domingo

JOSEPH CONRAD (1857 - 1924)

EL DUELO


TERCERA ENTREGA

CAPITULO II (1)


No obstante, él no obtuvo mayor éxito en esta tarea que el resto de la guarnición y las familias de la ciudad. Ignorados hasta la fecha, los dos jóvenes oficiales fueron distinguidos con la curiosidad general que el origen secreto de su disputa provocaba. El salón de Madame de Lionne fue el centro de elaboración de toda clase de suposiciones; ella misma fue, durante algún tiempo, objeto de de mil interrogaciones por haber sido la última persona conocida que habló con aquellos dos desgraciados e intrépidos jóvenes antes de que salieran juntos de su casa para trabarse en tremendo combate en medio de la obscuridad de un jardín particular.

Madame de Lionne aseguraba no haber observado nada de especial en su conducta. El teniente Feraud se había manifestado visiblemente contrariado al ser requerido para salir. Pero eso era muy natural; a ningún hombre le gusta ser interrumpido en medió de una charla con una mujer famosa por su elegancia y su talento. La verdad era que a Madame de Lionne el asunto la fastidiaba, ya que ni con la mejor voluntad se lograría conectar su persona con los comentarios suscitados por el incidente. Y la irritaba oír insinuar que pudiera haber una mujer mezclada en el asunto. Esta irritación no nacía ni de su inteligencia ni de su sentido de la elegancia, sino de una parte más instintiva de su naturaleza. Por último llegó a tal extremo su exasperación, que prohibió terminantemente se comentara el asunto bajó su techo. La orden fue obedecida juntó a su diván, pero en los rincones más apartados del salón se levantaba furtivamente el sudario del silenció impuesto. Un personaje, de largó rostro pálido, con la expresión de una oveja, opinaba, moviendo la cabeza, que se trataba de una antigua disputa emponzoñada por el tiempo. Se le objetó que los, adversarios eran demasiado jóvenes para semejante teoría. También pertenecían a diferentes y distantes provincias de Francia. Luego existían otros obstáculos físicos. Un subcomisario de la Intendencia, un solterón agradable y culto que vestía unos pantalones de casimir, botas hesianas y una chaqueta azul con bordados en encaje de plata, y pretendía creer en la transmigración de las almas, insinuó la idea de que ambos se hubieran conocido en una existencia anterior. El rencor se remontaría a un olvidado pretérito. Podía ser algo inconcebible en el estado actual de su ser, pero sus almas recordaban el agravio y manifestaban un instintivo antagonismo. Desarrolló su tesis en tono festivo. Sin embargo, el asunto resultaba tan absurdo desde el punto de vista social, militar, del honor o la cordura, que esta extravagante explicación parecía la más razonable de todas.

Ninguno de las dos oficiales había pronunciado ante nadie una declaración definida. La humillación de haber caído herido con el arma en la mano y la incómoda sensación de haberse visto envuelto en una riña por la injusticia de su destino, hacían guardar al teniente Feraud un agresivo silencio. No confiaba en la comprensión de la humanidad. Esta se inclinaría, sin duda, en favor del elegante oficial de Estado Mayor. Tendido en su lecho, despotricaba ante la hermosa criada que atendía a sus necesidades con paciente devoción y escuchaba con alarma sus terribles imprecaciones. Que se "hiciera pagar" al teniente D'Hubert, le parecía muy natural y justo. Pero su principal preocupación era que el teniente Feraud no se exaltara demasiado. Para su humilde corazón, era él un personaje tan magnifico y fascinante, que sólo deseaba que mejorara pronto, aunque no lograra con esto sino la reanudación de las visitas al salón de Madame de Lionne.

El teniente D'Hubert guardaba silencio por la sencilla razón de que, fuera de un estúpido soldado, no tenía a nadie más con quien hablar. Luego descubrió que el asunto, profesionalmente tan grave, tenía, sin embargo, su lado cómico. Cuando pensaba en ello sentía nuevos deseos de torcer el cuello al teniente Feraud. Pero esta figura era más simbólica que exacta y expresaba más bien un estado de ánimo que un impulso físico. Al mismo tiempo, este joven poseía un sentido de solidaridad profesional y una bondad que le impedían agravar en lo más mínimo la situación ya delicada de su adversario. No quería, pues, divulgar nada sobre el desgraciado incidente. No obstante, en la investigación, tendría, sin duda, que declarar en defensa propia. Y ya esta perspectiva lo irritaba.

Pero la investigación no se llevó a cabo. En cambio, el ejército salió a campaña.

Puesto en libertad sin mayores observaciones, el teniente D'Hubert volvió a hacerse cargo de sus tareas militares, mientras el teniente Feraud, con su brazo recién libre del cabestrillo y sin haber sido interrogado, cabalgó a la cabeza de su escuadrón para terminar su convalecencia en el humo de los campos de batalla y al aire fresco de los vivaques nocturnos. Este vigorizante tratamiento le sentó tan bien que, al primer rumor de la firma de un armisticio, giraron inmediatamente sus pensamientos en torno a su contienda privada.

Esta vez tendría qué ser un duelo ajustado a todas las reglas. Envió dos amigos a presentarse ante el teniente D'Hubert, que se encontraba con su regimiento a escasas millas de distancia. Estos amigos no hicieron preguntas a su apadrinado. "Me debe una ese bello oficialito", había dicho Feraud, sombríamente; y ellos se marcharon muy contentos a cumplir con su misión. El teniente D'Hubert no tuvo dificultad en encontrar dos amigos igualmente discretos y leales.

-Hay un individuo a quien tengo que dar una lección -había declarado él escuetamente, y ellos se consideraran satisfechos con esta explicación.

Bajo estos pretextos se convino un duelo a espada, debiendo llevarse a cabo, al alba, en un campo apropiado. A la tercera arremetida, el teniente D'Hubert se encontró tendido sobre la hierba húmeda de rocío, con una herida en el costado. A su izquierda se extendía un paisaje de prados y bosques, iluminado por un sol apacible. Un cirujano no, el flautista, esta vez, sino otro se inclinaba sobre él y palpaba la herida.

-Una buena escapada. Pero no será grave.

El teniente D'Hubert escuchó estas palabras con placer. Sentado en la hierba húmeda y, sosteniéndole la cabeza sobre las rodillas, uno de sus padrinos dijo:
-Los azares de la guerra, mon pauvre vieux. ¿Qué le parece? ¿No cree conveniente hacer las paces como un hombre sensato? Sea razonable.
-No sabe usted lo que pide -murmuró el teniente D'Hubert, con voz débil. -Sin embargo, si él...
Al otro extremo del prado los padrinos del teniente Feraud le insistían para que fuera a estrechar la mano de su adversario.
-Ya se ha pagado usted como lo deseaba..., que diable! Es lo único que le queda por hacer. Ese D'Hubert es un tipo decente.
-Conozco bien la decencia de estos favoritos de los generales -murmuró el teniente Feraud, con los dientes apretados, y la sombría expresión de su rostro desalentó toda insistencia a concertar la reconciliación. Saludándose desde cierta distancia, los padrinos condujeron a los duelistas fuera del campo. El teniente D'Hubert, muy estimado entre sus compañeros por su gran valor unido a un carácter franco y siempre parejo, fue muy visitado aquella tarde. Se observó que el teniente Feraud no frecuentó, como era costumbre, los lugares donde sus amigos pudieran darle sus felicitaciones. No le habrían faltado, pues él también era querido por la exuberancia de su naturaleza meridional y la sencillez de su carácter. En todos los sitios donde los oficiales tenían costumbre de reunirse al final del día, el duelo de aquella mañana fue comentado bajo diversos aspectos. Aunque el teniente D'Hubert resultó herido esta vez, su juego de esgrima fue notable. Nadie podía negar que era muy arriesgado y científico. Llegó a decirse que había sido herido sólo porque deseaba manifiestamente hacer gracia a su adversario. Pero muchos opinaban que el vigor y el empuje de los ataques del teniente Feraud eran irresistibles.

Los méritos de ambos oficiales como esgrimistas eran francamente discutidos, pero su actitud reciproca después del duelo fue comentada apenas y con la mayor prudencia.

Eran irreconciliables, lo que resultaba por demás lamentable. Pero al fin y al cabo, ellos sabían mejor que nadie la forma en que debían cuidar de su honor. No era una cuestión en la que debieran entrometerse demasiado sus compañeros. En cuanto al origen de la querella, la impresión general era que se remontaba a los tiempos en que ambos estaban de guarnición en Estrasburgo. Al oír esto, el cirujano flautista sacudió la cabeza. El creía positivamente que databa de más larga fecha.
-Pero, por supuesto, usted debe saberlo todo -exclamaron varias voces, ávidas de curiosidad. -¿Qué fue lo que sucedió?
Lentamente el doctor apartó la vista de su copa.
-Aunque lo supiera todo, no podéis esperar que os lo diga cuando los dos protagonistas del incidente prefieren guardar su secreto.

Se levantó y se marchó, dejando tras sí una honda sensación de misterio. No podía quedarse allí más rato, pues ya se acercaba la hora mágica de su musical sola.
-Es evidente que tiene los labios sellados -observó solemnemente un oficial muy joven cuando se hubo marchado el médico.

Nadie puso en duda la perfecta exactitud de la observación. En cierto modo, añadía 'un sensacional sabor al asunto. Varios oficiales mayores de ambos regimientos, inspirados únicamente en la bondad y su amor a la armonía, propusieron formar un tribunal de honor, al cual los dos jóvenes adversarios confiarían la tarea de su reconciliación. Desgraciadamente, iniciaron las gestiones, presentándose primero al teniente Feraud, suponiendo que por haber infligido recientemente un duro castigo, estaría más tranquilo y dispuesto a la moderación que el vencido.

Este razonamiento era lógico. No obstante, los resultados fueron negativas. En aquella relajación de la fibra moral, que se produce frecuentemente en el éxtasis de 'la vanidad halagada, el teniente Feraud había consentido en revisar íntimamente el caso, y así llegó hasta el extremo de dudar, si no de la justicia de su causa, por lo menos de la absoluta cordura de su proceder. De tal manera que ahora se sentía poco dispuesto a discutir el asunto. La proposición de los hombres más prudentes del regimiento lo colocaba en una situación difícil. El proyecto lo incomodaba y por una lógica paradoja esta molestia reavivó su animosidad contra el teniente D'Hubert. ¿Habría de importunarlo eternamente este individuo, que de algún modo se las arreglaba siempre para inclinar la opinión en su favor? Sin embargo, era difícil rehusar perentoriamente una mediación sancionada por el código del honor.

Afrontó la dificultad con una actitud de sombría reserva. Se torció el bigote pronunciando frases vagas. Su caso era perfectamente claro. No le avergonzaba exponerlo ante un tribunal debidamente constituido, como no temía defenderlo en el campo del honor.

No veía, sin embargo, ningún motivo para aceptar precipitadamente una proposición, antes de ver cómo la recibiría su adversario.

Más tarde, habiendo aumentado considerablemente su exasperación, se le oyó decir con ironía "que seria una gran suerte para el teniente D`Hubert, pues la próxima vez que se batieran no podía esperar escapar con la bagatela de tres semanas de cama".

Esta frase fanfarrona debió inspirarse en el más puro maquiavelismo. A menudo los meridionales ocultan una cierta cantidad de peligrosa astucia bajo una apariencia externa de espontaneidad de acción y palabra.

Desconfiando de la justicia de los hombres, el teniente Feraud no deseaba en absoluto la intervención de un tribunal de honor, y la frase anterior, tan ajustada a su temperamento, tuvo la virtud de servirlo a maravilla. Fuera o no su intención, antes deveinticuatro horas sus palabras habían penetrado en el dormitorio del teniente D'Hubert. De manera que al día siguiente, reclinado en las almohadas, éste recibió la proposición declarando que era aquél un asunto de tal naturaleza, que no admitía discusión.

El rostro pálido del oficial herido, la voz débil que aun debía medir cuidadosamente y la severa dignidad de su actitud produjeron profunda impresión en sus oyentes. El relato de esta entrevista fue más efectivo para ahondar el misterio que las amenazas del teniente Feraud. Este se sintió inmensamente aliviado con el resultado de la comisión. Empezó a disfrutar de la expectación general y se complacía en agregar al desconcierto adoptando una actitud de estricta discreción.

El coronel del regimiento del teniente D'Hubert era un guerrero fogueado y canoso, que tomaba sus responsabilidades con franca sencillez. "No puedo -se dijo- permitir que mis mejores subalternos se maten por una minucia. Tengo que averiguar privadamente hasta el fondo de este asunto. D'Hubert tendrá que contármelo todo, por grave que sea. El coronel ha de ser más que un padre para estos muchachos."

Y, en efecto, amaba a sus hombres con el mismo afecto que el padre de una familia numerosa experimenta hacia cada miembro individual de ella. Si por un descuido de la Providencia los seres humanos nacían como simples civiles, volvían a nacer en el regimiento, como los niños en un hogar, y sólo este nacimiento era válido.

Al presentarse ante él, el teniente D'Hubert, muy pálido y demacrado, el anciano guerrero sintió de pronto su corazón invadido de sincera compasión. Todo su amor por el regimiento -aquel conjunto de hombres que con su solo poder podía lanzar al ataque o retirarlo del fuego, que constituía su legítimo orgullo y ocupaba todos sus pensamientos- se concentró por un momento en aquel brillante subalterno. Se aclaró la voz con amenazador carraspeo y adoptó una expresión severísima.

-Debe comprender –comenzó- que la vida de cualquiera de los individuos del regimiento me importa un bledo. Los enviaría a los ochocientos cuarenta y siete, hombres y caballos, al más seguro de los desastres sin más remordimientos que si hubiera muerto una mosca.
-Sí, mi coronel, pero usted iría a la cabeza del regimiento -dijo el teniente D'Hubert con una lánguida sonrisa.
El coronel comprendía que debía usar de todo su tino diplomático, y al escuchar esto, lanzó un verdadero rugido.
-Quiero que comprenda, teniente D'Hubert, que bien podría hacerme a un lado y contemplar cómo todos ustedes se precipitaban en el infierno, si era necesario. Soy hombre capaz de eso y mucho más cuando el servicio y mi deber hacia la patria me lo exigen. Pero esto es inverosímil, de manera que ni siquiera lo insinúe usted.

Sus ojos echaban chispas, pero su voz se había suavizado.
-Es usted todavía un niño, no obstante sus bigotes, hijo mío. No tiene idea de lo que escapaz un hombre como yo. Me escondería detrás de un almijar si... ¡No sonría, señor! ¿Cómo se atreve? Si no fuera ésta una conversación privada, lo... ¡Vea! Soy responsable del uso adecuado de las vidas que bajo mi mando se encuentran, para mayor gloria de la patria y honor del regimiento. ¿Ha comprendido? Bueno, entonces, ¿qué demonios se propone usted al dejarse zarandear así por ese individuo del 7.° regimiento de húsares? Es simplemente deshonroso.

El teniente D'Hubert se sintió extraordinariamente ofendido. Sus hombros se movieron lentamente. No contestó. No podía dejar de aceptar su responsabilidad. El coronel bajó los ojos y su voz adquirió un tono menor.
-¡Es muy lamentable! -murmuró, y volvió a elevar la voz. -¡Vamos! –continuó persuasivo, pero con aquella nota autoritaria que poseen en su registro los verdaderos directores de hombres: -Hay que arreglar este asunto. Deseo que me diga usted sinceramente de qué se trata. Se lo exijo como su mejor amigo.

La fuerza avasalladora de la autoridad, el poder persuasivo de la bondad, afectaron hondamente al hombre que acababa de abandonar su lecho de enfermo. La mano del teniente D'Hubert, apoyada sobre el pomo de un bastón, temblaba ligeramente. Sin embargo, su temperamento nórdico, sentimental pero cauteloso, lúcido no obstante su idealismo, dominó el impulso inicial de confesar el peligroso absurdo en que se veía envuelto. Siguiendo los preceptos de la sabiduría práctica, contó hasta siete antes de hablar. Y, entonces, sólo pronunció un discurso de agradecimiento.

El coronel lo escuchó, interesado al principio, pero luego decepcionado. Finalmente frunció el ceño.
-¿No se atreve?... Mille tonnerres! ¿No le he dicho acaso que condesciendo en discutir el asunto con usted... como amigo?
-Sí, mi coronel -contestó suavemente el teniente D'Hubert. -Pero temo que después de haberme escuchado como amigo, actúe usted como superior.

Mirándolo atentamente, el coronel apretó las mandíbulas.
-¿Y qué importaría eso? -dijo francamente. -¿Tan vergonzosa y grave es su historia?
-No lo es -refutó el teniente D'Hubert en voz baja, pero firme.
-Naturalmente, tendría que actuar en vista de la mayor corrección del servicio. Nadie me lo podría impedir. ¿Para qué cree usted que deseo saber?
-Ya sé que no es por simple curiosidad -protestó el teniente D'Hubert. -Estoy seguro de que procederá con la mayor justicia y prudencia. ¿Pero qué será del buen nombre del regimiento?
-Este no podrá ser jamás afectado por la locura juvenil de algún teniente -pronunció severamente el coronel.
-No, tiene usted razón. Pero las malas lenguas lo pueden perjudicar. Dirán que un oficial del 4º regimiento de húsares, temeroso de enfrentarse a un adversario, se refugia tras las espaldas de su coronel. Y eso sería peor que esconderse detrás de un almijar... por el bien del servicio. No puedo exponerme a ello, mi coronel.
-Nadie se atrevería a decir una cosa semejante -apuntó el coronel, en un tono al principio violento, pero que al terminar la frase se notaba un tanto inseguro.

El valor del teniente D'Hubert era de todos conocido. Pero el coronel sabía perfectamente que el valor que se precisa para un duelo, el arrojo necesario para emprender el combate individual, era, con razón o sin ella, considerado un coraje de naturaleza especial. Y era imprescindible que un oficial de su regimiento poseyera todos los valores imaginables... y supiera probarlo. El coronel proyectó hacia adelante el labio inferior y miró a lo lejos con una mirada extrañamente fija. Era ésta la expresión de su perplejidad, expresión prácticamente ignorada por los hombres de su regimiento, pues la perplejidad es un sentimiento incompatible con el rango de coronel de caballería. El mismo se sentía desconcertado por la desagradable novedad de esta sensación. Como no estaba acostumbrado a reflexionar sino sobre asuntos profesionales, relativos al bienestar de hombres y caballos y a su correcto desempeño en los gloriosos campos de batalla, sus esfuerzos intelectuales degeneraron en la simple repetición de algunas frases profanas: -Mille tonnerres!... Sacré nom de nom!

El teniente D'Hubert tosió lastimeramente y continuó con voz cansada:
-No faltarían las malas lenguas que dijeran que soy, un cobarde. Y no creo que usted espere que yo tolere eso. Es muy probable que entonces me viera comprometido en una docena de duelos, en vez de uno solo.

La clara simplicidad de este argumento penetró el entendimiento del coronel. Clavó la mirada en su subalterno:
-Siéntese, teniente -lo invitó rudamente. -Es éste el asunto más endiablado que... ¡Siéntese!
-¡Mi coronel! -empezó de nuevo D'Hubert. -No temo a los comentarios. Existe una manera efectiva de acallarlos. Pero también hay que tomar en cuenta mi tranquilidad de conciencia. No podría soportar la idea de que había arruinado la carrera de un compañero de armas. Sea cual fuere la acción que usted emprenda, forzosamente tendrá que llevarla hasta el final. Se renunció a la investigación..., dejemos las cosas como están. El juicio habría sido decididamente fatal para el teniente Feraud.
-¡Eh! ¿Cómo? ¿Tan censurable fue su conducta?
-Sí, muy incorrecta -murmuró el teniente D'Hubert. Y encontrándose aún bastante débil, sintió deseos de llorar.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+