MORIR CON APARICIO
HUGO GIOVANETTI VIOLA
NOVENA ENTREGA
LAS CRUCES (4)
Mi hermano era invencible. Vivíamos en Marseille cuando empezó la guerra y él tenía veinte años y yo dieciocho. Philipe me explicó lo de la defensa de Servia y sobre todo lo que importaba para el futuro del mundo ser antimperialista. “Da lo mismo pelear en Italia que en Francia” dijo mientras llegábamos a Gorizia, una hermosa ciudad (que dejamos deshecha) a orillas del río Isonzo. Al principio fue fácil y hasta divertido, porque aquel uniforme grigio-verde y aquel casco de acero y la máscara antigás nos hacían parecer gente moderna. Nosotros estábamos en una Sección de Ametralladoras con tres aparatos que acudía en los momentos más difíciles, para aguantar una ofensiva o apoyar un ataque. Philipe era instructor -y Jefe de Sección- y los demás matábamos. Él murió sin matar. Me pareció que al principio nos pareció hasta hermoso hacer el sacrificio de dormir en el barro y llenarse de piojos y pasarse los meses sin cambiarse la ropa ni bañarse (lo que a mi hermano nunca le gustó fue que tantos soldados estuvieran peleando por pelear, y cuando alguien gritaba la consigna italiana -Defender al rey y a la patria- él decía para adentro: “Yo defiendo al futuro”.) Una mañana vino orden de avanzar bajo los bombardeos de ablandamiento y al volver esa noche a la trinchera los austríacos devolvieron el ataque. A mí empezaron a congelárseme los pies y esa noche dormí abrigado contra un muerto. Cuando empezó a aclarar me di cuenta que el muerto era mi hermano. Tuvieron que desmayarme a culatazos para que lo soltara. Cuando a los ocho días nos mandaron al hospital y trescientos muchachos perdieron las piernas (porque los médicos no nos mandaban enseguida para no resentir la forza de la patria): todos menos yo. Me frotaron con nieve, me pusieron pomada y me clavaron agujas en el dedo gordo hasta hacerme brotar una gota de sangre. “Soy un muerto muy fuerte” le grité al enfermero y él no me entendió. Al terminar la guerra estábamos en el monte Grappa, donde se peleó un año desde la retirada del Caporetto. Yo ya era capitán y tenía privilegios, aunque todo me daba un asco insoportable. Me gustaba matar, nomás: matar a los austríacos. Hasta que una mañana (habíamos estado jugando al fútbol contra la división inglesa y casi les ganamos, me acuerdo) se dejó de almorzar por la mitad porque empezó una acción de diversión. Era un tanteo nomás -ellos ya estaban débiles- y al volver nos trajimos doscientos prisioneros. Ya era sabido que ellos tenían hambre, pero no que era tanta como para tirarse arriba de aquel barro en conserva con un delirio tal que di orden de dejarlos comer hasta hartarse. Pobre Philipe, pensé: Ni siquiera teníamos enemigos.
Entonces Boursault agarró la damajuana y se tragó un cuarto litro de caña con un ojo cerrado y otro inundándose de fiebre. Cuando dejó la damajuana se sentó y me contó que había forrado personalmente un baúl con piel de lobo para que la muchacha escondiera sus alas. “Ahora es una crisálida” me dijo: “Mire: lo que Rimbaud no dijo fue que el día que la gente crezca como las mariposas pero no al revés, el mundo va a salvarse”. Yo le di la razón. Pero cuando nos despedimos él ya tenía los ojos sobrios y oscurísimos, y me gritó desde la lancha en marcha: “Somos todos gusanos, camarada” (1).
(1) Querida crisálida la rue Mouffetard arranca desde un mercado donde la sangre de los cerdos se coagula en las alcantarillas, y la gente que sube hacia la plaza lleva brillando una mancha en el pecho. Hoy fumé mucho hasch y el infierno del mundo me voló hasta el invierno de la plaza. “Oh la mosquita borracha en la letrina de la posada, y que disuelve un rayo”. Ah nosotros, nosotros: los que morimos antes de la eternidad. Una cucaracha podría caminar hasta con una sola pata, mi querida crisálida, pero mi corazón se arrastra sobre un vientre tristísimo lleno de llagas de alas arrancadas. Cuando te vi flotando en aquel carnaval sentí una mano besándome el hombro y la voz de mi hermano levantada en el fondo de la tierra: “¿La humanidad es algo sobrehumano? Todavía no: el amor es la fuerza sobrehumana”. Por la rue Mouffetard suben hombres con manchas de poesía incandescente. Pero son gusanos. Nada de alas de hasch ni de pernod amargo: se necesita verdaderamente la ciencia del cielo para ser una buena mariposa. Mi querida crisálida: cuando me crezcan alas otra vez, voy a volver a poner en tu mano esta carta soñada. Dominique Boursault.
La señorita de la capelina se despertó al amanecer y aceptó café negro. Tenía un pelo rojizo y una nariz aguda afinándole un rostro de ojos azulísimos, donde la furia se había terminado. Sólo un asombro falso (o infantil) le subía la mirada más allá del dolor. Yo le miré las alas estrelladas a contraluz y pensé: No elegiste la muerte del amor sino la del amado. Porque la verdadera muerte del amado era la del amor. Y Dios te dio inocencia. Ella me preguntó de golpe si se podía cruzar a tierra y le dije que sí. Me miró manoteando desde lejos, hasta que se animó a preguntarme: “¿Usted alcanzo a ver los cuerpos de los franceses que hay allá abajo, verdad?”. “No” contesté: “Bajaron los ataúdes”. Ella cerró los ojos y entrecurvó la boca. “Sí. Dominique volvió. Pero me lo mataron” dijo casi sonriendo. Cuando abrió la mirada -donde fosforecía el cielo entre corales- tuve la sensación de haber llevado flores durante ocho años a la tumba de un hombre que no estaba enterrado. Después la acompañé fuera del faro. La señorita Regusci Tomillo reverberaba vaporosamente mientras una tristeza interminable (y dulce) le agatunaba el tempo de su languidez. Iba a hacerle una seña al pescador para que la embarcara pero ella me agarró un brazo. “Espere un poco” dijo: “¿Usted conoció a Burnett?”. “¿El inglés que plantó los pinos de la costa?” le pregunté (y empecé a emocionarme frente a su indomabilidad). “Sí: el inglés que salvó a Maldonado de ser tumba de médanos” dijo con la imponencia de su padre: “¿Pero sabía que Enrique Burnett naufragó en esta costa a bordo del Bombay?”. “No” mentí. La mujer declinó su sombrilla y dejó que la luz la despeinara. “Él también se enamoró de una fernandina” dijo mirando el mar: “Después viajó a Inglaterra, arregló los papeles y volvió con el nombramiento de agente de la Lloyd ’s. Y se casó con ella”. “Mire: yo no conocí a Burnett” dije para que se quedara un poco más: “Pero conocí bastante bien a Sabino Regusci, si eso le interesa”. Ella alzó la sombrilla. “¿Cómo sabe quién soy?” preguntó con los ojos casi verdes. Entonces le conté lo del Santander, lo de Punta Ballena y mi fracaso como profeta -además del truncado romance entre Justo Regusci (el hermano de Sabino que cayó con Saravia) y la prima de su madre, Magdalena Tomillo. Ella mandó inmediatamente un telegrama a Punta del Este y se quedó dos días oyéndome contar la historia de su gente. Volvió a Punta del Este una mañana azul y de allí me escribió unas cuantas cartas. Nunca más volví a verla. Yo no bajo a tierra y ella no viene a Lobos, pero el viento sagrado que atraviesa las cruces nos arrodilla juntos frente a la verdad.
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