miércoles

¡ADIÓS JUVENTUD! ¡ADIÓS, BELLEZA! - JOHN CHEEVER (1912 – 1982)



Al final de casi todas las largas y multitudinarias fiestas de los sábados por la noche en el barrio residencial de Shady Hill, cuando prácticamente todos los que iban a jugar al golf o al tenis a la mañana siguiente se habían marchado ya a sus casas y los diez o doce supervivientes parecían incapaces de poner término a la velada a pesar de que la ginebra y el whisky se estuviesen acabando, y aquí y allá las mujeres que aguantaban por acompañar a sus maridos hubiesen empezado a beber leche; cuando todo el mundo había perdido por completo la noción del tiempo, y los canguros que aguardaban en sus distintos hogares a aquellos recalcitrantes se habían tumbado hacía ya mucho en el sofá y dormían a pierna suelta, soñando con ganar concursos de cocina, con viajes transoceánicos y aventuras románticas; cuando el borracho belicoso, el aficionado a los dados, el pianista y la mujer enfrentada con la extinción de sus esperanzas habían hecho ya sus manifestaciones públicas; cuando todas las propuestas —desayunar en casa de los Farquarson, ir a nadar, despertar a los Townsend, hacer esto o lo de más allá— morían nada más sugerirlas, llegaba el momento de que Trace Bearden empezara a meterse con Cash Bentley porque se hacía viejo y se le estaba cayendo el pelo. Aquel ataque era el paso previo para cambiar de sitio muebles del cuarto de estar. Trace y Cash levantaban las mesas y las sillas, los sofás y la pantalla de la chimenea, el cajón de la leña y el taburete para poner los pies, y cuando terminaban, nadie hubiese reconocido la habitación. Luego, si el anfitrión tenía un revólver, se le pedía que fuera a buscarlo.
Cash se quitaba los zapatos y se agazapaba detrás de un sofá. Trace disparaba el arma por una ventana abierta, y si uno era nuevo en la zona y no había entendido el significado de los preparativos, no tardaba en darse cuenta de que estaba presenciando una carrera de obstáculos. Cash saltaba sobre el sofá, sobre las mesas, sobre la pantalla de la chimenea y el cajón de la leña. No era exactamente una carrera, puesto que Cash carecía de rivales, pero resultaba extraordinario ver a aquel hombre de cuarenta años superar todos aquellos obstáculos con tanta elegancia. No había un solo mueble en todo Shady Hill que Cash no pudiera saltar sin esfuerzo. La carrera terminaba con vítores, y aquello marcaba el final de la fiesta.
Cash era, naturalmente, una vieja gloria del atletismo, pero nunca se ponía pesado acerca de su brillante historial. La universidad donde pasó sus años juveniles le había ofrecido un empleo remunerado en el consejo de antiguos alumnos, pero él no aceptó, pues se dio cuenta de que aquella parte de su vida había terminado. Cash y su mujer, Louise, tenían dos hijos, y vivían en Alewives Lane en una especie de rancho no demasiado caro. Pertenecían al club de campo aunque no podían permitírselo, pero en el caso de los Bentley, nadie lo mencionaba nunca, y Cash era uno de los hombres que gozaba de más simpatías en Shady Hill. Seguía estando delgado —procuraba no descuidarse con el peso—, e iba andando a coger el tren todas las mañanas con unas zancadas vigorosas y elásticas que lo señalaban como atleta. Le clareaba el pelo y había mañanas en las que parecía tener los ojos inyectados en sangre, pero esto apenas suponía un obstáculo para su atractivo de hombre pertinazmente juvenil.
En los negocios, Cash había sufrido muchos reveses y desilusiones, y de ordinario los Bentley pasaban graves dificultades económicas. Siempre pagaban con retraso los impuestos y la hipoteca de la casa, y el cajón de la mesa del vestíbulo estaba lleno de facturas sin pagar; la situación de los Bentley en el banco se hallaba siempre pendiente de un hilo. Louise resultaba bonita los sábados por la noche, pero lo cierto era que su vida resultaba pesada y monótona. En los bolsillos de sus trajes, abrigos, y vestidos había trozos de papel en los que se leía: «Margarina, espinacas congeladas, kleenex, galletas de perro, carne picada, pimienta, manteca de cerdo...» Por la mañana, cuando sólo estaba despierta a medias, había puesto ya a calentar el agua del café mientras diluía el zumo congelado de naranja. Luego eran los niños los que la necesitaban. Tenía que ponerse a cuatro patas debajo de la cómoda para encontrar un calcetín de Toby. O tumbarse boca abajo y meterse culebreando debajo de la cama (con lo que le entraba polvo por la nariz) en busca de uno de los zapatos de Rachel. Luego estaba la limpieza de la casa, el lavado de la ropa, y preparar las comidas, además de las exigencias de los niños. Nunca parecían faltar zapatos que poner o que quitar, cremalleras de anoraks que cerrar y abrir, traseros que limpiar, lágrimas que secar, y cuando se ponía el sol (Louise lo veía ocultarse a través de la ventana de la cocina), había que darles de cenar, bañarlos, contarles un cuento al acostarse y rezar juntos el padrenuestro. Con las sonoras palabras de la oración dominical en el cuarto a oscuras terminaba la jornada de los niños, pero a Louise Bentley aún le quedaba mucho día por delante. Estaban los zurcidos y los remiendos y algunas cosas que planchar, y después de dieciséis años de tareas domésticas, Louise no parecía capaz de escapar a sus quehaceres ni siquiera mientras dormía. Anoraks, zapatos, baños y artículos de ultramarinos parecían haberle invadido el subconsciente. De vez en cuando hablaba en sueños; tan fuerte que despertaba a su marido. «No me llega el presupuesto para chuletas de ternera», dijo una noche. Después suspiró intranquila y volvió a guardar silencio.
Según los criterios de Shady Hill, los Bentley eran un matrimonio feliz, pero tenían sus altibajos. En ocasiones, Cash se volvía muy susceptible. Cuando regresaba a casa después de un mal día en la oficina y se encontraba con que Louise, por algún motivo perfectamente válido, no había empezado a hacer la cena, se enfadaba mucho.
—¡Por el amor de Dios! —decía, y entraba en la cocina a calentar algún alimento congelado.
Durante aquella penosa experiencia bebía whisky para tranquilizarse, pero nunca parecía lograr su propósito, porque de ordinario quemaba el fondo de una cacerola, y cuando se sentaban a cenar, el sitio donde comían estaba lleno de humo. Ya era sólo cuestión de tiempo que se enzarzaran en una encarnizada pelea. Louise subía corriendo la escalera, se desplomaba sobre la cama y sollozaba. Cash cogía la botella de whisky y se recetaba una buena dosis.
Aquellas confrontaciones, a pesar del entusiasmo con que Cash y Louise se lanzaban a ellas, les resultaban muy dolorosas a los dos. Cash dormía en el sofdel cuarto de estar, pero el sueño nunca arreglaba las cosas una vez iniciado el mal, y si se encontraban por la mañana, volvían a pelearse inmediatamente. Luego Cash se marchaba a trabajar y, tan pronto como el autobús recogía a los niños para llevárselos a la guardería, Louise se ponía el abrigo y cruzaba el césped camino de la casa de los Bearden. Se echaba a llorar sobre una taza de café recalentado y le contaba sus problemas a Lucy Bearden. ¿Qué sentido tenía el matrimonio? ¿Significaba algo el amor? Lucy siempre le sugería que se buscara un empleo, porque el trabajo le daría independencia emocional y económica, y eso, decía Lucy, era lo que necesitaba.
La noche de ese día las cosas empeoraban. Cash no aparecía por casa para cenar, pero se presentaba dando tumbos a eso de las once, y el mismo sórdido altercado volvía a producirse, con Louise yendo a acostarse en el dormitorio hecha un mar de lágrimas y Cash tumbándose en el sofá del cuarto de estar. Al cabo de unos cuantos días y noches, Louise decidía que no podía más, y que tenía que irse a pasar una temporada con su hermana casada que vivía en Mamaroneck. Normalmente elegía un sábado, cuando Cash estaba en casa, para marcharse. Hacía la maleta y sacaba sus cupones de guerra del escritorio. Luego se daba un baño y se ponía la mejor combinación que tenía. Cash, al pasar ante la puerta de la alcoba, la veía. La combinación era transparente, y de pronto Cash era todo arrepentimiento, ternura, delicadeza, sabiduría y amor.
«¡Corazón!», gemía él, y cuando bajaban la escalera cosa de una hora después para comer algo, no hacían más que suspirar y ponerse ojos tiernos el uno al otro; eran la pareja más feliz de todo el este de Estados Unidos. Habitualmente era en un momento así cuando Lucy Bearden se presentaba con la buena noticia de que había encontrado un empleo para Louise. Lucy llamaba a la puerta, y Cash, envuelto en un albornoz, salía a abrirle. Después de intercambiar muy pocas palabras con Cash, como es lógico, Lucy se dirigía corriendo al comedor para dar la buena noticia a la pobre Louise.
—Bueno, te agradezco mucho que te hayas tomado la molestia —decía Louise lánguidamente—, pero me parece que ya no quiero tener un empleo. No creo que a Cash le gustara que yo trabajase, ¿verdad, cariño?
Luego miraba a Cash con sus grandes ojos oscuros, y la corriente de deseo resultaba casi palpable. Lucy se ausentaba lo más de prisa que podía de aquella escena de corrupción, pero no lo hacía nunca enfadada, porque llevaba diecinueve años casada, y sabía que toda unión tiene sus altibajos. Tampoco parecía llegar nunca a ninguna conclusión; la siguiente vez que los Bentley se peleaban, Lucy se esforzaba tanto como de costumbre por conseguirle un empleo a Louise. Pero aquellas peleas y reconciliaciones, al igual que la carrera de obstáculos, no parecían perder interés a causa de la repetición.
Un sábado por la noche, durante la primavera, los Farquarson dieron una fiesta de aniversario a los Bentley. Llevaban diecisiete años casados. En la tarde del mismo día, Louise procedió a prepararse poniendo casi el mismo empeño que si se tratara de la colada de los lunes. Descansó durante una hora, reloj en mano, con los pies en alto, la barbilla sujeta con una cinta ancha y los ojos humedecidos con una solución astringente. La mascarilla, la faja demasiado apretada, la depilación, los rizos y el maquillaje que vinieron después iban todos encaminados a lograr un rejuvenecimiento. Sintiendo al final que el éxito no había sido completo, se colocó un velito que le cubriera los ojos; pero era una mujer encantadora, y todos los cosméticos con los que había estado forcejeando parecían, como el velo, extenderse con absoluta transparencia sobre un rostro donde la belleza en toda su madurez y la capacidad para el ingenio y el apasionamiento resultaban imposibles de ocultar. La fiesta de los Farquarson resultó un éxito, y los Bentley lo pasaron muy bien. La única persona que bebió demasiado fue Trace Bearden. Avanzada la fiesta, empezó a pinchar a Cash acerca del poco pelo que le quedaba, y Cash, de muy buen humor, se puso a cambiar los muebles de sitio. Harry Farquarson tenía una pistola, y Trace salió a la terraza para dispararla hacia el cielo. Cash saltó por encima del sofá, por encima de la mesita auxiliar, sobre los brazos del sillón de orejas y sobre la pantalla de la chimenea. Fue un relieve de un arcón lo que lo hizo caer, y Cash se precipitó hacia el suelo como una tonelada de ladrillos.
Louise soltó un grito y corrió hacia donde había quedado tumbado su marido. Tenía un corte en la frente, y alguien improvisó un vendaje para cortar la hemorragia. Al tratar de levantarse, Cash tropezó y cayó de nuevo, y su rostro adquirió un terrible color verde. Harry telefoneó al doctor Parminter, al doctor Hopewell, al doctor Altman, y al doctor Barnstable, pero eran las dos de la mañana y ninguno contestó al teléfono. Finalmente, un tal doctor Yerkes —un perfecto desconocido— accedió a ir. Yerkes era un hombre joven —no parecía suficientemente viejo para ser médico— y contempló la habitación en desorden y los rostros ansiosos de los presentes como si hubiera algo muy raro en aquella escena. Y, en cuanto a Cash, no pudo empezar con peor pie.
—¿Qué es lo que le pasa, veterano? —preguntó.
Cash tenía una pierna rota. El doctor Yerkes se la entablilló, y Harry y Trace llevaron al herido hasta el coche del médico. Louise los siguió en su propio coche hasta el hospital, donde ingresaron a su marido en una de las salas. El médico le suministró un calmante, y Louise le dio un beso e inició la vuelta a casa cuando amanecía ya.
Cash permaneció dos semanas en el hospital, y cuando volvió a su hogar caminaba con una muleta y tenía la pierna escayolada. Tuvieron que pasar otros diez días antes de que pudiera ir cojeando a la estación para tomar el tren matutino.
—Ya no podré hacer más la carrera de obstáculos, cariño —le dijo a Louise, lleno de tristeza.
Su mujer le respondió que no tenía importancia, pero aunque a ella le diese igual, a Cash sí que le importaba. Había perdido peso en el hospital. Estaba muy decaído y parecía descontento. No entendía lo sucedido. Él, o todo lo que lo rodeaba, daba la impresión de haber cambiado imperceptiblemente para empeorar. Incluso sus sentidos parecían empeñados en echar a perder el mundo inocente del que había disfrutado durante muchos años. Una noche entró tarde en la cocina para prepararse un sandwich, y cuando abrió el frigorífico notó un olor desagradable. Tiró la carne estropeada al cubo de la basura, pero se le quedó pegado el olor a las ventanas de la nariz. Pocos días después, se hallaba en el desván, buscando su camiseta de la universidad. El cuarto no tenía ventanas y la linterna daba muy poca luz. Arrodillado en el suelo para abrir un baúl, rompió una telaraña con los labios. El tenue entramado le cubrió la boca como si se tratara de una mano. Se la limpió molesto, pero tuvo la sensación de que le habían puesto una mordaza. Unas cuantas noches después, en Nueva York, andando por una bocacalle mientras llovía, vio a una puta vieja en un portal. Estaba tan sucia y era tan fea que parecía una caricatura de la muerte, pero antes de que pudiera examinarla con detenimiento —en el momento en que sus ojos recibieron la primera impresión de su figura encorvada—, se le hincharon los labios, su respiración se aceleró, y Cash experimentó todos los otros síntomas de la excitación erótica. Pocos días más tarde, cuando leía la revista Time en el cuarto de estar, advirtió que las rosas marchitas que Louise había traído del jardín olían más a tierra que a ninguna otra cosa. Era un olor apodrido, y muy intenso. Tiró las rosas en una papelera, pero no logró evitar que le recordaran la carne estropeada, la prostituta y la tela de araña.
Cash había empezado a asistir de nuevo a fiestas, pero sin la carrera de obstáculos las reuniones de sus amigos y vecinos le resultaban interminables y carentes de todo interés. Oía sus chistes verdes con una irritación que le costaba mucho trabajo ocultar. Incluso sus semblantes lo deprimían, y, hundido en un sillón, examinaba con detenimiento su cutis y sus dientes, como si él fuera un hombre mucho más joven.
El peso de su irritabilidad caía sobre Louise, quien tenía la impresión de que su marido, al perder la carrera de obstáculos, había perdido la clave de su equilibrio. Se mostraba antipático con sus amigos cuando aparecían por la casa a tomar una copa. También se mostraba descortés y lleno de melancolía si Louise y él salían por la noche. Cuando su mujer preguntaba qué le sucedía, él se limitaba a murmurar: «Nada, nada, nada», y a servirse un poco de bourbon.
Transcurrieron mayo y junio, y luego la primera mitad de julio sin que Cash mejorara en absoluto.
Después llega una noche de verano, una hermosa noche de verano. Los pasajeros del tren de las ocho y quince ven Shady Hill —si es que se fijan— bañado por una tranquila luz dorada. La espesa vegetación ahoga el ruido del tren, y las alargadas ventanillas parecen una hilera de grandes peceras iluminadas antes de perderse de vista instantes después. En lo alto de la colina, las señoras se dicen unas a otras: «¡Fíjate cómo huele la hierba! ¡Y los árboles!»
Los Farquarson dan otra fiesta, Harry ha colgado un cartel en la rosaleda, BARRANCO DEL WHISKY, y se ha puesto un gorro de cocinero y un delantal. Sus invitados todavía están bebiendo cócteles, y el humo del fuego para asar la carne se alza, en esta noche sin viento, directamente hacia los árboles.
En el club, el primer baile de etiqueta para la gente joven empieza a eso de las nueve. En Alewives Lane, los aspersores siguen girando después del crepúsculo. El aire parece tan fragante como oscuro —es un delicioso elemento para avanzar a través de él—, y la mayoría de las ventanas están abiertas. Al pasar por delante de su casa, se puede ver al señor y la señora Bearden mirando la televisión. Joe Lockwood, el joven abogado que vive en la esquina, ensaya su discurso al jurado delante de su mujer.
—Trato de mostrarles —dice— que un hombre recto, un hombre cuya reputación por su honestidad e integridad... —Mueve los brazos mientras habla. Su mujer hace punto.
La señora Carver —la suegra de Harry Farquarson— mira al cielo y pregunta:
—¿De dónde han salido todas las estrellas?
Es una vieja un poco tonta, pero tiene razón: las estrellas de la noche anterior parecen haber atraído a una nueva formación de galaxias, y el cielo nocturno no resulta oscuro en absoluto, excepto donde hay una rasgadura en la membrana luminosa. En las parcelas aún sin vender junto a la vía del tren canta un tordo.
Los Bentley están en casa. El pobre Cash se ha mostrado últimamente tan antipático y melancólico que los Farquarson no lo han invitado a la fiesta. Permanece sentado en el sofá junto a Louise, que pone gomas nuevas a la ropa interior de los niños. A través de la ventana abierta llegan los agradables ruidos de la noche de verano. En el jardín de los Rogers, detrás del de los Bentley, hay otra fiesta. La música de baile se derrama colina abajo. La orquesta es muy pobre —saxofón, batería y piano—, y todas las piezas son de hace veinte años.
Tocan Valencia, y Cash mira tiernamente a Louise, pero esta noche su mujer presenta una figura descorazonadora. La luz de la lámpara destaca sus cabellos grises. Su delantal está manchado. Su cara parece pálida y ojerosa. De pronto, Cash empieza a marcar frenéticamente el ritmo de la música con los pies. Canta unas sílabas ininteligibles —«Jabajabajabajaba»— para acompañar al lejano saxofón. Luego suspira y se dirige a la cocina.
Allí, en la oscuridad, sigue presente un débil olor rancio a comida. Desde la ventana de la cocina, Cash ve las luces y las figuras de la fiesta de los Rogers. Es un guateque para gente joven. La hija de la familia ha invitado a algunos amigos a cenar antes de la fiesta, y parece que se están yendo ahora. Hay automóviles que se ponen en marcha.
—Voy llena de manchas de hierba —se lamenta una chica.
—Espero que el viejo se haya acordado de comprar gasolina —dice un muchacho, y su acompañante se echa a reír.
No tienen otra cosa en la cabeza que las fugaces noches de verano. Los impuestos y las gomas de la ropa interior —todas las desagradables realidades de la vida que amenazan con cortarle la respiración a Cash— no han tocado ni a una sola de las figuras del jardín vecino. Luego los celos se apoderan de él: unos celos tan salvajes y tan amargos que se siente enfermo.
No entiende lo que lo separa de esos chicos que están en el jardín de al lado. También él ha sido joven. Y héroe. Lo han adorado, ha sido feliz y se ha sentido lleno de energía, y ahora se encuentra inmóvil en una cocina a oscuras, privado de sus proezas atléticas, de su impetuosidad, de su buena presencia: de todo lo que significa algo para él. Siente que las figuras del jardín cercano son los espectros de alguna fiesta del pasado a la que están ligados todos sus gustos y deseos, y de la que se ha visto cruelmente apartado. Se siente como un fantasma en la noche veraniega, enfermo de añoranza. Luego oye voces en la parte delantera de la casa. Louise enciende la luz de la cocina.
—Ah, estás aquí —dice su mujer—. Los Bearden han pasado un momento a vernos. Creo que les gustaría tomar una copa.
Cash volvió a la sala de estar para recibir a los Bearden, que querían acercarse al club, para bailar por lo menos una vez. En seguida se dieron cuenta de que Cash estaba muy inquieto, e insistieron en que los Bentley fueran con ellos. Louise localizó a alguien para que se quedara con los niños y ellos dos subieron a cambiarse.
Cuando llegaron al club encontraron a unos pocos amigos de su edad reunidos en el bar, pero Cash no se quedó allí. Parecía intranquilo, y quizá borracho. Tropezó con una mesa al cruzar el salón camino de la pista de baile. Sustituyó a la pareja de una chica muy joven. La abrazó con demasiada vehemencia y se lanzó a dar unos pasos de baile completamente anticuados. La muchacha hizo claras señas a un chico del grupo de hombres solos solicitando auxilio, y Cash se vio a su vez rápidamente sustituido. Se alejó muy enfadado de la pista de baile camino de la terraza. Algunas parejas de jóvenes que estaban abrazados se separaron al abrir él la puerta de tela metálica. Cash se dirigió hacia el fondo de la terraza, donde esperaba encontrarse solo, pero también sorprendió a otra joven pareja, que se levantó del césped, donde al parecer habían estado tumbados, y se alejaron hacia la piscina a oscuras.
Louise se quedó en el bar con los Bearden.
—El pobre Cash está algo achispado —explicó. Y luego—: Por la tarde me dijo que iba a pintar las contraventanas. Después mezcló la pintura, lavó las brochas, se puso un mono viejo y bajó al sótano. A eso de las cinco lo llamaron por teléfono, y cuando fui a decírselo, ¿sabéis qué hacía? Estaba allí, sentado a oscuras, con la coctelera. No había tocado las contraventanas. No hacía más que permanecer allí sentado a oscuras, bebiendo martinis.
—Pobre Cash —lamentó Trace.
—Tendrías que buscarte un empleo —le dijo Lucy—. Eso te daría independencia emocional y económica. —Mientras hablaba, todos oyeron el ruido que hacía alguien cambiando los muebles de sitio en el salón.
—¡Cielo santo! —exclamó Louise—. Quiere hacer la carrera de obstáculos.
¡Detenlo, Trace, detenlo! Se hará daño. ¡Se matará!
Todos se dirigieron hacia la puerta del salón. Louise volvió a pedirle a Trace que interviniera, pero notó en el rostro de su marido que sería inútil hacerle objeciones. Unas cuantas parejas abandonaron la pista de baile y se quedaron contemplando los preparativos. Trace no intentó detener a Cash: lo ayudó. Como no había pistola, golpeó entre sí un par de libros para dar la salida.
Cash voló por encima del sofá, de la mesa de café, del velador, de la pantalla de la chimenea y del puf. Parecía haber recobrado toda su antigua elegancia y toda su fuerza. Superó también el gran sofá situado al fondo de la habitación, y en lugar de pararse allí, se dio la vuelta y empezó otra vez la carrera. Tenía el rostro contraído y la boca abierta. Se le marcaban terriblemente los tendones del cuello. Pasó por encima del puf, de la pantalla de la chimenea, del velador y de la mesa de café. La gente contuvo la respiración mientras se acercaba al último sofá, pero también lo superó y cayó de pie al otro lado. Se oyeron algunos aplausos. Luego Cash dejó escapar un gemido y se derrumbó. Louise corrió a su lado. Tenía la ropa empapada en sudor y respiraba entrecortadamente. Su mujer se arrodilló, puso la cabeza de Cash en su regazo y le acarició los escasos cabellos.
Cash tenía una resaca terrible el domingo, y Louise lo dejó dormir hasta casi la hora de salir para los servicios religiosos. Toda la familia se presentó junto a la iglesia de Cristo a las once, como hacían siempre. Cash cantó, rezó y se puso de rodillas, pero lo único que sentía en la iglesia era que se hallaba fuera del reino de la infinita misericordia de Dios, y, a decir verdad, no creía ya en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo más de lo que cree mi bullterrier. A la una volvieron a casa para comerse la carne demasiado hecha y las pétreas patatas que componían habitualmente su almuerzo dominical. A eso de las cinco llamaron los Parmiter y los invitaron a tomar una copa. Louise dijo que no, y Cash acudió solo. (¡Ah, esas noches de domingo en los barrios residenciales, esas melancolías de domingo por la noche! ¡Esos huéspedes del fin de semana a punto de irse, esos cócteles que ya no saben a nada, esas flores medio muertas, esos viajes a Harmon para coger el Century, esos análisis a posteriori y esas cenas a base de sobras!) Hacía bochorno y el cielo estaba cubierto. Empezaban los días de mucho calor. Cash bebió ginebra con los Parminter durante una hora o dos, y luego fue a tomarse una copa con los Townsend. Los Farquarson llamaron a los Townsend y les pidieron que fueran a su casa y llevaran a Cash con ellos, y allí bebieron algunas copas más y comieron las sobras de la fiesta. Los Farquarson se alegraron de ver que Cash parecía otra vez el mismo de siempre. Eran las diez y media o las once cuando volvió a casa. Louise estaba en el piso de arriba, recortando del último número de Life las escenas de pandemónium, desastre y muerte violenta que, en su opinión, podían corromper a sus hijos. Era una costumbre suya. Cash subió a hablar con ella y luego bajó de nuevo. Al cabo de un rato, Louise lo oyó cambiar de sitio los muebles del cuarto de estar. Luego la llamó, y al bajar ella se lo encontró al pie de la escalera, descalzo, y ofreciéndole la pistola. Louise no había disparado nunca, y las instrucciones que le dio su marido no sirvieron de mucho.

—Date prisa —dijo él—. No voy a pasarme toda la noche esperando.

Había olvidado mencionar que el revólver tenía el seguro puesto, y cuando ella apretó el gatillo no pasó nada.

—Es esa palanquita —indicó él—. Aprieta esa palanquita. —Luego, llevado por la impaciencia, saltó de todas formas por encima del sofá.

La pistola se disparó, y Louise lo alcanzó en el aire. Cash murió en el acto.

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