SEGUNDA ENTREGA
III
Después de hacer en la puerta una genuflexión, avanzaba por la alta nave entre la doble hilera de sillas, abría el banco de la señora de Aubain, se sentaba y paseaba la mirada a su alrededor.
Los muchachos a la derecha y las niñas a la izquierda, llenaban los sitiales del coro; el cura se mantenía de pie cerca del facistol; en una vidriera del ábside el Espíritu Santo se cernía sobre la Virgen; en otro aparecía ésta de rodillas ante el Niño Jesús; y detrás del tabernáculo una talla en madera representaba a San Miguel derribando al dragón.
El sacerdote comenzaba haciendo un resumen de la historia sagrada. Felicitas creía ver el Paraíso, el diluvio, la torre de Babel, ciudades incendiadas, multitudes que morían, ídolos derribados; y de ese deslumbramiento conservó el respeto por el Altísimo y el temor de su ira. Luego lloró escuchando el relato de la Pasión. ¿Por qué le habían crucificado, a Él, que amaba a los niños, alimentaba a la gente, sanaba a los ciegos y había querido, por bondad, nacer entre los pobres, sobre el estiércol de un establo? Las siembras, las cosechas, los lagares, todas esas cosas ordinarias de que habla el Evangelio las tenía ella en su vida; el paso de Dios las había santificado, y en adelante amó más tiernamente a los corderos por amor al Cordero, y a las palomas a causa del Espíritu Santo.
Se le hacía difícil imaginarse a éste, porque no era solamente un ave, sino también un fuego, y otras veces un soplo. Era tal vez su luz la que revolotea en las orillas de los pantanos, su aliento el que empuja a las nubes, su voz la que hace armoniosas las campanas; y se quedaba en ado¬ración, gozando de la frescura de las paredes y la tranquilidad del templo.
En cuanto a los dogmas, no los comprendía ni trataba de comprenderlos. El cura hablaba, los niños recitaban y ella terminaba durmiéndose; y se despertaba de pronto cuando al salir los otros hacían resonar las losas con los zuecos.
De esta manera, a fuerza de oírlo, fue como aprendió el catecismo, pues en su juventud habían descuidado su educación religiosa; y desde entonces imitó todas las prácticas de Virginia, ayunaba como ella y se confesaba al mismo tiempo que ella. El día del Corpus hicieron juntas un altar.
La primera comunión la atormentó por adelantado. Se preocupó por los zapatos, el rosario, el libro de oraciones y los guantes. ¡Con qué temblor ayudó a su madre a vestirla!
Durante toda la misa estuvo angustiada. El señor Bourais le ocultaba un lado del coro; pero justamente enfrente el conjunto de vírgenes, con sus coronas blancas y sus velos echados, formaba como un campo nevado, y en él reconoció desde lejos a su niña querida por su cuello más lindo y su actitud recogida. Sonó la campana. Las cabezas se inclinaron y se produjo un silencio. A los acordes del órgano los chantres y la multitud entonaron el Agnus Dei; luego comenzó el desfile de los muchachos, y a continuación se levantaron las niñas. Paso a paso, con las manos juntas, se dirigían al altar completamente iluminado, se arrodillaban en el primer peldaño, recibían la hostia sucesivamente y en el mismo orden volvían a sus reclinatorios. Cuando le llegó el turno a Virginia, Felicitas se inclinó para verla, y con la imaginación que da el verdadero cariño, le pareció que aquella niña era ella misma, que su rostro se convertía en el suyo, que su traje la vestía, que su corazón le latía en el pecho; y en el momento en que Virginia abría la boca y cerraba los ojos estuvo a punto de desmayarse.
Al día siguiente, muy temprano, se presentó en la sacristía para que el señor cura le diera la comunión. La recibió devotamente, pero no experimentó las mismas delicias.
La señora de Aubain quería hacer de su hija una persona perfecta, y como Guyot no podía enseñarle el inglés ni la música, resolvió ponerla como pupila en el colegio de las ursulinas de Honfleur.
La niña no se opuso. Felicitas suspiraba y pensaba que la señora era insensible. Luego creyó que la señora tal vez tuviera razón. Esas cosas no eran de su incumbencia.
Por fin, un día, un viejo carruaje se detuvo ante la puerta, y de él se apeó una monja que venía en busca de la señorita. Felicitas subió los equipajes a la baca, hizo recomendaciones al cochero y colocó en la caja del vehículo seis tarros de dulce y una docena de peras, más un ramo de violetas.
En el último momento, Virginia estalló en un gran sollozo, abrazó a su madre, que la besaba en la frente y repetía: "¡Vamos! ¡Ánimo, ánimo!" y levantaron el estribo. El coche partió.
Entonces, la señora de Aubain sintió un desfallecimiento, y por la tarde todos sus amigos, el matrimonio Lormeau, la señora Lechaptois, las señoritas Rochefeuille, el señor de Houppeville y Bourais se presentaron para consolarla.
La ausencia de su hija fue para ella muy dolorosa al principio. Pero tres veces por semana recibía una carta de la niña, y los otros días le escribía ella, se paseaba por el jardín, leía un poco y de esa manera llenaba el vacío de sus horas.
Por la mañana, según su costumbre, Felicitas entraba en la habitación de Virginia y contemplaba las paredes. Le ponía de mal humor no tener que peinarla, ni atarle los zapatos, ni doblarle la ropa de la cama, y no ver ya continuamente su cara graciosa, no llevarla de la mano cuando salían juntas. En sus ratos de ocio trataba de hacer encaje, pero sus dedos demasiado torpes rompían los hilos; no servía para nada, había perdido el sueño y, según su expresión, estaba "consumida".
Con el fin de "disiparse" pidió permiso para recibir a su sobrino Víctor.
III
Después de hacer en la puerta una genuflexión, avanzaba por la alta nave entre la doble hilera de sillas, abría el banco de la señora de Aubain, se sentaba y paseaba la mirada a su alrededor.
Los muchachos a la derecha y las niñas a la izquierda, llenaban los sitiales del coro; el cura se mantenía de pie cerca del facistol; en una vidriera del ábside el Espíritu Santo se cernía sobre la Virgen; en otro aparecía ésta de rodillas ante el Niño Jesús; y detrás del tabernáculo una talla en madera representaba a San Miguel derribando al dragón.
El sacerdote comenzaba haciendo un resumen de la historia sagrada. Felicitas creía ver el Paraíso, el diluvio, la torre de Babel, ciudades incendiadas, multitudes que morían, ídolos derribados; y de ese deslumbramiento conservó el respeto por el Altísimo y el temor de su ira. Luego lloró escuchando el relato de la Pasión. ¿Por qué le habían crucificado, a Él, que amaba a los niños, alimentaba a la gente, sanaba a los ciegos y había querido, por bondad, nacer entre los pobres, sobre el estiércol de un establo? Las siembras, las cosechas, los lagares, todas esas cosas ordinarias de que habla el Evangelio las tenía ella en su vida; el paso de Dios las había santificado, y en adelante amó más tiernamente a los corderos por amor al Cordero, y a las palomas a causa del Espíritu Santo.
Se le hacía difícil imaginarse a éste, porque no era solamente un ave, sino también un fuego, y otras veces un soplo. Era tal vez su luz la que revolotea en las orillas de los pantanos, su aliento el que empuja a las nubes, su voz la que hace armoniosas las campanas; y se quedaba en ado¬ración, gozando de la frescura de las paredes y la tranquilidad del templo.
En cuanto a los dogmas, no los comprendía ni trataba de comprenderlos. El cura hablaba, los niños recitaban y ella terminaba durmiéndose; y se despertaba de pronto cuando al salir los otros hacían resonar las losas con los zuecos.
De esta manera, a fuerza de oírlo, fue como aprendió el catecismo, pues en su juventud habían descuidado su educación religiosa; y desde entonces imitó todas las prácticas de Virginia, ayunaba como ella y se confesaba al mismo tiempo que ella. El día del Corpus hicieron juntas un altar.
La primera comunión la atormentó por adelantado. Se preocupó por los zapatos, el rosario, el libro de oraciones y los guantes. ¡Con qué temblor ayudó a su madre a vestirla!
Durante toda la misa estuvo angustiada. El señor Bourais le ocultaba un lado del coro; pero justamente enfrente el conjunto de vírgenes, con sus coronas blancas y sus velos echados, formaba como un campo nevado, y en él reconoció desde lejos a su niña querida por su cuello más lindo y su actitud recogida. Sonó la campana. Las cabezas se inclinaron y se produjo un silencio. A los acordes del órgano los chantres y la multitud entonaron el Agnus Dei; luego comenzó el desfile de los muchachos, y a continuación se levantaron las niñas. Paso a paso, con las manos juntas, se dirigían al altar completamente iluminado, se arrodillaban en el primer peldaño, recibían la hostia sucesivamente y en el mismo orden volvían a sus reclinatorios. Cuando le llegó el turno a Virginia, Felicitas se inclinó para verla, y con la imaginación que da el verdadero cariño, le pareció que aquella niña era ella misma, que su rostro se convertía en el suyo, que su traje la vestía, que su corazón le latía en el pecho; y en el momento en que Virginia abría la boca y cerraba los ojos estuvo a punto de desmayarse.
Al día siguiente, muy temprano, se presentó en la sacristía para que el señor cura le diera la comunión. La recibió devotamente, pero no experimentó las mismas delicias.
La señora de Aubain quería hacer de su hija una persona perfecta, y como Guyot no podía enseñarle el inglés ni la música, resolvió ponerla como pupila en el colegio de las ursulinas de Honfleur.
La niña no se opuso. Felicitas suspiraba y pensaba que la señora era insensible. Luego creyó que la señora tal vez tuviera razón. Esas cosas no eran de su incumbencia.
Por fin, un día, un viejo carruaje se detuvo ante la puerta, y de él se apeó una monja que venía en busca de la señorita. Felicitas subió los equipajes a la baca, hizo recomendaciones al cochero y colocó en la caja del vehículo seis tarros de dulce y una docena de peras, más un ramo de violetas.
En el último momento, Virginia estalló en un gran sollozo, abrazó a su madre, que la besaba en la frente y repetía: "¡Vamos! ¡Ánimo, ánimo!" y levantaron el estribo. El coche partió.
Entonces, la señora de Aubain sintió un desfallecimiento, y por la tarde todos sus amigos, el matrimonio Lormeau, la señora Lechaptois, las señoritas Rochefeuille, el señor de Houppeville y Bourais se presentaron para consolarla.
La ausencia de su hija fue para ella muy dolorosa al principio. Pero tres veces por semana recibía una carta de la niña, y los otros días le escribía ella, se paseaba por el jardín, leía un poco y de esa manera llenaba el vacío de sus horas.
Por la mañana, según su costumbre, Felicitas entraba en la habitación de Virginia y contemplaba las paredes. Le ponía de mal humor no tener que peinarla, ni atarle los zapatos, ni doblarle la ropa de la cama, y no ver ya continuamente su cara graciosa, no llevarla de la mano cuando salían juntas. En sus ratos de ocio trataba de hacer encaje, pero sus dedos demasiado torpes rompían los hilos; no servía para nada, había perdido el sueño y, según su expresión, estaba "consumida".
Con el fin de "disiparse" pidió permiso para recibir a su sobrino Víctor.
Llegó el domingo, después de la misa, con las mejillas rosadas, el pecho desnudo y oliendo al campo por el que había pasado. Inmediatamente ella le preparó la mesa. Comieron el uno frente al otro, ella lo menos posible para ahorrar el gasto, pero al sobrino lo atiborró de tal modo que se quedó dormido. Al primer toque de Vísperas lo despertó, le cepilló el pantalón, le anudó la corbata y lo llevó a la iglesia, apoyada en su brazo con orgullo maternal.
Sus padres le encargaban siempre que llevara algo; un paquete de azúcar negra, jabón, aguardiente, y a veces incluso dinero. Él llevaba sus ropas viejas para que ella las remendara, y Felicitas aceptaba esa tarea, contenta porque era un motivo que obligaba a volver a su sobrino.
En el mes de agosto su padre lo llevó al cabotaje.
Era la época de las vacaciones. La llegada de los niños le consoló. Pero Pablo se iba poniendo caprichoso y Virginia no tenía ya edad para que se le tutease, lo que creaba una incomodidad, una barrera entre ellos.
Víctor fue sucesivamente a Morlaix, Dunkerque y Brighton; al regreso de cada viaje le hacía un regalo. La primera vez fue una caja de conchillas; la segunda, una taza de café; la tercera, un gran muñeco hecho con pan de centeno, miel y especias. Se iba embelleciendo, estaba bien formado, tenía un poco de bigote, bellos ojos francos y un sombrerito de cuero echado hacia atrás como un piloto. Divertía a Felicitas contándole aventuras salpicadas con términos marinos.
Un lunes, el 14 de julio de 1819 -ella nunca olvidó la fecha- Víctor anunció que se había contratado para un largo viaje, y que dos días después por la noche iría en el paquebote de Honfleur a embarcarse en su goleta, la que zarparía de El Havre muy pronto. Probablemente estaría dos años ausente.
La perspectiva de una ausencia tan larga desconsoló a Felícitas, y para despedirle otra vez, el miércoles por la tarde, después de servir la comida a la señora, se calzó los zuecos y se tragó las cuatro leguas que separan a Pont-l'Évêque de Honfleur.
Cuando llegó al Calvario, en vez de tomar a la izquierda tomó a la derecha; se perdió en los astilleros, tuvo que retroceder y las personas a las que interrogó le instaron a que se apresurara. Dio la vuelta a la dársena llena de barcos, tropezó con las amarras y luego, como el terreno descendía y las luces se entrecruzaban, creyó que se había vuelto loca al ver unos caballos en el aire.
Al borde del muelle otros relinchaban, asustados por el mar. La polea que los alzaba los depositaba en un barco, donde se atropellaban los viajeros entre barricas de sidra, cestos de queso y sacos de trigo; se oía cacarear a las gallinas, el capitán juraba y un grumete se hallaba acodado en la serviola, indiferente a todo. Felicitas, que no lo había reconocido, gritaba: "¡Víctor!". El grumete levantó la cabeza, y cuando ella corrió hacia él retiraron de pronto la escala.
El paquebote, halado por mujeres que cantaban, salió del puerto. Sus cuadernas crujían y las fuertes olas le azotaban la proa. La vela cambió de dirección y ya no se vio a nadie; y en el mar plateado por la luna el paquebote formó una mancha negra que fue palideciendo, se hundió y desapareció.
Felicitas, al pasar junto al Calvario, quiso encomendar a Dios al ser que más amaba, y oró durante largo tiempo, de pie, con la cara bañada por las lágrimas y los ojos elevados hacia las nubes. La ciudad dormía, los aduaneros se paseaban, y el agua caía ininterrumpidamente por las aberturas de la represa, con un ruido de torrente. Dieron las dos.
El locutorio no se abriría hasta el amanecer. Un retraso seguramente contrariaría a la señora, por lo que, a pesar de su deseo de besar al otro niño, volvió a casa. Las mozas de la posada acababan de despertarse cuando entró en Pont-l' Évêque.
¡El pobre muchacho iba, pues, a rodar por las olas durante muchos meses! Los viajes anteriores no le habían asustado. De Inglaterra y de Bretaña se volvía, pero América, las colonias y las islas se perdían en una región vaga, en el otro extremo del mundo.
Desde entonces Felicitas pensó exclusivamente en su sobrino. Los días de sol se atormentaban acordándose de la sed que podía sufrir, y cuando había tormenta temía que le cayera un rayo. Al oír el viento que rugía en la chimenea y se llevaba las tejas, lo veía azotado por la misma tempestad en lo alto de un mástil roto, con el cuerpo tendido de espalda bajo una capa de espuma; o bien -recuerdos de la geografia con láminas- lo devoraban los salvajes, lo raptaban en un bosque los monos, o moría en una playa desierta. Pero nunca hablaba de sus inquietudes.
La señora de Aubain tenía otras con respecto a su hija.
Las buenas hermanas decían que era afectuosa, pero delicada. La menor emoción la turbaba. Tuvo que abandonar el piano.
Su madre exigía del convento una correspondencia regular. Una mañana no fue el cartero y se impacientó; se paseaba por la sala desde el sillón hasta la ventana. ¡Era realmente extraordinario! ¡Desde hacía cuatro días no tenía noticias!
Para que se consolara con su ejemplo, Felicitas le dijo: -Yo, señora, hace ya seis meses que no las recibo. -¿De quién?
La criada contestó en voz baja:
Sus padres le encargaban siempre que llevara algo; un paquete de azúcar negra, jabón, aguardiente, y a veces incluso dinero. Él llevaba sus ropas viejas para que ella las remendara, y Felicitas aceptaba esa tarea, contenta porque era un motivo que obligaba a volver a su sobrino.
En el mes de agosto su padre lo llevó al cabotaje.
Era la época de las vacaciones. La llegada de los niños le consoló. Pero Pablo se iba poniendo caprichoso y Virginia no tenía ya edad para que se le tutease, lo que creaba una incomodidad, una barrera entre ellos.
Víctor fue sucesivamente a Morlaix, Dunkerque y Brighton; al regreso de cada viaje le hacía un regalo. La primera vez fue una caja de conchillas; la segunda, una taza de café; la tercera, un gran muñeco hecho con pan de centeno, miel y especias. Se iba embelleciendo, estaba bien formado, tenía un poco de bigote, bellos ojos francos y un sombrerito de cuero echado hacia atrás como un piloto. Divertía a Felicitas contándole aventuras salpicadas con términos marinos.
Un lunes, el 14 de julio de 1819 -ella nunca olvidó la fecha- Víctor anunció que se había contratado para un largo viaje, y que dos días después por la noche iría en el paquebote de Honfleur a embarcarse en su goleta, la que zarparía de El Havre muy pronto. Probablemente estaría dos años ausente.
La perspectiva de una ausencia tan larga desconsoló a Felícitas, y para despedirle otra vez, el miércoles por la tarde, después de servir la comida a la señora, se calzó los zuecos y se tragó las cuatro leguas que separan a Pont-l'Évêque de Honfleur.
Cuando llegó al Calvario, en vez de tomar a la izquierda tomó a la derecha; se perdió en los astilleros, tuvo que retroceder y las personas a las que interrogó le instaron a que se apresurara. Dio la vuelta a la dársena llena de barcos, tropezó con las amarras y luego, como el terreno descendía y las luces se entrecruzaban, creyó que se había vuelto loca al ver unos caballos en el aire.
Al borde del muelle otros relinchaban, asustados por el mar. La polea que los alzaba los depositaba en un barco, donde se atropellaban los viajeros entre barricas de sidra, cestos de queso y sacos de trigo; se oía cacarear a las gallinas, el capitán juraba y un grumete se hallaba acodado en la serviola, indiferente a todo. Felicitas, que no lo había reconocido, gritaba: "¡Víctor!". El grumete levantó la cabeza, y cuando ella corrió hacia él retiraron de pronto la escala.
El paquebote, halado por mujeres que cantaban, salió del puerto. Sus cuadernas crujían y las fuertes olas le azotaban la proa. La vela cambió de dirección y ya no se vio a nadie; y en el mar plateado por la luna el paquebote formó una mancha negra que fue palideciendo, se hundió y desapareció.
Felicitas, al pasar junto al Calvario, quiso encomendar a Dios al ser que más amaba, y oró durante largo tiempo, de pie, con la cara bañada por las lágrimas y los ojos elevados hacia las nubes. La ciudad dormía, los aduaneros se paseaban, y el agua caía ininterrumpidamente por las aberturas de la represa, con un ruido de torrente. Dieron las dos.
El locutorio no se abriría hasta el amanecer. Un retraso seguramente contrariaría a la señora, por lo que, a pesar de su deseo de besar al otro niño, volvió a casa. Las mozas de la posada acababan de despertarse cuando entró en Pont-l' Évêque.
¡El pobre muchacho iba, pues, a rodar por las olas durante muchos meses! Los viajes anteriores no le habían asustado. De Inglaterra y de Bretaña se volvía, pero América, las colonias y las islas se perdían en una región vaga, en el otro extremo del mundo.
Desde entonces Felicitas pensó exclusivamente en su sobrino. Los días de sol se atormentaban acordándose de la sed que podía sufrir, y cuando había tormenta temía que le cayera un rayo. Al oír el viento que rugía en la chimenea y se llevaba las tejas, lo veía azotado por la misma tempestad en lo alto de un mástil roto, con el cuerpo tendido de espalda bajo una capa de espuma; o bien -recuerdos de la geografia con láminas- lo devoraban los salvajes, lo raptaban en un bosque los monos, o moría en una playa desierta. Pero nunca hablaba de sus inquietudes.
La señora de Aubain tenía otras con respecto a su hija.
Las buenas hermanas decían que era afectuosa, pero delicada. La menor emoción la turbaba. Tuvo que abandonar el piano.
Su madre exigía del convento una correspondencia regular. Una mañana no fue el cartero y se impacientó; se paseaba por la sala desde el sillón hasta la ventana. ¡Era realmente extraordinario! ¡Desde hacía cuatro días no tenía noticias!
Para que se consolara con su ejemplo, Felicitas le dijo: -Yo, señora, hace ya seis meses que no las recibo. -¿De quién?
La criada contestó en voz baja:
-De mi sobrino.
-¡Ah, de su sobrino!
Y, encogiéndose de hombros, la señora de Aubain reanudó su paseo, lo que quería decir: "Yo no pensaba en eso. Además, me tiene sin cuidado. ¡Un grumete, un pelagatos, sin la menor importancia! En tanto que mi hija... ¡Imagínese!".
Aunque Felicitas estaba acostumbrada a la rudeza, se indignó contra la señora, pero luego olvidó.
Le parecía muy natural que su ama perdiera la cabeza cuando se trataba de su hija.
Los dos niños tenían para ella la misma importancia; el afecto de su corazón los unía y su destino debía ser el mismo.
El farmacéutico le dijo que el barco donde iba Víctor había llegado a La Habana. Había leído la información en un periódico.
A causa de los cigarros, se imaginaba que La Habana era un lugar donde no se hacía más que fumar, y Víctor andaba entre los negros envuelto en una nube de tabaco. En "caso necesario", ¿se podía volver de allí por tierra? ¿A qué distancia quedaba de Pont-l'Évêque? Para saberlo interrogó al señor Bourais.
Él tomó el atlas y comenzó a darle explicaciones sobre las longitudes, y sonreía pedantescamente ante el estupor de Felicitas. Por fin, con su lapicera, señaló en una mancha ovalada un punto negro y dijo: "Aquí está". Ella se inclinó sobre el mapa, pero aquella red de líneas de colores le cansaba la vista y no le enteraba de nada. Bourais le preguntó qué dificultad encontraba y ella le pidió que le mostrara la casa donde vivía Víctor. Bourais levantó los brazos, estornudó y soltó una carcajada; semejante candor excitaba su júbilo, sin que Felicitas comprendiera el motivo, pues lo que ella esperaba tal vez era ver inclusive el retrato de su sobrino, ¡tan limitada era su inteligencia!
Quince días después Liébard, a la hora del mercado como de costumbre, entró en la cocina y le entregó una carta que le enviaba su cuñado. Como ninguno de los dos sabía leer, Felicitas recurrió a su ama.
La señora de Aubain, que contaba las mallas de un tejido, lo dejó a un lado, abrió la carta, se estremeció y en voz baja y con una mirada profunda, dijo:
-Le anuncian... una desgracia. Su sobrino...
Había muerto. Nada más decía la carta.
Felicitas cayó en una silla, con la cabeza apoyada en el tabique, y cerró los párpados, que se le enrojecieron de pronto. Luego, con la cabeza baja, las manos colgantes y los ojos fijos, comenzó a repetir a intervalos:
-¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho!
Liébard la contemplaba y suspiraba. La señora de Aubain temblaba un poco.
Propuso a Felicitas que fuera a ver a su hermana en Trouville.
Felicitas respondió con un gesto que no necesitaba hacer eso.
Hubo un silencio, y el bueno de Liébard juzgó conveniente retirarse.
Y, encogiéndose de hombros, la señora de Aubain reanudó su paseo, lo que quería decir: "Yo no pensaba en eso. Además, me tiene sin cuidado. ¡Un grumete, un pelagatos, sin la menor importancia! En tanto que mi hija... ¡Imagínese!".
Aunque Felicitas estaba acostumbrada a la rudeza, se indignó contra la señora, pero luego olvidó.
Le parecía muy natural que su ama perdiera la cabeza cuando se trataba de su hija.
Los dos niños tenían para ella la misma importancia; el afecto de su corazón los unía y su destino debía ser el mismo.
El farmacéutico le dijo que el barco donde iba Víctor había llegado a La Habana. Había leído la información en un periódico.
A causa de los cigarros, se imaginaba que La Habana era un lugar donde no se hacía más que fumar, y Víctor andaba entre los negros envuelto en una nube de tabaco. En "caso necesario", ¿se podía volver de allí por tierra? ¿A qué distancia quedaba de Pont-l'Évêque? Para saberlo interrogó al señor Bourais.
Él tomó el atlas y comenzó a darle explicaciones sobre las longitudes, y sonreía pedantescamente ante el estupor de Felicitas. Por fin, con su lapicera, señaló en una mancha ovalada un punto negro y dijo: "Aquí está". Ella se inclinó sobre el mapa, pero aquella red de líneas de colores le cansaba la vista y no le enteraba de nada. Bourais le preguntó qué dificultad encontraba y ella le pidió que le mostrara la casa donde vivía Víctor. Bourais levantó los brazos, estornudó y soltó una carcajada; semejante candor excitaba su júbilo, sin que Felicitas comprendiera el motivo, pues lo que ella esperaba tal vez era ver inclusive el retrato de su sobrino, ¡tan limitada era su inteligencia!
Quince días después Liébard, a la hora del mercado como de costumbre, entró en la cocina y le entregó una carta que le enviaba su cuñado. Como ninguno de los dos sabía leer, Felicitas recurrió a su ama.
La señora de Aubain, que contaba las mallas de un tejido, lo dejó a un lado, abrió la carta, se estremeció y en voz baja y con una mirada profunda, dijo:
-Le anuncian... una desgracia. Su sobrino...
Había muerto. Nada más decía la carta.
Felicitas cayó en una silla, con la cabeza apoyada en el tabique, y cerró los párpados, que se le enrojecieron de pronto. Luego, con la cabeza baja, las manos colgantes y los ojos fijos, comenzó a repetir a intervalos:
-¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho!
Liébard la contemplaba y suspiraba. La señora de Aubain temblaba un poco.
Propuso a Felicitas que fuera a ver a su hermana en Trouville.
Felicitas respondió con un gesto que no necesitaba hacer eso.
Hubo un silencio, y el bueno de Liébard juzgó conveniente retirarse.
Entonces ella dijo:
-A ellos no les importa eso.
Volvió a bajar la cabeza; y de vez en cuando levantaba maquinalmente las largas agujas del costurero.
Unas mujeres pasaron por el patio con unas angarillas de las que goteaba ropa blanca.
Al verlas desde la ventana, Felicitas recordó su lejía; la víspera había hecho la colada y tenía que aclararla. Salió de la habitación.
Su tabla y su cuba estaban a la orilla del Toucques. Colocó en el ribazo un montón de camisas, se remangó y tomó la pala, y los fuertes golpes que daba se oían en los huertos de los alrededores. En los prados no había nadie, el viento agitaba el río, en el fondo se inclinaban sobre él grandes hierbas, como cabelleras de cadáveres que flotasen en el agua. Felicitas reprimía su dolor y hasta la noche se mostró muy valiente, pero cuando estuvo en su habitación se entregó a su angustia, tendida boca abajo en el colchón, con la cara apoyada en la almohada y los dos puños contra las sienes.
Mucho tiempo después se enteró, por medio del capitán del barco en que iba Víctor, de las circunstancias de su muerte. Le habían sangrado demasiado en el hospital a causa de la fiebre amarilla. Cuatro médicos lo atendieron al mismo tiempo. Murió inmediatamente y el médico jefe dijo:
-¡Bueno! ¡Uno más!
Sus padres lo habían tratado siempre con dureza. Felicitas prefería no volver a verlos, y ellos nada hicieron para ello, por olvido o porque eran unos miserables sin corazón.
Virginia se debilitaba.
-A ellos no les importa eso.
Volvió a bajar la cabeza; y de vez en cuando levantaba maquinalmente las largas agujas del costurero.
Unas mujeres pasaron por el patio con unas angarillas de las que goteaba ropa blanca.
Al verlas desde la ventana, Felicitas recordó su lejía; la víspera había hecho la colada y tenía que aclararla. Salió de la habitación.
Su tabla y su cuba estaban a la orilla del Toucques. Colocó en el ribazo un montón de camisas, se remangó y tomó la pala, y los fuertes golpes que daba se oían en los huertos de los alrededores. En los prados no había nadie, el viento agitaba el río, en el fondo se inclinaban sobre él grandes hierbas, como cabelleras de cadáveres que flotasen en el agua. Felicitas reprimía su dolor y hasta la noche se mostró muy valiente, pero cuando estuvo en su habitación se entregó a su angustia, tendida boca abajo en el colchón, con la cara apoyada en la almohada y los dos puños contra las sienes.
Mucho tiempo después se enteró, por medio del capitán del barco en que iba Víctor, de las circunstancias de su muerte. Le habían sangrado demasiado en el hospital a causa de la fiebre amarilla. Cuatro médicos lo atendieron al mismo tiempo. Murió inmediatamente y el médico jefe dijo:
-¡Bueno! ¡Uno más!
Sus padres lo habían tratado siempre con dureza. Felicitas prefería no volver a verlos, y ellos nada hicieron para ello, por olvido o porque eran unos miserables sin corazón.
Virginia se debilitaba.
Opresiones, toses, una fiebre constante y jaspeaduras en las mejillas revelaban alguna enfermedad seria. El señor Poupart aconsejó una estada en Provenza. La señora de Aubain, tomó una decisión e inmediatamente llevó a su hija de vuelta a su casa, a pesar del clima de Pont-l'Évêque.
Hizo un arreglo con un alquilador de coches que la llevaba al convento todos los martes. En el jardín había una terraza desde la que se veía el Sena. Virginia se paseaba allí del brazo de su madre, sobre las hojas de pámpano caídas. A veces el sol que atravesaba las nubes le obligaba a guiñar los ojos cuando miraba a lo lejos las velas y todo el horizonte, desde el castillo de Tancarville hasta los faros de El Havre. Luego descansaban en la glorieta. Su madre se había procurado un barrilito de excelente vino de Málaga, y, riendo ante la idea de emborracharse, la niña bebía dos deditos solamente.
Recuperó las fuerzas. El otoño transcurrió apaciblemente. Felicitas tranquilizaba a la señora de Aubain. Pero una tarde en que había ido a hacer un encargo en las cercanías, al volver encontró delante de la puerta el cabriolé del señor Poupart, y a él en el vestíbulo. La señora de Aubain se ponía el sombrero.
-¡Déme la estufilla, mi bolso y los guantes! ¡Apresúrese!
Virginia tenía pulmonía. Tal vez su estado era desesperado.
-Todavía no -dijo el médico.
Y los dos subieron al coche, bajo los copos de nieve arremolinados. Se acercaba la noche y hacía mucho frío.
Felicitas corrió a la iglesia para encender un cirio. Luego volvió a correr tras el cabriolé, al que alcanzó una hora después, saltó ágilmente a la trasera y aguantó el traqueteo, hasta que de pronto pensó: "¡El patio no estaba cerrado! ¿Y si entraran ladrones?" Y se apeó.
Al día siguiente, al amanecer, se presentó en casa del médico. Había vuelto y salido otra vez para el campo. Luego se quedó en la posada, creyendo que algunos desconocidos le llevarían una carta. Por fin, a primera hora, tomó la diligencia de Lisies.
El convento se hallaba en el fondo de una callejuela empinada. Hacia la mitad del camino oyó unos sonidos extraños, como si las campanas tocaran a muerto. "Será por otro", pensó, y golpeó violentamente con la aldaba.
Al cabo de muchos minutos se arrastraron unas chancletas, se entreabrió la puerta y apareció una monja.
Hizo un arreglo con un alquilador de coches que la llevaba al convento todos los martes. En el jardín había una terraza desde la que se veía el Sena. Virginia se paseaba allí del brazo de su madre, sobre las hojas de pámpano caídas. A veces el sol que atravesaba las nubes le obligaba a guiñar los ojos cuando miraba a lo lejos las velas y todo el horizonte, desde el castillo de Tancarville hasta los faros de El Havre. Luego descansaban en la glorieta. Su madre se había procurado un barrilito de excelente vino de Málaga, y, riendo ante la idea de emborracharse, la niña bebía dos deditos solamente.
Recuperó las fuerzas. El otoño transcurrió apaciblemente. Felicitas tranquilizaba a la señora de Aubain. Pero una tarde en que había ido a hacer un encargo en las cercanías, al volver encontró delante de la puerta el cabriolé del señor Poupart, y a él en el vestíbulo. La señora de Aubain se ponía el sombrero.
-¡Déme la estufilla, mi bolso y los guantes! ¡Apresúrese!
Virginia tenía pulmonía. Tal vez su estado era desesperado.
-Todavía no -dijo el médico.
Y los dos subieron al coche, bajo los copos de nieve arremolinados. Se acercaba la noche y hacía mucho frío.
Felicitas corrió a la iglesia para encender un cirio. Luego volvió a correr tras el cabriolé, al que alcanzó una hora después, saltó ágilmente a la trasera y aguantó el traqueteo, hasta que de pronto pensó: "¡El patio no estaba cerrado! ¿Y si entraran ladrones?" Y se apeó.
Al día siguiente, al amanecer, se presentó en casa del médico. Había vuelto y salido otra vez para el campo. Luego se quedó en la posada, creyendo que algunos desconocidos le llevarían una carta. Por fin, a primera hora, tomó la diligencia de Lisies.
El convento se hallaba en el fondo de una callejuela empinada. Hacia la mitad del camino oyó unos sonidos extraños, como si las campanas tocaran a muerto. "Será por otro", pensó, y golpeó violentamente con la aldaba.
Al cabo de muchos minutos se arrastraron unas chancletas, se entreabrió la puerta y apareció una monja.
La buena hermana le dijo en tono compungido que "la niña acababa de morir". Al mismo tiempo, redoblaba la campana de Saint-Léonard.
Felicitas subió al segundo piso.
Desde la puerta de la habitación vio a Virginia tendida de espaldas, con las manos juntas, la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás bajo una cruz negra que se inclinaba sobre ella entre las cortinas inmóviles, menos pálidas que su rostro. La señora de Aubain, al pie de la cama que abrazaba, hipaba de angustia. La superiora se hallaba de pie a la derecha. Tres candeleros colocados en la cómoda formaban manchas rojas y la niebla blanqueaba las ventanas. Unas religiosas se llevaron a la señora de Aubain.
Durante dos noches Felicitas no se separó de la difunta. Repetía las mismas plegarias, rociaba con agua bendita las sábanas, volvía a sentarse y la contemplaba. Cuando terminó la primera velación observó que la cara se le ponía amarilla, se le azulaban los labios, se le afilaba la nariz y se le hundían los ojos. Los besó muchas veces, y no se habría sorprendido mucho si Virginia los hubiera abierto de nuevo, pues para almas como la suya lo sobrenatural es muy sencillo. La vistió, la amortajó, la depositó en el ataúd, le puso una corona y le extendió la cabellera. Era rubia y muy larga para su edad. Felicitas cortó un mechón y guardó la mitad en su pecho, resuelta a no desprenderse de él.
Felicitas subió al segundo piso.
Desde la puerta de la habitación vio a Virginia tendida de espaldas, con las manos juntas, la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás bajo una cruz negra que se inclinaba sobre ella entre las cortinas inmóviles, menos pálidas que su rostro. La señora de Aubain, al pie de la cama que abrazaba, hipaba de angustia. La superiora se hallaba de pie a la derecha. Tres candeleros colocados en la cómoda formaban manchas rojas y la niebla blanqueaba las ventanas. Unas religiosas se llevaron a la señora de Aubain.
Durante dos noches Felicitas no se separó de la difunta. Repetía las mismas plegarias, rociaba con agua bendita las sábanas, volvía a sentarse y la contemplaba. Cuando terminó la primera velación observó que la cara se le ponía amarilla, se le azulaban los labios, se le afilaba la nariz y se le hundían los ojos. Los besó muchas veces, y no se habría sorprendido mucho si Virginia los hubiera abierto de nuevo, pues para almas como la suya lo sobrenatural es muy sencillo. La vistió, la amortajó, la depositó en el ataúd, le puso una corona y le extendió la cabellera. Era rubia y muy larga para su edad. Felicitas cortó un mechón y guardó la mitad en su pecho, resuelta a no desprenderse de él.
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