HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
CUATRO: LA BATALLA (2)
AL OTRO día mi padre pasó primero por lo de Manolita, al volver del trabajo. Yo lo escuchaba en el escritorio-oficina escuchando a los Lecuona y escribiendo un poema-homenaje a Nicolás Guillén que titulé: ¡Oh, Cuba! Él tuvo que pegar una patadita para que le abriera la puerta, porque traía el termo y el mate abajo de un brazo y el grabador abajo del otro. Me sonríe, feliz. Y yo pienso: Chau infarto. “¿Sabés que cuando me bajé del 203 tuve la corazonada de que el Papalote había grabado algo nuevo esta tarde y paf, le pegué a la piñata?” informa con una especie de modulación premonitoriamente encubridora. “Grabó Rosalía y Reina mía (el merengón de anoche) pero agregó una maravilla largada hace añares, en La Paloma. Así le dijo a Manolita. Lo que no puede creerse es que de repente estoy escuchándolo y se me ocurre -clarita- la solución del problema que no pudimos resolver anteayer. A ver, colocá las piezas”.
Y sacó a los Lecuona y puso el Nuevo Mundo. Yo dejé mi cuaderno -con el poema prácticamente terminado- al lado del tablero. Dvorak parece hacer resplandecer sobre las piezas el aguacero que sacramentó el primer encuentro entre el Papalote y Ma-Sa. “Tácate” dice mi padre, acariciándome un dedo: “El caballo. Ahí está la solución: jugado en seis alfil rey defiende a la dama y dan mate las negras. ¿Entendés?”. Entonces recojo el cuaderno y la lapicera y liquido el poema en un momento y se lo alcanzo. Él lee en voz alta, plácido: “Oh, Cuba / tu canto / suelto y sin ceño / semeja a un zorzal / sin plumas. / ¡Oh, Cuba! / qué desgracia / te ha caído / en tu alma blanca / y tu piel negruzca. / ¡Oh, Cuba! / fuiste criada / con la mano ruda / que casi siempre incuba / la desgracia / para tu cuerpo. / ¡Tú sudas! / ¡Oh, Cuba! / ¡Levántate! / y verás quién gana, / si la negra piel / con alma blanca, / si la blanca piel / con alma negra. / ¡Oh, Cuba! / Zorzal sin plumas con alma blanca / con piel oscura”.
“Andá, Monaquito” dijo mi padre, impasible: “Traeme El País de arriba de la mesa de la cocina. Y cuando vuelvo me señala una foto borrosa que muestra a dos guerrilleros cubanos en la Sierra Maestra. “Cuba ya se levantó” sonríe: “No te preocupes”. “¿Y si ganan no les puede pasar lo mismo que al padre de Jacobo?” pregunto. (Jacobo es un compañero de clase que entró a la escuela a mitad de año y tiene unos ojos claros siempre demasiado abiertos y no juega con nadie ni parece interesarse por nada. Su apellido es Arbenz.)
“Calma” dijo mi padre: “Hay que esperar a que llegue el puente para cruzarlo. Pero escuchá, escuchá este merengón. Se llama Mi tambora”. Y ensobra el long-play del Nuevo Mundo y antes de poner en marcha el grabador disfruta un mate hermosamente espumoso. Yo observo la maternidad de Gurvich, hasta que el Papalote me cubre con la voz de una seda inusual: Nunca dejes de sonar mi tambora / archipiélago de toques dormidos / en el suelo de una muerte sonora / muerte de madera y chigo. / Nunca dejes de sonar mi tambora / crisantemos despeinados te adornan / y la ruina se ha postrado en tu cama / y te roza. / Suena un ángel / viste de tambora / tierra adentro / con la tumbadora / mil luceros / bordan tu corona / nunca mueras / mi tambora. Y entonces miro el Cristo, y después de un silencio vuelvo a volar hacia la luz remota del quilombo: Nunca dejes de sonar mi tambora / tu cintura aroma de aserradero / y derrama de otras manos tu sangre / vé pariendo un tamborero. / Por los aires / sueña mi tambora / tierra adentro / con la tumbadora / mil luceros / bordan tu corona / nunca mueras / mi tambora. Y exactamente encima de la última palabra se oyó el chillido de la vieja llamándonos a cenar.
Mientras cruzábamos el patio mi padre me contó que el negro nos había mandado invitar -por intermedio de Manolita- a presenciar el nacimiento del papalote. “Es este sábado, al salir el sol. Yo no tengo problema porque en el quiosco le puedo pedir a Pochocho Rígoli para trocar turnos. Lo más peliagudo va a ser encontrarte un suplente a vos, allá en el catecismo”. Y carcajeamos hermanados por la irreverencia.
Hay olor a tallarinada con estofado, pero no se oye la radio. Y cuando entramos a la cocina mamá dice que el viejo comió unas tortas fritas de ayer y se metió en la cama. “Es tristeza” chista la vieja, hambrienta: “De joven se ponía así, también. Llegaba del trabajo y comía cualquier cosa y enseguida se iba a dormir. Y no podías ni hablarle, porque te puteaba. Se pasaba días así. Hasta que inventé un gualicho: lo esperaba con una caña con una cucharadita de azúcar adentro y santo remedio”. Y una raja de baba color tuco se le cae de la risa. “Habría que decirle al gordo que le metiera un terrón de azúcar en la caña, entonces” interviene mi padre. “No. Dejate de embromar con ese boliche” gruñe la vieja: “Ahí no pisa más. La tristeza se nos va sola, a nosotros los viejos”. Y mamá la interpela con una mirada de nácar ausente y propone, respirando hondo: “¿No me hacés el favor de lavar los platos vos, esta noche? Te juro que siento una pesadez tan divina que hoy me voy a tirar a descansar en serio. Y si encuentro caballeros que quieran acompañarme, mejor”
Cuando me empecé a dormir debía hacer una hora que estábamos callados. Mi padre se había sentado en la cama a fumar con una mano puesta sobre la cabeza de mamá, que tenía una espesura de misal en los ojos. Y de golpe veo un rosedal y una ciervita blanca que salta suavemente -como tamborileando- de estrella a estrella. Después Gurvich sale de un quilombo en un caballo negro y canta el Nuevo Mundo.
MAMÁ ME dejó faltar al catecismo casi con gusto, y aquella madrugada ni siquiera se despertó para chinchear con la ropa que tenía que ponerme. El viejo ya estaba preparándose el mate en la cocina. Cuando me senté a tomar el tazón de café con leche sentí acercarse por atrás el triste olor a limpio de la leñadora y después una mano hormigonada frotándome el pasamontaña. “A tu abuelo le gustó que te levantaras a ver amanecer” dice mi padre, mientras atravesamos el frío azul (todavía satinado temblorosamente por los faroles y el estrellerío) que sube de la playa. Hay un alto fulgor amarillo limón sobre el que se recorta el lomo de la Punta Gorda. El mar ya transparenta una tersura rojiza, en cambio. Y recién al cruzar la rambla distinguimos el humo que emerge de los árboles que rodean las casillas de los pescadores: es como si trepara al lugar exacto donde remolinean chillando las gaviotas entre algún eco ocasional de perros o de gallos.
El Papalote estaba tomando mate de espaldas al braserío. Nos saludó inclinando la cabeza y señaló un tablón montado sobre piedras -y ubicado al abrigo de los transparentes- para que nos sentáramos. Había un olor rancio parecido al del bacalao que comíamos los viernes santos. El negro tenía a mano las varillas el papel cometa el hilo la navaja el engrudo y el traperío que le juntamos durante la semana, pero seguía sondeando el horizonte con unos ojos aterciopeladamente absortos. Mi padre empezó a cebar su propio mate. Estuvimos callados (y exhalando humedad como si fumáramos) hasta que el sol rebasé el filo terrestre y los ronquidos del Lobo y de Cherro empezaron a apaciguarse, dentro de la casilla. Entonces dice el negro: “Acaba de aparecer la última sextilla del bautismo. A mí me gusta bautizar a cada papalote con una serenata”.
Y empieza desenrollar, con firme lentitud: El alba trepa en el mar / como una cumbre plateada / como una tierra sembrada / de oleajes fosforecentes, y no surge de repente / ni se asoma de la nada. // Larga noche del Mar Dulce / y más que larga estrellada / sobre la brasa enterrada / y el ojo que no se cierra / y el corazón de al tierra / que nos quema la mirada. // El lucero no está solo / si el hombre brilla con él / como no está solo aquel / que hace luz de su pobreza / verde amargo que se besa / cuando el sol roza la piel. // Ah noche de Yemanjá / ah patria de amaneceres / yo vengo de donde fueres / y hacia tus naceres voy / el canto en vela te doy / para que no desesperes. Mi padre se puso a frotarme el pasamontaña hasta que me hizo sudar la cabeza y preguntó: “¿Y toda esa serenata le acaba de salir de un tirón, don Papalote?”. “Sí. Y empezó a aparecer cuando el mar se puso plateado” murmuró el negro. “¿Y ese poema lo hizo usted o es del otro Juan Guerra?” me animo a preguntar. Hay un denso silencio. Yo remonto el corazón / de mi padre verdadero contesta el Papalote, requintándose el panamá cuando en el viento del son / se me cae el mundo entero. / Y a nadie pido perdón -aunque el conuco me ladre- / por volar al corazón / de mi verdadero padre.
Y empezó a trabajar con las cañas. Yo no le había entendido bien la respuesta, pero aquello del padre verdadero y el verdadero padre quedó planeando en el aire anaranjado como la deslumbrante multiplicación de las gaviotas. “Perfecto” dice el negro, cuando termina de armar el esqueleto hexagonal. Y mira el sol -ya hecho una llamarada sobre el plano del mar- y agrega: “Uno tiene que imaginarse que hay que desempañar el cielo hasta que se vea un jardín. ¿Comprende? Y para eso el papalote tiene que ser perfecto. Usted tiene que verlo colear sin caerse usted. Y eso es lo más difícil del mundo: aguantarse y durar parado frente al jardín de uno. Eso es más difícil que aprender a creer cuando uno no está creyendo”.
Al rato aparecieron Cherro y el Lobo, y fueron a mear contra las rocas y se integraron a la rueda desperezándose en cámara lenta. El mar empezó a golpear la orilla de la Playa de los Ingleses, bajo las maniobras cada vez más audaces de la bandada blanca. “No hay problema. Mañana tienen viento” dijo Cherro, parándose para rehacer el fogón: “¿Dónde es la batalla, negro?”. “En la cantera” contestó el Papalote: “Va a haber sudestada. En la playa no se puede”. “¿Y cómo vas a hacer la raya de la cancha?” preguntó el otro: “¿A pico y pala?”. Y largó una carcajada hedionda y el perro pareció amenazarlo con el ojo hemipléjico. “¿De qué raya está hablando?” le pregunto a mi padre. Pero él se encoge de hombros, divertido. “De la que separa a las milicias de los bagresapos. Ahí atrás tenés uno que es uno que es mitad y mitad” cabecea el Papalote.
Cherro acusó el dagazo, perro no reaccionó enseguida. Y recién cuando el otro empezó a trabajar con el papel cometa incrustó su extraño rostro -casi femeninamente pálido, a pesar de la red de zanjones excavados por las soleras- y dijo: “Contá. Contá, nomás”. Entonces nos enteramos que aquella madrugada de setiembre de 1939 Yolanda permaneció despierta en la piecita del quilombo como si la bachata gemida por su hijo-novio acabase de enclaustrarla en una gran burbuja rosada. “Yo me desperté a mediodía” contó el negro, sin dejar de manejar la navaja y el engrudo con precaución milimétrica: “Y vi el traje de fiesta abandonado en la cama y supe que ella se había vuelto anfibia ¿ya? Y al llegar a la cocina me la encuentro vestida de lobero -como todos los días- pero con la cabeza metida en una especie de resplandor de buzo. ¿Comprende?”. “Sí” cabecea mi padre. Y a mí me da por mirar a Cherro y él se pone medio bizco y empieza a taladrarse la sien con un dedazo y tengo que aguantar la risa hasta la desesperación.
“Y además de un chupín fenomenal -que alcanzaba para matarle el hambre a toda La Paloma- había fabricado dos papalotes” sigue contando el negro sin subir los ojos: “Uno rojo con un pescado bigotudo y cornudo en el medio y otro azul, adornado por una calavera. Mi héroe me dijo, descolgándose una rosa recién cortada de la oreja y alcanzándomela para que me la pusiera (uno sabe entender ese tipo de órdenes): ¿No lleva a pasear a su compañero al faro y me compone una serenata para bautizar el papalote azul antes de la batalla? Y después que me coloqué la rosa sin protestar me alcanzó al cachorro y entonces me fajé y pregunté: ¿Una serenata? ¿De día? -En el faro se puede porfió ella, ya enfrentada de nuevo a las ollas: Usted estaba adentro mío cuando tuve que ir a la zafra del camarón, en Valizas. Todavía no me había conchabado aquí. Y una noche de luna subo hasta lo más alto y al descubrir el faro del Polonio vuelvo a oír una mañanita inventada por su verdadero padre. Eso fue en el mirador de la Punta de las Calaveras, chico. -En la Punta del Diablo, querrás decir me animé a corregirla. No, señor mío. Cuando Blades me trajo a vivir al Uruguay la llamaban Punta de las Calaveras, también se encocoró mamacita, emperrada en no tutearme: Y además aquella noche supe que aquello que llamaban cerros de arena son montañas de calaveras. De héroes. ¿Me escuchó bien?
Y el negro cargó al Lobo y caminó hasta la costa menos rabioso que desconcertado. Y al rato pudo imaginarse a la muchacha de rostro color té (y separadísimos ojos violáceos sobre los que flotaba un tul de un candor-desafío imperturbable frente al mundo todavía sin parir) remontando las laderas de la Punta del Diablo: “Y entonces me senté en las canaletas de roca que hay cerca del faro” levanta la cara el negro hacia el horizonte del río-como-mar: “Y de repente supe -cuando empezó a aparecer la serenata- que aquello no era un asunto que tuviera que ver con el día o con la noche. No. La cosa es ver guiñar los cocuyos eternos. Y ya”.
“¿Y no se acuerda de aquella serenata, por casualidad?” se frota las manos mi padre, antes de prender un Rchmond ostensiblemente plácido: “¿Usted nunca se acuerda nada de lo que escribe?”. El negro mantuvo alzado su perfil caballuno y demoró en contestar: “A veces queda algo apuntado. Depende. A veces quedan algunas sextillas o algunas décimas formando bandada con los cocuyos que me larga mi tío”. Cherro fue a buscar la caldera, resoplando de impaciencia. Y el papalote recitó, como si predicara: Se llama Punta del Diablo / aunque otros dicen que fuera / Punta de de Calaveras / y así la voy a llamar / mientras pesca su cantar / el corazón mar afuera. // Hay un celeste salvaje / posado sobre la brisa / y el amarillo ceniza / de las arenas quebradas: / la vida y la mar plateadas, en la Barra de Valizas. // Vidas que dan a la mar / hombre, diablo y calaveras / pero también la certera / certeza de caminar / de caminar y nadar / por la vida duradera. // La luna en el mirador / abre una enorme penumbra / y el corazón se deslumbra / con su porfiado poder: / poder vivir para ver / cómo la verdad se alumbra. // Se llama Punta del Diablo / aunque otros dicen que fuera / Punta de las Calaveras / y así la voy a llamar / mientras pesca su cantar / el corazón muerte afuera.
“Pero usted tiene que haber leído una barbaridad para componer esas cosas, don Papalote” se acaricia la gomina mi padre, sin recoger la más mínima respuesta del rostro ya inclinado del otro: “¿Le molestaría mucho dejarme anotar lo que tiene apuntado?”. Y entonces el Papalote se saca el panamá y murmura, señalándose las motas jaspeadas: “Está apuntado aquí, compañero”. Y mi padre -que sin que yo supiera venía memorizando sistemáticamente y pasando en un cuaderno las coplas improvisadas por el negro- retruca, con humildad: “¿Me las podría dictar, aunque sea?”. “Con ginebra puede ser” decide el otro volviendo a acomodarse el sombrero y mordiendo por primera vez la mañana con la gran dentadura todavía intacta.
Y al rato siguió contando que Cherro apareció en el faro mientras él pasaba en limpio la serenata (recitándosela en voz alta al cachorro) y gritó: Acomodate bien que tenés más trabajo, negrito. Y se empapó la cara con una botella de caña blanca que tenía ya mediada y avanzó por las rocas acanaladas construyendo un tristísimo equilibrio. Tenés que bautizar el otro papalote jadeó: El nuestro. El de los mierda. Y le explicó que Yolanda había organizado una batalla entre los bagresapos (los loberos) y las milicias de la retención (las putas). ¿No querrás decir las milicias de la REDENCIÓN? preguntó el negro, con ojos ahuevados. Lo que sea ladró Cherro, lamiéndose la caña que parecía no terminar de chorrearle nunca por la cara: Carajo. Pero los bagresapos tenemos derecho a unas décimas, por lo menos. “Y yo sentí como si se me cayera el mundo en la espalda” dice el Papalote, empezando a seccionar las tiras de los flecos: “Me dolió que mamacita -loca y todo- inventara esas cosas. Entonces me arranqué la rosa de la oreja, me prendí de la botella y casi se me parte la cabeza en cuatro pero desenrrollé unas décimas. Y volví en pie de guerra al quilombo”.
¿Qué pasó, mamacita? preguntó el negro, con mirada de Blades cargando a lanza seca: ¿Ahora resulta que son las putas las que pelean por la patria y los loberos no nos merecemos un maldito bautizo? ¿Por qué no me dijiste cómo iba a ser la-? -A vos ni te interesó saberlo, por lo visto lo cortó la diminuta y juvenilizada mujer color té, sin dejar de moverse entre las ollas: ¿Compusiste la serenata? Y el negro se dio cuenta que ya no lo trataba de usted ni lo miraba como al otro Juan Guerra. “Y no tuve más remedio que recitarle la serenata” hace una trompa: “Y ella me la aprobó con la cabeza y dijo: A ver si agilitás, porque los ejércitos están esperando en la playa. Y se viene tormenta del norte.
“Y puede parecer mentira pero fue recién al cruzar las vías y meternos en los médanos que me dio por pensar cuál había sido la última batalla organizada por mamacita” desnuda los dientes el Papalote, interrumpiendo el trabajo para agarrar un mate que le alcanza Cherro. “Y saqué la conclusión de que fue cuando volví de mi primera zafra en Lobos. Porque al volver de la segunda ella nos agasajó con un chupín, nomás. Yo tenía dieciocho años, me acuerdo: recién cumpliditos. Y una tristeza más grande que el mundo”.
Nos miramos con mi padre. El gavioterío trenzaba y destrenzaba una especie de laberinto espumoso y chillón que apenas rasgaba la frutalidad de la mañana. “Y esta era la primera vez que íbamos a enfilar en ejércitos distintos con mamacita, además” siguió contando el negro: “Por eso yo venía tan cabreado. Y de golpe le zampé las décimas de los loberos y ella puso cara de no estar escuchándome, aunque cuando pisamos la arena dura se frenó y me arrostró: Pobrecitos, ustedes. Yo ayer estaba segurísima de que te iba a durar poco el metejón de la bachata. ¿Así que pensás guapear con el corazón mojado, bagresapo? -¿Y qué pretendés que haga? ¿Qué me pase a las cancha de las putas? Grité. Pero ella no contestó. Y al llegar al lugar donde estaba escarbada la línea divisoria entre los dos ejércitos (apenas diferenciados por las protuberancias que henchían los uniformes de fajina de las mujeres) anunció: Hoy vamos a pelear una batalla como las que le gustaba organizar a mi primo Juan Luis en el conuco. Los jefes echamos a volar los papalotes, y el que quiera cambiarse de cancha que se cambie: cada cual es libre de elegir para qué lado del cielo rueda la cosa. Y después, chupín hasta aburrirnos.
“Fíjese que ya había mucha caña en danza” dice el negro, empezando a pegar las hileras de flecos aleteantes: “Y enseguida se volvió un carnaval, aquello. Las mujeres eran menos que nosotros, pero chillaban peor que una manga de gaviotas y se les chorreaba el colorete de la noche anterior y-”. “Un momento” lo interrumpió Cherro, abriéndose paso para apoyar la caldera tiznada en la punta del tablón: “La Yolanda estaba fresca. Y sabía perfectamente bien lo que estaba haciendo, además. ¿O tenés alguna duda?”.
Yolanda izó el papalote azul (con la calavera de los héroes transformándose de a poco en un carozo solar) hacia la transparencia donde ya rebrillaban las golondrinas y se perdía de vista la gran zarza arenosa que alzaba el viento norte. “Y de golpe me cegué” dice el negro sin prestarle atención al mate que le alcanzan: “Aquello se había vuelto un revoltijo de gente enloquecida y catinguda que se pasaba de una cancha a la otra sin saber bien por qué y me sentí enfermo de asco. Y me agarró como una desesperación por picarle la piola a mamacita para que se dejara de joder con las milicias de la redención y mi padre verdadero y todos esos inventos. Entonces aguanté bien tensado el bagresapo rojo mientras ella seguía floreándose, meta colear en ocho y en picada y en-”. “Sí. Pero la Yolanda ahí te encajó de carnada al ángel del conuco” carcajeó Cherro, sin poder contenerse: “Y ahí sí que te jodió”.
Chico gritó Yolanda, que se había arrancado el bonete lanudo desde el principio y parecía aureolada por un vellón de miel: ¿Alguna vez viste colear al ángel que le robó la yilé a la huesuda? Y el negro se distrajo y tuvo la sensación de que la vieja-muchacha (que se recortaba reverberantemente sobre el islote) empezaba a deslizarse por un filo de flotación que no era mar ni tierra. “¿Pero sabe cómo flotaba?” pregunta el Papalote, y fabrica una trompa que nos hace reír a todos: “MERENGUEANDO!!!! Y cuando terminó de bailar miró el cielo y gritó: RAJATE DE LA PATRIA, DEMONIO IMPERIALISTA!!!! Y me agarró totalmente desprevenido y me tajeó la piola con un coletazo perfecto”. Entonces Cherro se tapó la cara y jadeó, convulsionado por una especie de hipo-sollozo: “Y justo cuando se vino a pique el bagresapo y se acabó la batalla yo estaba con una pata en cada cancha, Dios. ¿Qué carajo seré, al final?”
Mi padre prendió un cigarrillo demasiado rápido. “Hasta que al despertarme de la siesta del chupín me sentí como abrigado” sigue contando el negro: “Ya estaba oscuro y llovía una barbaridad. Pero era como si lloviera café. Y fue recién que me acordé del raspón que le hizo mamacita al cielo, cuando me picó. Y pude ver otro cielo. No otro mundo ¿me entiende?”. Mi padre sonrió.
Y aquella madrugada el Papalote preparó la mochila y decidió salir a recorrer la costa rumbo a la frontera. Los loberos y las putas habían vuelto a la cama después de la bailanta, pero Yolanda permaneció rosadamente uniformada hasta último momento. Mi héroe dijo en la puerta mientras le colocaba una flor en la oreja al hombre-muchacho de cuarenta y dos años (resucitado y manso y resuelto a cantar y pelear y morir por una patria triste que jamás bautizó): Vuelva para la zafra de Lobos. Y cada vez que se caiga de la redención súbase otra vez al mirador. Con fe. Porque el resto es mentira. Y le puso otra flor entre los dientes al lobo o Chuparrosas y sentenció: Cachorro. Usted sabe dónde le duele el alma a la madre del mundo. Chupe la herida, macho. Y que ladren los que ladran.
“¿Y todavía llovía cuando salió del quilombo?” me da por preguntar, poniéndome colorado ipso facto. Mi padre y Cherro se rieron, pero el negro terminó de armar el tiro del papalote y apoyó una suavísima manaza que olía a ajo sobre mi cabeza ya descubierta. “No. Había una niebla rara” demoró en contestar: “La lluvia había sembrado un mar de terciopelo en el campo. Mañana voy a largarles el merengón que largué cuando llegué al Polonio. Mañana de tardecita: para festejar la victoria”. “¿Y usted cómo está tan seguro de que va a ganar?” le preguntó mi padre, y pareció arrepentirse enseguida. “No, compañero: vamos a ganar” lo corrigió el Papalote: “Usted se preocupa mucho, don Pepe. Los hermanos siempre reclutamos algún hermano, pase lo que pase”. “Aunque la vida no sea noble ni buena ni sagrada” glosó mi padre, enseñando una sonrisa biliosa. Entonces el negro escrutó la espesura de la mañana y declaró: “Ya. Usted es de los nuestros”.
Al rato nos explicó el reglamento de batalla que le iba a proponer al Chueco y después se levantó parta besar el papalote y ofrecérselo al sol. “¿Y la cola? ¿Y la yilé?” preguntó Cherro: “Esto está sin terminar, muchacho”. El negro no retrucó enseguida, pero bajó unos ojos de anarco-artiguista cargando en Arbolito que nunca olvidaré. “Mire, don Pepe” dijo: “El bautizo terminó. El traperío y el filo los coloco más tarde”. Y le hizo una seña trompuda y caballuna para que me llevara. Pero antes de trepar por el trillo que nos conduce a la vereda de la rambla me doy cuenta -increíblemente tarde- que los colores del papalote son los de la camiseta de Liverpool. Negro y azul: la enseña del glorioso. Y murmuro: “Che: ¿será hincha de Liverpool, el Papalote?”. “No, Monaquito. Esos son los colores de la vida” me contesta mi padre.
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