martes

MORIR CON APARICIO



HUGO GIOVANETTI VIOLA

VIGÉSIMA ENTREGA

TERCERO (1)

“Sólo una cosa podría
detenerme: una palabra.
Di que me quede y me quedo,
jazmín del país, muchacha”.

Ella lo miró a los ojos
pero no le dijo nada:
y nada dijo después,
cuando cayó con Saravia.


CUANDO los concesionarios de la explotación de la industria lobera consiguieron arruinar a la Compañía Boeth demostrando la merma de animales que producía el itinerario de los barcos pesqueros, los hermanos Tomillo estuvieron a punto de sufrir un infarto siamés. Los franceses se fueron y nosotros perdimos lo invertido en acciones, y además nos quedamos enterrados acá. Lo que sobrevivió de la Compañía Boeth fue un insignificante almácigo de pinos marítimos encontrados por Enrique H. Burnett en la Isla Gorriti, con el cual inició su batalla (que duró casi un lustro) contra la invasión de los médanos. Yo recién me doy cuenta que lo que verdaderamente me importó en esos años fue la supervivencia de aquellas estratégicas -y no sé cuántas veces arrasadas- plantaciones flotantes con que el agente de la Lloyd’s defendía el flanco sur de su casa pintada del color de la nuestra. Los hermanos Tomillo repecharon la década retomando el empuje legendario de Francisco Aguilar en el negocio de las importaciones y las exportaciones (empuje tan febril que antes del medio siglo se concretó la importación de una exótica flota de camellos para cargar mercadería con más agilidad a través de los médanos). Yo tuve que esperar varios meses a que me trajeran el Pleyel desde Montevideo, en uno de los barcos de la Compañía. Magdalena Tomillo era considerada un futuro prodigio por León Ribeiro y Juan Llovet, sus profesores del Conservatorio La lira allá en Montevideo. Pero cuando me pusieron el piano en un rincón del cuarto -para que no apestara los salones del frente con el olor a pescado podrido que le dejó la travesía- pensé: No estudio más. Al terminar los estudios de la escuela Ramírez tampoco quiso hacer los estudios de la sección Secundaria. Solamente me gustaba pasear o leer a Shakespeare o juntarnos a cambiar partituras con mi prima Carolina, que en ese entonces ya era la muchacha más hermosa del pueblo. Ni las beldades gringas -como Priscilla Barnes- despertaban mayor admiración en los dandys ingleses o porteños que cada temporada elegían retorcerse los bigotes con la gomosa sal de las playas del Este. Mi tía Julia soñaba conseguirle un partido que incorporara un apellido robustecedor a nuestra indiscutible aristocracia criolla. (Casar a la muchacha con un extranjero hubiera sido como generar anticuerpos redentores para los escapistas espejismos maternos, ironizó el doctor Bergalli una noche de tertulia en el Casino Uruguayo.) Hasta que al poco tiempo de la procesión donde se enamoraron fulminantemente Sabino y Carolina, el comisario resolvió hacerle caso a las denuncias (que a mí me resultaban aterrorizantes, a pesar de tener ya bien cumplidos los diecisiete años) de aquella ultramundana luz ensombrerada que langosteaba entre Punta Ballena y Suelo Santo en las noches sin luna. Sabino tropezó con los cables atados de tronco a tronco por la policía, y no se defendió más que con la mirada cuando emergió del disfraz fantasmal: unos zancos un farol una sábana y la capelina blanca estrenada por Carolina la tarde misma de la procesión de la Virgen del Carmen. Nunca más vi a mi prima. La noche del primer escándalo Sabino fue encerrado y enseguida expulsado del departamento, aunque dejó la chacra de Punta Ballena -en donde estuvo conchabado junto con los náufragos del Santander- con una información fundamental que alguien le deslizó hasta el calabozo: el nombre del convento donde Carolina Tomillo iba a ser internada en Montevideo. En casa se contaba que el comisario llegó a simpatizar  imperdonablemente con aquel carolino enajenado y para colmo blanco como güeso’e bagual. Sabino no formó parte del Ejército Nacional revolucionario en el 97: la muchacha fue internada recién a mediados de ese año en un convento montevideano vigilado día y noche (a pesar de la leva) por el Romeo saravista licenciado de filas. Hasta que una mañana se supo en Maldonado que la tarde anterior había llegado una monjita -expulsada días atrás del convento junto con Carolina- a pedirle disculpas a tío Fausto por el encubrimiento de los recientemente desenmascarados encuentros clandestinos que tenían los amantes los domingos de noche en pleno dormitorio. Doña Julia ya estaba en Montevideo, donde compró una quinta suburbana y se encerró con la muchacha y su nodriza negra a esperar la infalible pudrición (como ella hubiera dicho, de poder formularlo) del amor insurrecto. Casi un año después nos enteramos de que Carolina fue raptada en la plaza Libertad durante su primer paseo por Dieciocho de Julio, apenas se bajó del break a tomar un respiro a la sombra de un plátano. Sabino estuvo preso unas cuantas semanas: a ella la confinaron en la isla Gorriti bajo la vigilancia de tres primos a sueldo. Pero mi tía se equivocó dejando a la nodriza comisionada para todo servicio en la torre enrejada construida durante el peor de los exilios que afrontó Maldonado. “Fue culpa de esa negra” aulló don Pedro al mediodía siguiente de la consumación del cuarto escándalo (rapto y fuga triunfales y definitivos, y casamiento en Buenos Aires a las pocas horas de desembarcar): “Ella contrabandeó la carta-mapa escrita con la sangre de mi sobrina y se las arregló para hacerla llegar a las manos del loco allá en Montevideo, Ella limó las rejas, ella-”. “Fue culpa del amor” le retrucó mamá. Doña Luz frenó la furibundez roja irrigada en el rostro de su esposo, con la mirada de nácar inhóspito que transparenta a los fríamente amados. Y aquella noche le prendimos dos velas en secreto a la Virgen del Carmen. Doña Julia enlutó Suelo Santo desde el hall a las últimas bohardillas y se encerró a esperar la filtración de su larga vejez entre los cortinajes, hasta que en el 98 el tifus acabó con don Fausto Tomillo durante la semana final de la epidemia. Nunca voy a olvidarme del entierro. Volaba tanta arena que el cortejo tuvo que detenerse casi a medio quilómetro del cementerio nuevo: el mismo presidente de la Junta Económico Administrativa ofició de orador. Gorlero no habló mucho, y cuando se formó la comitiva para seguir a pie tía Julia largó un alarido y se cayó redonda arriba de nosotras. Doña Luz alzó el velo de la mujer chorreada y Magdalena pudo ver parpadear la caverna en la última mirada que su tía otorgó al féretro. Después cerró los ojos, mientras la comitiva empezaba a subir por el médano. “Ojalá que los hijos se te pudran adentro antes de salirte traidores Carolina” murmuró doña Julia con el polvo facial recamado de arena. Yo la escuchaba y miraba a los hombres perdiéndose de vista con el féretro a cuestas, y me acordaba de la diligencia donde empecé a sentir aquel miedo mortal. Magdalena observó la comitiva negra (y reluciente y empequeñecida, como una procesión de escarabajos) transitar por el filo dorado del planeta hasta ser devorada por el telón azul, y entendió que aquel vértigo incubado en un infancia no era miedo a morir. No, pensé: Fue otra cosa. No fue miedo a morir, sino a perder la vida.

El reverendo Barnes se enfermó a la semana de haberle otorgado a Magdalena la custodia de su futuro nieto. Bergalli me explicó que aquella era la primera meningitis tuberculosa que atendía en su carrera rural. Este hombre va a morirse perfectamente a tiempo, reflexionó el doctor al sellar el diagnóstico: ¿Pero cómo encontró la enfermedad de golpe? Yo lo fui a visitar cuando nació Guillermo y mamá no se opuso. “No te le acerques demasiado” sugirió doña Luz incrustando el pezón hemipléjico de Priscilla Barnes en el rostro irlandés de Guillermo Tomillo. Mr. Barnes me escuchó con los mojados por un turbante color azafrán que la negra empapaba cada cinco minutos. “Dame la Biblia” ordenó el reverendo torciendo la cabeza en dirección a la mesa de luz. Yo me asusté porque nunca en mi vida había visto morirse a nadie. Barnes prensó la Biblia entreabriendo los ojos y le sacó de adentro un pliego polvoriento. Me lo alcanzó: lo desdoblé y encontré los diseños para la construcción de un caballito mecánico. “Decaux se lo va a hacer” explicó el reverendo: “Es un regalo mío”. Murió recién a los diez días y Rosaura (la negra) me contó en el velorio que tía Julia terminó por hacerse llevar a Suelo Santo -después de tanto médico especializado traído de Buenos Aires y de Montevideo- a la vieja nodriza ya medio paralítica, que hizo hablar enseguida a Natacha. Pero fue otra vergüenza para doña Julia. Porque lo que hacía hablar a mi sobrina era una guitarra desarrumbada del sótano por indicación expresa de la negra. (Y lo que vociferaba Natacha Regusci Tomillo era una sola frase donde se mencionaba a Carolina y a los mellizos muertos, mientras desportillaba el encordado con una exasperante arritmia machacona.) Tía Julia terminó por vender Suelo Santo y mudarse todo el año a La Torre, aunque ya resignada al estigma invencible de la chiquilina. Natacha tomó clases (de música y de todo) durante mucho tiempo con la impagable hermana María Luisa, siempre guitarra en mano: repetía las lecciones operísticamente y después se callaba. El día que Guillermito cumplió un año mamá empezó a sentir hormigueos en los pies, y a las pocas semanas ya no tenía más fuerzas para ayudarme a cambiar a Priscilla. (La irlandesa había salido del parto con una hemiplejia que le petrificó el lado derecho de la cara: tenía una media risa arremangada bajo el párpado yerto, y el ojo izquierdo en vela hasta la eternidad.) Guillermito ya caminaba bien cuando mamá quedó paralizada, aunque de las dos piernas: ni ella ni mi cuñada podían controlar los esfínteres. Magdalena cuerpeó durante tanto tiempo la rutina infernal de cultivar al niño entre una realidad enlutada de mierda (hasta en sus pensamientos) que acabó defendiéndose mientras dormía con un bruxar histérico que le desmadejó la dentadura en menos de diez años. Nunca más fui a la iglesia. Una tarde no tuvo más remedio que sacarse una muela y abrevó en el embrujo remoto del alcohol, cuando el doctor la convidó con caña mientras iba envolviendo el vástago de hierro de la llave de Garengest con un paño empapado para no triturarle las encías. Entonces le empecé a robar botellas a mi padre. Don Pedro era un fantasma estragado por la fiebre de los mercaderes que acabó consumando después de siete décadas el espejismo oceánico (o paraíso zafral) de Punta del Este. Mi padre venía a casa nada más que para cenar y yo veía las ruinas de lo que habíamos sido en su indigestión hinchada por la indiferencia, cuando chupaba un rato el habano apagado cabeceando al costado de la cama donde mamá lloraba nombrando a mis hermanos: uno muerto, otro lejos. Magdalena cruzaba la alta noche y se escurría en el cuarto de Guillermo a tomarse unas copas a oscuras, aspirando el perfume del jazmín del país como si fuera mirra derramada en los goznes de la aldaba para esperar a Justo. Me gustaba decirle que ya no podía más, solamente: que no aguantaba más. Era un rosario curda murmurado en el ámbito del sueño de Guillermo como una pasacaglia donde sobrevolaban las variaciones lóbregas del exorcismo. Pero así iba aguantando. Guillermo abandonó el caballito mecánico y entró en la adolescencia embozado por la zarca maldición de su madre, que todavía engullía bastones acaramelados con la mitad de la boca. Yo tenía una sola obsesión: no dejarlo estropear por la tristeza. Desde que Magdalena no pudo emborracharse (debido al crecimiento de su sobrino-hijo) en el cuarto donde la besó Justo, consumó la secreta celebración del rito con tragos distribuidos a lo largo del día -y enjuagados por pocillos quemantes y amargos de café. A veces trasnochábamos con Guillermo, y yo tocaba un rato el piano y él volvía a hacerse repetir la historia de Natacha. Hasta que un ambarino atardecer de marzo de 1919 Magdalena lo estaba esperando en el portón de la caballeriza cuando vio aparecer su pelo calle abajo. Lo vi tirar la gorra para arriba mientras crecía trotando entre la polvareda y no pude creerlo. Magdalena sintió -frente al oro flotante del pelo del muchacho- que por primera vez en casi quince años Guillermo era feliz. “Natacha habla” me dijo: “Habla sin la guitarra. Se lo escuché contar a uno de los cocheros de tía Julia en la plaza”. Y abrazó a Magdalena y la arrastró girando en una danza muda hasta adentro del patio. “Voy a contárselo a la abuela” dijo. Yo quedé cerca de la tina donde se habían amontonado los dos últimos pelotones de ropa enchastrada, y levanté los ojos durante tanto rato que alcancé a ver salir todo el estrellerío. “Esta se debe haber tomado medio litro de oporto sin respirar” le dijo la cocinera a la sirvienta acurrucada detrás de una columna de la galería a oscuras: “O alguien la habrá avisado a Guillermito -con nueve años de atraso- que pasaba un cometa”. Entonces me di cuenta que ya era capaz de cuerpear cualquier cosa sin miedo. A los cuarentaiún años y con los dientes flojos y las uñas bordeadas por una franja de excremento perpetuo, Magdalena Tomillo se abrazó al universo y humilló la cabeza. Justo, pensé al entrar: La vida está ganada.

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