martes

MORIR CON APARICIO




HUGO GIOVANETTI VIOLA


CUARTA ENTREGA

LAS CRUCES (1)


Natacha Regusci Tomillo se despertó invadida por gritos de otro tiempo y al sentarse en la cama descansó. Los gritos habían bajado la escalera entre el vuelo polvoriento del amanecer. Un gato -Dominique VI- se desenroscó y atravesó la cama y saludó a Natacha. La mujer lo acarició con los ojos rajados por un sufrimiento que revolvía ramajes de corales. Pero el iris brilló con transparencia cuando la sarabanda de Roncalli levantó un humo azul, lavando su memoria. Después puso al gato en el suelo con delicadeza y abrió los postigos: por la antigua ventana entró la luz del mar. Dominique era gris y blanco, y frotaba las piernas de la vieja mujer desnuda hasta erizarla. No era un frufru de gasas, pero por la memoria de Natacha volvó un vals que borró a la sarabanda. Cuando entraron a la cocina ella llevaba puesto un batón oscurecido y el pelo blanco recogido atrás, y al pasar por la sombra de la boca de la escalera que daba a la torre sus corales volvieron a inyectarse. Después abrió la heladera para sacar un plato con garrón. No corrió las cortinas. Le gustaba esperar en esa luz dorada mientras cortaba cada bocadito que formaría la fiesta del gato. (Le gustaba la forma de todas las calderas y el color y el perfume de la yerba empapándose como arena brillando entre luz verde.) La sarabanda entonces volvió a aparecer. Pero volvió al final del otro movimiento, cuando después de un Re Mayor -hecho con media ceja- surgían un Sol Mayor y un Sol de la primera cuerda y después el Re de Cuarta que bajando hacia el Do Mayor atravesaba el dolor de Natacha. Entonces corrió la cortina. Era un amanecer que azulaba resplandecientemente el contorno de la Isla de Lobos, con su faro gigante y su alto lomo verde. La mujer había visto el crepúsculo espejado en el cielo del Este, la tarde anterior. Había visto cruzar la primera tormenta -compacta y sin agua- y encapotar el Oeste. Pero cuando la luz horizontal rebasó la tormenta y empezó a reflejar en las torres de nubes que venían del Sureste (y traían agua) tuvo la sensación de estar arrodillada frente al Tiempo al revés. Se empezó a ver las brumas de las lluvias arcoirisadas bajo cada nube como humeantes prodigios creciendo y apagándose, y avanzando entre truenos contra la península. En menos de una hora Natacha Regusci Tomillo tuvo que agarrar el paraguas y empezar a correr hasta la Punta misma para encontrar la brasa terminal -o la zona del rojo inapresable como Bach o su padre. Ahora miraba el mar con los ojos mojados. Después tomó unos mates y escuchó terminar la sarabanda, hasta que volvió el vals y el hombre la sacó a bailar.

Fue durante el carnaval de 1919, cuando abuela Julia ya se había decretado un luto interminable, aunque por aquel tiempo empezó a maquillarse demasiado y a decir que jamás se iba a casar de nuevo y a nombrar a los viudos con los ojos horribles que le quedaron después en la torre. Pero entonces no estaba paralítica. Yo todavía no hablaba más que con la guitarra y ella seguía poniéndose rabiosa todas las tardes después de la siesta. Ya me hacía cocinar y barrer y lavar, y durante los vasos de oporto que tomaba después de merendar le gustaba insultarme como si yo fuera mamá y papá ya me quisiera. Yo me pasaba esperando que volviera papá en los pinos de las dunas. Lo que sentía era que algo me volaba adentro de la cara, sin poderme salir. La hermana María Luisa, que venía a darme clases dos veces por semana (de música y de todo) me juraba que al tocar la guitarra me iba para otro mundo. Eso me hacía reír. Nadie trataba más de hacerme hablar con nadie y el domingo en la misa comulgaba y todo, y en vez de confesarme lloraba contra las rejas de madera. Un domingo de febrero, al salir de la misa se acercó un viejo viudo -don Vital Placeres- para invitarnos a bajar a un baile cuando el carnaval. Esa semana abuela estuvo insoportable con el asunto de que yo era loca. Igual hizo que me cosiera un vestido tan blanco que me dolían los ojos en las dunas. Yo tenía diecinueve años y la tarde del baile, cuando empezábamos a cruzar la península y entró un viento dorado en la volanta tuve la sensación de que volaba todo y me puse a brillar. Me brillaba tan fuerte aquel vestido blanco que abuela dijo que estaba lindísima. Me sacó el abanico y dijo: “¿Yo también?”.

Las Tomillo llegaron al baile vestidas de blanco y de negro. Yo ya estaba tocando y casi paro: Natacha se quedó endurecida estudiando el violín, como si fuera el rostro que tengo de veras. No era linda: era rara, con los faros azules de los ojos levantados demás y una cara de pájara furiosa. Bueno, la historia de aquella muchacha ya era conocida por lo menos en tres departamentos, pero Monsieur Dominique Boursault -el “dichoso francés”- había llegado ese mismo domingo a Maldonado. Decían que había venido en un buque mercante para importar pieles de lobo, aunque nunca se supo cómo diablo desembocó en el baile del viejo Placeres. Y allí estaba pues, chapurreando con todos en un cocoliche tan desastroso como pretencioso, con su panamá blanco y su traje de crema y el chaleco floreado donde caía la barba de Búfalo Bill. Yo no le había prestado demasiada atención, pero al verlo pararse totalmente borracho enfrente de Natacha me empecé a enlentecer. Perucho (el pianista) tuvo que pegarme un gritito porque ya el vals no se podía seguir -hoy día supongo que yo debía tener la boca abierta lo mismo que Monsieur Boursault, aunque lo que asombraba eran sus ojos: unos pozos de luz entornados y dulces como un fondo de niña. Eso me pareció. Me pareció lo mismo cuando empezaron a bailar y el violín me temblaba viendo valsear a la pájara muda mucho mejor que todas las mujeres de Maldonado juntas. Fueron una sola figura blanquísima bailando durante todo el tiempo que pudimos tocar. Y no hablaron palabra, aunque después supimos que el francés la curó de aquella mudez rara y compró a doña Julia a puro protocolo y le llevó a La Torre (a Natacha) un baúl forrado con pieles de lobo para que ella guardara eso que aquí llamamos el “ajuar de los ángeles”.

Aquella noche me dio tanta emoción que casi me desmayo. Pero después pensé: Esta muchacha es una actriz más tremenda que el padre, todavía. Loca también, pero loca y actriz (y eso que una la quiere, pobrecita). Cuando salimos del baile el tipo nos acompañó como embobado y antes de que subiéramos a la volanta ya me había dado un beso en cada mano. Yo debía estar borracha porque me dio hasta risa. Y qué francés buen mozo. Estaba tan contenta que por el camino le dije a la nena que no podía perder esta oportunidad aunque fuera una loca y quisiera hacerse la muda con todos nosotros. Ella miraba todo con los ojos lindísimos y buenos, y al llegar a La Torre me preparó un café y al llevármelo a la cama se quedó quieta contra la ventana. Cuando me desperté seguía clavada allí, contra la luz del sol, y de repente abrió los postigos y se le voló el bicho por la boca: yo le vi el plumerío haciéndola parpadear igual que si se asqueara. Le demoró en salir como un minuto y después se tapó la boca y me gritó a los ojos: “Se murió papá”. Yo le dije que hacía bastante tiempo ya, y ella sacó la cara por la ventana y gritó: “Mamá Teobaldo y Juan y papá son de luz y se me voló el cuervo”. Ah grandísima actriz, pensé para mí misma: Te llegó el pretendiente y te curaste, viva. Pero la cosa es que cuando el francés le mandó la sombrilla Natacha ya hablaba unas cuantas palabras sin guitarra y teníamos visitas nada más que por eso, era fantástico. El hombre mandó la sombrilla (que era toda de encaje y con mango de nácar y una puntilla color hielo cruzada por un pasacinta que terminaba en una moña rosa) y al final vino a vernos sin avisar nada. Casi me muero cuando lo vi plantado en la puerta, tan borracho y tan lindo que asustaba. Yo me di cuenta que él no se dio cuenta que yo fui veinte veces más linda que Natacha. Pero igual le serví unos oportos y ni discutí cuando me contó el plan que tenía con mi nieta: viajar solo a París (se fue a los ocho días casi sin despedirse, el desgraciado) y empezar la “jrandiosa impogtación” y volver a casarse para vivir aquí en el Uruguay. “Todos los hombres son una inmundicia” le inculcaba después a la nena, mientras ella esperaba aunque fuera una mísera postal y veíamos el escándalo de las porteñas en la playa de enfrente (porque cuando murió Tomillo y empecé a edificar aquí en Ituzaingó nadie podía pensar que esto iba a ser la meca del escándalo: Punta del Este). Natacha no decía nada y yo veía la playa con la gente desnuda -hasta el tobillo y más- y algo se me quemaba entre los huesos. Cada verano se olía el perfume aquel de las playas flamantes y me dio por pensar en la felicidad.

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