ADELANTO EXCLUSIVO DE UN CAPÍTULO DE "VOLVER...VOLVER"
(en venta en librerías)
Los seres humánidos caminan no solo a su voluntad, como suelen creer, sino bajo sometimiento a fuerzas de atracción que pueden actuar tanto desde la vulgar materia y sus expresiones arbóreas, edilicias, urbanas, cárnicas, terrestres, etcétera, como desde las sacudidas sustancias de la memoria y de la mera imaginería.
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Los seres humánidos caminan no solo a su voluntad, como suelen creer, sino bajo sometimiento a fuerzas de atracción que pueden actuar tanto desde la vulgar materia y sus expresiones arbóreas, edilicias, urbanas, cárnicas, terrestres, etcétera, como desde las sacudidas sustancias de la memoria y de la mera imaginería.
Iba Leandro pensando esto, ajeno a cualquier asomo de novedad intelectual, cuando, al detenerse en el centro de una calle del barrio Las Delicias, sospechó que a su derecha, algo adelantito, debería estar la generosa mansión que habitara, ¿tres quinquenios años atrás?, aquel embajador mesoamericano en épocas de la dictadura neofascista.
“Sí, creo que ésta es la casa… Pero, ¿por qué vine por estos rumbos? No conocía bien esta zona de puras residencias, de gente que en vez de laburar, descansa… que en vez de vivir, vive de los otros… Puta, ¡qué simplismo el mío! Aunque así funciona nuestra todavía democrática sociedad esteña… Según parece en la casona llegó a haber más de cien refugiados, militantes políticos y sindicales, mujeres, niños, tipos de varia edad… Escaparon del horror, se marcharon del país cargando sus historias personales y colectivas… en realidad, luego de tenerlos durante meses en una expectativa alucinante y desgastante… los sacaron a patadas en el centro del culo. Los milicos sostenían que eran delincuentes o miembros de movimientos terroristas… Para ellos no eran luchadores comunistas, socialistas y de otras formaciones políticas o guerrilleras… Hasta los niños resultaban peligrosos… Pero fueron saliendo hacia Cuauhtpeque, doscientos o trescientos, en un goteo irregular, agónico… hoy unos cuantos, mañana saldrán menos, después un montón… hasta que se cortó el flujo… Hay personas que en Cuauhtepeque y Ríomar recuerdan con emoción, sin duda, las gestiones de don Vicente, el embajador, un humanista incansable, un ser solidario hasta las raíces… la gente a su cargo en el servicio diplomático lo acompañó con dignidad… Bueno, eso me contaron y volvieron a contar algunos compadres durante el exilio… Ahora, creo que paso frente a la ex residencia del embajador porque he soñado que también estuve asilado ahí… cuando la persecución contra el partido era implacable… estuve ahí, soñé, como tres meses… en medio de la promiscuidad controlada, durmiendo en el suelo con otros quince… en colchonetas y cojines de todo tamaño, tapados con cobijas no más… comiendo a horas fijas, lavando trastes a hora fija… barriendo y trapeando pisos a hora fija, bañándome a hora y día fijo... leyendo y escribiendo sin hora fija… haciendo la vigilancia a hora fija… tratando de coger con cierta musa cuando se pudiera… En fin, lo malo, lo lindo, lo bueno y lo feo. Lo soñé, me digo, por eso no figuro en el libro muy bien documentado que publicará pronto -o ya publicó- Sylvie Dutrenoit, doctora en ciencias políticas, y que titulara La embajada invencible… ¿Qué más puedo decir sobre lo no experimentado? ¿Recordar tanto sufrimiento de tantos siempre acumulándose? Porque te duele en todas direcciones… Cuando todos fuimos expulsados, cuando salimos al ostracismo, al destierro, ¿no dejamos una estela como la que graban los barcos en la espuma desde antes de la Ilíada hasta hoy? ¿No es una cauda de sacrificados en la tortura, de desaparecidos, de vejados, de hambreados, de insultados, de violados, de destruidos, de engañados, de desechados? Y cuando volvemos, ¿es por eso más ligera, más breve, menos sangrienta, menos dolorosa, la misma estela nacida con el inicio del exilio y que nunca nos abandonó? Por mera fuerza de atracción… así es que los sufrimientos de los pueblos se juntan… Pero, ¿qué haremos con ese tormento social así acumulado? Si no hacemos una revolución de a de veras, entonces ¿qué?”
El hombre Leandro sintió en los pies una tonalidad de piedras sueltas, de arena mezclándose con mugres indefinidas. El roce o sutil arrastre de los zapatos casi vencidos tuvo en él una resonancia inédita.
“¡Caracho! ¿Qué es lo que oigo? ¿De dónde se aparecen estas voces? Que son voces… son. Como el pipí que, cuando cae en la boca de la letrina, empieza hablar en quién sabe que idioma… que uno después entiende, piú o meno… ¿Qué escucho? Ah, sigue caminando… sigue caminando… no no pares nunca… no no pares nunca… ¡Y hasta en hexasílabos! ¿Para que me asombro? Desde chiquito entendí que nada es mudo del todo, ni las piedras. Allá, en la casa de la estación Mangas, cuando mi madre semicantaba algunas canciones, con melodía improvisada sobre versos de Amado Nervo, para que con mi hermana Sara nos durmiéramos protegidos por esa magia sonora, dejaba de escuchar su cántico y por la cabeza se me cruzaban avisos de gorriones, señales de golondrinas, golpeteos de pájaro carpintero… Pensaba, imaginando que aquel sonidal venido de los espirales del día se añadía luego al fluir de la noche, que en los espacios de afuera de la casa fermentaban realidades plenas de claridad y de misterio. En mí se originaba un estado de angustia y de alegría que jamás pude describir. Los puros sonidos y crujidos y quejidos y su ritmo y sus intercaladas cesuras y sus caóticas pausas se transformaban en mí, como una oscura premonición, en los versos que años después estaría destinado a escribir... Tal vez lo que en este momento escucho al caminar es lo que estoy escribiendo… o soñando… Por eso he sospechado desde antes de la adolescencia que no hacemos camino al andar, según don Antonio Machado, sino que marchamos en la medida en que nos acercamos a un camino siempre intocado, siempre intangido como el objeto/sujeto del más primario deseo. En términos poéticos… un camino que nos lleva al centro del Azar… allí donde dejaremos acumulada la energía que, al calcinar sus límites, estallará para encender en los humánidos el alto fuego de la libertad perenne… ¡Qué discurso me largué! Además, ¿de dónde salieron las putas palabras? Un poeta diría que son la síntesis de todas las emisiones del aparato del habla humana misturada con el libro sonoro del mundo natural… pero la especie ha producido otros ruidos, otras vibraciones, otras melodías... ¿Eso también debe tomarse como elemento constitutivo del lenguaje? ¿Serán el barullo horrible de las grandes ciudades y el brutal ruidaje de las guerras una sustancia palabrera? ¿Existe el silencio en estado de pureza? Cuando usaba la bicicleta a favor de mis dolidas patas, según la velocidad, escuchaba con nitidez ‘Tomate otro trago… tomate otro trago…’, o si no ‘Decime otra cosa… decime otra cosa…’ ¿Por qué nadie escucha el ladrido de un perro muerto hace mil años? Quiero decirme que cuando alzo estas pobres reflexiones, estoy significando que toda expresión sonora, venga de donde haya salido (viento, árboles, olas marinas, pedos de gorila, coletazo de piraña, gemido de amante, tos de moribundo, eructo de bebé, pájaros desterrados, maldición de madre, sirena de guerra, balazos nocturnos, súplicas de creyentes, bombas nucleares, suspiro de bacterias, réquiem de Mozart, estómagos derrotados, pichones solos, choque de galaxias, ballenas enamoradas, cantos de rapsoda, etcétera), es sustancia no tactada o dimensión irreconocida o materia real del único idioma posible en este universo que gira y gira simplemente alrededor de incontables universos cuyas leyes jamás conoceremos… Es decir, al cabo de haber inventado miles de idiomas y dialectos y cientos de sistemas de escritura, la especie cultural que somos no ha podido imaginar, recrear o traducir la lengua cósmica, la lengua de todos los días que empezó con una limitada explosión para comprobar, también, que la Nada es innombrable…”
Leandro, en algún costado de su cerebro, aborrecía estas banales divagaciones, pero estaba acosado de modo permanente por una pregunta tan retórica como angustiante: “¿Qué putas es la realidad?”
Según cierto erudito cervantino, es la cuestión esencial en Don Quijote, quien aplica su insanía en busca de una respuesta, para lo cual entrevera lúcidamente eventos que todos perciben con la obra de los encantadores que confirmarán su verdad. Y el caballero, tan acopiador de diversos nombres, defenderá esa verdad hasta términos extremos… Pero volvamos a Leandro: si las palabras fueran generadas como él nos dice y si por momentos pudieran, por mera sinestesia, adquirir figuración o apariencia, veríamos sobre su transida cabeza, no un aro de angelito medieval educado en latín ni un globo bidemensional atrapador de oraciones o frases o versos o exclamaciones o signos aislados o discursos o aun blasfemias como #&?*x}+gr, sino un abanico de espuma sombría abriéndose y cerrándose en una respiración desesperada y exultante de brevísimas instancias en color multiplicado, o sea, una trama cambiante de entrelazados arcoiris a su vez estallantes en tallos de estructura impalpable y olorosa a usado sudor de pies y axilas abominables, a ácido pecho quemando vieja sangre, a hediondez de dedos hurgando la hendidura sagrada, a agrios dientes decapitando todavía la verba iniciática, a amargos hálitos que inexplicablemente pueden impulsar un cántico o una bandera…
“Tengo que descansar, ahorita mismo… Que nada hable en este entorno de bosques achatados por el duro aire del Sur… Que el idioma del viento no sea entendido por mis orejas… no, porque escuchar también cansa… Si apareciera una casita de troncos con su chimenea humeante de blanco, con su añejo rosal junto a la puerta receptiva, con sus muebles ordenados, con su cocina entibiada por el vapor del café… Si entrara en ella, sé que se agrandaría ajustándose a la masa y la forma de mi cuerpo, de lo que meramente soy, porque mi nombre no ocupa ningún sitio, cabe en donde se dé. Pero no puedo comprender si esto en verdad es un bosque, reminiscencia de las aventuras de Rama o Tristán, o un letrero oficial que publicita las bondades naturales de esta república esteña… anuncio para atraer el turismo de los vecinos ricos… Es que entre los pinos y eucaliptos y acacias, el viento o el gran cartel deja ver lenguas de arenas intensamente blancas… ¿Y el Sol, por dónde anda el padre Sol?” esto se entredijo antes de enredarse en sí para dormir entre raíces y hojas murientes.
Leandro logró despertar cuando el temblor de aquel suelo arenoso y húmedo casi le gritó dos heptasílabos indicándole el tránsito de una camioneta de la policía preventiva: “Salite del camino… metete a la derecha…” Y así pudo rajarse del presunto bosquecillo, cargando la pistola en un bolso, pues jamás la llevaba encima, y saliendo hacia un grupo de casas de veraneo vigilado por una breve perrada que, sin ladrido ni gañido alguno, permitió al caminante una aquietada aproximación a aquel apacible sistema doméstico.
“Si esto fuera una simple soñada, tendría que aparecerse la Rosita” es lo que, hasta donde lo conocemos, debió de cogitar Leandro, especialista en inciertos esfuminos y dislocados delirios, mientras destejía neuronas y sinapsis para que Rosita adquiriera lúcida imagen y vera semejanza.
Una de las casas en el centro del grupo estaba señalada por un cuidado letrero al comienzo del jardín: ‘Pensión el Edén’, letras de amplitud, y en cuerpo más pequeño: ‘Rosita Pérez, propietaria’.
El hombre Leandro tocó tres veces, a pura mano extendida, la puerta pintada a siete colores (¿reminiscencia de sus visiones de lingüística natural?). Por cada color hubo un silencio. Tocó, golpeó, rasguñó las tablas de posible cedro. Quiso relaborar la lejanía de aquel nombre de seis signos resurrectos, la palidez bermeja de una boca apenas insinuada en la suya.
Ya en completo desespero, golpeó a sufrido puño y pateó a zapato exhausto la estrecha entrada lateral, las ventanas, las paredes, los achatados árboles del jardín. Finalmente, vencido y genuflexo, dio con su cabeza en la puerta de cedro.
“Pero… ¿y los colores? ¿Por dónde caracho se fueron? Si yo los vi como pieles pintadas a puro pincel… Ahora hay solo una madera negra, y se escuchan los gritos de los perros… Parece que son más de los que eran… La puerta no se deja… tengo que abrirla… y si no, ¿qué hago?”
Cuando la furia de los perros llegaba al jardín, Leandro pudo apartar la hoja de madera para así percibir un ámbito sin forma traducible, o una habitación de tiniebla, o una dura oscuridad que, en medio de tropiezos y desgarros lo conduciría a un asombroso vacío, a la “terra australis incognita” de su propio pasado.
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