sábado

EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA - GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ



QUINTA ENTREGA
Caminaron juntos hacia la plaza. El aire estaba seco. El betún de las calles empezaba a fundirse con el calor. Cuando el médico se despidió, el coronel le preguntó en voz baja, con los dientes apretados:
-Cuánto le debemos, doctor.


-Por ahora nada -dijo el médico, y le dio una palmadita en la espalda-. Ya le pasaré una cuenta gorda cuando gane el gallo.
El coronel se dirigió a la sastrería a llevar la carta clandestina a los compañeros de Agustín. Era su único refugio desde cuando sus copartidarios fueron muertos o expulsados del pueblo, y él quedó convertido en un hombre solo sin otra ocupación que esperar el correo todos los viernes.

El calor de la tarde estimuló el dinamismo de la muerte. Sentada entre las begonias del corredor junto a una caja de ropa inservible, ella hizo otra vez el eterno milagro de sacar prendas nuevas de la nada. Hizo cuellos de mangas y pufíos de tela de la espalda y remiendos cuadrados, perfectos, aun con retazos de diferente color. Una cigarra instalo su pito en el patio. El sol maduró. Pero ella no lo vio agonizar sobre las begonias. Sólo levantó la cabeza al anochecer cuando el coronel se volvió a la casa. Entonces se apretó el cuello con las dos manos, se desajustó las coyunturas; dijo: “Tengo el cerebro tieso como un palo”.
-Siempre lo has tenido asi -dijo el coronel, pero luego observó el cuerpo de la mujer enteramente cubierto de retazos de colores-. Pareces un pájaro carpintero.

-Hay que ser medio carpintero para vestirte -dijo ella. Extendió una camisa fabricada con género de tres colores diferentes, salvo el cuello y los puños que eran del mismo color-. En los carnavales te bastará con quitarte el saco.
La interrumpieron las campanadas de las seis. “El ángel del Señor anunció a María”, rezó en voz alta, dirigiéndose con la ropa al dormitorio. El coronel conversó con los niños que al salir de la escuela habían ido a contemplar el gallo. Luego recordó que no había maíz para el día siguiente y entró al dormitorio a pedir dinero a su mujer.

-Creo que ya no quedan sino cincuenta centavos -dijo ella.
Guardaba el dinero bajo la estera de la cama, anudado en la punta de un pañuelo. Era el producto de la máquina de coser de Agustín. Durante nueve meses habían gastado ese dinero centavo a centavo, repartiéndolo entre sus propias necesidades y las necesidades del gallo. Ahora sólo había dos monedas de a veinte y una de a diez centavos.


-Compras una libra de maíz -dijo la mujer-. Compras con los vueltos el café de mañana y cuatro onzas de queso.
-Y un elefante dorado para colgarlo en la puerta -prosiguió el coronel-. Sólo el maíz cuesta cuarenta y dos.

Pensaron un momento.
“El gallo es un animal y por lo mismo puede esperar”, dijo la mujer inicialmente. Pero la expresión de su marido la obligó a reflexionar. El coronel se sentó en la cama, los codos apoyados en las rodillas, haciendo sonar las monedas entre las manos. “No es por mí”, dijo al cabo de un momento. "Si de mí dependiera haría esta misma noche un sancocho de gallo. Debe ser muy buena una indigestión de cincuenta pesos”. Hizo una pausa para destripar un zancudo en el cuello. Luego siguió a su mujer con la mirada alrededor del cuarto.

-Lo que me preocupa es que esos pobres muchachos están ahorrando.
Entonces ella empezó a pensar. Dio una vuelta completa con la bomba de insecticida. El coronel descubrió algo de irreal en su actitud, como si estuviera convocando para consultarlos a los espíritus de la casa. Por último puso la bomba sobre el altarcillo de litografías y fijó sus ojos de color de almíbar en los ojos color de almíbar del coronel.

-Compra el maíz -dijo-. Ya sabrá Dios cómo hacemos nosotros para arreglarnos.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+