sábado

MALCOLM LOWRY (1909-1957)


EL SENDERO DEL BOSQUE QUE LLEVABA A LA FUENTE

(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)

Traducción de Eva Iribarne Dietrich.

SÉPTIMA ENTREGA


VII

Aunque al principio pueda parecer que este no concuerda con mi desabrida mención de ese proyecto como “mi música”, “mis ataques de composición” o “mi trabajo”, durante meses había estado obsesionado por la idea de escribir una sinfonía en la que, entre otras cosas, incorporaría por primera vez a la música clásica (o así lo creía) el verdadero sentimiento y ritmo del jazz. Yo no compartía, entre otras perplejidades de mi vocación, vocación que aun antes no había descubierto, el concepto romántico corriente de la superioridad de la música sobre las palabras. Algunas veces creía incluso que la poesía podía ir más lejos, o por lo menos tan lejos, en su propio medio, pues en tanto la música, destinada a desarrollarse en términos de una invención crecientemente compleja (sabía esto porque había dominado, casi accidentalmente, la escala de tonos enteros), así me parecía entonces a mí, la Palabra, en cambio, es el comienzo mismo de la creación. No obstante lo cual siempre he pensado, como ejecutante de jazz, que la voz humana logra estropear una grabación instrumental. Pero de nuevo en contradicción con esto, a mi mujer y a mí nos gustaba cantar, y sentía a veces que nuestra vida en común era como un canto.

Cuán claramente recuerdo mis luchas con todas estas y muchas otras contradicciones y perplejidades. Llegué por fin a implorar a Dios, y días atrás, revisando algunos fragmentos de mis primeros trabajos salvados del fuego, encontré, medio carbonizado, los bordes chamuscado y arrugados, lo siguiente, escrito como si fuera sobre una partitura: Querido Señor Dios, ruégote encarecidamente que me ayudes a poner orden en la obra, por fea y caótica y pecadora que sea, de un modo aceptable a Tu vista; para que de este modo, pues así lo juzga mi inteligencia imperfecta y desordenada, satisfaga los más altos cánones del arte, y al mismo tiempo remueva nuevas tierras y, donde sea necesario, viejas reglas. Tiene que ser tumultuosa, tormentosa, llena de truenos, la Palabra reconfortante de Dios debe oírse en ella, anunciando esperanza para el hombre, pero también tiene que ser equilibrada, grave, llena de ternura y compasión y de regocijo. Yo, como pecador que soy, no puedo escapar a los conceptos falsos, pero permite que sea Tu fiel siervo en hacer de esto algo grande y bello, y si mis motivos son oscuros, y las notas dispersas y a menudo sin sentido, rúegote quieras ayudarme a ordenarlas, o estoy perdido…

Pero no obstante mis plegarias, mi sinfonía se negaba a ordenarse o a resolverse en términos musicales. Sin embargo, yo veía con claridad lo que tenía que hacer. Oía esos pensamientos ordenarse cuando los extraía de mí: eran dolorosos, pero claros, y eran míos propios, y cuando regresaba a casa de nuevo trataba de ponerlos por escrito. Pero me asediaban otras dificultades, pues cuando trataba de escribir la música, tenía que hacerlo primero en palabras. Y eso era singular, porque yo nada sabía del arte de escribir, ni de las palabras, en ese entonces. Había leído muy poco y la música había sido toda mi vida. Mi padre -que hubiera sido el primero en reírse de esa forma de obrar- había tocado la trompa en la primera ejecución de la Consagración de la Primavera de Stravinsky, en 1913. Mi padre había estado con Soutine también, y conocía y respetaba a Cocteau, aun cuando en ciertos aspectos era un inglés acabado. Adoraba a Stravinsky, pero había muerto más o menos a la edad que ahora yo tengo, en todo caso antes de la Sinfonía de los Salmos, de modo que yo había recibido muchas lecciones de composición y, aunque no había recibido una educación musical formal, había sido criado con las piezas infantiles de Stravinsky. Llegué a compartir el loco entusiasmo de mi padre por la Consagración, pero hasta el día de hoy creo que en un aspecto importante es rítmicamente deficiente -en un aspecto del que no entraré en pormenores- y que Stravinsky no sabía nada de jazz, lo que también puede decirse de la mayoría de los demás compositores modernos. Brevemente reflexioné que, aunque cuando mi aproximación inconsciente, e incluso consciente, a la música clásica había sido casi exclusivamente a través del jazz, con todo mi sentido del ritmo había demostrado ser un raro método para distinguir lo de primer orden de lo que no era enteramente de primer orden, o para establecer diferencias entre compositores de merecimientos y fines aparentemente parejos: desde ese punto de vista, entre los compositores modernos, tanto Schönberg como Berg son igualmente de primer orden: pero entre Pulenc y Milhaud, digamos, Poulenc dice algo a mi oído, pero Milhaud, nada. Lo que estoy tratando de decir en realidad es, probablemente, que en algunos compositores es como si yo oyera el latido escondido y el propio ritmo del universo, pero, admitido, ya se sabe sin exagerar, que soy inexperto para expresarme. Sin embargo, sentía que por grotesca que fuera la forma en que mi inspiración se proponía obrar a través de mí, yo tenía algo original que decir. Había ahí el comienzo de una honestidad, de una suerte de lealtad para con la verdad, allí donde antes no había habido nada sino lealtad para con la deshonestidad y el escapismo, y para con las frases e incluso las melodías que no eran las mías. Con todo, es extraño que tuviera que esforzarme por poner todo eso en palabras, verlo, probarlo y ver los pensamientos tal como oía la música. Pero en cierto sentido, todo el mundo sobre la tierra es un escritor, en el sentido en el que Ortega -el filósofo español que he leído recientemente gracias a uno de los veraneantes, un maestro de escuela, en la actualidad uno de mis mejores amigos, quien me había hablado de sus obras- lo entiende. Para Ortega la vida de un hombre es como una novela que él mismo va escribiendo a medida que vive. Se vuelve ingeniero y convierte esto en realidad -se convierte en un ingeniero a fin de hacerlo real.

Debo confesar que ni aun en la peor de mis luchas me sentí como Jean Cristophe: mi alma no hervía “como el vino en un tonel”, ni mi “cerebro zumbaba afiebrado”, por lo menos no demasiado fuerte: aunque mi mujer podía siempre juzgar el grado de mi inspiración por el tempo acelerado de mis resuellos, los que, si estaba trabajando realmente, seguían a un período de suspiros profundos y de silencio abstraído. Ni tampoco sentía “esa fuerza soy yo. Cuando cese, me mataré”. En realidad, nunca dudé que no fuera la fuerza misma la que me estaba matando, aun cuando no poseyera ninguna de las características dramáticas mencionadas, y por lo demás yo estaba complacido de que así fuera, pues toda mi intención parecía ser la de morir por ella, claro que sin morirme, para poder así renacer.

La vez siguiente que fui por agua, no obstante el hecho de que conscientemente me había puesto en guardia contra cualquier ilusión, sucedió exactamente la misma cosa; incluso esta vez la sensación fue más intensa que nunca, al punto de que, en realidad, tuve la impresión de que el sendero se estaba acortando en ambos extremos. No sólo no tuve conciencia de la cuesta y del peso del recipiente, sino que tuve la franca sensación de que el sendero de vuelta de la fuente se estaba volviendo más corto que el de ida, aun cuando el camino hacia allá me hubiera parecido más breve también el día anterior. Cuando regresé a mi casa fue como si hubiera volado a los brazos de mi mujer, y traté de explicárselo. Pero por mucho que me esforzara no era capaz de expresar cómo era esa sensación, fuera de decir que era como si “me hubieran quitado un gran peso del alma”. Alguna frase hecha por el estilo. Era como si algo que solía exigir un tiempo muy largo y doloroso llevara tan poco que me era imposible recordarlo para nada; pero al mismo tiempo yo tenía conciencia de que había transcurrido un lapso mayor, durante el cual había ocurrido algo de suma importancia para mí, sin que yo lo supiera y por completo fuera del tiempo.

No es de extrañar que los místicos tengan tanta dificultad para describir sus iluminaciones, aunque ello no fuera exactamente lo mismo; con todo la experiencia parecía estar relacionada con la luz, hasta con una luz enceguecedora, como cuando años más tarde, al recordarlo, soñé que mi cuerpo se había transformado en el propio brazo de mar, no al oscurecer, bajo la luna, sino a la salida del sol, como nosotros tantas veces lo habíamos visto, bruscamente transiluminado por los rayos del sol, de modo que era como si yo hubiera tenido adentro el sol reflejado en lo profundo de mi propia alma, pero un sol que cuando desperté se transformó, de un modo swedenborgiano, junto con su luz y su calor, en algo enteramente simple, como el deseo de ser una persona mejor, de ser capaz de mayor mansedumbre, comprensión, amor…

Siempre ha habido algo sobrenatural en los senderos, en particular en aquellos de los bosques -lo sé ahora porque he leído más- pues no sólo el folklore sino también la poesía abunda en historias simbólicos sobre los mismos; senderos que se dividen y se convierten en dos, senderos que llevan a un reino dorado, senderos que conducen a la muerte, o a la vida, senderos en los que aguardan los lobos, y ¿quién sabe? hasta leones de la montaña, senderos en los que uno se pierde, senderos que no sólo se dividen sino que se convierten en los veintiún senderos que llevan de vuelta al Edén.

Pero no me eran necesarios los libros para tener una profunda conciencia de ese misterioso sentimiento por los senderos. Nunca había oído hablar de un sendero que se acortara, pero sí había oído hablar de gente que desaparecía por completo, gente que había sido vista caminando por el sendero un momento y al siguiente se había desvanecido; y así, pasando por alto que la experiencia podría tener algún otro sentido más profundo, y únicamente con el propósito de hacer que nuestra carne se erizara deliciosamente, esa noche, en la cama, fabricamos un cuento en este sentido. ¿No sería que el camino se acortaría más y más hasta que finalmente un atardecer yo desaparecería por completo al regresar con el agua? O quizá esa historia fue un medio de congraciarse con el destino por el hecho milagroso de no haber sido separados, al no suponer que era esa una cómoda certeza, una forma de inoculación, ya que, con todo, podíamos ser separados por la guerra (yo había sido rechazado por segunda vez para ese entonces, probablemente por retardado), contra una separación tal y al mismo tiempo una especie de parábola del “final feliz” de nuestras vidas viniera lo que viniese, pues fuera lo que fuese lo que imagináramos sobre la naturaleza del ser en el sendero, era indudable que yo seguiría volviendo de la fuente y que el camino terminaría, para nosotros, en un glorioso reencuentro de amor.

Pero de verdad era como si el sendero se acortara cada vez más, si bien la sensación nunca fue acompañada por ese mismo sentido de experiencia intransferible. Por mucho que concientemente me propusiera recordar el camino de vuelta a la ida, siempre resultaba que había subido la cuesta de vuelta sin acordarle ni un solo pensamiento. Y nuestra historia había cobrado tal realidad, que unas tardes más adelante, cuando llegué de vuelta con el agua, al oscurecer, mi mujer vino hacia mí corriendo y gritando:
-Ay, Dios mío! Estoy tan contenta de verte.
-Querida! Bueno, aquí me tienes.

Tan auténtico fue el alivio en el rostro de mi mujer, y tan auténtica mi propia emoción al encontrarla de nuevo, que lamenté el que hubiéramos imaginado ese cuento. Pero fue un momento profundo y maravilloso. Y por un instante sentí que si ella no hubiera ido por el sendero a mi encuentro, de veras yo hubiera podido desaparecer, para pasar el resto de mi existencia ultraterrena buscándola a ella por algún limbo.

Arriba, en lo alto, las cimas de los árboles se mecían sobre el cielo de abril. De pronto aparecieron las gaviotas, como lanzadas por una catapulta, llevadas por el viento por encima de los árboles. Y por el sobre el hombro de mi mujer, vi un venado que venía nadando a través del brazo de mar hacia el faro.

Eso me hizo recordar que no obstante el viento hacía bastante calor como para que se pudiera empezar a nadar de nuevo -prácticamente lo había abandonado en diciembre. Corrí directamente al agua, y fue como si de nuevo hubiera sido bautizado.

Fue poco después de eso que nos mudamos a nuestra casita bajo el cerezo silvestre, que habíamos comprado al herrero.

Esa casa se quemó por completo tres años más tarde, y con ella ardió toda la música que yo había escrito, pero nosotros, con la ayuda de Guaggan, Kristbjorg y Mauger, construimos otra casa con maderas traídas por la resaca y maderas del aserradero del puerto de Eridanus, que en ese entonces estaba siendo desmantelado para dar lugar a una subdivisión y venta de las tierras en lotes.

La construimos exactamente en el mismo lugar de la casa anterior, y empleamos los pilares quemados como parte de nuestros cimientos, por cuanto, ya chamuscados, no eran susceptibles de podrirse. Y también la música fue vuelta a escribir de algún modo, y en forma más satisfactoria, pues bastaba que regresara al sendero para que recordara partes de ella. Era como si la música hubiera sido escrita en algunos de aquellos momentos. El resto, como cualquier artista creador habrá de comprender, no era sino trabajo.

Pero nunca pude recobrar mi sinfonía después de perderla en el fuego. Y fue así que, siempre luchando tanto con las palabras como con la música, escribí una ópera. Obsesionado por algo que alguna vez había leído: “Y del mundo íntegro, al girar en el espacio, llegaba el sonido de un canto”, y por el deseo apasionado de expresar mi propia felicidad con mi mujer en Eridanus, compuse esa ópera, construida, como nuestra nueva casa, sobre los cimientos chamuscados y los fragmentos de los antiguos trabajos y de nuestra antigua vida. El tema me fue probablemente sugerido por mis pensamientos de purificación y renovación, y los símbolos del recipiente, la escalera y demás, y con seguridad por el propio brazo de mar y la primavera. Estaba escrito en parte en la escala de tonos anteriores, como en Wozzek, en parte era jazz, en parte canciones folklóricas o canciones que cantaba mi mujer, hasta antiguos himnos, como el Escúchanos, oh Señor desde el cielo tu mirada. Incluso utilicé cánones como el Frère Jacques para expresar las máquinas de los barcos o el ritmo de la eternidad; Kristbjorg, Guaggan, mi mujer y yo, los demás habitantes de Eridanus, mis compañeros de jazz eran otros tantos personajes o instrumentos exuberantes del escenario o el foso de la orquesta. El incendio era un episodio dramático y lo que había tratado de expresar era nuestra propia vida, con sus altos y sus bajos, lo que habíamos aprendido de la naturaleza, las mareas y las salidas del sol. Y traté de describir la felicidad humana con el entusiasmo y la gran gravedad por lo común reservados a las catástrofes y a las tragedias. La ópera se llamaba El sendero del bosque que llevaba a la fuente.

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