HUGO GIOVANETTI VIOLA
DECIMOTERCERA ENTREGA
EL ECLIPSE (7)
Papá sacó la lotería porque una noche se quedó dormido en la plaza de Punta del Este sin devolver las participaciones que vendía por Gorlero. A la otra noche nos sacaron fotos para los diarios y después hubo fiesta y papá le gritó al hermano muerto que ahora iba a tener casa y a ser alguien. La plata duró mucho, porque aparte de la edificación mamá pudo comprarme los remedios que me mandaba el oculista de Montevideo y unos championes blancos cuando la comunión y una pelota número 5 para el Negro -aunque él lloraba siempre por la bicicleta. Me acuerdo que la noche después de hacer la comunión me desapareció un champion blanco de abajo de la cama y yo casi me muero. Lo buscamos por toda la casa con mamá como locas, pero no hubo caso. Entonces de repente ella se agarró la cabeza y salimos corriendo a lo de tía Felipa. La encontramos escuchando la radio, recostada en la cama. Mamá le dijo que nos devolviera inmediatamente mi champion y ella primero puso cara de boba y al final terminó mirando el retratito del primer marido (que estaba arriba de la radio abajo de una flor). “Yo no creo en brujerías, vieja, ya sabés” decía mamá, furiosa: “Alondra está tratada por un especialista y yo seré ignorante pero no creo en los brujos, ¿me entendés?”. “Tch” dijo tía Felipa, parándose de a poco: “Brujos son los malos. ¿Qué te pensás que no hay médicos brujos, también?”. Pero al final nos llevó a una casilla que quedaba a la vuelta, toda llena de yuyos. Doña Pepa debía estar esperándonos, porque apenas entramos se acercó a hacerme la señal de la cruz y me bajó los párpados diciendo: “Santa Lucía Santa Lucía sácame esta porquería tú con tu mano y yo con la mía”. “Eso ya se lo recitaron, doña Pepa” le protestó mamá. Y entonces ella sacó una tijera del bolsillo y empezó a recortarme todo por alrededor, mientras entreveraba rezos raros. Después quedó mirándome con ojitos de rata. “Esto no es para mí: llévenla a Jeremías” dijo alcanzándole el champion a mamá y agarrando una plata que la tía le alcanzó con cara de enojada.
Jeremías tenía pinta de médico y de carnicero, porque tenía una túnica de manga corta (y un mostrador lleno de santos entre los azulejos) pero la papada sin afeitar y las manos rajadas. En la sala de espera nos dijo el viejo Souto -un carolino que mamá conocía desde chica- que el doctor le sacó la peladilla a toda la familia. Cuando entramos al consultorio Jeremías escuchó lo que mamá le contó atrás de un escritorio y después me miró. Entonces nos llevó al mostrador y le dijo que se fijara bien en la estatuita de Santa Lucía. “¿Ve? No está atada” dijo. “Y yo voy a estar lejos. Y ahora mirala fijo” me pidió (Santa Lucía era rubia y tenía una bandeja con dos ojos azules sueltos como bolitas). De golpe se cayó. Mamá vino a abrazarme y Jeremías nos dijo: “Santa Lucía no puede ver el mal que te enterraron, hija. A ella le duele el mal”. “¿Y qué hacemos, doctor?” le preguntó mamá. “Tener fe” dijo el hombre: “Yo ya no puedo hacer nada porque el mal se hizo carne”. “¿Se hizo carne?”. “Sí, mija. Se hizo enfermedad”. “¿Pero cuál es el mal, doctor?”. “Alguien le va a decir el nombre de la enfermedad” contestó Jeremías: “Pero el mal es el mal”.
Guitarrero y papá no quisieron comer el cordero de Cruz porque se habían emborrachado demasiado temprano. Pero estaban contentos los dos, contando cuentos de cuando eran chicos. Yo escuchaba charlar a mamá y a la esposa de Juan Calamares, que se llama Damiana. Los chiquilines se quisieron sentar en la otra mesa, y mi hermano ya estaba chupando los huesos de todos. Cruz entraba y salía trayendo más cordero. De repente Damiana le contó a mamá que la cosa más linda que le pasó en la vida fue una vez que un murguista se bajó del tablado para ponerle una flor en la mano. Mamá no dijo nada. Entonces yo bajé al gato de mi falda y avise que iba al baño. Cruz ya estaba cantando Uruguayos Campeones sentado con los hombres. Afuera había tormenta pero no me dio miedo. Se escuchaban los ruidos de las brasas y las zinnias moviéndose adentro del cantero. No se oía ningún lobo, y yo pensé en las cruces y en Jonás y en el Padre. Fui al cantero corriendo y primero corté una flor para mamá y al final una para cada uno. Después volví corriendo al galpón, pero al entrar no me animé a hacer nada: los hombres se callaron y papá se dio cuenta quién robaba las flores del cantero. Entonces dio un rugido y se me largó arriba y me pegó dos brutos cachetazos verdes. Lo último que sentí cuando me caí al suelo fueron unas chupadas que él me daba en los ojos, mientras gritaba que ya no había peste que pudiera enfermármelos de nuevo.
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