SÉPTIMA ENTREGA
Llovió toda la semana. El dos de noviembre -contra la voluntad del coronel-, la mujer llevó flores a la tumba de Agustín. Volvió del cementerio con una nueva crisis. Fue una semana dura. Más dura que las cuatro semanas de octubre a las cuales el coronel no creyó sobrevivir. El médico estuvo a ver a la enferma y salió de la pieza gritando: “Con un asma como ésa yo estaría preparado para enterrar a todo el pueblo”. Pero habló a solas con el coronel y prescribió un régimen especial.
A él le correspondió esta vez remendar la economía doméstica. Tuvo que apretar los dientes muchas veces para solicitar crédito en las tiendas vecinas. “Es hasta la semana entrante”, decía sin estar seguro él mismo de que era cierto. “Es una platita que ha debido llegarme desde el viernes”. Cuando surgió de la crisis la mujer lo reconoció con estupor.
-Estás en el hueso pelado -dijo.
Pero en realidad estaba apenas sostenido por la esperanza de la carta. Agotado, los huesos molidos por la vigilia, no pudo ocuparse al mismo tiempo de sus necesidades y del gallo. En la segunda quincena de noviembre creyó que el animal se moriría después de dos días sin maíz. Entonces se acordó de un puñado de habichuelas que había colgado en julio sobre la hornilla. Abrió las vainas y puso al gallo un tarro de semillas secas.
-Ven acá -dijo.
Encontró a su esposa tratando de incorporarse de la cama. El cuerpo estragado exhalaba un vaho de hierbas medicinales. Ella pronunció las palabras, una a una, con una precisión calculada:
-Sales inmediatamente de ese gallo.
El coronel había previsto aquel momento. Lo esperaba desde la tarde en que acribillaron a su hijo y él decidió conservar el gallo. Había tenido tiempo de pensar.
-Ya no vale la pena –dijo-. Dentro de tres meses será la pelea y entonces podremos venderlo a mejor precio.
-No es cuestión de plata -dijo la mujer-. Cuando vengan los muchachos, les dices que se lo lleven y hagan con él lo que les dé la gana.
-Es por Agustín -dijo el coronel con un argumento previsto-. Imagínate la cara con que hubiera venido a comunicarnos la victoria del gallo.
La mujer pensó efectivamente en su hijo.
“Esos malditos gallos fueron su perdición”, gritó. “Si el tres de enero se hubiera quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora”. Dirigió hacia la puerta un índice escuálido y exclamó:
-Me parece que lo estuviera viendo cuando salió con el gallo debajo del brazo. Le advertí que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y él me mostró los dientes y me dijo: “Cállate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata”.
Cayó extenuada. El coronel la empujo suavemente hacia la almohada. Sus ojos tropezaron con otros exactamente iguales a los suyos. “Trata de no moverte”, dijo, sintiendo los silbidos dentro de sus propios pulmones. La mujer cayó en un sopor momentáneo. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos su respiración parecía más reposada.
-Es por la situación en que estamos –dijo-. Es pecado quitarnos el pan de la boca para echárselo a un gallo.
-Nadie se muere en tres meses.
-No sé -dijo el coronel-. Pero si nos fuéramos a morir de hambre ya nos hubiéramos muerto.
El gallo estaba perfectamente vivo frente al tarro vacío. Cuando vio al coronel emitió un monólogo gutural, casi humano, y echó la cabeza hacia atrás. Él le hizo una sonrisa de complicidad:
-La vida es dura, camarada.
-¿Qué?
Ella respondió sin mirarlo.
-Que podemos vender el reloj.
El coronel había pensado en eso. “Estoy segura de que Alvaro te da cuarenta pesos en seguida”, dijo la mujer. “Fíjate la facilidad con que compró la máquina de coser”.
Se refería al sastre para quien trabajó Agustín.
-Se le puede hablar por la mañana -admitió el coronel.
-Nada de hablar por la mañana precisó ella-. Le llevas ahora mismo el reloj, se lo pones en la mesa y le dices: “Alvaro, aquí le traigo este reloj para que me lo compre”. Él entenderá en seguida.
El coronel se sintió desgraciado.
-Es como andar cargando el santo sepulcro -protestó-. Si me ven por la calle con semejante escaparate me sacan en una canción de Rafael Escalona.
Pero también esta vez la mujer lo convenció. Ella misma descolgó el reloj, lo envolvió en periódicos y se lo puso entre las manos. “Aquí no vuelves sin los cuarenta pesos”, dijo. El coronel se dirigió a la sastrería con el envoltorio bajo el brazo. Encontró a los compañeros de Agustín sentados a la puerta.
Uno de ellos le ofreció un asiento. Al coronel se le embrollaban las ideas. “Gracias”, dijo. “Voy de paso”. Alvaro salió de la sastrería. En un alambre tendido entre dos horcones del corredor colgó una pieza de dril mojada. Era un muchacho de formas duras, angulosas, y ojos alucinados. También él lo invitó a sentarse. El coronel se sintió reconfortado. Recostó el taburete contra el marco de la puerta y se sentó a esperar a que Alvaro quedara solo para proponerle el negocio. De pronto se dio cuenta de que estaba rodeado de rostros herméticos.
-No interrumpo -dijo.
Ellos protestaron. Uno se inclinó hacia él. Dijo, con una voz apenas perceptible:
-Escribió Agustín.
El coronel observó la calle desierta.
-¿Qué dice?
-Lo mismo de siempre.
Le dieron la hoja clandestina. El coronel la guardó en el bolsillo del pantalón. Luego permaneció en silencio tamborileando sobre el envoltorio hasta cuando se dio cuenta de que alguien lo había advertido. Quedó en suspenso.
-¿Qué lleva ahí, coronel?
El coronel eludió los penetrantes ojos verdes de Germán.
-Nada –mintió-. Que le llevo el reloj al alemán para que me lo componga.
“No sea bobo, coronel”, dijo Germán, tratando de apoderarse del envoltorio. “Espérese y lo examino”.
Él resistió. No dijo nada pero sus párpados se volvieron cárdenos. Los otros insistieron.
-Déjelo, coronel. Él sabe de mecánica.
-Es que no...
-Qué molestarle ni qué molestarle -discutió Germán. Cogió el reloj-. El alemán le arranca diez pesos y se lo deja lo mismo.
-Mierda, coronel.
Alfonso se ajustó los anteojos a la nariz para examinar mejor los botines del coronel.
-Es por los zapatos –dijo-. Está usted estrenando unos zapatos del carajo.
-Pero se puede decir sin malas palabras -dijo el coronel, y mostró las suelas de sus botines de charol-. Estos monstruos tienen cuarenta años y es la primera vez que oyen una mala palabra.
-Dejen esa guitarra que todavía Agustín no tiene un año.
-Es un reloj.
-No era nada -dijo-. Si quiere lo acompaño a la casa para ponerlo a nivel.
-¿Cuánto te debo?
El coronel encontró entonces una ocasión perseguida.
-¿Qué?
-Te regalo el gallo -examinó los rostros en contorno-. Les regalo el gallo a todos ustedes.
Germán lo miró perplejo.
-No se preocupe, coronel -dijo Alfonso-. Lo que pasa es que en esta época el gallo está emplumando. Tiene fiebre en los cañones.
-De todos modos no lo quiero -dijo el coronel.
-Dese cuenta de las cosas, coronel -insistió-. Lo importante es que sea usted quien ponga en la gallera el gallo de Agustín.
-Lo malo es que todavía faltan tres meses.
-Si no es nada más que por eso no hay problema -dijo.
-Nada -preguntó.
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