sábado

GUSTAVE FLAUBERT (1842 - 1925)




UN CORAZÓN SENCILLO
TERCERA ENTREGA


IV
El cadáver fue conducido a Pont-l'Évêque, como deseaba la señora de Aubain, que siguió a la carroza fúnebre en un coche cerrado.

Después de la misa tardaron otros tres cuartos de hora en llegar al cementerio. Pablo iba delante y sollozaba. Le seguían el señor Bourais y luego los vecinos principales, las mujeres cubiertas con mantos negros, y Felicitas. Pensaba en su sobrino, y como no había podido rendirle esos horrores, su tristeza aumentaba, como si enterrasen al mismo tiempo a los dos.

La desesperación de la señora de Aubain no tuvo límites.

Al principio se rebeló contra Dios, pues consideraba injusto que le hubiera quitado su hija. ¡que nunca había hecho daño a nadie y cuya conciencia era tan pura! Pero no, debía haberla llevado al Mediodía, o quizá otros médicos la habrían salvado. Se acusaba a sí misma, quería ir a unirse con ella, gritaba angustiada en sus pesadillas. Una, sobre todo, le causaba obsesión. Su marido, vestido de marinero, regresaba de un largo viaje y le decía llorando que había recibido la orden de llevarse a Virginia. Entonces se ponían de acuerdo para encontrar un escondite en alguna parte.

Una vez volvió del jardín sobresaltada. Un momento antes -y señalaba el lugar- padre e hija se le habían aparecido juntos y no hacían más que mirarla.

Durante muchos meses permaneció en su habitación sin moverse. Felícitas le sermoneaba afectuosamente: debía cuidarse por su hijo, y por la otra, en recuerdo "de ella".

-¿Ella? -repetía la señora de Aubain, como si despertara-. ¡Ah, sí, sí! ¡No la olvide usted!

Aludía al cementerio, al que le habían prohibido ir rigurosamente.

Felícitas iba todos los días.

A las cuatro en punto, subía a lo largo de las casas, subía la cuesta, abría la verja y llegaba ante la tumba de Virginia. Era una columnita de mármol rosado, con una losa al pie y alrededor cadenas que encerraban un jardincito. Las flores cubrían los arriates. Ella regaba las hojas, renovaba la arena, se arrodillaba para labrar mejor la tierra. Cuando pudo ir, la señora de Aubain experimentó un alivio, una especie de consuelo.

Luego transcurrieron los años, todos parecidos y sin más episodios que la vuelta de las grandes fiestas: Pascuas, la Asunción, el día de Todos los Santos. Los acontecimientos domésticos señalaban una fecha, a la que se referían más tarde. Así, en 1825, dos obreros pintaron el vestíbulo; en 1827 una parte del techo cayó al patio y casi mató a un hombre; en el verano de 1828 correspondió a la señora ofrecer el pan bendito; en esa época Bourais se ausentó misteriosamente, y los viejos conocidos fueron desapareciendo poco a poco: Guyot, Liébard, la señora Lechaptois, Robelin y el tío Gremanvílle, paralítico desde hacía mucho tiempo.

Una noche, el conductor del coche de las postas anunció en Pont-l'Évêque la revolución de julio. Poco después nombraron un nuevo subprefecto: el barón de Larsonnière, ex cónsul en América y con el que vivían, además de su esposa, su cuñada y tres señoritas ya bastante crecidas. Se las veía en su jardín, vestidas con blusas ondulantes; tenían un negro y un loro. Visitaron a la señora de Aubain, quien no dejó de devolver la visita. Cuando aparecían, aunque fuera a lo lejos, Felicitas corría a avisarle. Pero sólo una cosa era capaz de conmoverla: las cartas de su hijo.

Este no podía seguir carrera alguna, porque pasaba el tiempo en los cafetines. Su madre le pagaba las deudas y él contraía otras; y los suspiros que lanzaba la señora de Aubain mientras tejía junto a la ventana llegaban hasta Felicitas, que hilaba en la cocina.

Se paseaban juntas a lo largo de la espaldera y conversaban siempre acerca de Virginia, preguntándose si tal cosa le habría gustado, lo que en tal ocasión habría dicho, probablemente.

Todas sus pequeñas pertenencias ocupaban un armario en la habitación de dos camas, y la señora de Aubain las inspeccionaba con la menor frecuencia posible. Un día de verano se decidió a hacerlo, y al abrir el armario volaron unas mariposas.

Los vestidos estaban alineados bajo una tabla en la que había tres muñecas, aros, un ajuar y la palangana que utilizaba. Sacaron del armario esas cosas y también las enaguas, las medias y los pañuelos, y los tendieron sobre las dos camas antes de doblarlos. El sol iluminaba esas tristes prendas y destacaba las manchas y los pliegues formados por los movimientos del cuerpo. La atmósfera era calurosa y azul, gorjeaba un mirlo y todo parecía vivir en una apacibilidad profunda. Encontraron un sombrerito de felpa de largos pelos y de color castaño, pero estaba todo comido por los insectos. Felicitas lo reclamó para ella. Se miraron una a otra y los ojos se les llenaron de lágrimas. Por fin el ama abrió los brazos y la criada se arrojó en ellos; y se abrazaron, desahogando su dolor en un beso que las igualaba.

Era la primera vez en su vida, pues la señora de Aubain no era de índole expansiva. Felicitas se lo agradeció como si le, hubiera hecho un favor, y en adelante la quiso con una abnegación bestial y una veneración religiosa.

La bondad de su corazón aumentó.

Cuando oía en la calle los tambores de un regimiento en marcha se colocaba delante de la puerta con un jarro de sidra y daba de beber a los soldados. Cuidaba a los enfermos de cólera, protegía a los polacos y hubo uno que quiso casarse con ella, pero riñeron, porque una mañana, al volver del Ángelus, lo encontró en la cocina, donde se había introducido para prepararse una vinagreta que comía tranquilamente.

Después de los polacos fue el tío Colmiche, un viejo del que se decía que había participado en los horrores del 93. Vivía a la orilla del río, en los escombros de una pocilga. Los chiquillos lo miraban por las rendijas de la pared y le tiraban piedras que caían en su camastro, donde yacía sacudido continuamente por un catarro, con el cabello muy largo, los ojos inflamados y en el brazo un tumor más grueso que su cabeza. Felícitas le procuró ropa, trató de limpiar su cuchitril y pensó en instalarlo en la tahona sin que molestase a la señora. Cuando reventó el tumor lo curaba todos los días, a veces le llevaba galleta, lo ponía al sol en un haz de paja; y el pobre viejo, babeando y temblando, se lo agradecía con su voz apagada y, temiendo perderla, alargaba los brazos en cuanto la veía alejarse. Murió y Felícitas hizo decir una misa por el descanso de su alma.

Ese día tuvo una gran alegría: a la hora de la comida se presentó el negro de la señora de Larsonnière llevando el loro en su jaula, con el palo, la cadena y el candado. Una esquela de la baronesa anunciaba a la señora de Aubain que, habiendo ascendido su marido al cargo de prefecto, se iban por la tarde, y le rogaba que aceptase aquel ave como un recuerdo y un testimonio de su consideración.

Desde hacía mucho tiempo ese loro ocupaba la imaginación de Felícitas, pues venía de América, y esta palabra le recordaba a Víctor, tanto que se informaba acerca de él por medio del negro. En una ocasión le había dicho:

-Es la señora la que se alegraría mucho de tenerlo.

El negro había repetido esas palabras a su ama, la que, como no podía llevárselo, se libraba de él de esa manera.

Se llamaba Lulú. Su cuerpo era verde; las puntas de las alas, rosadas; la cabeza, azul, y el pecho, dorado.

Pero tenía la molesta manía de morder el palo, arrancarse las plumas, desparramar sus inmundicias y derramar el agua de su bañera. Como molestaba a la señora de Aubain, se lo cedió para siempre a Felícitas.

Ella se dedicó a instruirle, y no tardó en repetir: "Muchacho encantador", "Servidor de usted", "Dios te salve, María". Lo puso junto a la puerta, y muchos se asombraban de que no respondiese al nombre de Perico, pues a todos los loros se les llama Perico. Lo comparaban con una pava o un leño, y eran como otras tantas puñaladas asestadas a Felícitas. Era extraña la obstinación de Lulú, que no hablaba cuando lo miraban.

Sin embargo, buscaba la compañía, pues los domingos, mientras las señoritas Rochefeuille, el señor de Houppeville y los nuevos contertulios: el boticario Onfroy, el señor Varin y el capitán Mathieu, jugaban su partida de naipes, el loro golpeaba los cristales con las alas y se agitaba tan furiosamente que era imposible entenderse.

Sin duda la cara de Bourais le parecía muy graciosa, pues en cuanto la veía comenzaba a reír y a reír con todas sus fuerzas. Los estallidos de su risa saltaban hasta el patio, los repetía el eco y los vecinos se asomaban a las ventanas y reían también. Para que no lo viera el loro, el señor Bourais se deslizaba a lo largo de la pared, ocultando su perfil con el sombrero, llegaba al río y entraba por la puerta del jardín, y las miradas que lanzaba al pajarraco no eran muy afectuosas.

A Lulú le había dado un papirotazo el dependiente de la carnicería porque se permitió meter la cabeza en su cesta y, desde entonces, trataba de picarle a través de la camisa. Fabu lo amenazaba con retorcerle el cuello, aunque no era cruel, a pesar del tatuaje de los brazos y de sus gruesas patillas. Al contrario, sentía afecto por el loro, hasta el punto de querer enseñarle juramentos para divertirse. Felicitas, asustada por esa manera de comportarse, llevó al loro a la cocina. Pero luego le quitó la cadenita y andaba por toda la casa.

Cuando bajaba por la escalera, apoyaba en los peldaños la curva del pico, levantaba la pata derecha y luego la izquierda, y Felícitas temía que esa gimnasia le causara vértigos. Se enfermó y ya no podía hablar ni comer. Bajo la lengua se le formó un bulto, como sucede a veces a las gallinas. Felicitas lo curó, arrancándole esa película con las uñas. Un día Pablo cometió la imprudencia de soplarle en las ventanas de la nariz el humo de un cigarro. En otra ocasión, la señora de Lormeau le provocó con la punta de la sombrilla y el tragó el regatón y se quedó sin aliento.

Felicitas lo puso en el césped para reanimarlo; se ausentó un momento y, cuando volvió, ¡ya no estaba el loro! Primeramente, lo buscó en los matorrales, a la orilla del río y en los tejados, sin hacer caso de su ama, que le gritaba: "¡Cuidado! ¡Está usted loca!". Luego, revisó todos los huertos de Pont-l'Évêque; detenía a los transeúntes y les preguntaba: "¿Por casualidad no ha visto usted alguna vez a mi loro?". A los que no lo conocían se lo describía. De pronto, creyó advertir, detrás de los molinos, al pie del cerro, algo verde que revoloteaba. Pero cuando llegó a la cima del cerro no vio nada. Un buhonero le aseguró que acababa de verlo en Saint-Melaine, en la tienda de la tía Simon. Corrió allá. Nadie sabía de qué hablaba. Por fin volvió, exhausta, con las chancletas rotas y el corazón angustiado. Sentada en un banco junto a la señora, le relataba todas sus pesquisas, cuando le cayó en el hombro un peso liviano: ¡Lulú! ¿Qué diablos había hecho? ¡Tal vez se había paseado por los alrededores!

Ella tardó mucho tiempo en reponerse, o más bien nunca se repuso.

A consecuencia de un enfriamiento, padeció de anginas, y poco tiempo después de mal de oídos. Tres años más tarde estaba sorda y hablaba en voz muy alta, inclusive en la iglesia. Aunque sus pecados habrían podido divulgarse por todos los rincones de la diócesis, sin deshonor para ella ni inconveniente alguno para el mundo, el señor cura juzgó discreto no oír su confesión sino en la sacristía.

Zumbidos ilusorios contribuían a aturdirla. Su ama le decía con frecuencia:

-¡Dios mío, qué tonta es usted!

Y ella replicaba:

-Sí, señora.

Y buscaba algo a su alrededor.

El pequeño campo de sus ideas se reducía cada vez más, y ya no existían para ella el repique de las campanas ni el mugido de los bueyes. Todos los seres funcionaban con el silencio de los fantasmas. Sólo un ruido llegaba a sus oídos: el parloteo del loro.

Como para entretenerla, reproducía el tic-tac del asador, el pregón agudo del vendedor de pescado, la sierra del carpintero de enfrente; y, cuando sonaba la campanilla, remedaba a la señora de Aubain: "¡Felícitas! ¡La puerta, la puerta!".

Mantenían diálogos, el loro, repitiendo hasta el hartazgo las tres frases de su repertorio, y ella respondiéndole con palabras inconexas, pero en las que ponía todo su afecto. En su aislamiento, Lulú era para ella casi un hijo, un enamorado. Trepaba por sus dedos, le mordisqueaba los labios, se asía de su pañoleta, y como ella bajaba la cabeza y la movía como las nodrizas, las grandes alas de su toca y las del pájaro se estremecían juntas.

Cuando se amontonaban las nubes y retumbaba el trueno, el loro gritaba, recordando quizá las tormentas de los bosques natales. El chorreo del agua le ponía frenético, revoloteaba desatinado, subía al techo, lo derribaba todo y salía por la ventana para chapotear en el jardín; pero volvía en seguida a posarse en uno de los morillos de la chimenea y, brincando para secarse las plumas, mostraba ora la cola, ora el pico.

Una mañana del terrible invierno de 1837 en la que Felícitas lo había puesto delante de la chimenea a causa del frío, lo encontró muerto en la jaula, cabeza abajo y con las uñas en los alambres. ¿Le había matado una congestión? Ella creyó en un envenenamiento por medio del perejil y, a pesar de la carencia absoluta de pruebas, sus sospechas recayeron sobre Fabu.

Lloró tanto que su ama le dijo:

-Pues bien, hágalo embalsamar.

Felícitas consultó con el farmacéutico, que siempre había sido bueno con el loro.

Escribió a El Havre. Un tal Fellacher se encargó de la tarea. Pero como la diligencia extraviaba a veces los paquetes, decidió llevarlo ella misma hasta Honfleur.

Los manzanos sin hojas se sucedían a la orilla del camino. El hielo cubría las cunetas. Los perros ladraban alrededor de las granjas, y ella, con las manos bajo la manteleta, los chanclitos negros y la espuerta, caminaba rápidamente por el centro de la carretera.

Cruzó el bosque, pasó el Haut-Chêne y llegó a Saint-Gatien.

Detrás de ella, entre una nube de polvo e impulsado por la pendiente, un coche-correo descendía al galope como una tromba. Al ver a aquella mujer que no se apartaba, el conductor se irguió sobrepasando la capota, el postillón gritó también, mientras los cuatro caballos, que no podía contener, aceleraban la carrera; los dos primeros la rozaron y, con una sacudida de las riendas, logró desviarlos hacia la cuneta, pero, furioso, levantó el brazo y a pleno voleo, con su gran látigo, le fustigó desde el vientre hasta el rodete con tal fuerza que Felícitas cayó de espaldas.

Lo primero que hizo cuando recobró el conocimiento fue abrir la cesta. Lulú estaba bien, por suerte. Ella sentía una quemadura en la mejilla derecha; llevó a ella las manos y vio que estaban rojas. Corría la sangre.

Se sentó en un montón de piedras, se secó la cara con el pañuelo, comió una corteza de pan que había puesto en la cesta por precaución y se consoló de su herida contemplando al pájaro.

Cuando llegó a la altura de Ecquemauville vio las luces de Honfleur que centelleaban en la oscuridad como estrellas; más allá se extendía el mar, confusamente. Entonces sintió un desfallecimiento que la detuvo, y la miseria de su infancia, el desengaño de su primer amor, la partida de su sobrino, la muerte de Virginia, como las olas de una marea volvieron al mismo tiempo y, subiéndosele a la garganta, la ahogaban.

Luego, quiso hablar con el capitán del barco y, sin decirle lo que enviaba, le hizo recomendaciones.

Fellacher retuvo durante mucho tiempo al loro. Siempre le prometía enviárselo a la semana siguiente. Al cabo de seis meses le anunció la salida de una caja, pero no supo más del asunto. Era para creer que Lulú nunca volvería. "Me lo habrán robado", pensaba ella.

Por fin llegó, y espléndido, posado en la rama de un árbol, apuntalada en un pedestal de caoba; con una pata en el aire y la cabeza inclinada, mordía una nuez que el disecador, por amor a lo grandioso, había dorado.

Felícitas lo encerró en su habitación.

Aquel lugar, donde admitía a poca gente, parecía al mismo tiempo una capilla y un bazar, tan lleno estaba de objetos religiosos y de cosas heteróclitas.

Un gran armario estorbaba para abrir la puerta. Frente a la ventana que daba al jardín había un tragaluz que daba al patio; una mesa, colocada junto al catre, sostenía una jarra de agua, dos peines y una pastilla de jabón azul en un plato desportillado. En las paredes se veían rosarios, medallas, muchas Vírgenes milagrosas y una pila de agua bendita hecha con corteza de coco; en la cómoda, cubierta con un paño como un altar, estaba la caja de conchillas que le había regalado Víctor y, además, una regadera y una damajuana, cuadernos de escritura, la geografia con láminas y un par de zapatos; y en el clavo del espejo, colgado de las cintas, el sombrerito de felpa. Felicitas llevaba tan lejos esa especie de respeto que conservaba una de las levitas del señor. Todas las antiguallas que desechaba la señora de Aubain, ella las llevaba a su habitación. Por eso había flores artificiales en el borde de la cómoda, y el retrato del conde de Artois en el hueco del tragaluz.

Lulú quedó instalado, por medio de una tablilla, en una saliente de la chimenea que se adentraba en la habitación. Todas las mañanas, al despertarse, lo veía a la claridad del alba, y eso le hacía recordar el pasado y actos insignificantes hasta en sus menores detalles, sin dolor y serenamente.

Como no se comunicaba con nadie, vivía en un adormecimiento de sonámbula. Las procesiones del Corpus la reanimaban. Iba a ver a las vecinas para pedirles velas y esteras, con las que adornaba el altar que erigían en la calle.

En la iglesia, contemplaba siempre el Espíritu Santo, pues le parecía que tenía algo del loro. Esa semejanza se le hizo todavía más patente en una imagen de Épinal que representaba el bautismo de Nuestro Señor. Con sus alas de púrpura y su cuerpo de esmeralda era, verdaderamente, el retrato de Lulú.

Compró esa imagen y la colocó en lugar del conde de Artois, de modo que de una sola mirada veía a las dos aves.

Se asociaban en su pensamiento, y el loro se santificaba con esa relación con el Espíritu Santo, que se hacía para ella más vivo e inteligible. El Padre, para enunciarse, no había podido elegir una paloma, pues esos animalitos carecen de voz, sino más bien uno de los antepasados de Lulú. Y Felicitas rezaba mirando la imagen, pero de vez en cuando se volvía un poco hacia el pájaro. En algún momento, ella tuvo idea de ingresar en la congregación de las Hijas de María, pero la señora de Aubain la disuadió.

Se produjo un acontecimiento importante: el casamiento de Pablo.

Después de haber sido pasante de escribano, de haber actuado luego en el comercio, la aduana y las contribuciones y de haber hecho gestiones para ingresar en la administración de aguas y bosques, de pronto, a los treinta y seis años, en virtud de una inspiración del cielo, descubrió su camino: el registro civil. Y mostró en él tan grandes facultades que un perito le ofreció su hija y le prometió su protección.

Pablo, que se había hecho serio, la llevó a casa de su madre.

Ella denigró las costumbres de Pont-l'Évêque, se dio aires de princesa y ofendió a Felicitas. Cuando se fue, la señora de Aubain sintió un gran alivio.

En la semana siguiente se supo la muerte del señor Bourais en una posada de la baja Bretaña. El rumor de un suicidio se confirmó, y surgieron dudas sobre su probidad. La señora de Aubain examinó sus cuentas y no tardó en descubrir la serie de sus fechorías: malversación de atrasos, ventas de madera ocultas, recibos falsos, etcétera. Además tenía un hijo natural y "relaciones con una persona de Dozulé".

Estas ignominias le afligieron mucho. En el mes de marzo de 1853 comenzó a sentir un dolor en el pecho; parecía tercer la lengua cubierta de humo; las sanguijuelas no le calmaron la opresión, y nueve noches después murió, a los setenta y dos años de edad, exactamente.

La creían menos vieja, a causa de su cabello moreno, cuyos mechones rodeaban su rostro pálido picado por la viruela. Pocos amigos lamentaron su muerte, pues sus modales tenían una altivez que alejaba.

Felicitas la lloró como no se llora a los amos. Que la señora muriera antes que ella perturbaba sus ideas, le parecía contrario al orden natural de las cosas, inadmisible y monstruoso.

Diez días después -el tiempo necesario para acudir desde Besanzón- se presentaron los herederos. La nuera registró los cajones, eligió unos muebles y vendió otros, y luego volvieron a su casa.

El sillón de la señora, su velador, su braserillo, las ocho sillas, habían desaparecido. Donde estaban anteriormente los grabados sólo quedaban unos rectángulos amarillos en las paredes. Se llevaron las dos camitas con los colchones, ¡y en el armario ya no se veía ninguna de las cosas de Virginia! Felicitas iba de piso en piso angustiada.

Al día siguiente, pusieron en la puerta un cartel, y el boticario le gritó al oído que la casa se hallaba en venta.

Felícitas tambaleó y tuvo que sentarse.

Lo que le acongojaba, principalmente, era tener que dejar su habitación, tan cómoda para el pobre Lulú. Envolviéndolo con una mirada de angustia, imploró al Espíritu Santo, y contrajo la costumbre idólatra de rezar sus oraciones arrodillada delante del loro. A veces, el sol que en-traba por el tragaluz daba en sus ojos de vidrio y hacía que surgiese de ellos un gran rayo luminoso que le extasiaba.

Su ama le había legado una renta de trescientos ochenta francos. El huerto le proveía de legumbres. En cuanto a la ropa, tenía la necesaria para vestirse hasta el fin de su vida, y ahorraba luz acostándose al anochecer.

Apenas salía, para no ver la tienda del chamarilero, donde se exhibían algunos muebles que habían pertenecido a la casa. Desde su accidente arrastraba una pierna, y como sus fuerzas disminuían, la tía Simon, arruinada en su comercio, iba todas las mañanas a partirle la leña y bombearle el agua.

Se le debilitó la vista y ya no abría las persianas. Pasaron muchos años y la casa no se alquilaba ni se vendía.

Por temor a que la despidieran, Felícitas no solicitaba reparación alguna. Las vigas del techo se pudrían, y durante todo el invierno se mojó su almohada. Después de Pascuas escupió sangre.

Entonces, la tía Simon recurrió a un médico. Felícitas quiso saber qué tenía. Pero como era demasiado sorda, sólo oyó una palabra: "Pulmonía". Sabía qué era eso y dijo en voz baja:

-¡Ah, como la señora!

Le parecía natural seguir a su ama.

El día del Corpus y los altares se acercaba.

El primero lo ponían siempre al pie de la cuesta, el segundo delante del correo, y el tercero a mitad de la calle. A propósito de éste hubo rivalidades, y las vecinas de la parroquia eligieron por fin el patio de la señora de Aubain.

Las opresiones y la fiebre aumentaban. Felícitas se afligía porque no hacía nada por el altar. ¡Si al menos hubiese podido poner algo en él! Pensó en el loro. Los vecinos objetaron que no era apropiado. Pero el cura le concedió el permiso, y ella se sintió tan dichosa que le rogó que aceptara a Lulú, su única fortuna, cuando muriera.

Desde el martes hasta el día del Corpus, tosió con más frecuencia. Por la noche tenía la cara agarrotada, los labios se le pegaban a las encías y comenzaron los vómitos; y ese día, al amanecer, como se sentía muy mal, hizo llamar a un sacerdote.

Tres buenas mujeres la rodearon durante la extremaunción. Luego declaró que necesitaba hablar con Fabu.

Se presentó con su traje dominguero, y se sentía incómodo en aquella atmósfera lúgubre.

-Perdóneme -le dijo ella, esforzándose por tenderle la mano-, yo creía que era usted quien lo había matado.

¿Qué significaban esos chismorreos? ¡Sospechar que había podido cometer un crimen un hombre como él! Se indignó y estaba a punto de armar un alboroto.

-Pero ya ven ustedes que no sabe lo que dice.

De vez en cuando Felicitas hablaba con las sombras. Las buenas mujeres se fueron, y la Simon se quedó a almorzar.

Un poco después tomó a Lulú y lo acercó a Felícitas.

-¡Vamos, despídete de él! -le dijo.

Aunque no era un cadáver, los gusanos lo devoraban; tenía rota una de las alas y por el vientre le salía la estopa. Pero, como estaba ciega, Felícitas lo besó en el pico y lo mantuvo unos instantes contra la mejilla. La Simon se lo llevó para ponerlo en el altar.

V

Desde los prados llegaba el olor del verano, las moscas zumbaban, el sol hacía brillar el río y caldeaba las pizarras. La tía Simon volvió a la habitación y se durmió plácidamente.
Unos repiques de campana la despertaron. La gente salía de las Vísperas. Cesó el delirio de Felicitas y, pensando en la procesión, la veía como si fuera en ella.

Todos los niños de las escuelas, los cantores y los bomberos iban por las aceras, en tanto que por el centro de la calle avanzaban: en primer lugar el pertiguero con la alabarda, el bedel con una gran cruz, el maestro vigilando a los niños, la monja preocupada por las niñas; tres de las más lindas, rizadas como ángeles, arrojaban al aire pétalos de rosa; seguían el diácono, que con los brazos separados moderaba la música; y dos turiferarios que se volvían a cada paso hacia el Santísimo Sacramento, bajo un palio de terciopelo carmesí, sostenido por cuatro miembros de la administración de la parroquia, que llevaba el señor cura, revestido con su hermosa casulla. Una multitud se agolpaba detrás, entre las colgaduras blancas que cubrían las paredes de las casas; y así llegaron al pie de la cuesta.

Un sudor frío humedecía las sienes de Felícitas. La tía Simon se las enjugaba con un paño, diciéndose que algún día tendría que pasar por ese trance.

El murmullo de la multitud aumentó, durante un momento fue muy fuerte y luego se alejó.

Una descarga hizo vibrar los cristales. Eran los postillones que saludaban al altar. Felícitas giró los ojos y preguntó, con la voz menos baja que pudo:

-¿Está bien él?

Le preocupaba el loro.

Comenzó la agonía. Un estertor cada vez más precipitado le levantaba las costillas. En las comisuras de la boca se le formaban burbujas de espuma y le temblaba todo el cuerpo.

Pronto se oyó el ronquido de los figles, las voces claras de los niños, la voz profunda de los hombres. Todo callaba a intervalos, y el golpeteo de los pasos, que amortiguaban las flores, parecía el ruido que hace un rebaño en el césped. El clero entró en el patio. La tía Simón subió a una silla para llegar al tragaluz, desde donde podía ver el altar.

Colgaban sobre él guirnaldas verdes y lo adornaba un faralá de punto de Inglaterra. Había en el centro un marquito que encerraba reliquias, dos naranjos en las esquinas y. a todo lo largo, candelabros de plata y macetas de porcelana con girasoles, lirios, peonías, dedaleras y manojos de hortensias. Ese montón de colores brillantes descendía oblicuamente desde el primer piso hasta la alfombra y se prolongaba por los adoquines; y cosas raras atraían las miradas. Un azucarero de plata sobredorada tenía una corona de violetas, arracadas de piedras de Alenzón brillaban en el musgo, dos biombos chinos exhibían sus paisajes y Lulú, oculto bajo un montón de rosas, sólo dejaba ver su cabeza azul, parecida a una placa de lapislázuli.

Los portadores del palio, los cantores y los niños se alinearon en los tres lados del patio. El sacerdote subió lentamente los escalones y colocó en el altar su gran sol de oro que resplandecía. Todos se arrodillaron. Se hizo un gran silencio. Y los incensarios, lanzados a todo vuelo, oscilaban colgados de sus cadenitas.

Un vapor azul ascendió hasta la habitación de Felícitas. Ella ensanchó las ventanas de la nariz y lo aspiró con sensualidad mística; luego cerró los ojos. Sus labios sonrieron. Los latidos de su corazón fueron deteniéndose poco a poco, haciéndose cada vez más vagos, más suaves, como se agota una fuente, como desaparece un eco; y al exhalar el último suspiro creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco que se cernía sobre su cabeza.

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