viernes

SENEL PAZ - EL LOBO, EL BOSQUE Y EL HOMBRE NUEVO



SEXTA ENTREGA

No cumplí mi palabra, y Diego tampoco la suya. “Los homosexuales caemos en otra clasificación aún más interesante que la que te explicaba el otro día. Esto es, los homosexuales propiamente dichos –se repite el término porque esta palabra conserva, aun en las peores circunstancias, cierto grado de recato–; los maricones –ay, también se repite–, y las locas, de las cuales la expresión más baja son las denominadas locas de carroza. Esta escala la determina la disposición del sujeto hacia el deber social o la mariconería. Cuando la balanza se inclina al deber social, estás en presencia de un homosexual. Somos aquellos –en esta categoría me incluyo– para quienes el sexo ocupa un lugar en la vida pero no el lugar de la vida. Como los héroes o los activistas políticos, anteponemos el Deber al Sexo. La causa a la que nos consagramos está antes que todo. En mi caso, el sacerdocio es la Cultura nacional, a la que dedico lo mejor de mi intelecto y mi tiempo. Sin autosuficiencias, mi estudio de la poesía femenina cubana del siglo XIX, mi censo de rejas y guardavecinos de las calles Oficios, Compostela, Sol y Muralla, o mi exhaustiva colección de mapas de la Isla desde la llegada de Colón, son indispensables para el estudio de este país. Algún día te mostraré mi inventario de edificios de los siglos XVII y XVIII, cada uno acompañado de un dibujo a plumilla del exterior y partes principales del interior, algo realmente importante para cualquier trabajo futuro de restauración. Todo esto, así como mi papelería, entre la cual lo más preciado son siete textos inéditos de Lezama, es fruto de muchos desvelos, querido, como lo es también mi estudio comparado de la jerga de los bugarrones del Puerto y el Parque Central. Quiero decir, que si me encuentro en ese balcón donde ondea el mantón de Manila, estilográfica en mano, revisando mi texto sobre la poética de las hermanas Juana y Dulce María Borrero, no abandono la tarea aunque vea pasar por la acera al más portentoso mulato de Marianao y éste, al verme, se sobe los huevos. Los homosexuales de esta categoría no perdemos tiempo a causa del sexo, no hay provocación capaz de desviarnos de nuestro trabajo. Es totalmente errónea y ofensiva la creencia de que somos sobornables y traidores por naturaleza. No, señor, somos tan patriotas y firmes como cualquiera. En una picha y la cubanía, la cubanía. Por nuestra inteligencia y el fruto de nuestro esfuerzo no corresponde un espacio que siempre se nos niega. Los marxistas y los cristianos, óyelo bien, no dejarán de caminar con una piedra en el zapato hasta que reconozcan nuestro lugar y nos acepten como aliado, pues, con más frecuencia de la que se admite, solemos compartir con ellos una misma sensibilidad frente al hecho social. Los maricones no merecen explicación aparte, como todo lo que queda a medio camino entre una y otra cosa; lo comprenderás cuando te defina a las locas, que son muy fáciles de conceptualizar. Tienen todo el tiempo un falo incrustado en el cerebro y sólo actúan por y para él. La perdedera de tiempo es su característica fundamental. Si el tiempo que invierten en flirtear en parques y baños públicos lo dedicaran al trabajo socialmente útil, ya estaríamos llegando a eso que ustedes llaman comunismo y nosotros paraíso. Las más vagas de todas son las llamadas de carroza. A éstas las odio por fatuas y vacías, y porque por su falta de discreción y tacto, han convertido en desafíos sociales actos tan simples y necesarios como pintarse las uñas de los pies. Provocan y hieren la sensibilidad popular, no tanto por sus amaneramientos como por su zoncera, por ese estarse riendo sin causa y hablando siempre de cosas que no saben. El rechazo es mayor aún cuando la loca es de raza negra, pues entre nosotros el negro es símbolo de la virilidad. Y si las pobres viven en Guanabacoa, Buenavista o pueblos del interior, la vida se les convierte en un infierno, porque la gente de esos lugares es todavía más intolerante. Esta tipologíes aplicable a los heterosexuales de uno y otro sexo. En el caso de los hombres, el eslabón más bajo, el que se corresponde con las locas de carroza y está signado por la perdedera de tiempo y el ansia de fornicación perpetua, lo ocupan los picha-dulce, quienes pueden ir a echar una carta al correo, pongamos por caso, y en el trayecto meterle mano hasta a una de nosotras, sin menoscabo de su virilidad, sólo porque no pueden contenerse. Entre las mujeres la escala termina naturalmente en las putas, pero no en las que pululan en los hoteles a la caza de turistas o cualesquiera otras que lo hacen por interés, de las cuales tenemos pocas, como bien dice la propaganda oficial, sino aquellas que se entregan por el único placer, como acertadamente dice el vulgo, de ver la leche correr. Ahora bien, tanto las locas y los picha-dulce como las carretillas, existen en este paraíso bajo las estrellas, y al decir esto no hago más que suscribir lo que dijo un escritor inglés: ‘las cosas desagradables de este mundo no pueden eliminarse con mirar sencillamente hacia otra parte’.”

Y así, con este y otros temas, fuimos haciéndonos amigos, habituándonos a pasar las tardes juntos, bebiendo té en aquellas tazas que eran valiosísimas, decía, y convertimos en algo sagrado los almuerzos de los domingos, para los que reservábamos los asuntos más interesantes. Yo andaba descalzo por la guarida, me quitaba la camisa y abría el refrigerador a mi antojo, acto éste que en los provincianos y los tímidos expresa, mejor que ningún otro, que se ha llegado a un grado absoluto de confianza y relajamiento. Diego insistía en leer mis escritos, y cuando por fin me atreví a entregarle un texto, me hizo esperar dos semanas sin hacer comentarios, hasta que por fin lo puso sobre la mesa. “Voy a ser franco. Apriétate el cinturón: no sirve. ¿Qué es eso de escribir mujic en lugar de guajiro? Denota lecturas excesivas de las editoriales Mir y Progreso. Hay que comenzar por el principio, porque talento tienes.” Y tomó en sus manos las riendas de mi educación. “Léete –me decía entregándome el libro– Azúcar y población en las Antillas”, y yo me lo leía. “Léete Indagación del choteo”, y yo me lo leía. “Léete Americanismos y cubanismos literarios”, y yo me lo leía. “Léete Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar”, y yo me lo leía. “Éste lo forras con una cubierta de la revista Verde Olivo, y no le dejes al alcance de los curiosos: es El monte, ¿me entiendes? Y para la lírica aquí tienes Lo cubano en la poesía; y algo que es oro molido: una colección completa de Orígenes, como no la tiene ni el propio Rodríguez-Feo. Ésa la irás llevando número a número. Y aquí está, pero esto sí que es para después, todo lo que hacemos no es más que una preparación para llegar a ella, la obra del Maestro, poesía y prosa. Ven, ponle la mano encima, acaríciala, absorbe su savia. Un día, una tarde de noviembre, cuando es más bella la luz habanera, pasaremos frente a su casa, en la calle Trocadero. Vendremos de Prado, caminando por la acera opuesta, conversando y como despreocupados. Tú llevarás puesto algo azul, un color que tan bien te queda, y nos imaginaremos que el Maestro vive, y que en ese momento espía por las persianas. Huele el humo de su tabaco, oye su respiración entrecortada. Dirá: ‘Mira a esa loca y su garzón, cómo se esfuerza ella en hacerlo su pupilo, en vez de deslizarle un buen billete de diez pesos en la chaqueta’. No te ofendas, él es así. Sé que apreciará mi esfuerzo y admitirá tu sensibilidad e inteligencia, y aunque sufrió incomprensiones, le alegrará en particular tu condición de revolucionario. Ese día le resultará más grata su tarea de leer durante media hora partes de su obra a los burócratas del Consejo de Cultura que han sido destinados al reino de Proserpina, un auditorio bastante amplio, por cierto.”

En mapas desplegados por el piso, ubicábamos los edificios y plazas más interesantes de La Habana Vieja, los vitrales que no se podían dejar de ver, las rejas de entramado más sutil, las columnas citadas por Carpentier, y trozos de muralla de trescientos años de antigüedad. Me confeccionaba un itinerario preciso que yo seguía al pie de la letra, y regresaba, emocionado, a comentar lo visto en la intimidad del apartamento, cerrado a cal y canto, mientras tomábamos champola, pru oriental o batido de chirimoya, y escuchábamos a Saumell, Caturla, Lecuona, el Trío Matamoros o, bajito, por los vecinos, a Celia Cruz y la Sonora Matancera. En cuanto al ballet, que era su fuerte, no me perdía una función. Él siempre conseguía entradas para mí, por muy difíciles que estuvieran, y en los casos verdaderamente críticos, me cedía su invitación. En el teatro no nos saludábamos aunque coincidiéramos a la entrada o la salida, fingíamos no vernos, y nunca su puesto quedaba cerca del mío. Para evitar encuentros, yo permanecía en la sala durante los entreactos, contando las vocales en los textos de los programas.

“Lo que más me maravilla de nuestra amistad –solía decir– es que sé tanto de ti como al principio. Cuéntame algo, viejo. Tu primera experiencia sexual, a qué edad te empezaste a venir, cómo son tus sueños eróticos. No trates de tupirme; con esos ojitos que tienes, cuando te desbocas debes ser candela.” “¿Y por qué –volvía a la carga en cuanto yo me entiesaba–, ahora que somos como hermanos, no permites que te vea desnudo? Te advierto, no puedo retener en la memoria la figura de un hombre al que no le haya visto la pirinola. Total, que me la imagino: la tuya debe ser tierna como una palomita; aunque déjame decirte, hay muchachos así de tu tipo, sensibles y espirituales, que sin embargo, cuando se desnudan, se mandan tremendo fenómeno.”

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