RELECTURA POSMODERNA DE UN CLÁSICO:
EL VERBO ENCENDIDO DE JORGE ENRIQUE ADOUM
En una época como la nuestra en la que la escritura autobiográfica y la biografía suscitan un renovado interés, en que tienden a borrarse de modo frecuentemente lúdico las nociones de fronteras genéricas, la iconoclasta novela “Entre Marx y una mujer desnuda” (1976) (1) no puede dejar indiferente a ningún lector por la misma originalidad, el anticonformismo, de su acercamiento a la biografía -la de Joaquín Gallegos Lara- y a la autobiografía -la del mismo Adoum, cuya voz resulta entrañablemente ligada, casi indisociable de la del emblemático y malogrado escritor del Grupo de Guayaquil. En este texto híbrido por excelencia -novelesco y ensayístico a la vez-, la escritura es la que gana la partida, convirtiendo implacablemente los dos filones, biográfico y autobiográfico, y hasta la ideología, en prolija fuente de personajes cuyas aventuras va siguiendo apasionadamente el lector contemporáneo a través de una enrevesada imbricación de escenas y episodios, de un tupido juego de personas gramaticales. Un lector ya hecho al rechazo de la transparencia, a la parodia, la desacralización de los discursos oficiales, el desenmascaramiento de la violencia, y que descubre en la vanguardista y comprometida novela de Jorge Enrique Adoum ese verbo encendido -íntimo y colectivo-, verbo pionero que sigue alentando en las mejores producciones actuales.
Inútil sería negar que entre los posibles obstáculos que podrían salirle al paso al lector contemporáneo de “Entre Marx y una mujer desnuda” se encuentra la dimensión abierta e insistentemente ideológica del texto. La condición de texto comprometido puede presentirse, en efecto, desde el primer epígrafe en que se cita a un Lenin que considera comprensivo las relaciones entre el sueño y la realidad, afirmando que «el desacuerdo entre el sueño y la realidad no tiene nada de nocivo, siempre que el hombre que sueña crea seriamente en su sueño, que observe atentamente la vida, compare sus observaciones con sus castillos al aire y, de una manera general, trabaje a conciencia por la realización de su sueño...».
En las páginas siguientes -páginas liminares pues- son muchas las alusiones que a modo de alfilerazos mordaces ponen en tela de juicio al «paisito» ignorante, apegado a un hueco y cómodo «folklore nacional», lleno de prejuicios de toda clase, indiferente al acontecer histórico, o subrayan las constantes intervenciones norteamericanas en América Latina mediante intempestivos y escuetos comentarios de fría objetividad periodística que producen en la ficción, mejor que cualquier comentario político, una molesta sensación de acoso. Así nos enteramos, por ejemplo, de que «Estados Unidos acaba de imponer al dictador Ubico en Guatemala» (página 21), y dos páginas más adelante, como si nada, de que «Estados Unidos ya ha impuesto al dictador Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana», o, a continuación, de que «Estados Unidos mantiene desde hace cuatro años el bloqueo de Cuba».
Las intenciones polémicas del texto se exhiben claramente e incluso puede afirmarse que nunca renuncia el narrador a dicha orientación. Es ésta consubstancial a la obra que, conviene tenerlo presente, se acoge de entrada, desde el mismo título, a la sombra de Marx, y más adelante a la de Lenin o del «viejo Freud», o sea, a todos aquellos que revolucionaron el pensamiento humano. Cuanto más nos adentramos en la novela más se reivindican las ambiciones ideológicas de la misma. El lector no tarda en comprender que “Entre Marx y una mujer desnuda” bien podría leerse, de hecho, como un vibrante e inconformista homenaje al también inconformista e indomable luchador social Joaquín Gallegos Lara , «idealista del materialismo» cuya valerosa postura crítica en el mismo seno de su partido, el Partido comunista ecuatoriano, viene aquí celebrada.
El lector capta confusamente el proceso de identificación ideológica, es más, vital, anímica, que se va produciendo entre el personaje de Gallegos Lara, presente en el texto bajo la forma ficcional de Galo Gálvez, y al final de la novela también cariñosamente denominado Joaco, y la iconoclasta figura del narrador. A contrapelo de las instrucciones del Partido, Joaquín Gallegos Lara (Galo Gálvez / Joaco) pagará su cuestionamiento de la norma e insumisión por una terrible soledad, que lo hace solidario del narrador, cuya condición de “alter ego” fantasmático ya no deja lugar a dudas para el lector.
La ideología, como puede intuirse, es aquí algo más que un mero «conjunto de ideas y doctrinas [de una persona, una colectividad o una época determinadas]». No pueden, por tanto, descartarse de un manotazo los pasajes percibidos como marcadamente ideológicos como hace a veces, por ejemplo, el lector impaciente con ciertas prolijas descripciones balzacianas. La ideología en este texto lo es todo, lo cual no significa, pese a ciertos prejuicios de mucho arraigo, que entorpezca necesariamente la lectura, ni tampoco que todos los pasajes de fuerte carga ideológica resulten igualmente logrados. Si bien se lee el texto de Jorge Enrique Adoum, pronto se echa de ver que la esfera de lo ideológico resulta inseparable de la esfera de la intimidad, lo que ya insinúa el mismo título de la novela al enlazar no sin cierta provocación a Marx con una «mujer desnuda», o sea, la dimensión ideológica, colectiva, con la individual, íntima, erótica.
Desde las páginas liminares, en efecto, los primeros afectos y emociones de los personajes principales -el narrador y sus compañeros de escuela, entre otros- aparecen indisociables de un contexto nacional preciso, signado por marcadas diferencias sociales y discriminaciones anacrónicas que parecen heredadas de esa tenaz y absurda nomenclatura de castas colonial ya brillantemente satirizada, entre otros, por Jorge Icaza en “El Chulla Romero y Flores”. De ahí que respondiendo a las pequeñas injusticias de la vida cotidiana y sus reiterados vejámenes no tarden en ponerse en marcha una oscura actitud de resistencia, y hasta reacciones inconscientemente transgresivas. Por decirlo de otro modo, con la terminología humorísticamente ideologizada del narrador, asiste el lector a un rechazo que, por muy infantil o adolescente que sea, no deja de ser, finalmente, un rechazo «de clase». Al contrabandista matado a balazos por la policía admira, por ejemplo, el narrador, pese a su condición poco heroica, por representar aquél al débil despreciado y aplastado por la violencia de una ley injusta…
Las escenas en la escuela, sugestivo microcosmos de las tensiones sociales que aquejan al país, anuncian lo que no dejará de evocar obstinadamente -con lirismo, violencia exasperada o humor- el resto de la novela : la generalizada sumisión a los amos, los «Patrón Golmés», en un país de estructuras todavía semifeudales entregado a una arrogante estirpe de hacendados, el papel opresivo de la religión, del qué dirán en ambientes objetivamente provincianos, pero también la consolidación de la conciencia de clase, el compromiso ideológico y la lucha política. Así se comprenderá mejor, gracias a la evocación de este espacio singular, la futura irrupción y violencia de los odios de clase de los adultos, engendrados, de hecho, en fechas muy tempranas, pero largamente postergados.
El comportamiento de personajes tan relevantes en la ficción como el Cretino, su esposa Rosana y el mismo narrador -en una palabra, el clásico triángulo amoroso formado por el marido engañado, la mujer adúltera y el amante- no puede explicarse sino remontándose a una niñez compartida, pero conflictiva y marcada por insuperables incomprensiones sociales.
Y como teóricamente lo es todo la ideología -aunque el texto sugiere con humor, autocriticándose a sí mismo, que tanto énfasis en lo ideológico, en lo colectivo, resulta sospechoso, que no está desprovisto de cierta mala fe de orígenes muy subjetivos-, la novela despliega una estrategia narrativa fundada en la evocación recurrente de lugares y estructuras opuestos a la escuela, cueva de vicios por lo demás, y propicios a la consolidación de los valores progresistas: el Murcielagario, cantina donde se reúnen los camaradas del Partido, el taller del hojalatero, símbolo de resistencia popular, adonde acude de niño un Galo Gálvez como embrujado por el prohibido sonido de las dulzainas, etc.
Lejos de limitarse a un universo de abstracciones, la ideología en la novela de Jorge Enrique Adoum es impulso vital, emoción, fraternidad. Y si bien la utopía del «hombre nuevo», aludida en el texto, no se toma muy en serio, los camaradas no dejan de formar una entrañable familia, tormentosa, como todas, pero fundamentalmente dinámica.
Este dinamismo subversivo se reencuentra, desde luego, y hasta podría decirse, se exhibe provocativamente en la novela de Jorge Enrique Adoum a nivel escritural. Apartándose de un realismo socialista mecánicamente perpetuado en América Latina y de esencia mimética, cuyas limitaciones no deja de subrayar, la novela de Jorge Enrique Adoum, más que como novela se afirma como «texto», como nos lo recuerda el mismo subtítulo : «Texto con personajes». Situado en la estela desacralizadora de la vanguardia surrealista con sus reproducciones de fotos, ampulosos carteles políticos, cursis anuncios periodísticos, infantiles dibujitos -el invasor sillón de ruedas, hacia el fin de la novela-, elementos todos ellos insertos en la masa textual a modo de documentos , igualmente abierta a la nueva crítica y poética subversiva de los años 60 a cuya terminología se acoge -la noción de texto, por ejemplo, procede de ahí-, “Entre Marx y una mujer desnuda” pretende rebasar toda tentativa de encasillamiento, alzando la bandera de una total libertad de creación. Libertad ardientemente reivindicada, como lo muestran las largas y recurrentes consideraciones sobre la creación literaria, un tanto canalizada, modulada, sin embargo, por ser consciente el narrador de la necesaria adaptación del producto cultural al público lector al cual va dirigido, a «su Macondo» específico, por así decirlo.
Como quiera que sea, participa la escritura de “Entre Marx y una mujer desnuda” de un afán experimental que no se arredra ante ninguna fantasía. Pero las fantasías siempre resultan a la larga plenamente justificadas, en ningún caso son arbitrarias. Así pasa, por ejemplo, con el vocablo «Prólogo», que paradójicamente suena casi al final de la obra, en la página 233, y que, como no dejará de entenderlo el lector, sí pudo haber funcionado como prólogo aclaratorio a toda la obra. Si se ha optado por postergarlo deliberadamente, es precisamente para romper con la habitual pasividad del lector, fomentando en él una lectura activa, distanciada, brechtiana, hecha más aguda, sin embargo, por las últimas precisiones aportadas por dicho prólogo. Estamos ante un prólogo abarcador que cumplirá finalmente su función, ya que también arroja luz sobre el resto de la novela (quedan unas setenta páginas para que termine ésta).
¿Será “Entre Marx y una mujer desnuda” una «novela cocktail»?, como lo insinúa en algún lugar el narrador, a caballo entre el documento cultural, el testimonio sociológico, el homenaje a una gran figura de la vida cultural ecuatoriana, a toda una generación, el balance autobiográfico y la declaración de amor a la patria universal de las letras. ¿Por qué no leerla hoy como un texto fundamentalmente nacido del deseo -animado por las prisas, las intransigencias y los excesos del deseo-? De ahí los aparatosos ajustes de cuentas y tajantes repudios a los que se asiste tanto a nivel temático como estructural.
Primero, conviene recordarlo, es la figura simbólica del Padre la que se borra y excluye. La calavera del padre del narrador, rescatada por unos indígenas solícitos, es en efecto desenfadadamente rechazada por el hijo malagradecido en una escena que suena para el lector francés a una brillante reescritura de una escena famosa de “Les mots”: aquella en que el narrador adulto, Jean-Paul Sartre, reivindica con aplomo para los hijos el derecho a la indiferencia, la ausencia de amor filial hacia los genitores . Luego es con la madre con quien se «[saldan] las deudas», cuestionándose sugestivamente las relaciones de dependencia. Y paulatinamente se agudizan y extienden a todos los terrenos el espíritu crítico y el afán creador.
La subversión reviste en el texto de Jorge Enrique Adoum mil modalidades insólitas que por falta de tiempo no podremos evocar todas. Prestemos atención, sin embargo, a un original aspecto de “Entre Marx y una mujer desnuda” que no puede dejar de suscitar el interés del lector contemporáneo, amante de intrigas bien llevadas y personajes impactantes. Si bien las intrigas son lo de menos en esta novela, el reiterado énfasis sobre la noción de personaje muestra con creces que éste constituye una articulación significativa del discurso narrativo. Todos los seres aludidos en este texto híbrido -testimonial e imaginativo, fáctico y ficcional- habrán de terminar convertidos en personajes novelescos, libres de la triste finitud y previsibilidad de lo humano. Ya lo deja preludiar el sugestivo subtítulo «Texto con personajes» y la singular estrategia narrativa adoptada por el autor, deseoso, como ya lo hemos indicado más arriba, de eludir las confesiones personales y el tono empalagoso de la autobiografía, tanto como el rígido orden cronológico, los inevitables juicios de valor sobre el pasado y el gesto abarcador y definitivo implicados por la biografía. ¿Acaso no trunca deliberadamente el narrador el vocablo «biografía», quedándose con la extraña forma apocopada «biograf», para significar su poca afición a la noción de conclusión? ¿Acaso no juega el narrador, alternándolas, con una triple red de personas gramaticales (el impúdico «yo» ; el «tú» del «monodiálogo» que le permite conversar consigo mismo, tomando cierta distancia crítica con la propia identidad ; y por fin, el «él», la tercera persona, que le permite desdoblarse en forma más radical, transformarse en otro ser, en un extraño, a la par que evocar también a ese otro « él » ausente, ese Galo Gálvez con el que tiende a confundirse, movido por la empatía y una sana emulación).
El proclamado, el reivindicado afincamiento en la ficción, por mucho que el narrador aspire a dar cuenta de una realidad extratextual, trae consigo la creación de una serie de personajes inolvidables cuya atípica construcción viene a ser un estímulo más para el lector. Guste o no “Entre Marx y una mujer desnuda”, fuerza es reconocer que uno de sus mayores atractivos radica para el lector contemporáneo en el truculento abanico de personajes, de seres de papel y tinta que transitan por sus páginas, saltando a veces de unas muy novelescas notas infrapaginales al cuerpo mismo del texto. Buen ejemplo de ello es el personaje del Fakir, presente en ambos niveles, cuya extravagante historia se desenvuelve en gran parte en una larguísima nota infrapaginal (desde la página 98 a la 102, en la que se alude a su muerte tragicómica).
Desflecados, fragmentarios, de escurridizo perfil, de dudosa realidad incluso, ajenos en gran parte al código realista -un código minuciosamente analizado por Philippe Hamon, entre otros, y que supone nombre, apellido, pasado, profesión, en suma, señas muy precisas de identidad-, terminan sin embargo por cuajar, por concretarse, por imponerse insensiblemente de mil formas caprichosas.
Es más, crean en el lector una excitante expectativa: el ansia de su retorno, de su reaparición en medio de la tupida selva de signos constituida por la novela. Asomémonos al caso de Rosana, cuyo nombre se lanza tempranamente en la ficción: esposa de un odiado y rico terrateniente, amante del narrador, pero incapaz de renunciar definitivamente a los privilegios de su clase y separarse del marido, como terminaremos por comprenderlo. Al personaje de la mujer, que tarda deliberadamente en redondearse, accede el lector de modo muy progresivo mediante la visión repetitiva, obsesiva, sumamente subjetiva del narrador. Visión ya humorística, ligeramente denigrante, rencorosa (se alude primero a sus nalgas vueltas fofas por la edad), ya tierna, apasionada o exasperada, que contrasta con el retrato ¬-el seudo retrato- de un personaje esquemáticamente apodado desde el comienzo de la obra «el Cretino».
Este categórico y reductor encasillamiento, aparentemente carente de justificación, que viene acompañado más tarde de una andanada de términos ofensivos, de crepitantes y sabrosas injurias -«puteos y carajeos» muy en la línea de la literatura de la «mala palabra» del Grupo de Guayaquil-, remite de hecho a la figura del esposo de Rosana, recordándonos la presencia obstinada del insoslayable odio de clase. Progresivamente se pasará del apodo «el Cretino» a Golmés, apellido de gamonal, luego del apellido al nombre de pila, Fabián, y del nombre de pila a las actividades del personaje, que por muy poco atrayentes que resulten le van otorgando cierto peso de humanidad. (No se matará, por tanto, al Cretino, pese a la rabia que suscita, y se resistirá la tentación de designarlo con la socorrida y estereotipada expresión de «cornudo»).
Y son tales la maestría y el sentido del suspense con los cuales maneja el narrador a sus personajes que el lector se siente literalmente enganchado por los destinos de esos fragmentarios y enigmáticos seres de papel cuya trayectoria vital nunca está seguro de haber captado en su totalidad. Así descubre atónito que la Rosana de la edad adulta, atrapada en las redes de la burguesía, no es sino la inocente Ana Rosa de la infancia, a la par que intuye toda la carga de alienación que conlleva la aceptación de la aparentemente leve modificación de su nombre, o mejor dicho, la disfrazada imposición del nuevo apelativo por el marido. El lector no puede sino constatar admirativo el atípico y sin embargo eficiente tratamiento de los personajes por Jorge Enrique Adoum.
Terminemos por el delineamiento casi cubista del personaje de Galo Gálvez. Su discapacidad, abiertamente revelada al final de la obra (página 236), es, sin embargo, sugerida en reiteradas ocasiones en las páginas anteriores, gráfica o metafóricamente. No son nada casuales los dibujitos con el sillón de ruedas-, ni la insistencia en ciertos personajes aparentemente secundarios, pero indisolublemente ligados al protagonista. Pero tanto es el pudor, el humor y la generosa empatía que animan la novela, que ni las escenas más grotescas consiguen dañar la figura amada de Joaquín Gallegos Lara. Su enigmático y metafórico «caballo», Falcón de Aláquez, cuyo galope suena por toda la novela, relevado a veces por la activa complicidad de otros solícitos compañeros (Juanmanuel llevando en hombros a Gálvez) adquiere entonces todo su sentido solidario.
Heroicos y antiheroicos a la vez, pragmáticos y soñadores, dinámicos siempre, tales resultan ser los miembros de esa generación iconoclasta y tierna puesta en escena por el subversivo narrador de “Entre Marx y una mujer desnuda”. Todos ellos parecen preludiar, hasta cierto punto, a los inclasificables aventureros que deambulan desde los años 80, específicamente, por ciertas ficciones hispanoamericanas: antiepopeyas, epopeyas picarescas o epopeyas de la derrota, cargadas todas ellas de una entrañable humanidad . Pero, como lo habrá comprendido el lector, el personaje más subversivo de este «arteimpacto» destinado inicialmente a la nación ecuatoriana (página 250) es la lengua. Cargada de oralidad, inflexiones populares, voces indígenas, rabiosa, encendida, desatada, sexualizada, heteróclita, deliberadamente impura, nos zarandea vigorosamente con sus truculentos hallazgos semánticos, condensaciones sugestivas, neologismos y audaces metáforas. ¿Quién puede olvidarse en efecto del sacudón que nos dan la «mirada cargada de semen», «los testículos de Jehová», o el «ladrimugidolúgubre» que irrumpen en forma desafiante en el texto de Jorge Enrique Adoum?
Notas
1 Jorge Adoum, “Entre Marx y una mujer desnuda”, Siglo Veintiuno Editores, México, España, Argentina, Colombia, 1976.
2 Joaquín Gallegos Lara nace en Guayaquil en 1911 y muere en esta misma ciudad en 1947. Afiliado al Partido Comunista, fue el líder ideológico del Grupo de Guayaquil.
3 Puede advertirse la influencia de “Nadja”, de André Breton, en la valorización del «documento», opuesto a la Institución literaria (“Nadja”., primera publicación en 1928 ; en 1964, nueva publicación por la editorial Gallimard,).
4 La aversión espiritual de hijos a padres, dicho sea de paso, no es ninguna novedad en la literatura occidental. Véanse los casos de Edipo, Hamlet, Segismundo, Don Carlos.
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