EL SENDERO DEL BOSQUE QUE LLEVABA A LA FUENTE
(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)
Traducción de Eva Iribarne Dietrich.
OCTAVA Y ÚLTIMA ENTREGA
Nuestra primera cabaña, la que habíamos alquilado al escocés, había pasado a otras manos al morir éste, pero a veces bajábamos por el sendero junto a la fuente para ir a verla, y es lo que hicimos días atrás. Muchos años han pasado.
Mauger había muerto, Bell no estaba más, ni tampoco el viejo Sam, que vivía junto al faro; pero Kristbjorg y Quaggan, con sus setenta y cinco años y ya bisabuelo, estaban bien vivos y seguían viviendo en el mismo lugar. Como siempre la gente continuaba amenazando con echarnos de la playa, pero nosotros seguíamos todavía allí. La cabaña de Mauger camino al faro, con su techo recientemente renovado, se alzaba desolada, pero no nos entristeció verla. La vida de Mauger se había cumplido demasiado bien, y él había muerto diciendo: “En mi vida me he sentido mejor”.
Cuando murió, nosotros andábamos sin dinero, pero alguien había enviado unos laureles con la firma de un ancla a la casa del velatorio, y una mujer cantó Más próximo a Ti mi Dios a través de una reja y un pastor leyó una versión mejorada del Salmo XXIII. Nosotros habíamos sugerido que a continuación de ese himno se cantara Escúchanos, Oh Señor, desde el cielo tu morada, pero como nadie fuera de nosotros y Quaggan lo podía cantar, nuestra propuesta no fue atendida. Como tampoco lo fue la de que cantara cualquier otra cosa y no Más próximo a Ti mi Dios, himno al que Mauger había detestado porque su padre había sido fogonero del Titanic.
En la casa del velatorio, unas grandes columnas corintias imitación mármol, pretenciosas, flanqueaban al pastor, y mientras éste leía yo no hacía sino ver como aquéllas se transformaban ante mis ojos en fuertes pilotes de madera, hermosos, viejos, humildes, cubiertos de conchas azules sobre los que se alzaba la casa de Mauger (y dudo que no sea así, probablemente, que en el cielo, se alce la de San pedro). Otro pescador, su hermano, ocuparía su casa, con las redes que colgaban al aire. Y recordé con cuanto desinterés, robando tiempo a su propio trabajo, y sin aceptar pago alguno, Quaggan, Kristbjorg y Mauger nos habían ayudado a construir nuestra casa nueva, nos habían ayudado, aunque todos ellos de edad, en el arduo trabajo de colocar los cimientos, más aun, ellos mismos nos habían proporcionado la mitad de esos cimientos. Mauger debía alegrarse de que fueran tantos los que lo querían, y por mi parte quedé sorprendido de cuántos entre los presentes en el velatorio eran veraneantes a quienes yo no conocía. Kristbjorg, uno de sus mejores amigos, tenía sus propias ideas sobre la muerte y no había acudido. Empero, también parecía estar allí. Cuando a la salida nos detuvimos a mirar a Mauger en su ataúd, parecía como si hubiera estado sonriendo con cierto aire de sorna tras sus tupidos bigotes, y que misteriosamente hasta hubiera estado cantando apenas para nosotros:
Still you’ve got a long way to go
You’ve got a long way to go
Wheter you travel bay day or night…
The judge will tell you so…
(Todavía tienes un largo camino que recorrer
Tienes un largo camino que recorrer
Así viajes de día o de noche…
El juez habrá de decirlo…)
Nuestra aldea sobre la playa apenas había cambiado. Sobre el frente de nuestra primera casa, donde tan felices habíamos sido, se veía una ancha placa de madera con un nombre que quizá no tuviera mérito ni siquiera de acuerdo a la particular categoría de chocarrerías a través de la cual se la debía considerar: “Wzzit-2-U” Pero en otros sentidos había mejorado. El porche había sido ampliado, había una antena de televisión -tal vez alguien escuchara nuestra ópera por ella, aunque esperábamos que no. Pues las autoridades locales al llegarles rumores de una ópera escrita por un compositor local, habían visto en ella un excelente instrumento para renovar el ataque contra nuestra posición en la playa, de modo que durante cierto tiempo no fueron raros titulares tan desagradables como: Intruso artístico pone en peligro la dignidad de la ciudad. Necesitamos desagües, no sinfonías. Acaudalado compositor prefiere un perverso nido de ratas, hasta que otro hijo de catorce años de algún ciudadano de pro cometió un crimen sexual y otro alcalde cometió un asesinato; así, pues, afortunadamente, no tuvimos que esperar mucho. La casa tenía ahora una escalera techada, aunque mi vieja escalera todavía estaba en su puesto en los peldaños. Había un nuevo refuerzo del techo y una nueva chimenea. Espiamos por la ventana, sintiéndonos como ladrones. ¿Pero por dónde si no, podía la naturaleza mirar dentro y la casa conservar su intimidad? Pues eso era lo que hacía. No era sólo que entrara la luz del sol, sino también el movimiento y el ritmo del mar, en el que el reflejo de los árboles, las montañas y el sol se contrarreflejaba y multirreflejaba en un resplandeciente movimiento interno. Como si fuera parte de la naturaleza, había sido captado el reflejo mismo vivo, que se movía y respiraba, de la misma naturaleza. Mas se lo había logrado de manera tan hábil y disimulada que nadie podía verlo desde una casa vecina. Había que mirar a hurtadillas como un ladrón para advertirlo. Un árbol que habíamos plantado en el fondo alcanzaba ya la altura de la cabaña, un cinoxilón se apiñaba en blancas estrellas, otro cerezo silvestre que nunca nos había florecido era una nieve de pétalos, y nuestras prímulas, que habíamos dejado para el escocés, estaban en flor: la hierba de fuego había crecido de las simientes llevadas por el viento desde nuestra segunda casa donde esa hermosa hierba era nuestro huésped involuntario. Una vez, durante un invierno, mientras estábamos en Europa, un niño había nacido allí durante una tormenta de nieve. Había una cocina nueva, pero la mesa y las dos sillas de antaño, donde comíamos frente a la ventana, todavía estaban. Como estaba también el tarimón en el que habíamos pasado nuestra luna de miel -y qué luna de miel tan larga había resultado ser-, donde nos habíamos deseado mutuamente y nos habíamos angustiado por el temor de perdernos, y nuestros corazones se habían sobresaltado, y habíamos visto levantarse la luna y las estrellas, y oído el rugido de la marejada durante las noches de terribles tormentas de nuestro primer invierno, y donde la abuela del gato que ahora nos acompañaba había dormido con nosotros y nos había tirado del cabello por la mañana para despertarnos - Valetta, que hacía tiempo había ido a reunirse con el resto de esos extraños seres hijos de la luna. Sin embargo ¿quién, que distraídamente mirara la casa, con su aspecto de venirse abajo, su aire de transitoriedad, de improvisación, hubiera podido pensar que una existencia de tal belleza, una felicidad tal, hubiera sido allí posible, que tales dramas hubieran allí ocurrido? Mirad, esa vieja cabaña, grita el que pasa en la lancha a motor por sobre el ruido del motor, y ríe con desdén; no importa, ya quitaremos todos esos horrores ahora. Comenzad aquí, y seguid adelante! Campamentos para los automóviles de la gente rica, hoteles, cortad esos árboles, abrid las tierras al público, llevad el lugar al mapa. De todos modos ahí, en esos nidos de ratas, no viven sino traficantes de mercaderías robadas y algunos viejos lobos de mar. Intrusos! Hace tiempo que el gobierno ha estado queriendo sacarlos!
Había sido donde habíamos comenzado nuestra vida, y no obstante los conflictos y lo singular que había sido, un sentimiento de pena oprimió nuestros corazones. Anhelos y esperanzas satisfechas, pérdidas y redescubrimientos, fracasos y triunfos, penas y alegrías parecían fundirse en una emoción profunda. Desde donde estábamos en el porche podíamos ver apenas, pues de pronto se estaba levantando una niebla de primavera sobre el agua, directamente del otro lado del arco de la bahía, el sitio donde había ardido nuestra segunda casa y nada trágico había en ello tampoco. Nuestra nueva casa se alzaba claramente visible en su lugar, si bien mientras la estábamos observando la niebla empezó a devorarla.
En tanto que la niebla avanzaba hacia nosotros, y comenzaba a envolvernos y el sol seguía tratando de conservarse como un disco de platino, era como si la esencia de una clase de música que se hubiera ocultado allí para siempre, que parecían evocar los comentarios de mi mujer mientras miraba por esa ventana afuera, al porche, los primeros días cuando nuestra intención había sido la de pasar allí sólo una semana, o en los días de otoño cuando todavía estábamos demorando la partida, mientras preparaba el café, hablando consigo misma en parte en mi beneficio, describiéndome el día, como si yo hubiera sido un ciego que estaba recobrando la vista al que de nuevo debían enseñarles las bellezas y las rarezas del mundo, se hubiera revelado, y hubiera empezado a sonar para nuestro oído interno, no música exactamente pero con el efecto de música, nada sentimental, sino algo fresco e inocente, y conmovedor sólo porque era tan feliz, o porque la felicidad es conmovedora; o era como un susurro de los fantasmas de nosotros mismos. “La luna que muere se levanta en un cielo verde…” “La helada blanca sobre el porche y sobre todos los techos, la primera helada fuerte del año…” “Hay una flotilla de pájaros de ojos dorados bajo la ventana, y los coatíes han venido esta noche, se ven los rastros…” “La marea está alta. Mis pobres gaviotas, están hambrientas. Qué frías deben tener las patas, metidas en el agua helada…” “Mira, ahí! como una fogata! Como una catedral ardiente! Tengo que limpiar las ventanas. Se ve el oleaje de un barco pesquero y es como hebra de borlas plateadas de Navidad. La salida del sol hace cosas raras con la niebla… Tengo que preparar el desayuno al gato. Volverá son hambre de su paseo al alba. Ahí va un corvejón. Ahí pasa un gran somorgujo. La escarcha brilla como polvo de diamantes. De chica creía que eran los diamantes de las hadas. De aquí a unos minutos se fundirá y el porche quedará húmedo y negro, salpicado de hojas de arlequín. Las montañas están muy brumosas y remotas esta mañana, seguro que será un lindo día…”
Extraña y magnífica luna de miel que se había convertido en la vida íntegra de uno.
Subimos por los peldaños -eran los mismos peldaños hechos con mi escalera y todavía servían- y echamos a caminar dentro de la niebla, por el sendero que llevaba a la fuente. En el bosque, la niebla era espesa, como humo que escapara hacia nosotros desde un túnel debajo del matorral, y era curioso oír el piar intermitente y aislado de los pájaros que poco a poco se iban callando. Al hablar de aquellos días, mi mujer recordó cómo una vez había habido una niebla tan cerrada que se no se veía a través del brazo de mar y los botes que pasaban eran invisibles, y sólo los revelaba el continuo aullar de las sirenas y las campanas solitarias. A veces vagamente se había visto el bote de Kristbjorg, como en ese momento, y la punta más adelante desaparecía y aparecía a ratos y a veces apenas se veía más allá del porche, de modo que también había sido como vivir al borde de la eternidad. Y recordamos también los días oscuros y helados, cuando una capa de hielo cubría los peldaños y el porche ennegrecido y la lámpara seguía encendida hasta las diez de la mañana. Y los barcos que avanzaban por rumbo estimado y escuchaban el eco de sus señales que devolvían las orillas, aun cuando nosotros pudiéramos oír sus máquinas, como estábamos oyendo las máquinas de un navío, que suavemente repetían:
Frère Jacques
Frère Jacques
Dormez-Vous?
Dormez-Vous ?
Y las tormentas de nieve en las que no había eco alguno. Y la sensación de la tormenta que azotaba en la noche del mundo exterior también, una tormenta tal que ahogaba todo eco. Y nosotros éramos como la única lámpara de amor encendida.
Y parecía como que hubiera habido algo en esas pequeñas cabañas, y seguía pareciéndolo, tan misteriosas y escondidas como el nunca encontrado escondrijo de urias, que también acudía nuestras costas.
El sendero no había cambiado, como tampoco el bosque, ahí. La civilización, creadora de paisajes de ruinas, como un insensato incendio de fealdad y de estupidez feroz -tan carente de imaginación que casi había logrado estropear la belleza arquitectónica de nuestra refinería de petróleo- se había propagado todo a lo largo de la orilla opuesta, había saltado sobre el agua y se nos había caído acercando, propagándose desde el sur, asesinando árboles y abatiendo las cabañas por donde pasaba, pero había sido detenido por la reserva india y por una ley, que no había sido revocada, que prohibía construir en la proximidad del faro, de modo que hacia el sur estábamos milagrosamente a salvo por obra de la misma civilización (de la cual un faro es siempre su más alto símbolo) que avanzaba sembrando la muerte. Y lo mismo ocurría al norte, donde las batallas entre los tiburones de los vendedores de tierras sobre el cuerpo vivo y extinto del puerto de Eridanus había tenido como consecuencia el paulatino regreso de la selva, y zarzas y trepadoras cubrían ya las parcelas mal vigiladas de la tierra subdividida, entre los escasos árboles que habían sido respetados. Pero algunas gentes, con el dinero necesario para permitírselo, vivían felices allí, después de todo. Y hasta hermosamente, ya que el hombre -cuyas depredaciones, donde no amenazan al país íntegro con el yermo y la desolación, a veces, por accidente, proporcionan un mejor panorama- no había logrado aun arrasar con las montañas y las estrellas.
En la niebla, a través del agua, empezaron a sonar las campanadas de un tren, que lentamente se dirigía al norte por los rieles costeros. Me vino a la memoria la época en que esas campanadas me habían parecido que sonaban exactamente como las campanas de la escuela, llamando a alguna indeseada tarea. Recordé luego las sombrías campanadas de una iglesia tocando a muerto. Pero ahí, en ese momento, la campana sonaba, con un alegre repicar, como campanas de Navidad, campanas de cumpleaños, campanas de puerto, y repicaba en la niebla que se extendía como por una ciudad liberada o por alguna gran victoria espiritual de la humanidad. Y las campanas parecían fundirse con el canto del navío ya distante, del otro lado de la punta, sólo que siendo el agua tan buena conductora, el sordo sonido de las máquinas nos llegaba como si sólo se hallara a la distancia de una braza:
Dormez-vous?
Dormez-vous?
Sonnez les matines!
Sonnez les matines!
¿Y nosotros? ¿Habíamos cambiado? Éramos varios años más viejos. Habíamos viajado, habíamos estado en Oriente y en Europa, habíamos sido ricos y de nuevo pobres, y siempre habíamos retornado a Eridanus. Pero, ¿éramos más viejos? Mi mujer parecía joven y hermosa y alocada como siempre, más que antes. Todavía tenía la figura de una mujer joven y el deslumbramiento de una muchacha. Sus ojos francos, de largas pestañas, todavía cambiaban de color, del verde al amarillo, como los ojos de un cachorro de tigre. Su frente podía convertirse en un caos de arrugas, y verdad es que la desesperación había tallado líneas de sufrimiento en su rostro, pero esas líneas parecían desvanecerse, pensaba, o hacerse presentes a voluntad según sus estados de ánimo; se desvanecían cuando estaba animada e interesada, y por su entusiasmo, su vivacidad y su contagiosa animación era única.
“No ama ya más a la persona que amó hacía diez años”, dice Pascal, viejo y lúgubre: “Ella no es la misma, ni él lo es. Él era joven y ella también: ella es completamente diferente. Quizá la amaría todavía si ella fuese lo que entonces había sido”. De este modo el viejo y lúgubre Pascal, el generoso mentor de mi juventud en otros aspectos, había parecido amenazar alguna vez nuestra vida futura. Pero ya no más. Era indudable que yo la quería mucho más que entonces, que tenía yo más años para amarla. ¿Por qué había de esperar que fuera la misma? Aunque ella en cierto sentido era la misma, tal como esa fuente era la misma y no era la misma que años atrás. Y me pregunté si acaso lo que debíamos ver en la edad no era simplemente el principio de las estaciones que pasan sólo para renovarse a través de otra clase de muerte. Y a decir verdad las estaciones mismas habían cambiado, mucho más que ella. Los inviernos llegaban más directamente del Ártico ahora, en el Este estaban teniendo nuestros antiguos inviernos del oeste, y este invierno había sido el más largo y el más triste que hubiéramos conocido, y era casi como si se hubiera sentido el comienzo de otra era glacial, otra búsqueda del Edén. Tanto más dulce y celebrada así la primavera, ahora que había llegado. Pero, por mi parte, había envejecido en mi aspecto. Hasta tenía un montón de canas a un lado, y nuestra última broma era que estaba “encaneciendo en el pulso”. Aunque, por otra parte, no me sentía más viejo, y físicamente era mucho más fuerte y rebosaba salud en todos los sentidos. El puerto de los cincuenta me parecía ahora muy alegre, y en cuanto al viejo Pascal, había muerto con menos años de los que yo tenía ahora. El pobre hombre no hubiera dicho esas cosas si sólo hubiera alcanzado a vivir unos años más, sospechaba yo.
-Me pregunto por dónde andará Kristbjorg ahora.
-Allí está.
Y allí acababa de aparecer, salido de la neblina. Había estado pescando arriba, en el río Frsaer, pues se hallaba en “peligro de muerte”, como él decía en explícita alusión a sus deudas. Pero por primera vez el frío lo había obligado a trasladarse a la ciudad durante parte del invierno, aunque había dejado su bote para que Quaggan y nosotros se lo cuidáramos. Frisaba los setenta y estaba mucho más delgado, pero bronceado y vigoroso, y el rostro parecía haber perdido muchas de las líneas que lo surcaban. No cantaba ya la canción de la tormenta en el barrio de las luces rojas, pero sí seguía usando su chaqueta de cazador y los buenos pantalones de tweed irlandés que había llevado cuando contaba cincuenta años, cuando no era ni diez años mayor que yo ahora y yo lo tenía por viejo, aunque ahora lo sentía más próximo a mí.
-Al fin lo vemos, Nicolai, lo echábamos de menos.
-Ay, este tiempo está cambiando, señora… Estuve en la ciudad… Los tranvías se zarandean, nunca vi calle más llena. Siguen juntando la vieja mugre… Me tomé un par de botellas de aguardiente de centeno…
Se hundió en la niebla y nosotros seguimos caminando por el sendero, el sendero Bell-Proteus, que en el camino de regreso, hacía mucho tiempo, había parecido alargarse tanto, y luego se había vuelto tanto más corto. La niebla se estaba disipando y pensé:
Qué equivocadamente habíamos interpretado toda aquella extraña experiencia. O, más bien, cómo era que no se nos había ocurrido interpretarla seriamente, y mucho menos ver en ella una advertencia, una forma de mensaje, incluso como una especie de mensaje que encerraba una especie de mensaje de singular mandato que, me parecía, ya había acabado! Y sin embargo toda mi obediencia a cualquier advertencia contenida no hubiera impedido el sufrimiento que nos aguardaba. Sólo confusamente, aun ahora, lo comprendía. A veces pensaba que el sendero sólo había parecido más corto porque la carga, el recipiente, se había vuelto más ligero a medida que mis fuerzas crecían. Pero luego de nuevo me convencía de que el significado de la experiencia no estaba de ningún modo en el sendero mismo, sino en la posibilidad de que al convertir al propio recipiente que llevaba, la escalera por la que subía cada vez que iba a la fuente, al convertir esos desechos en objetos útiles, yo había prefigurado algo que debía haber hecho con mi alma. Luego, claro, estaba, y predominantemente, el león. Pero yo no estaba equipado espiritualmente para seguir tales pensamientos hasta su conclusión. Esto llegaba a entender, y había entendido, que como hombre estaba tiranizado por el pasado, y que era mi deber que ese pasado trascendiera al futuro. Pero mi nueva vocación implicaba la utilización de ese pasado, ya que ése era el significado oculto de mi sinfonía, hasta que mi ópera, de la segunda ópera que estaba escribiendo, de la segunda sinfonía que algún día escribiría -al volverlo útil para otros. Y para realizar eso, aun antes de escribir una sola nota, era necesario enfrentar ese pasado hasta donde fuera posible, sin temor. Ay, sí, y era eso, lo que había empezado a hacer allí. Y de no haberlo hecho, ¿cómo habíamos podido ser felices, tal como ahora éramos felices?
¿Cómo hubiera podido ayudarte, parecía estar diciéndole a mi mujer, cómo, en su sentido más profundo, hubiera podido amarte? ¿Cómo si no hubiéramos resistido tan terribles embates del pasado que por ese entonces todavía nos aguardaban, soportar el fuego, la destrucción de nuestras esperanzas, de nuestra casa, el ser ricos y pobres, conocidos y de nuevo desconocidos, soportar el miedo, el sucumbir y vencer a la enfermedad, aun a la locura, pues verse privado de la propia casa puede decirse, en cierto sentido, que es como verse privado de las facultades racionales? ¿Cómo, si no, hubiéramos sobrevivido los aullidos de un piano moribundo y hasta, a decir verdad, llegar, en cierto modo, a ver algo divertido en todo eso? ¿Y cómo, sobre todo, hubiéramos encontrado la fuerza de reconstruir en el mismo lugar, ante las fauces del terror y el fuego que había crecido en nosotros y que también había sido vencido? Y recordé la ocasión en que, sin hogar, habiendo perdido cuanto en el mundo poseíamos, nos habíamos sentido arrastrados, no muchas semanas después del incendio, a las ruinas todavía malolientes de aquella casa, antes de que el sol asomara, y mirando levantarse el sol, parecía que habíamos extraído fuerzas de la misma salida del sol para decidirnos una vez más a quedarnos, a reconstruir esa ruina obsesionante a la que queríamos tanto que ese mismo día creamos nuestro recuerdo más jubiloso, cuando, sin cuidarnos del trágico y repugnante olor, hicimos en ella un picnic maravilloso, y, desde los postes ennegrecidos, nos zambullimos en la piscina natural que era nuestra sala, sin duda ahuyentado así al diablo que, enemigo de todo buen humor frente al desastre, como de todo placer humano, y a menudo bajo el disfraz de un trabajador social que vela por el bien común -pero el que hubiéramos salvado el bosque no era tan importante como el que hubiéramos parecido amenazar alguna valiosa subdivisión de tierras en potencia- nada desea tanto como que el hombre tenga la sensación de hallarse desamparado de toda otra potencia superior a él.
Y, sin embargo, por otro lado, para que la vida no estuviera compuesta de simples hechos heroicos que sólo eran vanos gestos hacia uno mismo, había sido necesario sobrepasar el remordimiento, sobrepasar la contrición. A menudo me he preguntado si acaso la gran prueba por la que ha de pasar el hombre no es la de convertir en activa su contrición. A veces tenía la sensación de estar atacando el pasado racionalmente, como con una palanca y un martillo, al tiempo que trataba de convertirlo en otra cosa para un fin sobrenatural. En cierto modo, yo transformé ese pasado al transformarme a mí mismo, ya habiéndolo transformado encontré que era necesario sobrepasar el orgullo que sentía por esa victoria, y de nuevo aceptarme a mí mismo como un necio. Estoy seguro de que aun el bueno de Hank Gleason, aunque cuando él lo hubiera dicho en mejor inglés, o en un inglés diferente, comprendería lo que quiero decir. Nada lo vuelve a uno más humilde que las ruinas de una casa destruida por el fuego, los fragmentos de una obra consumida por las llamas. Pero tampoco hay que enorgullecerse de esas obras maestras de la desgracia, especialmente ahora, cuando casi se han vuelto universales. Si es que habíamos progresado, pensé, era a una región donde palabras como fuente, agua, casa, árboles, enredaderas, laureles, montañas, lobos, bahía, rosas, playa, islas, bosque, mareas y venado, y nieve y fuego, habían alcanzado su verdadera esencia, ellas o sus fuentes; y tal como esas palabras habían reemplazado alguna vez sobre una página aquello que simbolizaban, así ahora, la realidad que conocíamos representaba algo más de lo que simbolizaba o reflejaba: era como si estuviéramos envueltos en esa clase de realidad que antes sólo habíamos visto desde lejos, o, para expresarlo en los términos de mi propia vocación, era como si viviéramos en un medio para el cual aquél en el que nuestras vidas se habían movido, no obstante lo felices que habían sido, no era sino como la escueta inspiración verbal de la música que habíamos logrado crear. Hablo únicamente en términos de nuestras vidas: mis propias composiciones han distado siempre mucho de ser grandes, más aun, quizá nunca serán más que de segundo orden pero, por lo menos, según me parecía, había un lugar para ellas en el mundo, y yo -nosotros- éramos felices en su realización.
Estábamos aun sobre la tierra, aun en el mismo lugar, pero si alguien nos hubiera imputado la idea de que estábamos en el cielo y de que ésa era la vida futura, no lo hubiéramos refutado. Incluso si se nos hubiera querido convencer de que antes habíamos vivido en el infierno, por un momento probablemente hubiéramos podido decir que sí, aunque habríamos añadido después que, en conjunto, la habíamos disfrutado, siempre que nos halláramos juntos, y que, en ocasiones, hasta teníamos nostalgia de ella, si bien esta vida ofrecía muchas ventajas sobre la otra.
Todavía teníamos, por cierto, un miedo tremendo de perder nuestra tercera casa, sólo que ahora la alegría y la felicidad de lo que habíamos conocido habrían de ir con nosotros dondequiera que fuésemos o donde Dios nos enviara y nunca morirían. Aunque no sé explicar realmente bien lo que quiero decir, simplemente escribo esto aquí porque creo, como Montaigne -o como alguien dijo de Montaigne- que la experiencia de un hombre feliz podría ser útil.
La niebla empezó a levantarse y vimos el tren, arrastrado por una máquina diesel de aspecto siniestro (era la primera vez que veía, pero la reconocí por las fotografías de los rotograbados del Sun) que partía silenciosamente ahora hacia el futuro, para a su vez convertirse en anticuada y romántica. Parecía que los hombres no podían acostumbrarse por completo a la ausencia en las montañas del gemido nostálgico de las viejas máquinas a vapor, pues habían dotado a esta de un dispositivo, un conmovedor compromiso, que mugía intermitentemente como una vaca, mientras el tren se alejaba deslizándose entre los pinos de la montaña.
Pero aun en ese mugido, que iba penetrando en las grandes Cordilleras, entre los primos norteños del Popocatepetl, cuyo timbre náutico debía hacer suponer a los hombres que trabajan en las vías que se aproximaba un carguero, se podía distinguir, pensé, aquella nota artística propia del señor Bell, en saludo a su antigua morada y a la buena gente, unos inmigrantes ingleses, un electricista y su familia, que ahora habitaban en ella.
Se oía el oleaje del carguero invisible, el oleaje invisible también desde nosotros nos encontrábamos en el sendero, que moría a lo largo de la curva de la playa a medida que se aproximaba a nosotros, y simultáneamente comenzó, al principio despacio, blandamente, a llover, y cuando tuvimos bajo los ojos el ondulante oleaje de plata que cabrilleaba perdiéndose transversalmente sobre las rocas, nosotros nos detuvimos a observar la lluvia que, como una cortina de cuentas, detrás de un claro entre los árboles, caía sobre el brazo de mar abajo.
Cada gota que cae al mar es como una vida, pensé, cada una de ellas produce un círculo sobre el océano. O en el propio medio de vida, y se extiende al infinito, aunque parezca fundirse con el mar y volverse invisible o desaparecer por completo y perderse. Cada una está unida a otros círculos que caen sobre ella, algunos son círculos mayores que se propagan rápidamente y engloban a otros, algunas, más débiles, son círculos menores que sólo parecen durar breve tiempo. Y sonriendo al recordar la lección recibida, pensé en la primera vez que habíamos visto caer la lluvia sobre un mar sereno como un oscuro espejo, y habíamos encontrado el recipiente y decidido quedarnos con él.
Pero anoche había visto algo nuevo: mi mujer me había sacado de la cama para que me acercara a la ventana abierta y observara lo que ella había creído al principio que era un cardumen de pececillos que agitaban las quietas aguas justamente abajo, donde la marea alta llegaba hasta debajo de la casa. Pero luego vimos que toda el agua oscura estaba cubierta de brillantes círculos fosforecentes que se expandían. Sólo cuando mi mujer recibió la lluvia mansa y tibia sobre su hombro desnudo comprendió que estaba lloviendo. Eran círculos luminosos perfectos que se ensanchaban, círculos brillantes y diminutos primero, como una moneda, se convertían luego en círculos cada vez mayores y cada vez más vagos, y al caer la lluvia en el agua fosforecente cada gota se expandía en una onda que se traducía en luz. Y la lluvia era agua del mar, como mi mujer me había enseñado por primera vez, llevada al cielo por el sol, transformada en nubes, que de nuevo caía sobre el mar. En tanto que dentro del brazo de mar las mareas y corrientes de aquel mar regresaban, se volvían remotas y al volverse remotas, como aquello llamado Tao, volvían de nuevo como nosotros mismos lo habíamos hecho.
Ahora, en algún punto de aquel oeste invisible donde se estaba ocultando, el sol irrumpió entre las nubes y envió sobre el agua una llamarada de luz que transformó la lluvia en una cascada de perlas y alcanzó las montañas, donde la niebla se estaba alzando casi perpendicularmente desde los negros abismos, como el humo que subiera a los cielos de un purísimo fuego blanco.
Tres arco iris atravesaron como cohetes la bahía: uno para el gato. Se esfumaron y allí, al este, una hendidura creciente entre la niebla se había convertido en un parche de cielo claro lavado por las lluvia. Arcturus. Spica. Procyon arriba, y Regulus en el León sobre la refinería de petróleo. Pero Orión debía haberse puesto detrás del sol, de modo que, aun cuando estábamos en Eridanus, no se veía a Eridanus por ningún lado. Y en la punta, el faro empezó a lanzar sus benéficas señales en el crepúsculo.
¿Y la fuente? Ahí estaba. Todavía corría el agua como desde una caja de sorpresas, camino abajo, hacia Hi-Doubt. Aunque se purificaba un poco al descender por las montañas, siempre llevaba consigo un leve aroma a hongos, tierra, hojas muertas, agujas de pino, barro y nieve, en su descenso hacia el brazo de mar y más allá, hacia el Pacífico. En los lugares más recónditos del bosque, en las cavernas sombrías y húmedas, donde las ramas muertas se inclinan cargadas por los musgos, y crecen la zigadenia venenosa y el ángel destructor, el hilo de agua era áspero y frío y trágico, y un incierto trazador de su camino. Al abrirse paso subterráneamente sin duda debía atravesar por momentos oscuros. Pero allí, en primavera, en su último salto hacia el mar, como en su origen, era un arroyuelo alegre y feliz.
En lo alto, muy arriba, los pinos se mecían sobre el cielo, desde el oeste llegaban las gaviotas con sus alas angelicales, de vuelta al hogar y al reposo. Y recordé cómo todas las tardes, al oscurecer, había recorrido el sendero del bosque que llevaba a la fuente en busca de agua… Y al mirar por sobre el hombro de mi mujer vi que un venado venía nadando hacia el faro.
Nos inclinamos sobre el arroyo, riendo, y bebimos.
(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)
Traducción de Eva Iribarne Dietrich.
OCTAVA Y ÚLTIMA ENTREGA
Nuestra primera cabaña, la que habíamos alquilado al escocés, había pasado a otras manos al morir éste, pero a veces bajábamos por el sendero junto a la fuente para ir a verla, y es lo que hicimos días atrás. Muchos años han pasado.
Mauger había muerto, Bell no estaba más, ni tampoco el viejo Sam, que vivía junto al faro; pero Kristbjorg y Quaggan, con sus setenta y cinco años y ya bisabuelo, estaban bien vivos y seguían viviendo en el mismo lugar. Como siempre la gente continuaba amenazando con echarnos de la playa, pero nosotros seguíamos todavía allí. La cabaña de Mauger camino al faro, con su techo recientemente renovado, se alzaba desolada, pero no nos entristeció verla. La vida de Mauger se había cumplido demasiado bien, y él había muerto diciendo: “En mi vida me he sentido mejor”.
Cuando murió, nosotros andábamos sin dinero, pero alguien había enviado unos laureles con la firma de un ancla a la casa del velatorio, y una mujer cantó Más próximo a Ti mi Dios a través de una reja y un pastor leyó una versión mejorada del Salmo XXIII. Nosotros habíamos sugerido que a continuación de ese himno se cantara Escúchanos, Oh Señor, desde el cielo tu morada, pero como nadie fuera de nosotros y Quaggan lo podía cantar, nuestra propuesta no fue atendida. Como tampoco lo fue la de que cantara cualquier otra cosa y no Más próximo a Ti mi Dios, himno al que Mauger había detestado porque su padre había sido fogonero del Titanic.
En la casa del velatorio, unas grandes columnas corintias imitación mármol, pretenciosas, flanqueaban al pastor, y mientras éste leía yo no hacía sino ver como aquéllas se transformaban ante mis ojos en fuertes pilotes de madera, hermosos, viejos, humildes, cubiertos de conchas azules sobre los que se alzaba la casa de Mauger (y dudo que no sea así, probablemente, que en el cielo, se alce la de San pedro). Otro pescador, su hermano, ocuparía su casa, con las redes que colgaban al aire. Y recordé con cuanto desinterés, robando tiempo a su propio trabajo, y sin aceptar pago alguno, Quaggan, Kristbjorg y Mauger nos habían ayudado a construir nuestra casa nueva, nos habían ayudado, aunque todos ellos de edad, en el arduo trabajo de colocar los cimientos, más aun, ellos mismos nos habían proporcionado la mitad de esos cimientos. Mauger debía alegrarse de que fueran tantos los que lo querían, y por mi parte quedé sorprendido de cuántos entre los presentes en el velatorio eran veraneantes a quienes yo no conocía. Kristbjorg, uno de sus mejores amigos, tenía sus propias ideas sobre la muerte y no había acudido. Empero, también parecía estar allí. Cuando a la salida nos detuvimos a mirar a Mauger en su ataúd, parecía como si hubiera estado sonriendo con cierto aire de sorna tras sus tupidos bigotes, y que misteriosamente hasta hubiera estado cantando apenas para nosotros:
Still you’ve got a long way to go
You’ve got a long way to go
Wheter you travel bay day or night…
The judge will tell you so…
(Todavía tienes un largo camino que recorrer
Tienes un largo camino que recorrer
Así viajes de día o de noche…
El juez habrá de decirlo…)
Nuestra aldea sobre la playa apenas había cambiado. Sobre el frente de nuestra primera casa, donde tan felices habíamos sido, se veía una ancha placa de madera con un nombre que quizá no tuviera mérito ni siquiera de acuerdo a la particular categoría de chocarrerías a través de la cual se la debía considerar: “Wzzit-2-U” Pero en otros sentidos había mejorado. El porche había sido ampliado, había una antena de televisión -tal vez alguien escuchara nuestra ópera por ella, aunque esperábamos que no. Pues las autoridades locales al llegarles rumores de una ópera escrita por un compositor local, habían visto en ella un excelente instrumento para renovar el ataque contra nuestra posición en la playa, de modo que durante cierto tiempo no fueron raros titulares tan desagradables como: Intruso artístico pone en peligro la dignidad de la ciudad. Necesitamos desagües, no sinfonías. Acaudalado compositor prefiere un perverso nido de ratas, hasta que otro hijo de catorce años de algún ciudadano de pro cometió un crimen sexual y otro alcalde cometió un asesinato; así, pues, afortunadamente, no tuvimos que esperar mucho. La casa tenía ahora una escalera techada, aunque mi vieja escalera todavía estaba en su puesto en los peldaños. Había un nuevo refuerzo del techo y una nueva chimenea. Espiamos por la ventana, sintiéndonos como ladrones. ¿Pero por dónde si no, podía la naturaleza mirar dentro y la casa conservar su intimidad? Pues eso era lo que hacía. No era sólo que entrara la luz del sol, sino también el movimiento y el ritmo del mar, en el que el reflejo de los árboles, las montañas y el sol se contrarreflejaba y multirreflejaba en un resplandeciente movimiento interno. Como si fuera parte de la naturaleza, había sido captado el reflejo mismo vivo, que se movía y respiraba, de la misma naturaleza. Mas se lo había logrado de manera tan hábil y disimulada que nadie podía verlo desde una casa vecina. Había que mirar a hurtadillas como un ladrón para advertirlo. Un árbol que habíamos plantado en el fondo alcanzaba ya la altura de la cabaña, un cinoxilón se apiñaba en blancas estrellas, otro cerezo silvestre que nunca nos había florecido era una nieve de pétalos, y nuestras prímulas, que habíamos dejado para el escocés, estaban en flor: la hierba de fuego había crecido de las simientes llevadas por el viento desde nuestra segunda casa donde esa hermosa hierba era nuestro huésped involuntario. Una vez, durante un invierno, mientras estábamos en Europa, un niño había nacido allí durante una tormenta de nieve. Había una cocina nueva, pero la mesa y las dos sillas de antaño, donde comíamos frente a la ventana, todavía estaban. Como estaba también el tarimón en el que habíamos pasado nuestra luna de miel -y qué luna de miel tan larga había resultado ser-, donde nos habíamos deseado mutuamente y nos habíamos angustiado por el temor de perdernos, y nuestros corazones se habían sobresaltado, y habíamos visto levantarse la luna y las estrellas, y oído el rugido de la marejada durante las noches de terribles tormentas de nuestro primer invierno, y donde la abuela del gato que ahora nos acompañaba había dormido con nosotros y nos había tirado del cabello por la mañana para despertarnos - Valetta, que hacía tiempo había ido a reunirse con el resto de esos extraños seres hijos de la luna. Sin embargo ¿quién, que distraídamente mirara la casa, con su aspecto de venirse abajo, su aire de transitoriedad, de improvisación, hubiera podido pensar que una existencia de tal belleza, una felicidad tal, hubiera sido allí posible, que tales dramas hubieran allí ocurrido? Mirad, esa vieja cabaña, grita el que pasa en la lancha a motor por sobre el ruido del motor, y ríe con desdén; no importa, ya quitaremos todos esos horrores ahora. Comenzad aquí, y seguid adelante! Campamentos para los automóviles de la gente rica, hoteles, cortad esos árboles, abrid las tierras al público, llevad el lugar al mapa. De todos modos ahí, en esos nidos de ratas, no viven sino traficantes de mercaderías robadas y algunos viejos lobos de mar. Intrusos! Hace tiempo que el gobierno ha estado queriendo sacarlos!
Había sido donde habíamos comenzado nuestra vida, y no obstante los conflictos y lo singular que había sido, un sentimiento de pena oprimió nuestros corazones. Anhelos y esperanzas satisfechas, pérdidas y redescubrimientos, fracasos y triunfos, penas y alegrías parecían fundirse en una emoción profunda. Desde donde estábamos en el porche podíamos ver apenas, pues de pronto se estaba levantando una niebla de primavera sobre el agua, directamente del otro lado del arco de la bahía, el sitio donde había ardido nuestra segunda casa y nada trágico había en ello tampoco. Nuestra nueva casa se alzaba claramente visible en su lugar, si bien mientras la estábamos observando la niebla empezó a devorarla.
En tanto que la niebla avanzaba hacia nosotros, y comenzaba a envolvernos y el sol seguía tratando de conservarse como un disco de platino, era como si la esencia de una clase de música que se hubiera ocultado allí para siempre, que parecían evocar los comentarios de mi mujer mientras miraba por esa ventana afuera, al porche, los primeros días cuando nuestra intención había sido la de pasar allí sólo una semana, o en los días de otoño cuando todavía estábamos demorando la partida, mientras preparaba el café, hablando consigo misma en parte en mi beneficio, describiéndome el día, como si yo hubiera sido un ciego que estaba recobrando la vista al que de nuevo debían enseñarles las bellezas y las rarezas del mundo, se hubiera revelado, y hubiera empezado a sonar para nuestro oído interno, no música exactamente pero con el efecto de música, nada sentimental, sino algo fresco e inocente, y conmovedor sólo porque era tan feliz, o porque la felicidad es conmovedora; o era como un susurro de los fantasmas de nosotros mismos. “La luna que muere se levanta en un cielo verde…” “La helada blanca sobre el porche y sobre todos los techos, la primera helada fuerte del año…” “Hay una flotilla de pájaros de ojos dorados bajo la ventana, y los coatíes han venido esta noche, se ven los rastros…” “La marea está alta. Mis pobres gaviotas, están hambrientas. Qué frías deben tener las patas, metidas en el agua helada…” “Mira, ahí! como una fogata! Como una catedral ardiente! Tengo que limpiar las ventanas. Se ve el oleaje de un barco pesquero y es como hebra de borlas plateadas de Navidad. La salida del sol hace cosas raras con la niebla… Tengo que preparar el desayuno al gato. Volverá son hambre de su paseo al alba. Ahí va un corvejón. Ahí pasa un gran somorgujo. La escarcha brilla como polvo de diamantes. De chica creía que eran los diamantes de las hadas. De aquí a unos minutos se fundirá y el porche quedará húmedo y negro, salpicado de hojas de arlequín. Las montañas están muy brumosas y remotas esta mañana, seguro que será un lindo día…”
Extraña y magnífica luna de miel que se había convertido en la vida íntegra de uno.
Subimos por los peldaños -eran los mismos peldaños hechos con mi escalera y todavía servían- y echamos a caminar dentro de la niebla, por el sendero que llevaba a la fuente. En el bosque, la niebla era espesa, como humo que escapara hacia nosotros desde un túnel debajo del matorral, y era curioso oír el piar intermitente y aislado de los pájaros que poco a poco se iban callando. Al hablar de aquellos días, mi mujer recordó cómo una vez había habido una niebla tan cerrada que se no se veía a través del brazo de mar y los botes que pasaban eran invisibles, y sólo los revelaba el continuo aullar de las sirenas y las campanas solitarias. A veces vagamente se había visto el bote de Kristbjorg, como en ese momento, y la punta más adelante desaparecía y aparecía a ratos y a veces apenas se veía más allá del porche, de modo que también había sido como vivir al borde de la eternidad. Y recordamos también los días oscuros y helados, cuando una capa de hielo cubría los peldaños y el porche ennegrecido y la lámpara seguía encendida hasta las diez de la mañana. Y los barcos que avanzaban por rumbo estimado y escuchaban el eco de sus señales que devolvían las orillas, aun cuando nosotros pudiéramos oír sus máquinas, como estábamos oyendo las máquinas de un navío, que suavemente repetían:
Frère Jacques
Frère Jacques
Dormez-Vous?
Dormez-Vous ?
Y las tormentas de nieve en las que no había eco alguno. Y la sensación de la tormenta que azotaba en la noche del mundo exterior también, una tormenta tal que ahogaba todo eco. Y nosotros éramos como la única lámpara de amor encendida.
Y parecía como que hubiera habido algo en esas pequeñas cabañas, y seguía pareciéndolo, tan misteriosas y escondidas como el nunca encontrado escondrijo de urias, que también acudía nuestras costas.
El sendero no había cambiado, como tampoco el bosque, ahí. La civilización, creadora de paisajes de ruinas, como un insensato incendio de fealdad y de estupidez feroz -tan carente de imaginación que casi había logrado estropear la belleza arquitectónica de nuestra refinería de petróleo- se había propagado todo a lo largo de la orilla opuesta, había saltado sobre el agua y se nos había caído acercando, propagándose desde el sur, asesinando árboles y abatiendo las cabañas por donde pasaba, pero había sido detenido por la reserva india y por una ley, que no había sido revocada, que prohibía construir en la proximidad del faro, de modo que hacia el sur estábamos milagrosamente a salvo por obra de la misma civilización (de la cual un faro es siempre su más alto símbolo) que avanzaba sembrando la muerte. Y lo mismo ocurría al norte, donde las batallas entre los tiburones de los vendedores de tierras sobre el cuerpo vivo y extinto del puerto de Eridanus había tenido como consecuencia el paulatino regreso de la selva, y zarzas y trepadoras cubrían ya las parcelas mal vigiladas de la tierra subdividida, entre los escasos árboles que habían sido respetados. Pero algunas gentes, con el dinero necesario para permitírselo, vivían felices allí, después de todo. Y hasta hermosamente, ya que el hombre -cuyas depredaciones, donde no amenazan al país íntegro con el yermo y la desolación, a veces, por accidente, proporcionan un mejor panorama- no había logrado aun arrasar con las montañas y las estrellas.
En la niebla, a través del agua, empezaron a sonar las campanadas de un tren, que lentamente se dirigía al norte por los rieles costeros. Me vino a la memoria la época en que esas campanadas me habían parecido que sonaban exactamente como las campanas de la escuela, llamando a alguna indeseada tarea. Recordé luego las sombrías campanadas de una iglesia tocando a muerto. Pero ahí, en ese momento, la campana sonaba, con un alegre repicar, como campanas de Navidad, campanas de cumpleaños, campanas de puerto, y repicaba en la niebla que se extendía como por una ciudad liberada o por alguna gran victoria espiritual de la humanidad. Y las campanas parecían fundirse con el canto del navío ya distante, del otro lado de la punta, sólo que siendo el agua tan buena conductora, el sordo sonido de las máquinas nos llegaba como si sólo se hallara a la distancia de una braza:
Dormez-vous?
Dormez-vous?
Sonnez les matines!
Sonnez les matines!
¿Y nosotros? ¿Habíamos cambiado? Éramos varios años más viejos. Habíamos viajado, habíamos estado en Oriente y en Europa, habíamos sido ricos y de nuevo pobres, y siempre habíamos retornado a Eridanus. Pero, ¿éramos más viejos? Mi mujer parecía joven y hermosa y alocada como siempre, más que antes. Todavía tenía la figura de una mujer joven y el deslumbramiento de una muchacha. Sus ojos francos, de largas pestañas, todavía cambiaban de color, del verde al amarillo, como los ojos de un cachorro de tigre. Su frente podía convertirse en un caos de arrugas, y verdad es que la desesperación había tallado líneas de sufrimiento en su rostro, pero esas líneas parecían desvanecerse, pensaba, o hacerse presentes a voluntad según sus estados de ánimo; se desvanecían cuando estaba animada e interesada, y por su entusiasmo, su vivacidad y su contagiosa animación era única.
“No ama ya más a la persona que amó hacía diez años”, dice Pascal, viejo y lúgubre: “Ella no es la misma, ni él lo es. Él era joven y ella también: ella es completamente diferente. Quizá la amaría todavía si ella fuese lo que entonces había sido”. De este modo el viejo y lúgubre Pascal, el generoso mentor de mi juventud en otros aspectos, había parecido amenazar alguna vez nuestra vida futura. Pero ya no más. Era indudable que yo la quería mucho más que entonces, que tenía yo más años para amarla. ¿Por qué había de esperar que fuera la misma? Aunque ella en cierto sentido era la misma, tal como esa fuente era la misma y no era la misma que años atrás. Y me pregunté si acaso lo que debíamos ver en la edad no era simplemente el principio de las estaciones que pasan sólo para renovarse a través de otra clase de muerte. Y a decir verdad las estaciones mismas habían cambiado, mucho más que ella. Los inviernos llegaban más directamente del Ártico ahora, en el Este estaban teniendo nuestros antiguos inviernos del oeste, y este invierno había sido el más largo y el más triste que hubiéramos conocido, y era casi como si se hubiera sentido el comienzo de otra era glacial, otra búsqueda del Edén. Tanto más dulce y celebrada así la primavera, ahora que había llegado. Pero, por mi parte, había envejecido en mi aspecto. Hasta tenía un montón de canas a un lado, y nuestra última broma era que estaba “encaneciendo en el pulso”. Aunque, por otra parte, no me sentía más viejo, y físicamente era mucho más fuerte y rebosaba salud en todos los sentidos. El puerto de los cincuenta me parecía ahora muy alegre, y en cuanto al viejo Pascal, había muerto con menos años de los que yo tenía ahora. El pobre hombre no hubiera dicho esas cosas si sólo hubiera alcanzado a vivir unos años más, sospechaba yo.
-Me pregunto por dónde andará Kristbjorg ahora.
-Allí está.
Y allí acababa de aparecer, salido de la neblina. Había estado pescando arriba, en el río Frsaer, pues se hallaba en “peligro de muerte”, como él decía en explícita alusión a sus deudas. Pero por primera vez el frío lo había obligado a trasladarse a la ciudad durante parte del invierno, aunque había dejado su bote para que Quaggan y nosotros se lo cuidáramos. Frisaba los setenta y estaba mucho más delgado, pero bronceado y vigoroso, y el rostro parecía haber perdido muchas de las líneas que lo surcaban. No cantaba ya la canción de la tormenta en el barrio de las luces rojas, pero sí seguía usando su chaqueta de cazador y los buenos pantalones de tweed irlandés que había llevado cuando contaba cincuenta años, cuando no era ni diez años mayor que yo ahora y yo lo tenía por viejo, aunque ahora lo sentía más próximo a mí.
-Al fin lo vemos, Nicolai, lo echábamos de menos.
-Ay, este tiempo está cambiando, señora… Estuve en la ciudad… Los tranvías se zarandean, nunca vi calle más llena. Siguen juntando la vieja mugre… Me tomé un par de botellas de aguardiente de centeno…
Se hundió en la niebla y nosotros seguimos caminando por el sendero, el sendero Bell-Proteus, que en el camino de regreso, hacía mucho tiempo, había parecido alargarse tanto, y luego se había vuelto tanto más corto. La niebla se estaba disipando y pensé:
Qué equivocadamente habíamos interpretado toda aquella extraña experiencia. O, más bien, cómo era que no se nos había ocurrido interpretarla seriamente, y mucho menos ver en ella una advertencia, una forma de mensaje, incluso como una especie de mensaje que encerraba una especie de mensaje de singular mandato que, me parecía, ya había acabado! Y sin embargo toda mi obediencia a cualquier advertencia contenida no hubiera impedido el sufrimiento que nos aguardaba. Sólo confusamente, aun ahora, lo comprendía. A veces pensaba que el sendero sólo había parecido más corto porque la carga, el recipiente, se había vuelto más ligero a medida que mis fuerzas crecían. Pero luego de nuevo me convencía de que el significado de la experiencia no estaba de ningún modo en el sendero mismo, sino en la posibilidad de que al convertir al propio recipiente que llevaba, la escalera por la que subía cada vez que iba a la fuente, al convertir esos desechos en objetos útiles, yo había prefigurado algo que debía haber hecho con mi alma. Luego, claro, estaba, y predominantemente, el león. Pero yo no estaba equipado espiritualmente para seguir tales pensamientos hasta su conclusión. Esto llegaba a entender, y había entendido, que como hombre estaba tiranizado por el pasado, y que era mi deber que ese pasado trascendiera al futuro. Pero mi nueva vocación implicaba la utilización de ese pasado, ya que ése era el significado oculto de mi sinfonía, hasta que mi ópera, de la segunda ópera que estaba escribiendo, de la segunda sinfonía que algún día escribiría -al volverlo útil para otros. Y para realizar eso, aun antes de escribir una sola nota, era necesario enfrentar ese pasado hasta donde fuera posible, sin temor. Ay, sí, y era eso, lo que había empezado a hacer allí. Y de no haberlo hecho, ¿cómo habíamos podido ser felices, tal como ahora éramos felices?
¿Cómo hubiera podido ayudarte, parecía estar diciéndole a mi mujer, cómo, en su sentido más profundo, hubiera podido amarte? ¿Cómo si no hubiéramos resistido tan terribles embates del pasado que por ese entonces todavía nos aguardaban, soportar el fuego, la destrucción de nuestras esperanzas, de nuestra casa, el ser ricos y pobres, conocidos y de nuevo desconocidos, soportar el miedo, el sucumbir y vencer a la enfermedad, aun a la locura, pues verse privado de la propia casa puede decirse, en cierto sentido, que es como verse privado de las facultades racionales? ¿Cómo, si no, hubiéramos sobrevivido los aullidos de un piano moribundo y hasta, a decir verdad, llegar, en cierto modo, a ver algo divertido en todo eso? ¿Y cómo, sobre todo, hubiéramos encontrado la fuerza de reconstruir en el mismo lugar, ante las fauces del terror y el fuego que había crecido en nosotros y que también había sido vencido? Y recordé la ocasión en que, sin hogar, habiendo perdido cuanto en el mundo poseíamos, nos habíamos sentido arrastrados, no muchas semanas después del incendio, a las ruinas todavía malolientes de aquella casa, antes de que el sol asomara, y mirando levantarse el sol, parecía que habíamos extraído fuerzas de la misma salida del sol para decidirnos una vez más a quedarnos, a reconstruir esa ruina obsesionante a la que queríamos tanto que ese mismo día creamos nuestro recuerdo más jubiloso, cuando, sin cuidarnos del trágico y repugnante olor, hicimos en ella un picnic maravilloso, y, desde los postes ennegrecidos, nos zambullimos en la piscina natural que era nuestra sala, sin duda ahuyentado así al diablo que, enemigo de todo buen humor frente al desastre, como de todo placer humano, y a menudo bajo el disfraz de un trabajador social que vela por el bien común -pero el que hubiéramos salvado el bosque no era tan importante como el que hubiéramos parecido amenazar alguna valiosa subdivisión de tierras en potencia- nada desea tanto como que el hombre tenga la sensación de hallarse desamparado de toda otra potencia superior a él.
Y, sin embargo, por otro lado, para que la vida no estuviera compuesta de simples hechos heroicos que sólo eran vanos gestos hacia uno mismo, había sido necesario sobrepasar el remordimiento, sobrepasar la contrición. A menudo me he preguntado si acaso la gran prueba por la que ha de pasar el hombre no es la de convertir en activa su contrición. A veces tenía la sensación de estar atacando el pasado racionalmente, como con una palanca y un martillo, al tiempo que trataba de convertirlo en otra cosa para un fin sobrenatural. En cierto modo, yo transformé ese pasado al transformarme a mí mismo, ya habiéndolo transformado encontré que era necesario sobrepasar el orgullo que sentía por esa victoria, y de nuevo aceptarme a mí mismo como un necio. Estoy seguro de que aun el bueno de Hank Gleason, aunque cuando él lo hubiera dicho en mejor inglés, o en un inglés diferente, comprendería lo que quiero decir. Nada lo vuelve a uno más humilde que las ruinas de una casa destruida por el fuego, los fragmentos de una obra consumida por las llamas. Pero tampoco hay que enorgullecerse de esas obras maestras de la desgracia, especialmente ahora, cuando casi se han vuelto universales. Si es que habíamos progresado, pensé, era a una región donde palabras como fuente, agua, casa, árboles, enredaderas, laureles, montañas, lobos, bahía, rosas, playa, islas, bosque, mareas y venado, y nieve y fuego, habían alcanzado su verdadera esencia, ellas o sus fuentes; y tal como esas palabras habían reemplazado alguna vez sobre una página aquello que simbolizaban, así ahora, la realidad que conocíamos representaba algo más de lo que simbolizaba o reflejaba: era como si estuviéramos envueltos en esa clase de realidad que antes sólo habíamos visto desde lejos, o, para expresarlo en los términos de mi propia vocación, era como si viviéramos en un medio para el cual aquél en el que nuestras vidas se habían movido, no obstante lo felices que habían sido, no era sino como la escueta inspiración verbal de la música que habíamos logrado crear. Hablo únicamente en términos de nuestras vidas: mis propias composiciones han distado siempre mucho de ser grandes, más aun, quizá nunca serán más que de segundo orden pero, por lo menos, según me parecía, había un lugar para ellas en el mundo, y yo -nosotros- éramos felices en su realización.
Estábamos aun sobre la tierra, aun en el mismo lugar, pero si alguien nos hubiera imputado la idea de que estábamos en el cielo y de que ésa era la vida futura, no lo hubiéramos refutado. Incluso si se nos hubiera querido convencer de que antes habíamos vivido en el infierno, por un momento probablemente hubiéramos podido decir que sí, aunque habríamos añadido después que, en conjunto, la habíamos disfrutado, siempre que nos halláramos juntos, y que, en ocasiones, hasta teníamos nostalgia de ella, si bien esta vida ofrecía muchas ventajas sobre la otra.
Todavía teníamos, por cierto, un miedo tremendo de perder nuestra tercera casa, sólo que ahora la alegría y la felicidad de lo que habíamos conocido habrían de ir con nosotros dondequiera que fuésemos o donde Dios nos enviara y nunca morirían. Aunque no sé explicar realmente bien lo que quiero decir, simplemente escribo esto aquí porque creo, como Montaigne -o como alguien dijo de Montaigne- que la experiencia de un hombre feliz podría ser útil.
La niebla empezó a levantarse y vimos el tren, arrastrado por una máquina diesel de aspecto siniestro (era la primera vez que veía, pero la reconocí por las fotografías de los rotograbados del Sun) que partía silenciosamente ahora hacia el futuro, para a su vez convertirse en anticuada y romántica. Parecía que los hombres no podían acostumbrarse por completo a la ausencia en las montañas del gemido nostálgico de las viejas máquinas a vapor, pues habían dotado a esta de un dispositivo, un conmovedor compromiso, que mugía intermitentemente como una vaca, mientras el tren se alejaba deslizándose entre los pinos de la montaña.
Pero aun en ese mugido, que iba penetrando en las grandes Cordilleras, entre los primos norteños del Popocatepetl, cuyo timbre náutico debía hacer suponer a los hombres que trabajan en las vías que se aproximaba un carguero, se podía distinguir, pensé, aquella nota artística propia del señor Bell, en saludo a su antigua morada y a la buena gente, unos inmigrantes ingleses, un electricista y su familia, que ahora habitaban en ella.
Se oía el oleaje del carguero invisible, el oleaje invisible también desde nosotros nos encontrábamos en el sendero, que moría a lo largo de la curva de la playa a medida que se aproximaba a nosotros, y simultáneamente comenzó, al principio despacio, blandamente, a llover, y cuando tuvimos bajo los ojos el ondulante oleaje de plata que cabrilleaba perdiéndose transversalmente sobre las rocas, nosotros nos detuvimos a observar la lluvia que, como una cortina de cuentas, detrás de un claro entre los árboles, caía sobre el brazo de mar abajo.
Cada gota que cae al mar es como una vida, pensé, cada una de ellas produce un círculo sobre el océano. O en el propio medio de vida, y se extiende al infinito, aunque parezca fundirse con el mar y volverse invisible o desaparecer por completo y perderse. Cada una está unida a otros círculos que caen sobre ella, algunos son círculos mayores que se propagan rápidamente y engloban a otros, algunas, más débiles, son círculos menores que sólo parecen durar breve tiempo. Y sonriendo al recordar la lección recibida, pensé en la primera vez que habíamos visto caer la lluvia sobre un mar sereno como un oscuro espejo, y habíamos encontrado el recipiente y decidido quedarnos con él.
Pero anoche había visto algo nuevo: mi mujer me había sacado de la cama para que me acercara a la ventana abierta y observara lo que ella había creído al principio que era un cardumen de pececillos que agitaban las quietas aguas justamente abajo, donde la marea alta llegaba hasta debajo de la casa. Pero luego vimos que toda el agua oscura estaba cubierta de brillantes círculos fosforecentes que se expandían. Sólo cuando mi mujer recibió la lluvia mansa y tibia sobre su hombro desnudo comprendió que estaba lloviendo. Eran círculos luminosos perfectos que se ensanchaban, círculos brillantes y diminutos primero, como una moneda, se convertían luego en círculos cada vez mayores y cada vez más vagos, y al caer la lluvia en el agua fosforecente cada gota se expandía en una onda que se traducía en luz. Y la lluvia era agua del mar, como mi mujer me había enseñado por primera vez, llevada al cielo por el sol, transformada en nubes, que de nuevo caía sobre el mar. En tanto que dentro del brazo de mar las mareas y corrientes de aquel mar regresaban, se volvían remotas y al volverse remotas, como aquello llamado Tao, volvían de nuevo como nosotros mismos lo habíamos hecho.
Ahora, en algún punto de aquel oeste invisible donde se estaba ocultando, el sol irrumpió entre las nubes y envió sobre el agua una llamarada de luz que transformó la lluvia en una cascada de perlas y alcanzó las montañas, donde la niebla se estaba alzando casi perpendicularmente desde los negros abismos, como el humo que subiera a los cielos de un purísimo fuego blanco.
Tres arco iris atravesaron como cohetes la bahía: uno para el gato. Se esfumaron y allí, al este, una hendidura creciente entre la niebla se había convertido en un parche de cielo claro lavado por las lluvia. Arcturus. Spica. Procyon arriba, y Regulus en el León sobre la refinería de petróleo. Pero Orión debía haberse puesto detrás del sol, de modo que, aun cuando estábamos en Eridanus, no se veía a Eridanus por ningún lado. Y en la punta, el faro empezó a lanzar sus benéficas señales en el crepúsculo.
¿Y la fuente? Ahí estaba. Todavía corría el agua como desde una caja de sorpresas, camino abajo, hacia Hi-Doubt. Aunque se purificaba un poco al descender por las montañas, siempre llevaba consigo un leve aroma a hongos, tierra, hojas muertas, agujas de pino, barro y nieve, en su descenso hacia el brazo de mar y más allá, hacia el Pacífico. En los lugares más recónditos del bosque, en las cavernas sombrías y húmedas, donde las ramas muertas se inclinan cargadas por los musgos, y crecen la zigadenia venenosa y el ángel destructor, el hilo de agua era áspero y frío y trágico, y un incierto trazador de su camino. Al abrirse paso subterráneamente sin duda debía atravesar por momentos oscuros. Pero allí, en primavera, en su último salto hacia el mar, como en su origen, era un arroyuelo alegre y feliz.
En lo alto, muy arriba, los pinos se mecían sobre el cielo, desde el oeste llegaban las gaviotas con sus alas angelicales, de vuelta al hogar y al reposo. Y recordé cómo todas las tardes, al oscurecer, había recorrido el sendero del bosque que llevaba a la fuente en busca de agua… Y al mirar por sobre el hombro de mi mujer vi que un venado venía nadando hacia el faro.
Nos inclinamos sobre el arroyo, riendo, y bebimos.
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