MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
SEXTA ENTREGA
1. Arquetipos y repetición (5)
Los mitos y la historia (2)
Esa “mitificación” de las personalidades históricas se observa de modo completamente análogo en la poesía heroica yugoslava. Marko Krajlevic, protagonista de la epopeya yugoslava, se distinguió por su valentía durante la segunda mitad del siglo XIV. Su existencia histórica no puede ponerse en duda, y hasta se conoce la fecha de su muerte (1394). Pero, una vez que ha entrado en la memoria popular, la personalidad histórica de Marko es anulada y su biografía reconstituida sobre normas míticas. Su madre es una Vila, un hada, del mismo modo que los héroes griegos eran hijos de una ninfa o una náyade. También su esposa es una Vila, a la que conquista con artimaña, cuidándose de disimular bien sus alas por temor a que las encuentre, alce vuelo y lo abandone (lo que, por lo demás, ocurre en ciertas variantes de la balada, después del nacimiento de su primer hijo: cf. el mito del héroe maorí Tawhaki, a quien su mujer, una hada bajada del cielo, abandona luego de darle un hijo.) Marko combate con un dragón de tres cabezas y lo mata, por analogía con el modelo arquetípico de Indra. Thraetaona, Heracles, etc. (1). Conforme al mito de los “hermanos enemigos”, él también lucha con su hermano Andrija y lo mata. Los anacronismos abundan en el ciclo de Marko, como en los demás ciclos épicos arcaicos. Muerto en 1394, Marko era ya el amigo, ya el enemigo de Juan Huniadi, que se distinguió en las guerras con los turcos alrededor de 1450. (Es interesante observar que la comparación de estos dos héroes está atestiguada en los manuscritos de las baladas épicas del siglo XVII, es decir, doscientos años después de la muerte de Huniadi. En los poemas épicos modernos los anacronismos son mucho más raros. Los personajes que en ellos se celebran no han tenido tiempo todavía de ser transformados en héroes míticos.)
El mismo prestigio mítico aureola a otros héroes de la poesía épica yogoslava. Vukashin y Novak desposan una Vila. Vuk (el “Dragón déspota”) combate con el dragón de Jastrebac, y puede transformarse en dragón. Vuk, que reinó en el Srijem entre 1471 y 1485, acude en ayuda de Lázaro y Milica, muertos alrededor de medio siglo antes. En los poemas cuya acción gravita alrededor de la primera batalla Kossovo (1389) se habla de personajes fallecidos hace veinte años (por ejemplo, Vukashin) o que sólo podían morir un siglo después (Erceg Stjepan). Las hadas (Vila) curan a los héroes heridos, los resucitan, les predicen el porvenir, los informan de los peligros inminentes, etc., tal como, en el mito, un ser femenino ayuda y protege al héroe. Ninguna “prueba” heroica falta: clavar una manzana con flecha y arco, saltar por encima de varios caballos, reconocer a una joven en medio de un grupo de muchachos vestidos todos del mismo modo, etc.
Ciertos héroes de las byelinas rusas se asimilan muy probablemente a prototipos históricos. En las crónicas se hace mención de numerosos héroes del ciclo de Kiev, pero ahí termina su historicidad. Ni siquiera puede precisarse si el príncipe Vladimir, que constituye el centro del ciclo de Kiev, es en realidad Vladimir I, muerto en 1015, o su nieto, Vladimir II, que reinó entre 1113 y 1125. En cuanto a los grandes héroes de las byelinas de este ciclo, Svyatogor, Mikula y Volga, los elementos históricos que se conservan en sus figuras y en sus aventuras, apenas existen. Siempre acaban pareciéndose y asimilándose a los héroes de los mitos y cuentos populares. Uno de los protagonistas del ciclo de Kiev, Dobrynya Nikititch, que a veces aparece en las byelinas como sobrino de Vladimir, debe lo mejor de su fama a una hazaña puramente mítica: mata un dragón de doce cabezas. Por su parte, San Miguel de Potuka, otro héroe de las byelinas, da muerte a un dragón que estaba a punto de devorar a una joven que acababan de llevarle como ofrenda.
Asistimos en cierta medida a la metamorfosis de un personaje histórico en héroe mítico. No se trata tan sólo de elementos sobrenaturales apelados como refuerzo de su leyenda: por ejemplo, el héroe Volga del ciclo de Kiev se transforma en pájaro o en lobo, ni más ni menos que un chamán o un personaje de las antiguas leyendas; Egori viene al mundo con pies de plata, brazos de oro y la cabeza cubierta de perlas; Ilya de Murom parece más bien un gigante de los cuentos folklóricos. ¿Acaso no pretende que el cielo y la tierra se junten?, etc. Hay algo más: la mitificación de los prototipos históricos que han proporcionado protagonistas a las canciones épicas populares se han modelado según un patrón ejemplar: están hechos “a imagen y semejanza” de los héroes de los mitos antiguos. Todos se parecen, puesto que todos tienen un nacimiento milagroso y, además, por lo menos uno de sus padres es un dios. Al igual que en los cantos épicos tártaro y polinesios, los héroes emprenden un viaje al cielo o bien descienden a los infiernos.
Repetimos, el carácter histórico de los personajes evocados por la poesía épica no se pone en duda, pero su historicidad no se resiste mucho tiempo a la acción corrosiva de la mitificación. El acontecimiento histórico en sí mismo, se cual fuere su importancia, no se conserva en la memoria popular y su recuerdo sólo enciende la imaginación poética en la medida en que ese acontecimiento histórico se acerque más al modelo mítico. En la byelina dedicada a las catástrofes de la invasión napoleónica de 1812 se olvida el papel que jugó el zar Alejandro I como jefe del ejército ruso, se ha olvidado el nombre y la importancia de Borodin, y sólo queda la figura del héroe popular de Kutuzov. En 1912, toda una brigada servia vio cómo Marko Krajlevic ordenaba la carga contra el castillo de Prilip, el cual, desde siglos antes, había sido el feudo del héroe popular: una hazaña particularmente heroica ha bastado para que la imaginación colectiva se ampare en ella y la asimile al arquetipo tradicional de las gestas de Marko, tanto más cuanto que su propio castillo estaba en juego.
“Myth is the last -not the first- stage in the development of a hero”. Pero viene a confirmar la conclusión a que han llegado numerosos investigadores: el recuerdo de un acontecimiento histórico o de un personaje auténtico no subsiste más de dos o tres siglos en la memoria popular. Esto se debe al hecho de que la memoria popular retiene difícilmente acontecimientos “individuales” y figuras “auténticas”. Funciona por medio de estructuras diferentes; categorías en lugar de acontecimientos, arquetipos en vez de personajes históricos. El personaje histórico es asimilado a su modelo mítico (héroe, etc.), mientras que el acontecimiento se incluye en la categoría de las acciones míticas (lucha contra el monstruo, hermanos enemigos, etc.). Si ciertos poemas épicos conservan lo que se llama “verdad histórica”, esa “verdad” no concierne casi nunca a los personajes y acontecimientos precisos, sino a instituciones, costumbres, paisajes. Así, por ejemplo, como observa M. Murko, los poemas épicos servios describen de manera suficientemente exacta la vida en la frontera austroturca y turcoveneciana antes de la paz de Carlovitch en 1699 (2). Pero tales “verdades históricas” no se refieren a “personalidades” o a “acontecimientos”, sino a formas tradicionales de la vida social y política (cuyo “devenir” es más lento que el “devenir” individual), en una palabra, a arquetipos.
La memoria colectiva es ahistórica. Esta afirmación no implica establecer un origen popular” del folklore ni defender la teoría de la “creación colectiva” respecto a la poesía épica. Murko, Chadwik y otros sabios han puesto en evidencia el papel de la personalidad creadora, del “artista”, en la invención y el desarrollo de la poesía épica. Sólo queremos decir que -independientemente del origen de los temas folklóricos y del talento más o menos grande del creador de la poesía épica- el recuerdo de los acontecimientos históricos y de los personajes auténticos es modificado al cabo de dos o tres siglos, a fin de que pueda entrar en el molde de la mentalidad arcaica, que no puede aceptar lo individual y sólo conserva lo ejemplar. Esa reducción de los acontecimientos a las categorías y de los individuos a los arquetipos, realizada por la conciencia de las capas populares europeas casi hasta nuestros días, se efectúa de conformidad con la ontología arcaica. Podría decirse que la memoria popular restituye al personaje histórico de los tiempos modernos su significación de imitador del arquetipo y de reproductor de las acciones arquetípicas, significación de la cual los miembros de las sociedades arcaicas han sido y continúan siendo conscientes (como lo demuestran los ejemplos citados en este capítulo), pero que ha sido olvidada, por ejemplo, por personajes como Drieudonné de Gozon o Marko Krajlevic.
A veces ocurre, raramente, que se tiene la ocasión de presenciar en vivo la transformación de un acontecimiento en mito. Pero antes de la última guerra, el folklorista rumano Constantin Brailoui tuvo ocasión de hallar una admirable balada en un pueblecito de Maramuresh. En ella se habla de un amor trágico; el joven prometido había sido hechizado por un hada de las montañas y, pocos días antes de su matrimonio, el hada, celosa, le había arrojado desde lo alto de unas rocas. Al día siguiente, los padres habían encontrado su cuerpo y su sombrero enganchados en un árbol. Trasladaron el cadáver al pueblo, y la joven llegó a su encuentro; al ver el cuerpo inerme de su prometido entonó un canto fúnebre, lleno de alusiones mitológicas, texto litúrgico de una nostálgica belleza. Tal era el contenido de la balada. El folklorista, al registrar las variantes que había podido recoger, se interesó por la fecha en que había ocurrido la tragedia: le respondieron que se trataba de una historia muy antigua, que había ocurrido “hacía mucho tiempo”. Pero, prosiguiendo su investigación, el folklorista averiguó que el suceso databa de cuarenta años antes. Acabó incluso descubriendo que la heroína estaba viva todavía. Fue a visitarla y escuchó la historia de su propia boca. En realidad era una tragedia bastante trivial: su novio, por un descuido, cayó una noche por un precipicio; no murió al instante; sus gritos fueron oídos por unos montañeses que le transportaron al pueblo donde falleció poco después. Durante el entierro, su novia, junto con otras mujeres del lugar, había repetido las lamentaciones rituales acostumbradas sin hacer la menor alusión al hada de las montañas.
Así habían bastado unos cuantos años para que, a pesar de la presencia del testigo principal, el acontecimiento se viera desprovisto de toda autenticidad histórica, para transformarse en un relato legendario: el hada celosa, el asesinato del novio, el descubrimiento del cuerpo inerme, el lamento, rico en temas mitológicos, de la prometida. Casi todo el pueblo había vivido el hecho auténtico, histórico, pero ese hecho, en tanto que tal, no les satisfacía: la muerte trágica de un joven en la víspera de su boda era algo diferente a la simple muerte por accidente; poseía un oculto sentido que sólo podía revelarse una vez integrado a la categoría mítica. La mitificación del accidente no se había limitado a la creación de una balada: se contaba la historia del hada celosa aun cuando se hablaba libremente, “prosaicamente”, de la muerte del novio. Cuando el folklorista llamó la atención de los habitantes del lugar sobre la versión auténtica, estos le respondieron que la vieja, en su dolor, había olvidado, que casi había perdido la cabeza. El mito era el que contaba la verdad: la historia verdadera no era sino mentira. El mito no era, por otra parte, cierto más que en tanto que proporcionaba a la historia un tono más profundo y más rico: revelaba un destino trágico.
El carácter ahistórico de la memoria popular, la impotencia de la memoria colectiva para retener los acontecimientos y las individualidades históricas sin transformarlos en arquetipos, es decir, sin anular todas sus particularidades “históricas” y “personales”, plantean una serie de problemas nuevos cuya indagación nos vemos obligados a postergar por el momento. Pero a estas alturas tenemos el derecho a preguntarnos si la importancia de los arquetipos para la conciencia del hombre arcaico y la incapacidad de la memoria popular para retener lo que no sean arquetipos no nos revelan algo más que la resistencia de la espiritualidad tradicional frente a la historia; si no nos revela la caducidad, o en todo caso el carácter secundario, de la individualidad humana en cuanto tal, individualidad cuya espontaneidad creadora constituye, en último análisis, la autenticidad y la irreversibilidad de la historia. En todo caso es notable que, por un lado, la memoria popular se niegue a conservar los elementos personales, “históricos”, de la biografía de un héroe, mientras que, por el otro, las experiencias místicas superiores implican una última una elevación última del Dios personal al Dios transpersonal. También sería instructivo comprar desde ese punto de vista las concepciones de la existencia después de la muerte, tal cual han sido elaboradas por las diversas tradiciones. La transformación del difunto en “antepasado” corresponde a la fusión del individuo en una categoría de arquetipo. En numerosas tradiciones (en Grecia, por ejemplo) las almas de los muertos ordinarios no tienen “memoria”, es decir, pierden lo que puede llamarse su individualidad histórica. La transformación de los muertos en larvas, etc., significa en cierto sentido su reintegración al arquetipo impersonal del “antepasado”. El hecho de que en la tradición griega sólo los héroes conservan su personalidad (es decir, su memoria) después de la muerte no es de fácil comprensión: como durante su vida terrestre sólo realizó actos ejemplares, el héroe conserva el recuerdo de estos, puesto que, desde cierto punto de vista, esos actos fueron impersonales.
Dejando de lado las concepciones de la transformación de los muertos en “antepasados” y considerando el hecho de la muerte como una conclusión de la “historia” del individuo, no deja de ser muy natural que el recuerdo post-mortem de esa historia sea limitado o, en otros términos, que el recuerdo de las pasiones, de los acontecimientos, de todo lo que se vincula con la individualidad propiamente dicha, cese en un momento dado de la existencia después de la muerte. En cuanto a la objeción según la cual una supervivencia impersonal equivale a una muerte verdadera (en la medida en que sólo la personalidad y la memoria vinculada a la duración y a la historia pueden considerarse supervivencia), únicamente es valedera desde el punto de vista de una “conciencia histórica”, en otras palabras, desde el punto de vista del hombre moderno, pues la conciencia arcaica no concede importancia alguna a los recuerdos “personales”. No es fácil precisar qué podría significar semejante “supervivencia de la conciencia impersonal”, aun cuando ciertas experiencias espirituales puedan dejarlo entrever; ¿qué hay de “personal” y de “histórico” en la emoción que se experimenta escuchando música de Bach, en la atención necesaria para al resolución de un problema de matemática, en la lucidez concentrada que presupone el examen de una cuestión filosófica cualquiera? En la medida en que se deja sugestionar por la “historia”, el hombre moderno se siente menoscabado por la posibilidad de esa supervivencia impersonal. Pero el interés por la reversibilidad y la “novedad” de la historia es un descubrimiento reciente en la vida de la humanidad. En cambio, como vamos a verlo al instante, la humanidad arcaica se defendía como podía de todo lo que la historia comportaba de nuevo e irreversible.
1) Este no es lugar para acometer el problema del combate entre el monstruo y el héroe (cf., Schweitzer, Herakles, 1922; A. Lods, Comptes Rendus de l’Académie des Inscriptions, 1943, pá. 283 y sig.). Es muy probable, como lo sugiere G. Dumézil (Horace et les Curiaces, especialmente pág. 126 y sig.), que el combate del héroe con un monstruo tricéfalo sea una transformación en mito de un ritual de iniciación arcaica. Esa iniciación no siempre pertenece al tipo “heroico”, como se desprende, entre otros, de los paralelos notados por Dumézil (págs. 129-130) en la Colombia británica donde también se trata de iniciación camánica. Si en la mitología cristiana San Jorge lucha heroicamente con el dragón y lo mata, otros santos alcanzan el mismo resultado sin combate (cf. las leyendas francesas de Sam Samson, San Julián, Santa Margarita, San Bié, etc.; P. Sébillot, Le Folklore de la France, I, 1904, pág. 468; III, 1906, 298, 299). Por otro lado, no debe olvidarse que, fuera de su papel eventual en los ritos y los mitos de iniciación heroica, el dragón se halla impregnado de muchas otras tradiciones (austroasiática, hindú, africana, etc.) de un simbolismo cosmológico: simboliza la involución, la modalidad preformal del Universo, el “Uno” no fragmentado de antes de la Creación (cf. Ananda Coomaraswamy, The darker side of the dawn, Washington, 1938; “Sir Gawain and the Green Knight: Indra and Namuci”, Speculum, enero de 1944, págs. 1-25). Por eso serpientes y dragones son en casi todas partes identificados con los “señores del lugar”, con los “autóctonos”, contra quienes hablan de luchar los recién llegados, los “conquistadores”, los que deben “formar” (es decir, “crear”) los territorios ocupados. (Sobre la asimilación de las serpientes y de los “autóctonos”, cf. Ch. Autrau, L’Epopée indoue, París, 1946, págs.. 66 y sig.)
2) Murko, La poésie populaire épique en Yougoslavie au début du XX siècle (París, 1929), pág. 29. El examen de los elementos históricos y míticos en las literaturas épica, germánica, céltica, escandinava, etc., no entra en el cuadro de este ensayo. Sobre ese particular remitimos al lector a los tres volúmenes de Chadwick.
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