KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
OCTAVA ENTREGA
II
LA ASTILLA EN LA CARNE (2)
Se podría decir que en la mayor parte de La Repetición y el capítulo de Etapas en el camino de la vida titulado Culpable - Inocente son de un tono muy diferente. La historia de un amor no realizado ha sido contada allí de un modo que no es ni “simple” ni “fastidioso”, Y, evidentemente, Kierkegaard tiene razón. Si solamente hubiese contado lo que realmente le había sucedido, nadie habría “participado” de su desdicha; nadie se habría interesado por ella. Por eso las declaraciones del género de las antes citadas sólo se encuentran muy desperdigadas en su obra. El tema general de la narración puede, al parecer, resumirse del modo siguiente: el héroe ha tenido que abandonar a su prometida, pues ella no era para él “la bienamada de un hombre, sino la musa de un poeta”. Esto es, evidentemente, mucho menos fastidioso y mucho menos ridículo. Pero Kierkegaard prefiere que su prometida y todos los hombres lo consideren como un pervertido y un libertino antes que permitirles adivinar su secreto. Y, sin embargo, experimenta la necesidad irresistible de dejar en sus escritos las huellas de sus verdaderos sentimientos: “Espero una tempestad y la repetición. ¡Ah si la tempestad pudiese llegar!... Pero, ¿qué traerá esta tempestad? Ella debe hacerme apto para ser un esposo.” (III, 194.)
Lo que fue a buscar en Job y Abraham es lo que fue a buscar en la Biblia. Se dedicó a odiar a Hegel y a toda la filosofía especulativa, porque en estos sistemas filosóficos no había lugar para su problema. Cuando decía que ocultaba a todos su vergüenza y su desdicha por no poder comprender al gran hombre, es decir, a Hegel, esto no significaba en modo alguno que no pudiese desenmarañar la abstracta complejidad de las construcciones filosóficas hegelianas. Kierkegaard no temía estas dificultades; desde su juventud aprendió a leer las obras de los filósofos, estudió en su original a Platón y a Aristóteles, y se orientaba fácilmente en las argumentaciones más complicadas y más refinadas. “No comprendía” quería decir: “demasiado comprendía”. Demasiado comprendía que la filosofía hegeliana reducía en principio su problema a un cero. Esta filosofía puede “explicar” el caso de Kierkegaard como “explica” el caso de Sócrates, la guerra de los treinta años o cualquier otro acontecimiento histórico, grande o pequeño. Y al punto exige que el hombre se manifieste satisfecho con sus explicaciones y deje de seguir preguntando. Ahora bien, era precisamente esa exigencia lo que Kierkegaard no comprendía en Hegel (es decir, en la filosofía especulativa). No la comprendía, pues suponía que hubiese debido, en fin de cuentas, someterse a ella. Pensaba que, en su lugar, Hegel se habría sentido completamente satisfecho con las explicaciones que podía proporcionarle la filosofía especulativa, pero que su alma, la de Kierkegaard, era tan mezquina y tan pobre que no se sentía capaz de alcanzar las alturas sobre las que se cernía el pensamiento hegeliano. He aquí por qué consideraba como una vergüenza y una desdicha su incapacidad de comprender a Hegel.
Habría podido recordar al “menospreciador de la razón” de que Platón habla y decirse a sí mismo que las amenazas del divino filósofo se habían realizado en su caso: el que no queda satisfecho con la luz de las explicaciones racionales es justamente el que desprecia la razón, y el que desprecia la razón estará sometido a las peores desgracias. Pero Kierkegaard no habla casi nunca de Platón, como si procurara olvidar que fue Platón y no Hegel el primero que reveló a los hombres el sentido y el valor del pensamiento racional. Inclusive dejó tranquilo a Aristóteles: Aristóteles y Platón están demasiado cerca de Sócrates; ahora bien, hay que guardar en reserva a Sócrates. Kierkegaard ha debido, ciertamente, preguntarse más de una vez lo que habría hecho en su caso el más sabio de los hombres: Sócrates no habría podido buscar auxilio en Job y en Abraham. Y aun en el caso de que hubiese podido hacerlo, no lo habría hecho. Epicteto nos afirma sin titubear que las desdichas del mismo Edipo y las de Príamo no habrían podido coger desprevenido a Sócrates. No se habría abandonado ni a las quejas, ni a las lágrimas ni a las maldiciones, sino que habría dicho lo que manifestó a Critón en su prisión: “Querido Critón: si es la voluntad de los dioses, que así sea.” La especulación de Hegel desemboca en lo mismo; todas sus “explicaciones tenían el mismo sentido que las explicaciones de Epicteto sobre Sócrates y Edipo: todo lo que es real es racional. Ahora bien, está prohibido, y es imposible, discutir con la razón.
Debemos suponer -y lo que sigue confirmará tal suposición- que Kierkegaard no se habría precipitado con tal violencia y desprecio sobre Hegel si la realidad que éste fue llamado a manifestar en su existencia hubiese sido la misma la que le tocó en suerte a Sócrates; en otros términos, si Hegel hubiese vivido en la miseria, si hubiese sido perseguido y, en fin de cuentas, envenenado por haber permanecido fiel a su idea. En este caso, Kierkegaard no habría considerado su filosofía como un vano parloteo del cual se burlan los dioses del Olimpo, sino como una obra auténtica. Entonces la habría llamado existencial, y habría reconocido en Hegel a un “testigo” de la verdad. Pero Hegel proclamaba que la verdad era racional, es decir, que era tal como debía ser, que no tenía la menor necesidad de ser distinta de como era sólo por el hecho de haber logrado evitar felizmente los escollos contra los cuales se estrellan los demás hombres. ¿Qué vale semejante filosofía?
Después -poco antes de su muerte- Kierkegaard atacó furiosamente al obispo Münster. Lo mismo que Hegel, Münster podía sinceramente considerar como racional la realidad que el destino le había reservado o que él mismo se había creado. Había permanecido durante muchos años a la cabeza de la Iglesia danesa, pero esto no le había impedido casarse, ser rico, respetado por todos, venerado. Su cristianismo no entraba en discusión con la razón. Era “comprensible” y “deseable”. Pero “todo lo que es real es racional…” significaba para Hegel que la realidad es comprensible y, como tal, aceptable en cuanto “lo mejor” de todo que es posible y aun imposible. Münster murió a muy avanzada edad, con la convicción de haber vivido su vida como corresponde a un cristiano creyente y piadoso. Su yerno, el profesor de filosofía Martensen (un hegeliano convencido), declaró sobre su tumba, en nombre de sus alumnos y sus amigos, todos ellos piadosos cristianos y hombres ilustrados, que el difunto había sido “un testigo de la verdad”. Mientras Münster vivió, Kierkegaard no lo atacó nunca. El obispo había sido el confesor de su padre, cuya memoria Kierkegaard veneraba. Münster había llevado al pequeño Sören en sus brazos, y se le consideraba en la familia de Kierkegaard como la personificación de todas las virtudes. El propio Kierkegaard se había nutrido con las predicaciones de Münster; continuamente, las escuchaba y releía. Mas poco a poco crecía en su corazón el disgusto contra el cristianismo plácido y satisfecho de Münster. Y he aquí que Münster había muerto tan apaciblemente como había vivido. No sólo no se había arrepentido y no había reconocido su falta ante Dios, sino que, no se sabe bien cómo, había logrado cautivar a todos los que le conocían y dejar tras él el recuerdo de un hombre que “testimoniaba la verdad”. Kierkegaard fue incapaz ya de soportar esto; estalló de indignación: con toda la violencia que caracteriza sus escritos, protestó sobre la tumba, aun abierta, del obispo, contra el discurso de Martensen. Kierkegaard no iba a vivir mucho tiempo, y lo sabía. Y, sin embargo, a medio camino de la muerte se volvió con rabia contra un adversario definitivamente muerto. Mas, ¿habría podido obrar de otro modo?
El héroe de La Repetición se expresa del siguiente modo con respecto al golpe que ha recibido: “¿Cuál es esta fuerza que quiere privarme de mi honor y de mi orgullo, y aun esto de una manera tan estúpida? ¿Estoy, pues, fuera de la ley? Y en las Etapas en el camino de la vida, como si quisiera precisar el sentido de esta cuestión, Kierkegaard escribe: “¿Qué es el honor?, pregunta Falstaff. ¿Puede sustituir una pierna? No. Ergo, el honor no es más que una quimera, una palabra, una banderola abigarrada… Este ergo es falso. Cierto que el honor no puede proporcionar nada de todo esto, pero puede, cuando se le pierde, hacer todo lo contrario: puede arrancar una pierna, cortar una mano, enviarnos a un destierro peor que el de Siberia. Si puede hacer todo esto, no es una simple quimera. Dirígite a un campo de batalla y contempla los muertos; dirígite a un hospital y mira los heridos: jamás encontrarás allí, ni entre los muertos ni entre los heridos, ningún hombre tan horrorosamente mutilado como el que ha sido ejecutado por el honor”. Sin ningún género de dudas, Kierkegaard “testimonia la verdad”, aunque en un sentido evidentemente muy distinto de aquel en que, según Martensen, Münster había testimoniado la verdad. En otros términos: Kierkegaard nos dice la verdad acerca de sí mismo. Fue privado de la protección de las leyes y cubierto, como con lepra, de deshonor. No en vano intentó en las mismas Etapas en el camino de la vida, sus desconcertantes Memorias de un leproso. ¿Puede existir un idioma común con Martensen o con Münster? ¿No es evidente que “Lo Uno o lo Otro” primordial se levanta ante él, terrorífico e implacable?
Hay que elegir: o el cristianismo dichoso y plácido de Hegel, de Münster, de Martensen, y las “leyes” que defienden su realidad, o las “leyes” nuevas (acaso ni siquiera se trate de leyes, sino de algo que en nada se parece a las leyes) que matarán a las antiguas, destronarán a los pretendidos testigos de la verdad y restablecerán en sus derechos al desacreditado Kierkegaard. Es verdad que el ‘honor” no tiene el poder de devolver un brazo o una pierna arrancadas. Mas, en cambio, le es dado no sólo arrancar las piernas y los brazos, sino también incendiar las almas humanas. ¿Dónde ha aprendido Kierkegaard esta verdad? Fuera del cristianismo, nos decía, no ha habido ningún hombre que pueda compararse con Sócrates. Pero en el mismo seno del cristianismo, ¿no sigue siendo Sócrates la única fuente de la verdad?
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