lunes

JOSÉ LEZAMA LIMA - LA EXPRESIÓN AMERICANA


VIGESIMOQUINTA ENTREGA
CAPÍTULO V (3)
Sumas críticas del americano (3)
  
Ante todo, el paisaje nos lleva a la adquisición del punto de mira, del tiempo óptico y del contorno. Que la atención o una saetilla misteriosa se disparen sobre nosotros, que la mirada suelte sus guerreros en defensa de su territorio, y el contorno enarque sus empalizadas frente a zonas indiferentes o gengikanesca barbarie. El paisaje es como una de las formas del dominio del hombre, como un acueducto romano, una sentencia de Licurgo, o el triunfo apolíneo de la flauta. Paisaje es siempre diálogo, reducción de la naturaleza puesta a la altura del hombre. Cuando decimos naturaleza el panta rei engulle al hombre como un leviatán de lo extenso. El paisaje es la naturaleza amigada con el hombre. Si aceptamos la frase de Schelling: “la naturaleza es el espíritu visible y el espíritu es la naturaleza invisible”, nos será fácil llegar a la conclusión de que ese espíritu visible de lo que más gusta es dialogar con el hombre, y que ese diálogo entre el espíritu que revela la naturaleza y el hombre, es el paisaje. Primero, la naturaleza tiene que ganar el espíritu; después, el hombre marchará a su encuentro. La mezcla de esa revelación y su coincidencia con el hombre, es lo que marca la soberanía del paisaje.
En América dondequiera que surge posibilidad de paisaje tiene que existir posibilidad de cultura. El más frenético poseso de la mímesis de lo europeo, se licúa si el paisaje que lo acompaña tiene su espíritu y lo ofrece, y conversamos con él siquiera sea en el sueño. El valle de México, las coordenadas coincidentes en la bahía de La Habana, la zona andina sobre la que operó el barroco, es decir, la cultura cuzqueña ¿la pampa es paisaje o naturaleza?, la constitución de la imagen en paisaje, línea que va desde el calabozo de Francisco de Miranda hasta la muerte de José Martí, son todas ellas formas del paisaje, es decir, en la lucha de la naturaleza y el hombre, se constituyó en paisaje de cultura como triunfo del hombre en el tiempo histórico. El sueño de Sor Juana es la noche en el valle de México, mientras duerme parece como si su yo errante dialogue con el valle, y lo que parecía términos de la dialéctica escolásticas se convierten, transmutados por el sueño, en las señales convenidas para los secretos de aquel paisaje. Los artistas sencillos de la escuela cuzqueña, filtran en sus lienzos un cielo reverente, tan distante de las nubes que van desde Botticelli hasta Murillo, más como presagio indescifrable que como una tierna compañía. Y cuando nos proponemos la discusión de si la pampa es naturaleza o paisaje, oímos en las dos primeras invocaciones del Martín Fierro y de La vuelta de Martín Fierro, que el idioma ha sido revivido con un nuevo orgullo, confianza y hombría, por una naturaleza que se pone más a ras de tierra para brindarnos su estribo, haciéndose paisajes por el nuevo idioma que lo recorre. Oíd la guitarra de Martín Fierro, con la voz humana que la domina a su mejor lado de compañía:
  
Me siento en el plan de un bajo
A cantar un argumento-
Como si soplara el viento
Hago tiritar los pastos-
Con oros, copas y bastos
Juega allí mi pensamiento.
  
Yo soy toro en mi rodeo
Y torazo en rodeo ajeno;
Siempre me tuve por güeno
Y si me quieren probar
Salgan otros a cantar
Y veremos quién es menos.
  
Y en la vuelta de Martín Fierro, reposa como una mole pedresosa acompañada de ríos apacibles:
  
Y el que me quiera enmendar
Mucho tiene que saber-
Tiene mucho que aprender
El que me sepa escuchar-
Tiene mucho que rumiar
El que me quiera entender.
  
Después del señor barroco, bien instalado en el centro de su disfrute, el paisaje recobra una imantación más poderosa y demoníaca. El hombre desplazado de su centro, vuelve a él aunque su paisaje se muestre irreconciliable, ya para siempre lejano. Francisco de Miranda no pudo encontrar nuevo centro en un nuevo paisaje, ni en la Revolución Francesa, ni en los encantos de un Eros de la Ilustración, en la corte de Catalina de Rusia, ni en la meticulosa y fríamente creadora Inglaterra de Pitt. Se mueve por toda la Europa, pero hasta que no halla su centro de nuevo en un calabozo, donde reconstruye a su país por ausencia, no se siente de nuevo venezolano esencial. Su paisaje tiene ya suficiente fuerza, para que en cualquier escenario donde se desenvuelva, y abarcó uno de los mayores de su época, vuelva sobre él, lo retome y lo ponga en el centro de su calabozo.
  
Cada paisaje americano ha estado siempre acompañado de especial siembra y de arborescencia propia. La civilización precortesina se fundamentaba en la “rubia mazorca”, en el maíz, incluso la cultura maya, la cultura del maíz, del harnero que cubre las estaciones. Engendra un ocio tan distinguido, como el que podían disfrutar los griegos, o el otium cum dignitate de los latinos. El barroco tazón del soconusco revela al señor en el puente de mando de su voluptuosidad. Repasa una fatiga, que después ensancha de nuevo en su galpón, en su gran sala de baile. El romanticismo se abandonó, ya en el XIX a la extensión, a la sequía de la planicie, a la errancia que borra sus huellas. El ombú, el árbol que camina en la noche de la pampa, según nos dice un gran argentino, Ezequiel Martínez Estrada, regala la vegetativa mansión en la peligrosa distancia a vencer. Si no el ombú, vaya la ceiba generatriz, con su permanencia vindicativa. Tranquiliza el vientre fecundo y resguarda la estancia en unidad de lugar. Y la franja, la pinta fina del criollo, lanzada en humo de hoja de tabaco, entre la lentitud del silabeo y los finales de frase, que pugnan por dar un agudo en el armonioso cierre de sus vocales. Árboles historiados, respetables hojas, que en el paisaje americano cobran valor de escritura donde se consigna una sentencia sobre nuestro destino.
  
Al establecer Van Elst un distingo entre los primitivos flamencos del siglo XV y los primitivos norteamericanos del siglo XVIII  y XIX, se fundamentaba en que los pintores flamencos primitivos, no tenían “espíritu primitivo”, sino, por el contrario, una técnica refinada, “fueron artífices, nos dice, en su técnica para merecer la calificación que corresponde dar a los toscos e incultos pintores norteamericanos que viajaban por todos los estados y que para pagar su alojamiento y ganarse la vida pintaron los retratos de sus huéspedes, o cartelones políticos, o cuadros de significación, si no artística, a lo menos, fuertemente patriótica”. Si comparamos la virgen pintada por San Lucas, un atribuido a Van der Weyden, y la familia York en su hogar, obra de un primitivo norteamericano, en el Museo de arte moderno de Nueva York, percibimos que no es la diferencia de técnica, según pensaba Van Elst, eso es demasiado obvio y resalta muy fácilmente, lo que diferencia esos dos cuadros, sino el paisaje, situado en el primero a través de una ventana, y en el otro en un cuadro situado en la pared sobre la que se distingue a las dos figuras. Si paralelizamos, un juez justo, de Van Eyck, parece estar de frente al estricto juez, por lo tanto en perspectiva, mientras en el fondo del de George Washington, la severa colocación de los escuadrones, con sus uniformes blancos y azules, se continúa con un paisaje de grandes masas blancas, en la sucesión de las colinas y un cielo cerrado por un claroscuro elemental. Pero más, si con una decisión inocente, podemos al lado del retrato de Arnolfini y su prometida, observamos una ventana que filtra la cantidad de luz necesaria par aclarar los rostros, pero que apenas nos permite precisar qué paisaje rebana aquella ventana, pero en Conversación, colección Thomas Halliday, no aparece un paisaje habitual, sin embargo, se esperaba su despliegue con gran profusión en las flores que porta la figura que rinde homenaje, y por el suelo las gradaciones que corresponde a una gama de colores oportunos en un primer plano de composición.
  
Pero si el paisaje americano nos ha llenado de ventura y alabanza, volvamos en esperada antítesis, al cerrado pesimismo del protestantismo hegeliano. Ya vimos cómo en el indio Kondori, los elementos zoomorfos y fotomorfos estaban llevados a la integración que necesitaba una forma barroca. Pero ahora, de nuevo Hegel, trayéndonos el pesimismo de los alimentos. Pero si vuelvo a él, es un tanto con el propósito de burlarlo, señalando para su fastidio, una de las veces en que la idea no coincidió con la realidad, pues en ese soberano espíritu, parece como si los hechos y lo empírico domesticados siguieran su ideograma previo, las irritadas exigencias de su mando conceptual. “Aseguran, dice Hegel, que los animales comestibles no son en el Nuevo Mundo tan nutritivos como los del Viejo. Hay en América grandes rebaños de vacunos, pero la carne de vaca es considerada allí como un bocado exquisito”. Han pasado cien años, que ya hacen irrefutables, y si ridículas, estas afirmaciones hegelianas. Queden así en su grotesco sin añadidura alguna de comento o glosa. Y sonrían los sibaritas ingleses, casi todos lectores de Hegel, cuando se hundan en el argentino bife. Bisquette, vemos que la llaman a los ingleses en los primeros poemas gauchescos, por su voracidad para apegarse a la filetada, a la salazón o al tasajo de la Banda Oriental. Quede este gracioso problema para los hegelianos londinenses de la escuela de Whithead, que deben regalarnos el nuevo absoluto de esa problemática de la incorporación.
  
Para Hegel el logos actúa en la historia en una forma teocéntrica, es decir, Dios es el logos, sentido, al no encontrar con la facilidad requerida por la absoluteza de su apriorismo, desconfía y nos otorga su desdén. Busca en la América, el espíritu objetivo, y lo que encuentra, como en el Génesis, es el aliento de Dios rizando las aguas, como una piedrecilla lanzada de canto sobre la tranquila laminación líquida. Lo que todavía nos asombra, es el desatado interés de Ortega y Gasset, por esas siete u ocho páginas donde Hegel enjuicia la América, en su Filosofía de la Historia Universal. Considera en América sólo al criollo blanco, como causal de la independencia, después de subrayar paradójicamente, que la fortaleza del negro había desalojado la pasividad india. Sus páginas sobre las culturas negras muestran una escandalosa incomprensión. Se limita a señalar un estado de inocencia. Como si fuera posible que en un estado tribal, la idea de inocencia, en el sentido paradisíaco católico en que la aplica, pudiera tener desarrollo. Considera que la característica del continente negro, es ser indomable, en el sentido en que no es susceptible de desarrollo y educación, dice. Bastaría para refutarlo, aquella épica culminación del barroco en el Aleijadinho, con su síntesis de lo negro y lo hispánico. Esas limitaciones hgelianas, motivan que nos parezca imprescindible repetir aquí las palabras de Alfred Weber, que nos parecen una apreciación muy intuitiva y certera de los valores hegelianos en su totalidad. “La primera gran contraposición, dice, en que el idealismo alemán se coloca frente al contenido ideológico de la cultura moderna procedente de los países occidentales”.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+