KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
DECIMOTERCERA ENTREGA
V
EL MOVIMIENTO DE LA FE (1)
No puedo realizar el movimiento de la fe; no puedo cerrar los ojos y precipitarme sin vacilar en lo Absurdo.
KIERKEGAARD
El camino que nos había conducido a Job, nos conduce también al padre de la fe, a Abraham, y a su terrible sacrificio. Temor y Temblor, libro cuyo título procede de la Biblia, está enteramente consagrado a Abraham. Kierkegaard había experimentado ya dificultades, con Job: recordemos cuántos esfuerzos tuvo que realizar para decidirse a oponer las lágrimas y las maldiciones de Job al pensamiento sobrio y sereno de Hegel. Pero a Abraham le había sido exigido más, mucho más que a Job. Era una fuerza externa, extraña, la que había abrumado a Job con sus males. En cambio, es el propio Abraham quien levanta su cuchillo sobre el ser que le es más querido en el mundo. Los hombres huyen de Job, y la ética, consciente de su impotencia, se aparta subrepticiamente de él. En cuanto a Abraham, los hombres no deben huir de él, sino conjurarse contra él. La ética no se contenta con apartarse de él: lo maldice. Según el juicio de la ética, Abraham es el más grande los criminales, el más miserable de los hombres -el asesino de su hijo. La ética no sabe acudir en socorro de nadie, pero sabemos que dispone de suficientes medios para martirizar a quien le ha sido ingrato. Abraham es a la vez el más desdichado y el más criminal de los hombres: pierde su hijo amado, el consuelo y sostén de su ancianidad, y al mismo tiempo pierde, como Kierkegaard, su honor y su orgullo.
¿Quién es ese misterioso Abraham y cuál es ese libro enigmático donde el acto de Abraham no se halla, como merece, cubierto de oprobio, sino glorificado, propuesto como ejemplo a la posteridad? Recordé las palabras de Kierkegaard antes citadas: “Con su acto, Abraham traspasó las fronteras de la ética. Su telos se cernía más alto, más allá de lo ético; ante su telos suspendió la ética”. Recordamos igualmente que la ética abarca la Necesidad, la cual posee el poder de petrificar a quien la ha mirado. ¿Cómo se ha atrevido Abraham a suspender la ética? “Cuando pienso en Abraham -escribe Kierkegaard- me siento como aniquilado. Comprendo a cada instante la inaudita paradoja que constituye la vida de Abraham; continuamente hay algo que me repugna y, no obstante toda mi energía, mi pensamiento no puede penetrar en esa paradoja. No consigo avanzar una sola pulgada. Pongo en tensión todos mis músculos para llegar al final, pero de repente me siento paralizado.” Más adelante explica lo siguiente: “Alcanzo a comprender a un héroe, pero mi pensamiento no puede penetrar en Abraham. Tan pronto como intento llegar hasta sus alturas, vuelvo a caer inmediatamente, pues lo que en ellas se me revela resulta ser una paradoja. Pero no por ello reduzco la importancia de la fe. Por el contrario: esta es para mí lo más sublime que hay, de modo que considero indecoroso para la filosofía haberla sustituido por otra cosa y haberla hecha objeto de escarnio. La filosofía no puede conceder la fe al hombre. Tampoco está obligada a hacerlo. Pero debe conocer sus propios límites. No debe arrebatar nada al hombre y, sobre todo, no tiene derecho a privarle con sus habladurías de lo que ya posee haciéndole creer que no existe”.
Aquí hay que detenerse y preguntar a su vez: ¿con qué derecho afirma Kierkegaard que la fe se halla más allá de los límites de la filosofía? Y también: ¿es posible desembarazarse tan “fácilmente” de las pretensiones de la filosofía, “juez absoluto”, según Hegel, y según casi todos los filósofos, ante el cual “la religión debe explicar y justificar su contenido?” Pero tras lo que Kierkegaard nos ha dicho ya a propósito de Abraham, comprendemos mejor o peor que ya él mismo se daba cuenta de las dificultades que lo aguardaban. Así, escribe: “He mirado en los ojos de lo terrible y no he tenido miedo, no he temblado. Pero sé muy bien que aun cuando me enfrente con él valerosamente, mi valor no es el valor de la fe y nada es en comparación con él. No puedo realizar el movimiento de la fe; no puedo cerrar los ojos y precipitarme sin vacilar en lo Absurdo.” Kierkegaard repite esto en innumerables ocasiones: “Sí, no puedo realizar ese movimiento. Tan pronto como intento hacerlo, la cabeza me da vueltas y corro a refugiarme en la amargura de la resignación.” Y todavía agrega: “Realizar el último, el paradójico movimiento de la fe, me es totalmente imposible.” ¿De dónde proceden todos esos “no puedo” e “imposible”? ¿Quién o qué paraliza la voluntad de Kierkegaard, le impide cumplir lo que llama el movimiento de la fe y lo arrincona violentamente en la triste hondonada de la resignación y de la inacción?
La filosofía, es decir, el pensamiento racional -dice Kierkegaard- no tiene derecho a privar, en sus habladurías, al hombre de su fe. Pero, ¿se trata aquí de un derecho? Tampoco la Necesidad tenía derecho a limitar el poder del padre de los dioses. Sin embargo, el divino Platón y el austero Epicteto fueron obligados as admitir bona, optima fide que, bien contra su gusto, el poderoso Zeus se sometía y cedía a la Necesidad. Hubiera querido dar a los hombres su cuerpo y el mundo exterior en plena propiedad, pero tuvo que contentarse con dárselos “en calidad de préstamo”, acompañando este don de un consejo razonable: buscar la felicidad en lo mediocre. ¿Por qué ni Platón ni Epicteto ni el propio Zeus poseyeron coraje suficiente para luchar contra la Necesidad y escaparon del campo de batalla para refugiarse, como Kierkegaard dice, en la triste hondonada de la resignación? Si hubiésemos planteado esta cuestión a los filósofos y a los dioses griegos, habrían rechazado, indignados, la explicación de Kierkegaard. Poseían coraje suficiente, más que suficiente, y aquí no se trata de coraje. Pero cualquier hombre sabe perfectamente que la Necesidad es la Necesidad, que es imposible sobrepujarla y que la amargura de la resignación es el último consuelo que nos queda. Los dioses se lo han repartido con los hombres concediendo a estos últimos una parte de su facultad de adaptación a las condiciones de la existencia.
Kierkegaard invoca constantemente a Sócrates, el maestro de Platón y de Epicteto. Pero, ¿no era Sócrates un hombre valeroso? ¿Y podía admitir Kierkegaard un solo momento que Sócrates hubiese tomado partido por Job y por Abraham? ¡Sócrates, el que siempre se ha burlado del coraje, incapaz de calcular por anticipado sus fuerzas y embistiendo contra el peligro! No hay duda de que Sócrates hubiese dirigido las flechas envenenadas de su ironía y de sus sarcasmos contra Job y sus locas reivindicaciones, y más aun contra Abraham, el que se precipitó, con los ojos cerrados, en lo Absurdo. La filosofía no tiene derecho a arrebatar su fe a los hombres, a escarnecer su fe. ¿Dónde ha aprendido Kierkegaard ese mandamiento? ¿No ocurre más bien lo contrario? ¿No sería el fin esencial de la filosofía el de conducir a los hombres, tras haber ridiculizado a la fe, hacia la única fuente de la verdad, hacia la razón? Sobre todo cuando se trata de una fe como la que glorificaban Kierkegaard y Abraham. La situación de Job era ya bien comprometida: menester es haber perdido la razón y ser un hombre y ser un hombre totalmente ignorante para creer que el universo entero podía prestar oídos a sus desdichas personales, por grande que estas fueran. Y hay que ser sobremanera ingenuo, como lo era el autor del libro de Job, para asegurar con toda seriedad que Dios pudo devolver a Job sus vacas, sus bienes perdidos y hasta sus hijos muertos. Todo esto no es, evidentemente, más que una fábula, que un cuento para niños. Sí, apoyándose en la historia de Job, que ha leído en un viejo libro, Kierkegaard proclama que después de ese día el punto de partida de la filosofía no será, como lo enseñaban Sócrates y Platón, el recuerdo, sino la repetición, esto prueba tan sólo, o que piensa mal, que no sebe, como con razón lo exige Hegel, desprenderse de sus deseos subjetivos para sumergirse en el objeto, o que ha olvidado los mandamientos de Leibniz y no se ha pertrechado, al dirigirse en busca de la verdad, con los principios de contradicción y de razón suficientes, que son tan indispensables para el pensador como lo es para el navegante la brújula y el mapa. Por este motivo tomó por verdad el primer error que descubrió en su camino.
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