LA EXPRESIÓN AMERICANA
NOVENA ENTREGA
CAPÍTULO I (2)
Mitos y cansancio clásico (2)
Que la valoración de los enlaces históricos y de la estimación crítica, tenía que ir forzosamente a un nuevo planteamiento, era cosa esperada con júbilo. Un Ernest Robert Curtius o un T. S. Eliot lo anticiparon con indicios e intuiciones. “Con el tiempo, nos dice Ernest Robert Curtius, resultará manifiestamente imposible emplear cualquier técnica que no sea la de la “ficción”. Es decir, añadimos nosotros, que los estilos y las escuelas, la figura central imaginaria y las voces corales, los que iniciaron formas de expresión o los que amortiguaron decadencias, tienen que realizar, de acuerdo con las nuevas posibilidades de una apreciación más profunda y sutil, su periplo y el relieve de sus adquisiciones. Ahora bien, esa técnica de la “ficción”, no tiene nada que ver con la crítica de la evocación, puesta de moda por Walter Pater en sus estudios sobre Joachin Du Bellay o Watteau. Una técnica de la ficción tendrá que ser imprescindible cuando la técnica histórica, no pueda establecer el dominio de sus precisiones. Una obligación casi de volver a vivir lo que ya no se puede precisar.
En el período correspondiente a la novelística de Joyce, la crítica asomó sus perplejos, se encontró sofocada por la elemental cuestión de los géneros, de un realismo que creaba su propia realidad, de una filología manejada por la sanguínea reventazón de una gigantomaquía primitiva. Eliot valoraba esta obra considerada caótica, precisamente por oponerse al caos de nuestra época, buscando el reverso de los mitos. “La psicología, nos dice Eliot, (tal cual es, y nuestra razón sea cómica o seria), la etnología y La rama dorada, han concurrido a hacer posible lo que era imposible hasta hace unos pocos años. En lugar del método narrativo, debemos usar ahora el método mítico”. Sabemos que en el caso particular de Mr. Eliot, el método mítico era más bien mítico crítico, conforme a su neoclasicismo a outrance, que situaba en cada obra contemporánea la tarea de los glosadores para precisar su respaldo en épocas míticas, pues él es un crítico pesimista de la era crepuscular. Pesimista en cuanto él cree que la creación fue realizada por los antiguos y que a los contemporáneos sólo nos resta el juego de las combinatorias. Es más, lo convierte en uno de los temas de su poema East Coker:
…Y lo que hay que conquistar
Por la fuerza y la sumisión ha sido ya descubierto
Una, o dos, o varias veces, por hombres a los que no puede esperarse
Emular -pero no hay competencia-
Sólo existe la lucha por recobrar lo que se ha perdido
Y encontrado y vuelto a perder muchas veces: y ahora en condiciones
Que no parecen propicias. Pero tal vez ni ganancia ni pérdida
Para nosotros, sólo existe el intento. El resto no es cosa nuestra.
Eliot pretende, en realidad, no acercarse a los nuevos mitos, con respecto a los cuales parece mostrarse dubitativo y reservado, o a la vivencia de los mitos ancestrales, sino el resguardo que ofrecen esos mitos a las obras contemporáneas, los que le otorgan como una nobleza clásica. Por eso, su crítica es esencialmente pesimista o crepuscular, pues él cree que los maestros antiguos no pueden ser sobrepasados, quedando tan solo la fruición de repetir, tal vez con nuevo acento. Apreciación cercana al pesimismo spengleriano y al eterno retorno que asegura en la finitud de las combinatorias, el posible ricorsi.
Nuestro método quisiera más acercarse a esa técnica de la ficción, preconizada por Curtius, que al método crítico mítico de Eliot. Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores.
Para ello hay que desviar el énfasis puesto por la historiografía contemporánea en las culturas para ponerlo en las eras imaginarias. Así como se han establecido por Toynbee veinte y un tipo de culturas, establecer las diversas eras donde la imago se impuso como historia. Es decir, la imaginación etrusca, la carolingia, la bretona, etcétera, donde el hecho, al surgir sobre el tapiz de una era imaginaria, cobró su realidad y su gravitación. Si una cultura no logra crear un tipo de imaginación, si eso fuera posible, en cuanto sufriese el acarreo cuantitativo de los milenios sería toscamente indescifrable.
Sobre ese hilado que le presta la imagen a la historia, depende la verdadera realidad de un hecho o su indiferencia e inexistencia. Cuando en la Chanson de Roland, se consigna con gran precisión que en la conquista de Zaragoza, Carlomagno tenía doscientos veinte años; cuando vemos que los sarracenos juran por Apolo y por Mahoma; cuando al vencer Roldán a un árabe se afirma que “le sacó el alma con la punta de la lanza”, son todos hechos gravitados por la era carolingia, por un tipo de imaginación hipostasiada. Las hagiografías de las tribus franco germanas, la gran batalla de Carlos el Martillo, el misterio de las catedrales con sus símbolos esotéricos pitagóricos, son manifestaciones de una era que podemos llamar de la imaginación carolingia, donde la fuerte liaison teocrática, favorecían los prodigios y las islas de maravillas… El pueblo de Dios tenía la verdad imaginativa de que el elegido, el llamado, no tenía que dar cuenta a la realidad con un causalismo obliterado y simplón.
Sorprendido ya ese cuadro de una humanidad dividida por eras correspondientes a su potencialidad para crear imágenes, es más fácil percibir o visualizar la extensión de ese contrapunto animista, donde se verifican esos enlaces, y el riesgo o la simpatía en la aproximación del sujeto metafórico… Esa sorpresa de los enlaces establece como una suerte de causalidad retrospectiva. Si subrayamos en Rilke: pues nosotros, cuando sentimos, evaporamos. Si nos encontramos después, en el que es para nosotros el más bello de los monólogos de Hamlet: Que este cuerpo sólido, demasiado sólido, no pueda disolverse en rocío. Si después leemos en Suetonio, que el Emperador Augusto, para significar que estaba enfermo, consignaba: me encuentro en estado vaporoso. A través de esos enlace retrospectivos, precisamos la vivencia de la aporroia de los griegos, de su concepto de la evaporación, y como esa tendencia para el anegarse en el elemento neptunista o ácueo del cuerpo, ha estado presente con milenios de separación, en un poeta contemporáneo, en un monólogo de Hamlet, en los peculiares modos de conversación de un emperador romano y en los conceptos movilizados casi con fuerza oracular por el pueblo griego.
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