martes

CREER O REVENTAR


NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS
HUGO GIOVANETTI VIOLA

1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011

DECIMOSÉPTIMA ENTREGA

DOS: LA PRUEBA DEL INOCENTE (9)
SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE semicalvo se despierta en la pieza de una pensión ubicada en el Impasse del Conquêtes, un callejón muy cercano al puerto de Saint-Tropez. En la pieza sigue durmiendo un adolescente mientras el hombre se incorpora de un salto que hace cimbrar su cama. Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y se enfrenta al espejo del lavatorio. Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por el brillo del fuego del sótano del mundo: suelta el peine y se escapa de la habitación. Entra en el único water que hay en el corredor, pero al salir liberado del hedor de sus vísceras sigue espantosamente iluminado: entonces vuelve a la pieza y pone a calentar agua en una cacerola, mientras prepara el mate. Después agarra una máquina de escribir que está ubicada en el mismo rincón del lavatorio, evitando mirarse al espejo. Se sienta a tomar mate frente a un ventanal, bajo el dulce sol ocre. Acomoda una silla enfrente y destapa la máquina que tiene una hoja puesta: la da vuelta y escribe enceguecidamente. A medida que escribe le chorrean por la cara el sudor y las lágrimas. Chupa el mate leyendo lo que acaba de hacer, y lo corrige a máquina y salta a buscar más hojas. Un momento después el adolescente se incorpora en su cama, protegido del encandilamiento por su azabache melena charrúa. El hombre toma un mate y lo mira hondamente, con los ojos lavados por la resurrección.DE MAÑANA mateamos con Colette, y después la invité a desayunar en el Sporting. Comió con ganas. Estuvimos hablando y riéndonos de muchas cosas, pero yo me di cuenta de que tardaría meses en recuperarse. Se iba para Niza, a pedir trabajo en el restaurant de unos auverneses conocidos. Le ofrecí plata y aceptó nada más que veinte francos. “Me vas a tener que dejar sola” dijo cuando llegamos a la calle flanqueada por los galpones del puerto donde ya se podía empezar a hacer auto-stop: “Así es mucho más fácil que alguien me lleve”. “Cierto” sonrió Abel, sin ganas: “¿Y si me escondo por aquí atrás?”. Entonces la muchacha lo abrazó con violencia y le frotó la nuca como si lo hubiera parido. “Quiero quedarme sola” jadeó, descomponiéndome con su perfume: “Me lo merezco por ser boluda. ¿Te das cuenta de que quería casarme y tener hijos, loco?”. Me estaba hablando casi completamente en español.

Hay que bancárselas y chau, hermanita -pensó Abel en la esquina, mientras levantaba el brazo para despedirse. Torcí la cabeza y caminé de vuelta hacia el Impasse des Conquêtes. La desesperación me hacía doler los dientes. La desesperación la soledad y el cansancio y la bronca, pensé después: Pero no el miedo, hermano Caín De Deus. El miedo se nos había pasado para siempre, acaso: había cosas peores de por medio, ahora. “Y mejores también” dijo Abel en voz alta: “Y mejores también. Carajo”. De golpe se sintió llamado por su nombre y se tanteó el gabán dándose cuenta de que no llevaba el cuchillo. Me llamaban desde un café perchento que estaba en la esquina de la pensión. Era Mozart.

“Pero si es mi viejo y querido Amadeus” protocolaricé acercándome sonrientemente al mostrador desde donde me hacía señas. Lo encontré muy borracho y pagándole copas a un marinero. “Qué va a tomar” me preguntó, haciendo remolinear las pestañas. “Tres medidas de whisky con dos de agua con gas” dije: “Sin hielo. Por favor”. Mozart pidió la bebida y me presentó al marinero, que era un muchachón italiano con olor a paella. “Me voy esta tarde” dijo después: “Esta ciudad da asco”. Abel tomó un gran trago y le dio la razón con la cabeza.

“Lo peor es que la culpa la tenemos todos” filosofó el marica, fabricando una trompita dramática para aguantar el llanto. “Algunos más que otros” retruqué sin pensar: “Pasa lo mismo que con la inocencia. Algunos somos más inocentes que otros, compañero”. Las Gárgolas rosáceas de los ojos de Mozart se pusieron al rojo como nunca las había visto. “La odio” ladró, con tono de caniche: “Mierda. Cómo la odio”. “A quién” le pregunté, empezando a emborracharme: “¿A Lilith? ¿O a tu mamá?”. El marica pidió otra cerveza y se tomó la mitad de un trago, casi mordiendo la botella. “A la injusticia” dijo: “Con mi madre no hay problema porque ya no sé ni quién es. Estoy solo, muchacho. A veces como hay que estar y a veces como no hay que estar. Y Lilith se odia sola: tampoco hay problema. Cualquier día la encuentran más muerta que un salami. Pero la vida es de una injusticia que enloquece”.

No me sentí capaz de retrucar, en ese momento. Ahora estaba terminando la copa y recordando que no había dormido. Había velado el sueño de Colette imaginándome un Ray altísimo y ya casi completamente canoso, que caminaba a las zancadas por el puerto de Saint-Tropez tratando de localizarme. Se me cerraban los ojos. Le di la mano a Mozart en silencio y tambaleé hasta la pensión. Oroiné erizadamente, cerré la puerta con llave y dormí nueve horas.

ME DESPERTÓ un suavísimo percutir de nudillos en la puerta. Abel saltó en la oscuridad y preguntó quién era mientras tanteaba dentro de la valija roja. Cuando escuché la voz de Ramón solté el cuchillo prendí la luz me puse un pantalón y abrí la puerta y me abracé al gigante sin mirarlo a la cara. “Principito” me dijo, con voz titilante: “Qué de tu vida”. “Mi vida está jodida, viejo” contesté: “Vení. Pasá y sentate a tomar unos verdes. Ya deben ser como las siete ¿no? ¿Y Eva y la nena?”. “Están en un hotel” dijo Ramón, sentándose en mi cama. Yo seguía sin mirarlo, mientras armaba el mate. “Así que todavía tomás esa porquería, petiso” observó el gigante, con admirada tristeza. “Sí. Pero ya no cuelgo fotos de Liverpool” dije: “Estoy adelantando”. Entonces puse a calentar agua y me senté en el suelo en posición fetal y conté de un tirón lo que me estaba pasando con Ray. Era la primera vez que lo contaba en todos sus detalles.

“Apagá el fuego” murmuró Ramón: “Se te va a achicharrar la cacerola. Está hirviendo hace cinco minutos”. “¿De veras?” preguntó Abel, y levantó los ojos hacia el otro con desahogado alivio. El otro desvió la mirada. Entonces vi la Gárgola brillándole también a Ramón -como un fondo de aljibe hediondamente negro- y sentí ganas de escaparme saltando por la ventana, igual que la noche anterior. Abel renunció al mate y apagó el fuego y prendió un peter Stuyvesant con un temblor mucho más emergido del asombro que de la desesperación. “Mal año tienes, abuelo” dijo la voz de adentro -que por lo visto conocía la Muerte del pastor. Yo le di la razón sacudiendo la cabeza en el momento en que Ramón trataba de tranquilizarme, con tono de cumplido: “Mirá, petiso: ¿sabés una cosa? Me da la impresión como que dentro de diez años vamos a hablar de este tema y nos vamos a matar de risa, no sé. No sé qué querés que te diga, loco-”. La voz fue endureciéndose, hasta desembocar en una agriedad tan negra como la del ajibe.

“No digas nada, entonces” lo corté: “No hay por qué decir nada”. La sensación que Abel llegó a tener -pasados muchos años- fue la de que Ramón no podía perdonar que lo estuvieranmetiendo a él en la batalla. “Merde” casi grité: “Y para colmo voy a tener que mandarle pedir la guita del pasaje a mi viejo. No creo que me dé el cuero para juntarla. Claro que igual hay tiempo, porque yo no me voy a ir de París hasta que no se vaya Ray. Primero se va a ir él. Te lo puedo asegurar”. “Qué lo parió” dijo Ramón, parándose: “Este bayano te quiso matar y te mató, nomás. Yo te lo estuve por decir un día, que no anduvieras tanto con ese fantasma. Y te tendría que haber avisado que yo también soy un hijo de puta, Principito. Entre nosotros nos conocemos enseguida, perdé cuidado. Así que no te fíes de mí, loco. Pero no te enloquezcas. No te va a pasar nada, en serio. Aquí te dejo un France-Soir que tiene un articulito sobre el Uruguay: leélo, y vas a ver qué linda que está la cosa. Como para volver, está. ¿Nos vemos esta noche en el puerto?”. “Nos vemos” le hizo la venia Abel.

Después de terminar en Chez Marlene fuimos a buscar a Ramón y a Eva, y subimos caminando hasta la Citadelle. Ella llevaba a su hija sostenida por un colgante tipo canguro. A Abel le pareció evidente que Ramón ya le había contado el asunto de Ray, porque la muchacha lo relojeaba con apiadada curiosidad. Estuvimos sentados un rato frente a la belleza insondable del Mediterráneo hinchado por la luna, pero Ramón pidió para cobijarse bajo los pinos -al otro lado de la fortaleza. “Ya está muy fresco para la gurisa” dijo mirando el mar con repugnancia. Cuando acampamos bajo los pinos el gigante armó un petardo y Abel no quiso pitar. Eva tampoco. Pedrito y el Cordobés estaban enloquecidos de felicidad, porque ya hacía semanas que no conseguían hasch. “¿Leíste el articulito del France-Soir, petiso?” me preguntó Ramón al rato, sin mirarme. “No” dije: “Todavía no lo viché. Pero te quiero aclarar que -como decía el abuelo Bill- entre la pena y la nada elijo la pena, loco”. “Bárbaro” se rio Ramón: “Es como decir que entre la buena y la mala elegís la buena. Bárbaro, Principito”.

Abel torció y vio fosforecer la negrura repugnante de la Gárgola en la mirada del otro. Entonces volví a imaginarme al Ray alto y canosísimo buscándome por el empedrado del puerto, y tirité. La luna se filtraba entre los troncos torcidos y Eva tendió la mano con algo que relampagueó impolutamente antes de entrar en mi zona de sombra. “Te debía un pañuelo. ¿Te acordás? Dijo: “De allá de Épinay. No sé si es el mismo, pero no importa. No le hagas caso a mi marido. Yo me voy a morir sin entenderlo, pero lo quiero tanto que lo entiendo igual”. Abel agradeció mientras gateaba para acercarse a contemplar a la niña, que dormía sobre el pasto. Entonces el gigante saltó y agarró a la criatura y la mantuvo envuelta con los brazos. Me miraba fijo. “No la toqués nicon los ojos” parecía decirme: “Te infectaron, enano”. “Voy a volver” le contesté en voz alta: “Todo esto está podrido. Y yo voy a-”. “¿Pero de qué estás hablando, guaso?” preguntó el Cordobés, desperezándose. “De la batalla” roncó Ramón: “Él cree que hay algo por hacer, además de joderse y reventar. Pero yo entre la pena y la nada elijo la nada, viejo. Tomá la gurisa, Eva. Agarrala vos, mejor”. Entonces Pedrito sugirió darse un yiro por el puerto y arrancamos disgregadamente colina abajo. De vez en cuando Abel sacaba el pañuelo y lo hacía relampaguear entre la noche azul, como si fuese una linterna mágica. En el puerto estuvimos mirando durante mucho rato la blancura de los yates. Ramón buscaba algo que no pudo encontrar. “Mañana de mañana nos vamos” murmuró de repente: “Chau, vo. Nos vemos en París. Mirá que me mudé y le dejá la dirección a Pedrito. Yo me llevo el teléfono de Chez Marlene, por si las moscas. Adiós, Principito”. Y me acarició la calva con un dedo.

A las once de la noche del día siguiente recién habían empezado a tocar en el piano-bar cuando Marlene llamó a Abel desde la pieza intercomunicante con el restaurant. “Teléfono para vos” me dijo: “Llamada desde Saint-Raphael”. Abel estuvo a punto de negarse a atender pero llegó al aparato lo más rápido que pudo. “Hola” grité en español: “¿Quién habla?”. “Soy yo” roncó Ramón, desde muy cerca: “Mirá que localicé a Ray y le dije que ustedes andaban por Venecia. Hasta siempre, maestro. Y no se me desespere”. La comunicación se cortó suavemente.

EL OTOÑO avanzaba. La posibilidad de que Ray no viniera me había amansado tanto, que hasta dejé de escuchar la voz del Otro. Ya casi ni silabeaba el salmo, ahora. Retomé la lectura crespuscular en la Citadelle y el recorrido del puertito -cada vez más vacío- a la búsqueda de callejones rembrandtianos. A fin de mes tendríamos que subir a París y empezaría todo de nuevo. Y terminaría todo de una buena vez, además -pensé sentado en el Sporting exactamente a los tres días de la ida de Ramón. Un día claro y ningún recuerdo, viejo Wallace -me divagué: No conocemos policías disfrazados de matoncitos ni músicos angolanos nacidos en Bahía ni rubias platinadas onda Roman Polanski. Nada de esas locuras. Eran las dos de la tarde y Abel ya había pedido la comida y estaba paladeando una copa de rosado frente al resplandecer polvoriento de la plaza cuando vio entrar al bar a Isabelle, acompañada por el Ceja y Pedrito. Sólo el Ceja me saludó. “¿Ya los echaron de Hamburgo?” sonrió Abel. El marido de Isabelle le contestó que no, pero que el contrato era una estafa viva. Nos miramos con Pedrito.

Esa noche nos acostamos relativamente temprano y yo me decidí a leer el artículo del France-Soir que me había recomendado tanto Ramón, y el chiquilín me pidió algún poema de los míos. Le di uno solo, largo. Era un poema de amor cruel inspirado por The sun also rises. “Uy, nono” falseteó Pedrito, después de la segunda lectura: “A usted le van a rezar las viejas”. “Favor que usted me hace” ladré: “Y a vos te van a matar los maridos, si no te cuidás un poco”. “¿Vos decís por el Ceja?” se rio el chiquilín: “Tas loco. Si cuando vino nos encontró prácticamente en la cama y nos invitó a comer chucrut. Estamos en otro planeta, nono. En otro tiempo, estamos. Usted perdió la-”. “Ta” dije: “Alcanza. Dejalo por ahí”. Me dediqué al France-Soir, que traía un inefable artículo sobre la decadencia uruguaya escrito por un corresponsal franco-mexicano. La cosa estaba planteada en términos menos sentimentales que apocalípticos, a saber: en los bares del otrora floreciente Pocitos ya no había más que tacuruses de arena entre butacones rengos y butacones entelarañados donde se oía la amenaza del oleaje, etc. (Y uno se imaginaba que por la rambla girarían pelotones de paja en vez de coches, como en las escenografías del Far-West.) En definitiva, colofoneaba -envalentonándose- el corresponsal: Una ciudad y un país que tienden adesaparecer.

Abel sintió como si le pegaran un marronazo en la entrepierna. Mierda, pensé: Estás en Saint-Tropez dándote dique con las fotos que te sacás con la B.B. y masturbándote con tu novela andante y tus odas de amor-odio y jodiendo la paciencia con tu horrible tragedia personal. ¿Viste la patria, ahora? ¿La viste de una vez? No es solamente el único cielo concebible paramorirse abajo. Son los pobres, los tuyos. Esa es tu historia, macho.

Esa noche Abel Rosso soñó que era un centauro con ojazos de Gárgola que galopaba persiguiendo a un infante desnudo (y con su propio rostro) y al despertarse tableteó una proclama de resurrección. Pero la patria triste / me dolió más que todo proferían los dos primeros versos. Después le escribí a mi viejo lo más eufemísticamente posible, aceptando su tan reiterado ofrecimiento de ayudarme con el pasaje de vuelta si me las veía mal. “Mal no” le puse: “Peropobre, siempre”.

EL CLIMA ya oscilaba, y con el primer frescor tuve un ataque de asma bastante fuerte. Hacía tiempo que se me había acabado la betametasona (que no se vendía sin receta) y Marlene se ofreció a financiarme una consulta con su médico cuando yo lo dispusiera. Pero esa noche no pude dormir. Abel aprovechó para liquidar A la sombra de las muchachas en flor y tomó mate electrificantemente, hasta que a las cinco y media de la mañana se decidió a salir a dar una vuelta por el pueblo.

El pecho se me empezaba a abrir. Recorrí las dos cuadras de la plaza entre una semiclaridad sedosa y después se me ocurrió subir a la Citadelle por el lado opuesto al que lo hacía siempre. Los árboles de los viejos chalets y el macadam de los repechos se veían como a través de un filtro azul cobalto, y Abel se sintió al borde de algo identificable con la felicidad. Al empezar la ascensión final de la colina tuve miedo de que la cosa se estropeara, y en ese exacto momento se me cruzó por el sendero (caminando) un enorme pájaro del tamaño de un pavorreal. El pájaro voló a ras de tierra hasta esfumarse entre el claror turquesa que filtraban los pinos. La cosa viene bien -pensé. Y caminé hasta ver el panorama de los tejados de Saint-Tropez, que parecían penetrados por el color exacto de la vida: un rojo húmedo y hondo, de gredosa grandeza. Más allá estaba la franja del resplandor marino y la aterciopelada bruma azul de los Alpes.

Abel sintió que tenía que doblar a la derecha, bordeando la fortaleza. Cada vuelta de tuerca que le daba al camino le abría una luz más ancha. Y no podía frenarse. El rebrillo del golfo creció hasta circunvalar el horizonte, y al dar la última vuelta vi el sol recién alzado y miré hacia mi izquierda en el momento en que dos velas emergían por detrás del cementerio: daba la sensación de que los marineros podían ir conversando de una borda a la otra, de tan juntas que estaban. O de que las dos barcas eran algo así como la metáfora de una pareja, llegó a pensar Abel. Entonces clavé la mirada en el cementerio blanco lavado por las olas y festejé la vida hasta el estremecimiento. “Es justa” murmuré: “Con todo lo que tiene. Y con todo lo que le falta y hy que hacerle tener. Es justa”.

Y metí la mano en el gabán y encontré un papel y un lápiz que no recordé haber puesto allí en ningún momento y empecé a transcribir inconexamente lo que veía y sentía y bajé a la ciudad totalmente borracho por la felicidad y versificando por la calle y casi me pisa un auto pero seguí escribiendo y a veces ponía primero lo que iba a pasar ponía Tomé un vaso de leche y tuve que ir a tomármelo al Sporting y al sentarme en la plaza con la gente del pueblo a la vista y el pecho abierto y la batalla de todos los pueblos estrellada en los ojos sentí mansa y maravilladamente que ya podía morirme.

QUEDABAN MUY pocos días para irnos, pero por las dudas me largué aquella tarde mismo hasta Chez Marlene a ver si conseguía la cita con el médico. Encontré cerrado. Pregunté en el restaurant conexo y me dijeron que Marlene acababa de irse a la villa de Li. “La llamaron por teléfono hace cinco minutos” me explicó el chef, en mangas de camisa: “Es una lástima. Recién se fue. ¿Puedo ayudarte en algo?”. “Necesito un remedio” dije poniendo cara de moribundo: “¿Cómo hago para llegar a la villa de Li? Ya me llevaron una vez, pero ahora no tengo la menor-”. El muchacho sonrió, entre disciplicente y simpático. “Mirá” murmuró: “No tendría que decírtelo. Pero si caminás por acá abajo -bordeando las costas privadas- llegás en un rato. Yendo por allá arriba tenés que tomar un taxímetro y dar doscientas vueltas. Abajo hay un muellecito con un cartel que dice Werewolves”. “¿Cómo?” puso cara de curioso inofensivo Abel. “Werewolves” repitió el chef: “Es una palabra perteneciente a una vieja superstición judía. Son las personas que se vuelven lobos y se comen a otras, o algo así. Lo sé porque soy judío, of course”. Abel agradeció levantando un pulgar, aunque sin sonreír.

No fue nada complicado caminar por las rocas. Me hizo acordar a mi niñez, en la playita de los Ingleses. Acá también había alguna que otra playita, al pie de los acantilados señoriales. “Eh, los de arriba” jadeó Abel en cierto momento, sudando como un chivo: “¿Tienen felicidad?”. Después trepó un rocaje color sangre vieja y encontró el Werewolves casi frente a su cara mientras oía una especie de graznido humano, explotando allá arriba. Abel trató de remontar lo más rápidamente posible la escalera que llevaba a la villa. Claro que no me ahogaba el asma, solamente: el graznido pasó a ser chillido y después aullido, a medida que me acercaba. Se sucedía con cortísimas interrupciones.

Lo primero que vi a través de los ventanales traseros fue la irradiación verdosa de la piscina: no vi ninguna sombra colgando del trampolín, en ese momento. O mejor dicho: no vi el trampolín. Atravesé un jardín cubierto oyendo con asombro la vibración que producía el griterío en los cristales. Cuando entré al suntuoso espacio abierto de la piscina Marlene levantó la cabeza y me observó como si yo fuera de la casa. Yo torcí la cabeza y vi primero al San José cornudo que parecía mirar burlonamente a Li desde abajo del agua. Li colgaba -desnuda y ahorcada- del trampolín.

“Y vos qué hacés aquí, si se puede saber” demoró mucho en preguntarme el muchacho, cuando se le pasó la pataleta. “Andaba buscando a Marlene” dije: “La fui a buscar al restaurant y me explicaron que recién había salido para acá”. En ese momento Marlene estaba mirando a Li desde muy cerca, me dio la impresión. La capté apenas de reojo, porque no quería profundizar mi visión del cadáver. Ya había tenido suficiente con Sinclair. El policía se secó bien la cara y prendió un cigarrillo. Marlene taconeó hacia nosotros: ahora le relampagueaba intermitentemente la furia, debajo de la gelidez. “Como lo veo mucho más calmo se lo voy a volver a preguntar. Y a ver si no le da otro ataque” casi gritó, dirigiéndose al muchacho: “¿Por qué están tan seguro que no la mataron?”. “Perdone, pero yo no se lo voy a volver a explicar” la cortó el ex-matoncito, amablemente: “Ya está por venir la técnica y eso va a confirmar todo, no se preocupe”. La mujer dio una patada en el suelo y se fue de la villa.

Abel prendió un Peter Stuyvesant y se sentó al lado del muchacho. Se dio cuenta de que el otro tendría su edad, más o menos: sus ojos ya no le parecieron ni inocentes ni degenerados. “¿Hace cuánto pasó?” pregunté. “Una hora y media, más o menos. Acabábamos de hacer el amor en serio, por primera vez. Yo salí a buscar un champagne especial en el auto, para festejar. El champagne especial lo pidió ella. Yo soy del pueblo, viejo. Soy policía, pero me cago en los explotadores”. Entonces puso los ojos en la ahorcada y murmuró: “Cómo me enamoré, mierda. Jamás podré entender cómo me fui a meter de esa manera”.

Abel terminó el cigarrillo en silencio y le pidió permiso al muchacho para irse. Él movió la cabeza, asintiendo. “¿Qué hay del caso de París? El del ex-marido de ella” me animé a preguntar, ya parado. “No sé” me contestó, levantando los hombros: “Yo tenía mi función de vigilancia acá. Hace días que no sé nada de cómo va lo otro”. “¿Y los negros?”. “Los negros están presos en Cannes desde ayer” dijo el muchacho: “Se les fue la mano con la carga que trajeron. Pero pueden zafar. Con un poco de suerte, zafan”. Abel le dio la mano al ex-matoncito. “Si va pal montón delrico / el pobre que piensa poco / detrás de los equivócos / se vienen los perjudicos” le recité en español. No sé si me entendió, pero me hizo una melancólica guiñada de complicidad. Abel salió por la escalera del fondo, sin volver a mirar la desnudez de Li. Cuando pasé junto al Werewolvesme pregunté si la superstición judía contemplaría los casos de las mujeres-lobo que terminaban por devorarse a sí mismas. “Malditos matriarcados” dije tirando una piedra contra el Mediterráneo.

AQUELLA NOCHE decidieron irse de Saint-Tropez. Pedrito y el Cordobés habían enganchado a otras dos italianas que subían a París y me ofrecieron acomodarme con ellos. “No, gracias” ladró Abel: “No me gusta viajar en la valija”. La verdad es que hubiera ahorrado bastante yéndome en coche, pero de golpe me tentó la idea de quedarme unos días más en el puertito. Tranquilo. Escribiendo. Laburando con canilla libre en Chez Marlene. Y no teniendo que enfrentarme con Ray De Deus, por supuesto.

Pedrito y el Cordobés salieron a las diez de la noche y yo me fui a cenar al Gorille. Ya casi no quedaba turismo a la vista. La noche estaba triste pero muy serena, y no me importó quemar unos francos tomando un whisky antes de los calamaretti. Qué mal viven los pobres -pensó Abel ensoñándose, en el momento en que una voz muy conocida le pidió que mirara hacia su derecha. Abel torció la cabeza y la Miguela le sacó una foto desde una mesa donde se acababa de sentar con un viejo teñido. “Listo, majo” cacareó el marica, levantándose para venir a saludarme: “Me voy a Italia en yate ¿sabes? Me ha invitado este tío, que es una de las maravillas del mundo. Si me das tu dirección puedo mandarte la fotografía. Ahora soy un gran fotógrafo. Mira la camarota que me regaló mi Amadeus”. Y me alcanzó la Pentax.

“Oye: ¿pero por qué te has puesto a temblar de esa manera?” me preguntó el marica, entre divertido y asustado. “Nada” le dije: “Rien de tout, varón. Estoy tomando un poco de más últimamente. ¿No sabés si tu Amadeus traía esta Pentax de París, por casualidad?”. “Sí” dijo la Miguela, con un rictus de orgullo: “Me dijo que era una Pentax recién comprada en París. Está un poquito chamuscada aquí ¿ves? Pero es maravillosa”. “Sí” dije: “Fui yo el que la quemé. Esta Pentax se la robó tu Amadeus a un tipo que era mi mejor amigo”. “Uy, pero qué horror” chilló el marica. “Oye, majo. ¿Y qué le vas a decir a tu mejor amigo cuando vuelvas a verlo?”. Abel terminó el whisky y se pasó las manos por la frente. “No sé” murmuró: “Lo que sé es que pensaba quedarme unos días pero me voy esta noche mismo. Ahora mismo, después que coma”. “Vale. Pero no me mires así que yo no te hice nada, majo” suspiró la Miguela: “A la verdad que asustan esos ojos que tienes”.

ERA IMPOSIBLE cargar la valija el bolso la guitarra y la máquina de escribir al mismo tiempo. Abel los iba transportando por turno, cómicamente: avanzaba con dos cosas durante unos metros, y dejaba las otras a la vista y volvía a buscarlas corriendo. Y así sucesivamente desde la terminal de ómnibus tropeziana hasta la estación de Saint-Raphael.

Estuve un rato solo y a oscuras en el compartimiento del tren, antes de que arrancara. ¿En dónde andaría Mozart? ¿Sería cierta mi teoría del asesino-ladrón, entonces? ¿Qué baraja se guardaba el ex-matoncito para asegurar con tanto desparpajo que a Li no la habían limpiado? ¿Ray estaría en París o seguiría por aquí cerca? “El de la triste figura / tiene de nuevo aventura. / ¿Qué se fizo su locura?” murmuré sonriendo. Pero qué terriblemente difícil que es investigar de verdad, pensé después. Tengo que llamar a Marc apenas baje del tren. Marc no me va a perdonar nunca que no le haya contado lo de la Pentax. Nunca.

En el corredor del tren se encendió una luz suave que me hizo ver reflejado sobre la ventanilla. La Gárgola no estaba: ni en la noche, ni en mí. Abel prendió un Peter Stuyvesant y miró la noche sin fondo sobre la que brillaba el reflejo de su rostro. Sintió necesidad -por primera vez en la vida- de tener hijos.

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