Mientras la Marylin desvencijada
ordenaba las copas con desgano,
al propietario le tembló la mano,
soñando un riachuelo, una enramada.
De los hombros les cuelga otra jornada.
No hay cambio ni botellas y es en vano
querer sentirse un poco ser humano
en esa indescifrable mascarada.
Suenan violín y fueye. Un contrabajo
zumba entre moscas. Cae un cenicero.
El propietario espera algún atajo
desde la muerte diaria al paraíso.
Marylin afiebrada lava el piso,
semiencorvada como un relojero.
Montevideo
Montevideo es esa puta triste
Montevideo
a la que vuelvo siempre. Sometido
a oscuros cafetines donde insiste
en darme lo ganado por perdido.
Un cielo de fregón descolorido
nubla los ojos del que la desviste,
y andando sin andar, el recorrido
se vuelve circular. Cuando le asiste
la mañana de enero lo olvidamos.
Paseamos la pobreza en manga corta
rodeados de jazmines y glicinias.
Y en marzo, una vez más, por las esquinas,
el sueño tropical se nos acorta,
volviendo al viejo carro que arrastramos.
(De El revés asombrado de la ocarina, Ediciones de la Crítica, 2006)
Mares
Las manchas de petróleo, las sardinas,
los huevos de tortuga, las barcazas,
los náufragos que empujan las toninas,
los ojos de los peces, las carcazas.
Las lapas del madero sumergido,
El escualo de Astor, la ballena
del cuento de Pinocho. La sirena
que evitaba Odiseo protegido.
El timón extraviado y el delfín,
la corriente invisible, el barlovento,
el viento que despeina a los ahogados.
Los pobres pescadores, los pescados
que en los fogones se cocinan lento.
Todo encuentra en el mar principio y fin.
(Inédito)
Alberto
El padre de mi padre está sentado
en un sillón de mimbre. Un mediodía,
inmerso entre la luz que da el pasado,
bajo una claraboya que llovía.
Mira la nada, bebe adormilado,
hojea el diario, tose en su manía
de descifrar las letras. Cualquier lado
donde olvidar los lentes le servía.
Abre un álbum y busca entre las fotos
a su madre muriendo calcinada
–un primus que revienta, ya no hay modo–
o al hijo, a las mujeres, nada, todo
lo que recuerda–olvida, en la gastada
mesa del bar con sus compinches rotos.
I Midas
Dionisio lo premió con un deseo
por su hospitalidad. Él pidió oro.
No escuchó hablar de Icaro o del toro
con cuerpo de hombre que mató Teseo.
Quiso volver dorado el Mar Egeo
-la historia no lo cuenta pero un coro
de borrachos se la ha enseñado a un loro
que la repite por Montevideo-
pero se volvió viejo en el intento,
atorando palomas con miguitas
de diez quilates en alguna plaza.
Perdido todo: la mujer, la casa
sentado silba a puro descontento
haciendo de las lágrimas pepitas.
II
Mi mujer, la sirvienta, dos vecinas,
la heladera, el portón, y los espejos,
el parral, el jarrón, los diarios viejos,
el rosal, el malvón, las cinacinas.
Las latas de ananá, las de sardinas,
los anteojos y los catalejos.
El balcón, el parqué, los azulejos,
y un blister olvidado de aspirinas.
Todo se vuelve barro con el tacto.
El método es de Apolo. Lo delata
su venganza anterior, más redituable.
Dejo el fangal oscuro, irrespirable,
y me baño en el Río de la Plata,
volviéndolo marrón con el contacto.
(De Descendencia, Ediciones del Estómago Agujerado, a publicarse en junio de 2012.)
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