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SONETO DEDICADO POR FEDERICO GARCÍA LORCA A LA "FOSFORECENTE VOZ" DE HERRERA Y REISSIG



De cómo la generación del 27 leyó al poeta uruguayo
Por Eduardo Roland (Brecha)
“Este es el final; qué malo es morir así, sin haber hecho nada.” Palabras textuales de una desgarrada confesión que Julio Herrera y Reissig hace a sus hermanos Carlos y Teodoro el día anterior al 18 de marzo de 1910, fecha en que “uno de los más altos poetas de la lengua castellana” -Zum Felde dixit- perdiera la vida a los 35 años, como consecuencia de una afección cardíaca congénita.

Ese hombre que cerraba sus grandes ojos celestes definitivamente había tenido un lugar donde caerse muerto gracias a la familia de su esposa, Julieta de la Fuente, que facilitó una casa de altos en la calle Buenos Aires, donde residió la pareja durante su breve vida de casados. El muchacho de encumbrada prosapia, el sobrino del presidente de la República, el otrora adolescente talentoso, el sumo pontífice de La Torre de los Panoramas, moría sin haber hecho carrera profesional ni política, habiéndose ganado su subsistencia con empleos mediocres, sin conocer París y con escaso reconocimiento en su calidad de poeta excepcional. Entre sus compatriotas, José Enrique Rodó, por entonces el hombre de letras uruguayo de mayor prestigio internacional, lo ignoró olímpicamente. En la madre patria, una autoridad como don Miguel de Unamuno de-sestimó su valor literario.

Todo induce a pensar que Julio murió frustrado por la escasa aceptación que tuvo su arte literario. Y posiblemente sin esperanzas de que algún día pudiese ser comprendido y defendido con pasión, como lo hicieron varios poetas que años más tarde llegaron a gozar en vida de una enorme popularidad, lectores privilegiados que poco a poco fueron difundiendo una obra difícil que el poeta trabajó con pasión de artista y dedicación de orfebre.

Justamente, a cien años de la muerte del autor de “Los éxtasis de la montaña”, la intención de este artículo es dar testimonio -parcial pero significativo- del entusiasmo que suscitó la extravagante poética herreriana en varios jóvenes escritores extranjeros que por los años veinte del siglo pasado sintieron el gozo de “descubrirlo” y la complicidad de reivindicarlo frente al olvido general en que se encontraba su reciente legado poético.

Siguiendo el ejemplo pionero de Rubén Darío -primer poeta hispanoamericano que influyó en España y primero en predicar a favor de Julio-, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Guillermo de Torre, Ramón Gómez de la Serna y Miguel Hernández, entre otros, tuvieron ojos para escuchar la “fosforescente voz” del vate montevideano, en medio de la oscuridad proyectada por sus rocambolescos artificios verbales. Como el lector habrá advertido, la mayoría de estos nombres conforman la flor y nata de la generación del 27, hoy unánimemente considerada -junto a la del Siglo de Oro barroco- como la más importante en la historia literaria de España.
En el libro de memorias “La arboleda perdida”, que Rafael Alberti (1902-1999) comenzó a escribir en su largo exilio argentino, el poeta gaditano recordaba que en las épocas de la Residencia de Estudiantes de Madrid, Herrera y Reissig era “el nombre de un gran poeta desconocido” que atraía por su fama de renovador del discurso modernista y por el inusual misterio que produce su poesía singular. En ocasión de un homenaje celebrado en Montevideo, el autor de “Marinero en tierra” consignaba: “¡Quién iba a decirme a mí, allá, a mis 20 años, cuando por primera vez, acompañado de algún imberbe poeta amigo, repetía fragmentos -una cuarteta averiada, un tercero rozado, una décima con lagunas- de Julio Herrera y Reissig, por aquellos verdes declives de la Moncloa madrileña, ante el azul del Guadarrama en lejanía, quién había de decirme a mí, digo, que veinte años más tarde iba a verme en la patria del poeta, en estos días suyos, rodeado de su pueblo y traído por mis nobles amigos!”

También Guillermo de Torre (1900-1971) recuerda, en el prólogo a la edición de las “Poesías completas” de Herrera y Reissig (1942) que preparó para Losada, los tiempos en que descubrió al cuasi mitológico poeta: “Venturosamente acerté a leerlo por vez primera en plena mocedad, en la época de máximos fervores (…). Vino entonces a mis manos un tomo de sus “Poesías escogidas” que acababa de editar en Barcelona Ventura García Calderón. Lo leí y releí apasionadamente, contribuyendo a tornarme más simpática la figura del poeta el prólogo ardoroso y reivindicador de Juan Más y Pi. (…) Cansinos-Assens, que en distintas ocasiones (…) debió de haberme oído ponderar admirativamente la poesía de Herrera y Reissig (…) publicó un largo artículo sobre el nuevo poeta” (“Herrera y Reissig”, 1917).
Unos años después, Herrera fue motivo de una recordada polémica desatada por De Torre, cuando en un artículo de la revista Alfar (setiembre de 1923) que el uruguayo Julio J Casal editaba en La Coruña, De Torre acusa –injustamente- al poeta chileno Vicente Huidobro de haber copiado la estética de “su” creacionismo a Julio Herrera y Reissig. Es decir que a algo más de una década de la muerte de Julio, mientras en Uruguay -al cual había denostado en sus prosas- su obra caía en el olvido, en España su poesía era foco de discusión y de vivo interés por parte de un número importante de jóvenes escritores, entre los cuales se encontraban algunos que serían figuras literarias de primera magnitud a nivel mundial. De esta pléyade de celebridades, elegiré a Federico García Lorca (1898-1936) y Pablo Neruda (1903-1973), no sólo por su indiscutible valor y popularidad, sino también porque de manera conjunta emprendieron el rescate de “Julio del Uruguay”, cuando ambos poetas se conocieron en Buenos Aires, por octubre de 1933.

LORCA Y NERUDA REIVINDICAN A HERRERA.

En 1982 Miguel García-Posada fue el primer investigador en revelar que “en los archivos familiares (de Lorca) hay un soneto, aún inédito, que deja constancia duradera del recuerdo al poeta uruguayo: ‘Epitafio en la tumba sin nombre de Herrera (y) Reissig en el cementerio de Montevideo’”. Cuatro años más tarde de ser descubierto por García-Posada, el soneto fue incluido por Arturo del Hoyo en la última edición aumentada que la editorial Aguilar publicó de las Obras completas de Lorca.

En la tumba sin nombre de Herrera y Reissig en el cementerio de Montevideo

“Túmulo de esmeraldas y epentismo
como errante pagoda submarina,
ramos de muerte y alba de sentina
ponen loco el ciprés de tu lirismo,
anémonas con fósforo de abismo
cubren tu calavera marfilina,
y el aire teje una guirnalda fina
sobre la calva azul de tu bautismo.
No llega Salambó de miel helada
ni póstumo carbunclo de oro yerto
que salitró de lis tu voz pasada.
Sólo un rumor de hipnótico concierto,
una laguna turbia disipada,
soplan entre tus sábanas de muerto”.

Considerando el título y en vistas de que el original no está fechado, tiene cierta lógica suponer que este notable soneto -escrito con maestría “a la manera de”- fue compuesto durante la breve estadía del poeta español en Montevideo (verano de 1934), como pensó García-Posada en su momento. Aunque tampoco nada impediría pensar que hubiera sido escrito a finales de los años veinte, cuando Lorca y sus congéneres lo leían con fervor. (Ya en 1929 el crítico Rufino Blanco-Fombona anota en su libro “El modernismo y los poetas modernistas” el gusto de Federico por Herrera y Reissig: “El poeta andaluz Lorca lo ha leído tanto como a Quevedo y a Góngora: los tres se transparentan en sus romances”.)

Sin embargo, el minucioso conocimiento del profesor Andrew Anderson sobre la trayectoria lorquiana nos lleva a repetir la hipótesis que nos manifestara en ocasión de un simposio realizado en Sevilla, en 1998, con motivo del centenario lorquiano. En una charla informal con quien escribe estas líneas, Anderson sostuvo que el soneto en cuestión no fue escrito en Uruguay sino en España -entre 1935 y 1936-, con motivo de un número especial de la revista “Caballo Verde” para la Poesía que Neruda había ideado para homenajear al poeta uruguayo.
Por eso no es casual que justamente en el discurso en el cual Lorca presenta a Pablo Neruda ante la intelectualidad española -Universidad Complutense de Madrid, 6 de diciembre de 1934-, haga referencia a la alta estima que tiene por Herrera y Reissig: “Al lado de la prodigiosa voz del siempre maestro Rubén Darío y de la extravagante, adorable, arrebatadoramente cursi y fosforescente voz de Herrera y Reissig y del gemido del uruguayo y nunca francés conde de Lautréamont, cuyo canto llena de horror la madrugada del adolescente, la poesía de Pablo Neruda se levanta con un tono nunca igualado en América, de pasión, de ternura, de sinceridad”.
Más de tres décadas después de que Lorca hablara de la “fosforescente voz” del poeta uruguayo, Neruda escribirá que entre los modernistas, Herrera y Reissig tiene “fosforescencia propia”. La rara coincidencia en el uso de un adjetivo poco frecuente se vuelve más significativa si señalamos que la afirmación del poeta chileno se encuentra en un artículo titulado “Se ha perdido un Caballo Verde”, en el cual relata cómo el proyectado número monográfico en homenaje a Herrera y Reissig no llegó a distribuirse debido al estallido de la guerra civil. Con seductora prosa Neruda se atribuye el hecho de haber llevado “la pasión herrerayrreissigniana a Madrid”, a la vez de brindar muchos detalles poco conocidos respecto del frustrado número monográfico: “Quise honrar preferencialmente a Herrera y Reissig, porque entre los modernistas tiene fosforescencia propia, de luciérnaga. Si Rubén Darío es el rey indudable de la marmolería modernista, Julio del Uruguay arde en fuego subterráneo y submarino y su locura verbal no tiene parangón en nuestro idioma. (...) Decidí entonces publicar un doble número -5 y 6- de mi revista “Caballo Verde” y dedicarlo íntegramente a Herrera y Reissig. Recuerdo que Ramón Gómez de la Serna escribió, con su estilo egregio, página y media en la que destacaba la silueta del grandioso poeta. Vicente Aleixandre me entregó su homenaje: un poema de larga cabellera. Miguel Hernández y otros escribieron ditirambos magníficos. Federico lo hizo con más conocimiento que nadie, puesto que, ya en Buenos Aires, habíamos cotejado nuestras predilecciones y habíamos decidido ir juntos a la tumba uruguaya del poeta llevando una corona”.

En la última oración aparecen dos elementos clave. Primero, Neruda confirma lo dicho por Blanco-Fombona, en el sentido de que Lorca ya conocía y tenía predilección por Herrera mucho antes de su viaje al Río de la Plata. Segundo, el título del soneto lorquiano está directamente relacionado con aquel compromiso poético -no realizado- que los dos creadores contrajeron en Buenos Aires, a pocos días de haberse reconocido como amigos de toda la vida.

Pero hay una omisión que parece hecha a propósito: en ningún momento del artículo Neruda explicita cuál fue la colaboración de Federico para ese número especial de “Caballo Verde” que estaba ya impreso y desapareció entre los escombros dejados por los bombardeos franquistas en Madrid. Todo indica entonces -como sostenía Anderson- que el poema “En la tumba sin nombre de Herrera y Reissig en el cementerio de Montevideo” fue escrito especialmente para publicar en aquel Caballo definitivamente perdido. De ahí que este soneto tenga un inapreciable valor para quienes hoy continúan admirando a estos dos grandes poetas que la muerte se llevó de manera prematura.

La piadosa condena de Luis Cernuda

Para tensionar la armonía de este artículo que entra en sus últimos compases, vale la pena introducir los acordes disonantes ejecutados por Luis Cernuda (1904-1963), tal vez el más profundo y refinado de los poetas del 27. A contracorriente de sus congéneres, el autor de “La realidad y el deseo” juzgó negativamente la poesía de Herrera y Reissig, como lo hizo con respecto a todo el modernismo americano (al cual consideraba “una lamentable desviación de la tradición lírica española”, en palabras del crítico James Valender).

No es de extrañar entonces que en una conferencia de 1945 dedicada al poeta uruguayo, Cernuda afirmara que gran parte de la poesía herreriana es “una especie de baratillo literario”. Como contrapartida de este juicio lapidario apoyado con varios ejemplos concretos, y a medida que avanza su estudio, el conferencista rescata aspectos de signo positivo en la poética de Herrera, como por ejemplo la “manera particular de asociar las palabras, que resulta más evidente a medida que se desarrolla la obra”. Así, sobre el final del texto, la cortante crítica del escritor sevillano deja lugar a una reflexión no por piadosa menos verdadera: “Y si recordamos las circunstancias poco afortunadas que acompañaron su vida, y cómo las conllevó, un sentimiento de simpatía y de estimación pueden despertarse ante su persona y su obra. Buscó lo mejor, lo que él creía era lo mejor; amó su trabajo, y tuvo conciencia de lo que el trabajo artístico significaba en un mundo donde el arte perdía alcance social, al mismo tiempo que su significación se hacía más grave para quien a tal trabajo y disciplina quería someterse”.

Y a modo de breve y honesto homenaje al malogrado Julio, Cernuda cierra su conferencia citando íntegramente el soneto “Color de sueño”, “no sin cierta emoción ante las palabras sencillas con que expresa lo frustrado de su vida”.
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