martes

CREER O REVENTAR



NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS


HUGO GIOVANETTI VIOLA


1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011


DECIMONOVENA ENTREGA

TRES: EL PALO EN LA PIÑATA (2)


EN LA taberna arreglamos para retomar el trabajo enseguida. Al otro día Abel almorzó temprano y no durmió la siesta, aunque esperó la hora de encontrar a la nena tirado en la cama del hotel: sentía espasmos estomacales, como en las inminencias amorosas de su alta edad media. Fui estrictamente puntual. Fui lo mejor vestido que podía. Y estaba flaco y tostado, además. Llevaba entre los labios -como si fuera una flor- una de las mejores canciones románticas de los Beatles. Bénédicte me atajó en la mitad de la rue Gay-Lussac (y en la mitad de una luz verde). “Te estaba haciendo señas desde la esquina pero no me veías” dijo. “Es que no te conocí” dijo Abel: “¿Todavía le gusta la cerveza en el Rostand, a la señorita?”. Ella me pegó un golpe en el hombro y me hizo cruzar corriendo hasta el café.

Nos sentamos en nuestra mesa. Bénédicte se sacó un chaleco de piel de cordero que traía puesto sobre un conjunto pituco y lo colgó de una silla y se acomodó el pelo. Me miró, sonriendo. “Te cortaste el pelo” señaló Abel. Ella se puso roja. Estaba demasiado maquillada, para mi gusto. Pero estaba preciosa: esa mujer. “Parece que te fue bien de vacaciones” dije. “Regular” sacudió la cabeza Bénédicte: “A veces los campamentos de mi edad se ponen muy aburridos. Me vine antes a París. Te llamé muchas veces”. “Te escuché” dijo Abel: “De verdad. Pero no podía contestarte”. El mozo trajo las cervezas y la muchacha no hundió la cara en el redondel blanco. “Bueno. Contame algo” pedí: “Cómo se llama el afortunado, por ejemplo”. Bénédicte volvió a enrojecer, aunque no se tentó ni nada. Ya se te pasó la edad de la cerveza dorada, hija -pensó Abel: Y me parece bien. No me parece mal, quiero decir.

“Se llama Dominique” dijo ella: “Lo conocí en una fiesta, hace dos semanas. Va bien la cosa. Es bastante mayor que yo”. Adiós, peluca de Plata. Fue una verdadera gloria haberte tenido tan cerca. “Me alegro” murmuré. “Permiso” hizo una seña la muchacha, y se paró para ir al baño. Cuando estaba a mitad de camino se dio vuelta y me sorprendió mirándole una zona del cuerpo que no le había mirado nunca. Nos sonreímos, cada uno hasta el fondo del otro. Cuando volvió del baño hablamos de sus proyectos de estudio militancia y trabajo, tomamos otra cerveza y la acompañé hasta el Lux. Nos despedimos exactamente igual que siempre.

EL SÁBADO les di clase a los Bugeia. Abel estaba contento porque había recibido una carta de su padre (todavía remitida) al Stella donde la anunciaba que la campaña pro-recolección de fondos para su pasaje iba fenómeno. “Isabelino Pena nunca falla, nene” puso al final de la carta, y la invocación de su seudónimo detectivesco -que usaba para soñar aventuras chandlerianas, desde que yo era niño- me dio más ganas de llorar que de reírme. Bugeia me propuso que le amortizara el resto de la deuda dándole medias-clases gratis. Y aparte me subió la paga, de modo que seguí amorralando sesenta francos extra por sábado.

Gran tipo el Inspector. Pero ese sábado se puso un poco pesado demás, durante al trayecto de vuelta. Habíamos tomado mucho cognac en la sobremesa y al Inspector pareció despertársele una especie de complejo de infalibilidad que me hizo calentar. “En fin: los casos le corresponden a los profesionales” dijo en cierto momento: “Y como los privés sólo tallan en las novelas, los únicos profesionales reales venimos a ser nosotros ¿entendés? Yo te jorobé un poco diríamos que por rutina novelesca, nomás. Pero sabía que no se me iba a ir el caso de las manos. Y que la solución dependía absolutamente de mí ¿entendés?”. “Claro, claro” le dije, mostrándole los dientes. Y me bajé del auto saludándolo apenas. Tomé el métro, bajé en Odéon y me fui derecho a lo de Monsieur Amelot.

Encontré a Guy tocando la cordeona con cara de oligofrénico. Al principio no me conoció, y después tiró el instrumento y me babeó las mejillas con su pico jediondo. Siguió tocando. Abel aprovechó para dar unas vueltas por el apartamento, y de golpe vio la Pentax de Guy: estaba en un estante alto, debajo de las mascarilla mortuoria de Beethoven. Lo que no podré entender jamás es en qué momento Mozrt le robó la cámara a Ray -pensé rascándome la coronilla: Ese es el gran asunto. Por supuesto que siempre está de por medio lo que decía el negro Batalla: ¿cómo se prueba que Mozart no estaba?

A Abel le vinieron ganas de subir a la azotea pero quedó electrificado por un taconeo -muy conocido- que escuchó en la cocina. Era Ray. Me adelanté a encontrarlo. “¿Qué hacés, botija?” dijo: “Qué casualidad”. “De visita” me reí: “Los viejos tiempos, loco”. Abel no vio la Gárgola en los ojos del otro. “Cigarrito” me pidió Ray, y se puso a desenroscar comentarios sobre la música de Monsieur Amelot que me hicieron atorar de la risa. Por un momento estuvimos cerca de la amistad, otra vez. Los hombres están hechos para entenderse, viejo Paul -se sentimentalizó Abel, mientras sacudía afirmativamente la cabeza. Entonces le conté a Ray lo que había descubierto sobre el robo de su Pentax. Él me miró de reojo. “No me asombra para nada. Siempre pensé que ese Mozart era la peor basura” utilizó la v del desprecio. “¿Y no se podría averiguar con Amelot por dónde diablos anda?” sugerí. “No importa” se endureció el otro: “Ahora ya no importa nada, campeón. No revuelvas la mierda. Y más si es fresca, te lo aconsejo”. Pero me lo estaba ordenando, en realidad. “Igual se huele. Aunque no la revuelvas, hermano” retruqué mientras me iba. Sin mirarle los ojos, por supuesto.

ESA NOCHE recomenzamos en la taberna. Después que habíamos hecho el primer pasaje escuchamos un estruendo de botas en la escalera subterránea y apareció Ramón con los ojos titilantes. “Te invito a ver una película” me propuso a solas en un rincón del mostrador: “Estamos a tiempo de llegara la última función, todavía. Yo la acabo de ver: es algo sensacional”. Abel no supo qué contestar. Tampoco me di cuenta si me interesaba ver una película, a esa hora. “Es sobre el diablo” me explicó el gigante: “A propósito: hoy vi a Ray. Ahora están estacionados atrás de la Facultad de Medicina”. “Ya sé” le dije: “Yo lo he visto, también”. “Bueno ¿vamos entonces?” me apuró Ramón: “Deciles cualquier cosa a los gallegos. Con los muchachos no tenés problema”. Abel obedeció.

La película era El exorcista: la acababan de estrenar en París, y a Abel no dejó de trastornarlo toda aquella maldad de utilería. “¿Y?” murmuró el gigante a la salida: “¿No es imponente, loco?”. Yo le dije que sí: que me había hecho mucho bien y mucho mal al mismo tiempo. Ramón me abrazó. “Voy a pasar por la camioneta donde está Ray a comprarle hasch al gitano. ¿Me acompañás?” preguntó acariciándome la nuca. “Sí” dijo Abel: “No hay el menor problema”.

La camioneta tenía olor a jaula de zoológico y estaba estacionada entre el passage Dubois y la rue Dupuytren, en una oscuridad casi completa. Había empezado a lloviznar fuerte, otra vez. El amigo de Ray resultó ser un recontrapariente de Pepe el Sopo, el gitano francés que bailaba y cantaba flamenco en la taberna. Apenas podíamos distinguirnos, ensardinados adentro de aquel furgoncito. Ray estaba tirado (y tapado hasta el pescuezo con el sobretodo) arriba de un catre que ocupaba el lugar de la puerta trasera. “¿No tiene velas, che?” preguntó Ramón, después de arreglar el negocio con el gitano: “Así ya armo un faso aquí, para írmelo fumando por el camino. Acabamos de ver una película satánica con el petiso que me dejó enroscado. Una barbaridad. Contáselas, Principito”. Y prendió dos velas mugrosas que le alcanzó el otro y se puso a destripar un Kent para fabricar el petardo.

Entonces miré a Ray, y le hice bajar los ojos instantáneamente. “Es una película sobre una chiquilina poseída por el diablo” dije: “Tendrías que verla, vo”. Ray no subía los ojos. Las velas le recortaban la melena blanquirroja sobre la llovina que arenaba el vidrio de atrás. El riverense parecía tiritar, y Abel contó la película con su mejor poder de narrador teatrero. Ridiculicé al diablo, incluso. Y no mencioné la inevitable muerte del exorcista. Ray no se animó en ningún momento a subir la cabeza.

“QUÉ LO tiró. Lo nailaste al bayano” me felicitó Ramón en el auto, después que nos fuimos: “¿Querés volver a la taberna o te vas al hotel? ¿Por qué no te venís a dormir a casa, esta noche, por lo menos?”. Acepté. La nueva casa de Ramón quedaba en Vincennes, y el gigante prendió el petardo cuando todavía bordeaban el Sena. “¿Podés manejar fumado?” pregunté. “Pero por favor, Principito. Es mi especialidad. ¿Te diste cuenta que te traje por gusto a la camioneta a ver si lo cuerpeabas de una vez al bayano, no?”. “No” dijo Abel: “Ni me dio por pensarlo”. Entonces Ramón frenó cuidadosamente al costado del río y me alcanzó el petardo y me rozó la calva. “Quedate en París” me dijo: “Te prometo que formamos un conjunto y todo, si te quedás”. Abel torció la cara hacia la avalancha de terciopelo casi blanco que derramaba sobre el río. “No conozco a nadie más bueno que vos” sintió decir de golpe a sus espaldas: “No entiendo cómo podés entusiasmarte tanto con las cosas. Con Liverpool y el mate, vaya y pase. Pero con lo demás, es increíble”. Abel con contestó. El gigante arrancó, y cuando perdimos de vista el Sena empezó a escrutarme por dentro. Era mi verdadera cara -la que no se ve nunca sobre los espejos, igual que los vampiros- lo que quería encontrar.

Demoré un rato largo en empezar a verme. Abel no se dio cuenta de que ya amanecía, cuando llegaron a Vincennes. Bajó del auto totalmente mudo y subió los tres pisos imaginándose apoyado sobre la vidriera mojada de Le Bateau Ivre: ahí estaba su rostro. Cuando entraron al apartamento encontraron a Pedrito esperándolos. El chiquilín les miró los ojos y se empezó a frotar las manos. “Estaba seguro de que la mano venía por ahí” chilló con risa de nene que ve chocolates: “Taba seguro, vo”. Y se puso a armar un petardo con lastimosa avidez. Abel ni lo veía.

Ya había terminado de amanecer. Mi verdadero rostro era un empinadero huesudo que terminaba en dos ojos -dos fosos- vigilantes, prácticamente adolescentes todavía. Observaban la vida con una mezcla de severidad y horror, sin descansar un segundo ni condescender con una sola risa de las que fabricaba la superficie de la cara. De golpe me di cuenta que no podía emerger de aquel buceo. Del otro lado se distinguían las cosas perfectamente: Ramón ya se había ido a dormir y Pedrito fumaba con una dulce degeneración brillándole en las chuzas. Yo no podía subir a la superficie y traté de no desesperarme hasta que me desesperé. Entonces apareció la voz. Era la voz del sótano del mundo. Y yo estaba solo y lo único que podía hacer era quedarme acuclillado allá abajo de mí mismo, aguantando el maremoto. “Dale” decía la Gárgola: “En la cocina hay una bruta cuchilla. Vas y matás al chiquilín. Dale. Matalo. Dale. Es tan fácil. Ir hasta la cocina y agarrar la cuchilla y matar al chiquilín. Y después te tirás por la ventana. Después volás por la ventana. Porque no hay nada. Nada. Hay que reventar. A reventar. A reventar”. Abel estaba acurrucado en el suelo y de repente se arrancó a sí mismo de la fetalidad y trató de abrir la boca en dirección a Pedrito. Pero no pude. La voz de la Gárgola era como un tifón y yo era un huevo infinitesimal a punto de explotar allá abajo de mí mismo. Hay que hacer lo posible para que la Gárgola no pase dijo entonces mi voz: No va a pasar. Voy a gatear hasta el teléfono. Porque no puedo hablar pero puedo pensar. Un hombre siempre puede. Abel había llegado a fuerza de arañazos manoteos y brazadas hasta el teléfono, y no se daba cuenta que Pedrito lloraba de la risa mirándolo. Disqué. Sonó un timbre, muchísimas veces. No puedo más pensé: Ahora sí que no aguanto más. Me daba cuenta que si no salía a respirar en muy pocos segundos me iba ahogar para siempre adentro de la Gárgola. Entonces atendieron el teléfono. Abel había llamado a Bénédicte, y la muchacha atendió muy dormida y después se malhumoró hasta el punto de preguntar a los aullidos quién llamaba y con quién querían hablar. Hasta que hubo un silencio delicado, insondable. “¿Sos vos, Abel?” me preguntó: “¿Sos vos?”.

“Soy yo” le dije, en voz alta. “Oh la la” se quejó ella: “Qué susto. Qué te pasa”. “Me sentía como el diablo y necesitaba que alguien me hablara” murmuré: “Pero ya pasó, cosita. Andá a dormir tranquila. Disculpame, por favor”. “No hay problema” rezongó la muchacha: “El despertador suena dentro de dos minutos. Cuando quieras hablame, nomás”. Y colgó. Pedrito me miraba con ojos asustados, pero yo levanté primero un puño y después los dos puños y me paré como desperezándome. El chiquilín se rio tonta y radiantemente. “Uy: ahora parecés una mariposa” dijo cabeceando para ahuyentarse el cerquillo: “Recién parecías un gusano y ahora parecés una mariposa, te juro”. Abel se lo creyó.

ANDUVE CONVALECIENTE del tifón durante varios días (y en cierto modo durante varios años, aunque esa es otra historia). En todos esos días no vi a Ray, por suerte. El otoño era espantoso, y llegué a escribirle tres cartas seguidas a mi viejo preguntándole qué pasaba con el pasaje. Una tarde me interrumpieron la siesta unos golpes suaves en la puerta y salté y me encajé el pantalón y me senté al lado de la mesa donde estaba el cuchillo. “Adelante” grité. “Está cerrado con llave, boludo” me dijo una voz de mujer. Era Colette. Abel se abalanzó a abrir y se besaron las mejillas a la francesa lo menos ocho veces. Después la hice pasar.

“Antes que nada voy a pedirte un mate” dijo Colette: “Hace siglos que no tomo”. Abel lo preparó mientras se comentaban las últimas andanzas. La muchacha había vuelto una semana atrás y empezado a trabajar enseguida y alquilado una pieza en Montmartre. “Acabo de pasar por el Stella a buscar unas cosas que dejé arrumbadas y el Bigote me dijo dónde parabas” me explicó: “Después preciso que me ayudes a cargar una de las valijas. No pude con las dos”. “Ningún problema” dije: “Para eso estamos, al final de cuentas. ¿Cómo andás vos?”. “Como puedo” levantó los hombros la muchacha: “¿Y vos?”. “Igual” le dije, rascándome desesperadamente la cabeza: “Me pica mucho el mate. Horrible. Desde hace varios días”. “¿No serán piojos?” me preguntó Colette, y eso me electrizó. “Puede ser” me avergoncé: “Estuve de pasada en la camioneta donde vive Ray con el gitano. Me los debo haber pescado ahí, con toda seguridad”. “A ver: vení” trató de no dramatizar la muchacha: “Vení, que te reviso el mate”.

Eran piojos. Tuvimos que hacer un operativo relámpago y salir a comprar algo a una farmacia para desinfectar mi cabeza y la chambre sin que se dieran cuenta en el hotel. Colette terminó matándose de risa, pero Abel no se pudo tragar la sensación de que todas las humillaciones tienen una especie de límite pre-dantesco que no debe dejarse rebasar. Esta es la última vez que me infectás, gallo negro -pensé, arrancándome crepitaciones rabiosas de los dedos: La última, te lo advierto.

Al bajar al sótano del Stella Colette se asustó de la fuerza con que tironeé y cargué las dos valijas juntas. Pero la bronca me hubiera hecho levitar, lo mismo. Nos despedimos del Bigote y Faruk con dulce indiferencia. En la pieza de Montmartre Colette tenía preparada una ensalada exquisita y un tinto de appellation y Abel no se excitó sensualmente, esta vez.

“Decime” se me ocurrió escarbar de golpe, mientras liquidábamos la botella: “Creo que vos conociste al pintor maricón que andaba por lo de Amelot unos días antes de que mataran a Sinclair ¿no?”. “Sí” dijo la muchacha: “Lo conocí de pasada. Y después lo vi con Ray, una vez. Estaban sentados en la fuente de la place Saint-Michel, me acuerdo. Yo venía de laburar y ya era de noche. Creo que estaban sacando fotos, o algo así. Mirá: ¿sabés cuándo fue? Al otro día que se supo el resultado de las elecciones: la noche que Pedrito me sacó a pasear y fuimos a Favela. ¿Te acordás?”. “Cómo no voy a acordarme?” dije, parándome de un salto: “Esa tarde yo había estado dando vueltas con Ray. Y después él se borró para lo de Guy. Se ve que fue ese día que estuvo a punto de venderle la Pentax a Mozart. ¿Pero por qué dijiste que estaban sacando fotos o algo así? ¿No sería que Ray le estaba enseñando a manejar la cámara al marica, por ejemplo?”. “No sé” se intimidó la muchacha: “¿Pasa algo?”. “Pue-de ser” murmuré: “Voy a tener que irme. Estuvo muy rico todo. Sos una maravilla, de verdad”. “Pue-de ser” me imitó Colette, resplandeciendo en su humilde belleza.

Estaba a tiempo de pasar por lo de Amelot, antes de entrar a la taberna. Pero no me bajé en Odéon sino en Saint-Germain-des-Prés, para evitar los alrededores de la camioneta piojosa. Desemboqué en la rue Condé vía Saint-Sulpice y caracoleé por la escalera completamente oscura a una velocidad récord. Arriba estaba más oscuro, todavía. Abel tanteó el pestillo de la cocina y encontró abierto. Entré. No tenía la menor idea de lo que iba a hacer, a excepción de tratar de sacarle algún recuerdo preciso al cerebro descompuesto de Monsieur Amelot. No prendí ninguna luz. Monsieur Amelot no estaba, evidentemente. Los ventanales tenían las persianas recogidas, y la rue de l’Odéon derramaba suaves reflejos rojizos en el apartamento. Entonces me di cuenta que lo que más me interesaba volver a ver era la Pentax de Guy. La encontré enseguida y prendí la luz para observarla bien. De golpe me empezaron a fallar las manos. Nunca se ha visto un detective con el mal de Parkinson -pensé, mientras detectaba una quemadura familiar en la Pentax de Guy. La observé y la palpé durante un rato. Era exactamente la misma quemadura de la cámara robada. Apagué la portátil y me borré de apuro, razonando inconexiones en voz alta.

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