantes.
Celebramos, con el almuerzo, la eficacia de su técnica para desalmidonar comunistas. Y pasando a mi formación literaria, agregó otros títulos a la lista de mis lecturas pendientes. “No olvides a la condesa de Merlín, empieza a investigarla. Entre esa mujer y tú se va a producir un encuentro que dará qué hablar.”
Terminamos con el postre en Coppelia, y luego en la guarida con una botella de Stolichnaya. Estuvo maravilloso hasta que se acabó la bebida. “He necesitado este vodka ruso para decirte las dos últimas cosas. Dejaré para el final la más difícil. Creo, David, que te falta un poco de iniciativa. Debes ser más decidido. No te corresponde el papel de espectador, sino el de actor. Te aseguro que esta vez te desempeñarás mejor que en Casa de muñecas. No dejes de ser revolucionario. Dirás que quién soy yo para hablarte así. Pero sí, tengo moral, alguna vez te declaré que soy patriota y lezamiano. La Revolución necesita de gente como tú, porque los yanquis no, pero la gastronomía, la burocracia, el tipo de propaganda que ustedes hacen y la soberbia, pueden acabar con esto, y sólo la gente como tú puede contribuir a evitarlo. No te va a ser fácil, te lo advierto, vas a necesitar mucho espíritu. Lo otro que debo decirte, deja ver si puedo, porque se me cae la cara de vergüenza, sírveme el poquito de vodka que queda, es esto: ¿recuerdas cuando no conocimos en Coppelia? Ese día me porté mal contigo. Nada fue casual. Yo andaba con Germán, y cuando te vimos, apostamos a que te traería a la guarida y te metería en la cama. La apuesta fue en divisas, la acepté para animarme a abordarte, pues siempre me infundiste un respeto que me paralizaba. Cuando te derramé la leche encima, era parte del plan. Tu camisa junto al mantón de Manila, tendidos en el balcón, eran la señal de mi triunfo.
Germán, naturalmente, lo ha regado por ahí, y más ahora que me odia. Incluso en algunos círculos, como en los últimos tiempos sólo me dediqué a ti, me llaman la Loca Roja, y otros creen que esta ida mía no es más que un paripé, que en realidad soy una espía enviada a Occidente. No te preocupes demasiado; que esa duda flote en torno a un hombre, lejos de perjudicarlo, le da misterio, y son muchas las mujeres que caen en sus brazos atraídas por la idea de reintegrarlos en el buen camino. ¿Me perdonas?” Yo guardé silencio, de lo que él interpretó que sí, que lo perdonaba. “¿Ya ves?, no soy tan bueno como crees. ¿Hubieras sido tú capaz de una cosa así, a mis espaldas?” Nos miramos. “Bien, ahora voy a hacer el último té. Después de eso te vas y no vuelvas más. No quiero despedidas.” Eso fue todo.
Y cuando estuve en la calle, una fila de pioneros me cortó el paso. Lucían los uniformes como acabados de planchar y llevaban ramos de flores en la mano; y aunque un pionero con flores desde hacía rato era un gastado símbolo del futuro, me gustaron, tal vez por eso mismo, y me quedé mirando a uno, que al darse cuenta me sacó la lengua; y entonces le dije (le dije, no le prometí), que al próximo Diego que se atravesara en mi camino lo defendería a capa y espada, aunque nadie me comprendiera, y que no me iba a sentir más lejos de mi Espíritu y de mi Conciencia por eso, sino al contrario, porque si entendía bien las cosas, eso era luchar por un mundo mejor para ti, pionero, y para mí.
Y quise cerrar el capítulo agradeciéndole a Diego, de algún modo, todo lo que había hecho por mí, y lo hice viniendo Coppelia y pidiendo un helado como éste. Porque había chocolate, pero pedí fresa.
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