-Espérese y le presto un paraguas, compadre.
Don Sabas abrió un armario empotrado en el muro de la oficina. Descubrió un interior confuso, con botas de montar apelotonadas, estribos y correas y un cubo de aluminio lleno de espuelas de caballero. Colgados en la parte superior, media docena de paraguas y una sombrilla de mujer. El coronel pensó en los destrozos de una catástrofe.
“Gracias, compadre”, dijo acodado en la ventana. “Prefiero esperar a que escampe”. Don Sabas no cerró el armario. Se instaló en el escritorio dentro de la órbita del ventilador eléctrico. Luego extrajo de la gaveta una jeringuilla hipodérmica envuelta en algodones. El coronel contempló los almendros plomizos a través de la lluvia. Era una tarde desierta.
-La lluvia es distinta desde esta ventana –dijo-. Es como si estuviera lloviendo en otro pueblo.
-La lluvia es la lluvia desde cualquier parte -replicó don Sabas. Puso a hervir la jeringuilla sobre la cubierta de vidrio del escritorio-. Este es un pueblo de mierda.
El coronel se encogió de hombros. Caminó hacia el interior de la oficina: un salón de baldosas verdes con muebles forrados en telas de colores vivos. Al fondo, amontonados en desorden, sacos de sal, pellejos de miel y sillas de montar. Don Sabas lo siguió con una mirada completamente vacía.
-Yo en su lugar no pensaría lo mismo -dijo el coronel.
Se sentó con las piernas cruzadas, fija la mirada tranquila en el hombre inclinado sobre el escritorio. Un hombre pequeño, voluminoso pero de carnes fláccidas, con una tristeza de sapo en los ojos.
-Hágase ver del médico, compadre -dijo don Sabas-. Usted está un poco fúnebre desde el día del entierro.
El coronel levantó la cabeza.
-Estoy perfectamente bien -dijo.
Don Sabas esperó a que hirviera la jeringuilla. “Si yo pudiera decir lo mismo”, se lamentó. “Dichoso usted que puede comerse un estribo de cobre”. Contempló el peludo envés de sus manos salpicadas de lunares pardos. Usaba una sortija de piedra negra sobre el anillo de matrimonio.
-Asi es -admitió el coronel.
Don Sabas llamó a su esposa a través de la puerta que comunicaba la oficina con el resto de la casa. Luego inició una adolorida explicación de su régimen alimenticio. Extrajo un frasquito del bolsillo de la camisa y puso sobre el escritorio una pastilla blanca del tamaño de un grano de habichuela.
-Es un martirio andar con esto por todas partes –dijo-. Es como cargar la muerte en el bolsillo.
El coronel se acercó al escritorio. Examinó la pastilla en la palma de la mano hasta cuando don Sabas lo invitó a saborearla.
El coronel se acercó al escritorio. Examinó la pastilla en la palma de la mano hasta cuando don Sabas lo invitó a saborearla.
-Es para endulzar el café -le explicó-. Es azúcar, pero sin azúcar.
-Por supuesto -dijo el coronel, la saliva impregnada de una dulzura triste-. Es algo así como repicar pero sin campanas.
Don Sabas se acodó al escritorio con el rostro entre las manos después de que su mujer le aplicó la inyección. El coronel no supo qué hacer con su cuerpo. La mujer desconectó el ventilador eléctrico, lo puso sobre la caja blindada y luego se dirigió al armario.
-El paraguas tiene algo que ver con la muerte -dijo.
El coronel no le puso atención. Había salido de su casa a las cuatro con el propósito de esperar el correo, pero la lluvia lo obligó a refugiarse en la oficina de don Sabas. Aún llovía cuando pitaron las lanchas.
“Todo el mundo dice que la muerte es una mujer”, siguió diciendo la mujer. Era corpulenta, más alta que su marido, y con una verruga pilosa en el labio superior. Su manera de hablar recordaba el zumbido del ventilador eléctrico. “Pero a mí no me parece que sea una mujer”, dijo. Cerró el armario y se volvió a consultar la mirada del coronel:
-Yo creo que es un animal con pezuñas.
-Es posible -admitió el coronel-. A veces suceden cosas muy extrañas.
Pensó en el administrador de correos saltando a la lancha con un impermeable de hule. Había transcurrido un mes desde cuando cambió de abogado. Tenía derecho a esperar una respuesta. La mujer de don Sabas siguió hablando de la muerte hasta cuando advirtió la expresión absorta del coronel.
-Compadre –dijo-. Usted debe tener una preocupación.
El coronel recuperó su cuerpo.
-Así es comadre –mintió-. Estoy pensando que ya son las cinco y no se le ha puesto la inyección al gallo.
Ella quedó perpleja.
-Una inyección para un gallo como si fuera un ser humano –gritó-. Eso es un sacrilegio.
Don Sabas no soportó más. Levantó el rostro congestionado.
Don Sabas no soportó más. Levantó el rostro congestionado.
-Cierra la boca un minuto -ordenó a su mujer. Ella se llevó efectivamente las manos a la boca-. Tienes media hora de estar molestando a mi compadre con tus tonterías.
-De ninguna manera -protestó el coronel.
-De ninguna manera -protestó el coronel.
La mujer dio un portazo. Don Sabas se secó el cuello con un pañuelo impregnado de lavanda. El coronel se acercó a la ventana. Llovía implacablemente. Una gallina de largas patas amarillas atravesaba la plaza desierta.
-¿Es cierto que están inyectando al gallo?
-Es cierto -dijo el coronel-. Los entrenamientos empiezan la semana entrante.
-Es una temeridad -dijo don Sabas-. Usted no está para esas cosas.
-De acuerdo -dijo el coronel-. Pero ésa no es una razón para torcerle el pescuezo.
“Es una temeridad idiota”, dijo don Sabas dirigiéndose a la ventana. El coronel percibió una respiración de fuelle. Los ojos de su compadre le producían piedad.
-Siga mi consejo, compadre -dijo don Sabas-. Venda ese gallo antes que sea demasiado tarde.
-Nunca es demasiado tarde para nada -dijo el coronel.
-Nunca es demasiado tarde para nada -dijo el coronel.
-No sea irrazonable -insistió don Sabas-. Es un negocio de dos filos. Por un lado se quita de encima ese dolor de cabeza y por el otro se mete novecientos pesos en el bolsillo.
-Novecientos pesos -exclamó el coronel.
-Novecientos pesos -exclamó el coronel.
-Novecientos pesos.
El coronel concibió la cifra.
-¿Usted cree que darán ese dineral por el gallo?
-No es que lo crea -respondió don Sabas-. Es que estoy absolutamente seguro.
Era la cifra más alta que el coronel había tenido en su cabeza después de que restituyó los fondos de la revolución. Cuando salió de la oficina de don Sabas sentía una fuerte torcedura en las tripas, pero tenía conciencia de que esta vez no era a causa del tiempo. En la oficina de correos se dirigió directamente al administrador:
-Estoy esperando una carta urgente –dijo-. Es por avión.
El administrador buscó en las casillas clasificadas. Cuando acabó de leer repuso las cartas en la letra correspondiente pero no dijo nada. Se sacudió la palma de las manos y dirigió al coronel una mirada significativa.
-Tenía que llegarme hoy con seguridad -dijo el coronel.
El administrador se encogió de hombros.
-Lo único que llega con seguridad es la muerte, coronel.
Su esposa lo recibió con un plato de mazamorra de maíz. Él la comió en silencio con largas pausas para pensar entre cada cucharada. Sentada frente a él la mujer advirtió que algo había cambiado en la casa.
-Qué te pasa -preguntó.
-Estoy pensando en el empleado de quien depende la pensión -mintió el coronel-. Dentro de cincuenta años nosotros estaremos tranquilos bajo tierra mientras ese pobre hombre agonizará todos los viernes esperando su jubilación.
“Mal síntoma”, dijo la mujer. “Eso quiere decir que ya empiezas a resignarte”. Siguió con su mazamorra. Pero un momento después se dio cuenta de que su marido continuaba ausente.
-Ahora lo que debes hacer es aprovechar la mazamorra.
-Está muy buena -dijo el coronel-. ¿De dónde salió?
-Del gallo -respondió la mujer-. Los muchachos le han traído tanto maíz, que decidió compartirlo con nosotros. Así es la vida.
-Así es -suspiró el coronel-. La vida es la cosa mejor que se ha inventado.
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