jueves

LEON CHESTOV



KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL

(Vox clamantis in deserto)

traducción de José Ferrater Mora


SEGUNDA ENTREGA


A MODO DE INTRODUCCIÓN  (2)



KIERKEGAARD Y DOSTOIEVSKI

(Conferencia dada en la Sociedad rusa de Religión y de Filosofía de París)

Quiero recordaros este pasaje de la célebre carta de Belinsky: “Aunque llegara a alcanzar el más alto grado en la escala del desenvolvimiento, os pediría que me dierais cuenta de todas las víctimas de las condiciones de la existencia y de la historia, de todas las víctimas del azar, de la supersticiones, de la inquisición, de Felipe II, etc. De lo contrario, me echaré cabeza abajo desde lo alto de la escalera. No quiero ninguna dicha, ni aun gratuita, si no puedo estar tranquilo respecto a la suerte de cada uno de mis hermanos en la sangre…”

Inútil decir que, si Hegel hubiese podido leer estas líneas de Belinsky, se habría limitado a encogerse de hombros con desprecio, y habría declarado que Belinsky no era más que un bárbaro, un ignorante, un salvaje. Es evidente que Belinsky no ha comido los frutos del árbol de la ciencia y ni siquiera sospecha la existencia de una ley ineluctable en virtud de la cual todo lo que tiene un comienzo -incluyendo precisamente los hombres por quienes Belinsky toma tan ardorosamente parte- debe poseer un fin. Es inútil, pues, exigir cuentas (y no hay, además, nadie a quien presentarlas) con respecto a seres que, en tanto que finitos, no pueden exigir ninguna protección. No sólo los primeros llegados, las víctimas del azar, sino aun los hombres como Sócrates, Giordano Bruno y otros, los más grandes, los sabios, los justos, no tienen derecho a protección alguna… La rueda del proceso histórico los aplasta sin piedad, con tanta indiferencia como si fuesen objetos inanimados. La filosofía del espíritu es la filosofía del espíritu justamente porque consigue elevarse por encima de todo lo finito y pasajero. Y, viceversa, nada finito y pasajero podrá integrarse en la filosofía del espíritu, y merecerá ser objeto de inquietud, si no cesa de preocuparse de sus intereses ínfimos. Así habría hablado Hegel, y al respecto se habría referido a ese capítulo de su Historia de la filosofía donde se explica que Sócrates debía morir envenenado y que esto no constituía en modo alguno una catástrofe. Un anciano griego ha muerto: ¿vale la pena armar por ello tanto alboroto? Todo lo real es racional, es decir, lo real no puede y no debe ser sino lo que es. Quien no lo comprenda, no es filósofo, y no poseerá el don de penetrar mediante la visión intelectual hasta la esencia de las cosas. Más aun: quien no sea capaz de ello -siempre de acuerdo con Hegel- no podrá considerarse como un hombre religioso. Pues la religión, toda religión, y sobre todo la religión absoluta -que así llama Hegel al cristianismo-, revela a los hombres mediante imágenes, esto es, de un modo menos perfecto, lo que el espíritu pensante percibe en la esencia del ser. El verdadero contenido de la fe cristiana, dice Hegel en su Filosofía de la Religión, se halla, pues, justificado por la filosofía y no por la historia (es decir, por lo que narra la Escritura). Eso significa que la Escritura es aceptable sólo que el espíritu pensante reconoce que se conforma a las verdades que él mismo obtiene o, como dice Hegel, que él mismo extrae. Todo lo demás debe ser rechazado.

Sabemos ya lo que el Espíritu de Hegel ha extraído de sí mismo: diga lo que diga la Escritura, la serpiente no ha engañado al hombre, y los frutos del árbol prohibido nos han proporcionado lo mejor que puede haber en el mundo -el saber. El espíritu pensante rechaza igualmente como imposibles los milagros de que la Escritura habla. Las líneas siguientes ponen claramente de manifiesto el desprecio que tenía Hegel por la Escritura: “Es absolutamente indiferente que los invitados de las bodas de Canaán hayan tenido más o menos vino; es asimismo un puro azar que haya resultado curado el brazo paralizado de un hombre cualquiera; millones de gentes tienen los brazos paralizados y los miembros rotos sin que nadie los cure. El Antiguo Testamento refiere que en el momento de huir de Egipto los judíos marcaron sus casas con señales rojas con el fin de que el Ángel del Señor pudiese reconocerlos. Una tal fe no posee la menor significación para el espíritu. Contra ella se han dirigido precisamente las más venenosas burlas de Voltaire. Nos dice que Dios habría debido enseñar a los judíos la inmortalidad del alma en vez de enseñarles a ir al sillico. Pues los retretes se convierten de este modo en contenido de la fe”.

La filosofía del espíritu, de Hegel, desprecia la Escritura y se burla de ella. Sólo acepta de la Biblia lo que consigue “justificarse” ante la conciencia racional. Hegel no sabe qué hacer con la verdad revelada; más exactamente no la acepta o, si se quiere, considera como verdad revelada lo que le revela su propio espíritu. Algunos teólogos no tuvieron ni siquiera necesidad de Hegel para darse cuenta de esto. Con el fin de desembarazarse del turbador enigma de la revelación bíblica, declararon que todas las verdades eran reveladas. La palabra verdad derivaba, en griego, del verbo “entreabrir”, y esos teólogos se eximían de la obligación, tan gravosa para el hombre culto, de reconocer la situación privilegiada de las verdades contenidas en la Escritura: toda verdad, precisamente por ser verdad, descubre algo que se hallaba antes recubierto. Bajo este aspecto, la verdad bíblica no constituye ninguna excepción y no goza de ninguna ventaja con respecto a las demás verdades. Sólo resulta aceptable para nosotros cuando puede, y en tanto que puede, justificarse ante nuestra razón, en tanto que puede ser percibida por nuestros “ojos abiertos”. Inútil decir que en estas condiciones sería menester renunciar a las tres cuartas partes de las palabras de la Escritura e interpretar el resto de tal modo, que esa misma razón no encontrara nada que pudiese ofenderla. Para Hegel (lo mismo que para los filósofos medievales), la más grande autoridad era Aristóteles. La Enciclopedia de Ciencias filosóficas termina con una larga cita, en griego, de la Metafísica aristotélica sobre el siguiente punto: la contemplación es la mejor y la mayor felicidad. Y en esta misma Enciclopedia, en los primeros párrafos de la Filosofía del Espíritu, Hegel escribe: “Los libros de Aristóteles acerca del alma son todavía la mejor y la única obra de carácter especulativo sobre este tema. La finalidad esencial de la filosofía del espíritu sólo puede consistir en introducir la idea de concepto en el conocimiento del espíritu, y en permitir de este modo el acceso a los libros de Aristóteles”. No en vano Dante llamaba a Aristóteles il maestro di coloro, que sanno (el maestro de los que saben). Quien desee “saber” deberá seguir a Aristóteles, y considerar sus obras -Sobre el alma, y la Metafísica, y la Ética- no sólo como un segundo Antiguo Testamento, como decía ya Clemente de Alejandría, sino también como un segundo Nuevo Testamento; deberá ver en ellas la Biblia. Aristóteles es el maestro único de los que desean saber, de los que saben.

Inspirado siempre en Aristóteles, Hegel proclama solemnemente en su Filosofía de la Religión: “La idea fundamental (del cristianismo) es la unidad de la naturaleza divina y de la naturaleza humana. Dios se ha hecho hombre”. Y en otro lugar, en el Capítulo titulado El reino del Espíritu, dice lo siguiente: “El individuo debe impregnarse de la verdad de la unidad primordial entre las naturalezas divina y humana, y esta verdad es aprehendida en la fe en Cristo. Dios no es ya para él algo que se halla en un más allá.” He aquí todo lo que proporcionó a Hegel la “religión absoluta”. Con júbilo cita las palabras del Maestro Eckhardt (procedentes de sus sermones), así como la frase de Angelus Silesius: “Si Dios no existiera, yo no existiría; si yo no existiera, Dios no existiría”. El contenido de la religión absoluta resulta de este modo interpretado y elevado hasta el mismo nivel que había alcanzado el pensamiento de Aristóteles, o de la serpiente bíblica que había prometido al hombre un “saber” que lo igualaría a Dios. Y ni un solo instante se le ocurre a Hegel que se trata de una caída terrible, fatal; que el “saber” no iguala al hombre con Dios, sino que lo arranca de Dios y lo entrega al poder de la “verdad” muerta y mortífera. Recordamos que Hegel había rechazado con desprecio los milagros, es decir, la omnipotencia de Dios, pues, como lo dice en otra parte: “no se puede exigir a las gentes que crean en cosas que un cierto grado de instrucción les impide creer; semejante fe es una fe en un contenido finito y contingente, es decir, no verdadero, pues la verdadera fe no tiene un contenido contingente”. Según esto, “el milagro infringe la trabazón natural de los fenómenos y representa, por lo tanto, una violación del espíritu”.

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