por JUAN CRUZ
(reportaje recuperado de El País, Madrid, 30 / 07 / 2007)
PRIMERA ENTREGA
Esta con Ingmar Bergman es una de las entrevistas más hermosas y más desgraciadas de mi vida como periodista. La conseguí con dificultad, la hice con desesperanza, terminó como una fiesta, y fue publicada con reticencia. Ahora aparece entera, pero mi redactor jefe de entonces no tuvo en cuenta la importancia implícita que tenía la conversación y la dejó a la mitad, o menos. Yo mismo he hecho barbaridades similares; Jesús Ceberio, mi director durante años en el periódico El País, suele recordar cómo le recorté una entrevista que le hizo a Gabriel García Márquez cuando éste obtuvo el premio Nobel de Literatura; en las redacciones se hacen estas cosas, y sólo el tiempo recupera la memoria del desafuero como una bofetada en el rostro del periodista que sufrió el recorte a un trabajo que le costó sudor o insistencia. Lo que me hizo aquel redactor jefe con aquella entrevista a Ingmar Bergman no es más grave que lo que le hice a Ceberio con el texto de la conversación que sostuvo en México con el autor de Cien años de soledad. Ahora le dedico este libro a Ceberio, y ni así le apagaré la ofensa.
Aquella entrevista a Bergman fue hecha a principios de diciembre de 1989, en Estocolmo, en un momento bastante difícil de mi vida personal; estaba en Suecia con mi hija Eva, para asistir a las ceremonias en las que se iba a coronar como premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela, y yo iba allí como enviado especial del diario El País. Un amigo, el periodista de origen húngaro Gabi Gleishman, un tipo simpático y extremadamente eficaz, muy amigo de Knut Ahnlund, el académico que había trabajado para que Cela ganara ese galardón, se había empeñado en que yo tuviera una entrevista con Bergman. El dramaturgo y cineasta más importante de Suecia -y durante años también del mundo, por la profundidad de su obra y también por su revolucionaria manera de contar en imágenes la soledad y el desamor- no daba entrevistas, eso era notorio, y conseguir una era algo así como un éxito periodístico que sería valorado en cualquier redacción. Gabi quería que yo fuera feliz, también como periodista, y procuró ese encuentro con el ahínco que ponía en todas las cosas que hacía. Así que finalmente la logró, me avisó antes de volar a Estocolmo, y yo fui preparado para la eventualidad de que se confirmara. Finalmente iba a ser el 9 de diciembre, por la mañana, en el Dramaten. Me levanté temprano; la ciudad estaba nevada y gris, mi hija dormía en mi habitación, y yo la miré envidiando el sopor tranquilo que animaba su sueño, y deseando, al tiempo, que se produjera una llamada de última hora señalando que el señor Bergman no podría recibirme. Estaba entonces en medio de una enorme depresión, acelerada, además, por la tensión que había en aquella misión que protagonizaba el premio de Cela y cuya crónica también figura en este libro.
Pero había que ir, y me fui en taxi al Dramaten, junto con Luis Magán, el fotógrafo que me acompañaba en ese viaje y que fue quien luego nos retrató juntos a Gabi y a mí, felices y sonrientes, con Ingmar Bergman.
Cuando llegamos ya nos esperaba Bergman, vestido de verde, apoyado en el quicio de la puerta; entonces me dio la impresión de que tenía la apariencia de un leñador austriaco; sonreía con una felicidad muy diáfana, y nos invitó a sentarnos en torno a una mesa de caoba en cuyo centro había tan solo un frutero del que sobresalían una manilla de plátanos y unas manzanas.
Tardamos muy poco en ponernos ante el magnetófono. En un momento determinado de la conversación él acercó su vista a mis ojos, y descubrió en ellos una especie de arco -arco senil, parece que se llama técnicamente-, y expresó su asombro por esas características que le parecían insólitas, o nunca vistas por él. Eso le llevó a bromear con la posibilidad de que mis ojos me sirvieran no sólo para acrecentar mi atractivo sino para convertirme en una estrella de cine.
Así que ya habíamos llegado, en el curso de la conversación, a una cierta intimidad afable que él acrecentó con risas y fiestas que se prolongaron hasta el final, cuando le pidió a Magán su cámara y se puso a hacernos fotografías.
Fue un encuentro muy hermoso, muy emocionante; él estaba entonces en un momento difícil de su carrera; ya lo había hecho casi todo, decía, y estaba buscando cómo quedarse en silencio.
Por la noche, después de horas de trabajo en torno a las festividades de Cela, Gabi nos invitó a su casa, con Luis Magán, y allá fuimos. Al recibirnos, nuestro anfitrión me dijo, alborozado:
-Fíjate, ha llamado Bergman y ha dicho que le encantó encontrarte. Pero me dijo que antes de que se hiciera la hora de la entrevista había estado a punto de llamar para cancelar la entrevista. Estaba muy deprimido.
-Fíjate, ha llamado Bergman y ha dicho que le encantó encontrarte. Pero me dijo que antes de que se hiciera la hora de la entrevista había estado a punto de llamar para cancelar la entrevista. Estaba muy deprimido.
Desde el mismo clima había ido yo. La coincidencia del ánimo siempre se ha quedado grabada en mi memoria como uno de los factores que hace el encuentro con Bergman uno de los más felices de mi vida como periodista.
Lástima que el redactor jefe no se sintiera seducido por completo y dejara la entrevista en casi nada. Claro que eso mismo le hice yo a Ceberio.
Ahora al menos podemos leer entera aquella conversación con Bergman.
¿Es usted muy reacio a que le entrevisten?
Sí, es una cuestión de principios. Cuando trabajé haciendo películas tenía que hacer muchas entrevistas y me presionaban para que participara más, pero ahora quiero proteger mi privacidad y eso significa que se acabaron las entrevistas. Es muy difícil ver a alguien durante una hora. Te puedes encontrar con alguien que no te gusta y tienes que sentarte con ese alguien durante una hora. Lo que sale de allí son simples opiniones y malos entendidos. Si son míos, no hay problema pero si vienen de otra persona sí.
Lo que acaba de decir no sólo es una declaración a los periodistas sino una llamada al silencio. Como espectador español, siempre tuve la sensación de que algún día usted iba a decir: "Ya no voy a hablar más".
Sí. Esto (la entrevista) es puro accidente. Ahora estoy alejado del mundo de las películas y soy un campesino. Solo quiero sentarme en mi mesa a escribir y leer.
Esta mañana estaba releyendo el comienzo de su biografía y mi hija, que está conmigo, estaba durmiendo. Todo estaba en silencio. Leía en un silencio absoluto y pensaba que al escribir sus memorias debió encontrarse con el silencio. Me conmovió mucho su biografía por razones personales. Usted es tan apasionado que más que hablar de sí mismo, parece que habla de los demás.
Soy un niño. Ya lo dije una vez: toda mi vida creativa proviene de mi niñez. Y emocionalmente soy un crío. La razón por la que a la gente le gusta lo que hago o hacía es porque soy un niño y les hablo como un niño.
¿Se siente usted conmovido al verse a sí mismo en esa postura? ¿Comparte usted sus emociones?
Su pregunta es muy ingeniosa e inteligente pero he de decirle que me gusta cuando la gente ve y lee algo que he hecho, siempre que se me escuche con el corazón y con las emociones. En teoría, no tiene mucho que ver con el intelecto. Todo lo que he hecho en mi vida ha sido emocional y lo emocional se lo he entregado a mis películas. Pueden crear emociones para la gente que las ve y recibe. Pero no son mis emociones. A veces, incluso pueden llegar a ser negativas. Lo que detesto es la indiferencia. Cuando conozco a alguien que es indiferente me hace sentirme muy infeliz.
Usted es un hombre de palabras y de silencio. ¿Cómo lleva usted eso de usar a otras personas y emplear una técnica, como es la de hacer películas, para poder expresar lo que quiere?
No soy un hombre de palabras. Las palabras me resultan muy, muy difíciles. He trabajado durante 50 años y nunca me he fiado de las palabras. Durante mi niñez comprendí que mis padres decían ciertas cosas cuando querían decir lo contrario. Yo se lo notaba en las caras, en los gestos, en las voces. No comprendía lo que decían pero lo sentía. Toda mi vida he pensado que los grandes escritores usan las palabras como un abrigo para sus emociones y a veces las palabras pueden ser muy enigmáticas. Estoy pensando en Ibsen o en Shakespeare. He luchado para comprenderles toda mi vida y cada vez que los leo el significado de sus textos cambia. Ser músico es mucho más simple. Las notas son un instrumento que refleja perfectamente las emociones humanas. Pero cuando tenemos que interpretar palabras, es muy, muy difícil. Ese es el primer obstáculo: las palabras. Luego tienes a los actores y a los técnicos. Tienes que ser muy cuidadoso a la hora de elegir a los actores y a tu equipo porque lo importante es saber entenderse sin palabras. Por eso siempre he trabajado con las mismas personas. Creo que he hecho más de 50 películas y sólo he tenido a tres operadores de cámara.
Cuando estábamos trabajando en Munich, el equipo alemán se sorprendió. Se preguntaban qué hacían todos estos escandinavos trabajando sin hablarse. No teníamos que hablar. Con los actores es diferente. Me llevó mucho tiempo encontrar actores que fuesen capaces de hablar conmigo sin palabras. Necesitaba a gente que me entendiera emocionalmente.
Es como un niño o un perro, que no entienden las palabras pero saben cómo suenan. No pueden decir nada pero lo entienden perfectamente. Es muy interesante. Poco a poco, encontré a la gente con la que quería trabajar.
Esto me recuerda a una anécdota de Samuel Beckett. Él y su amigo, Patrick Whalberg, jugaban al billar todos los días en París. Jugaban durante cinco horas sin decirse nada. Y cuando acababan de jugar, cada uno se iba a su casa sin decir nada.
Es como la relación que tengo con Sven Nykvist. Hemos trabajado juntos durante más de treinta años y tan sólo hemos salido a cenar juntos unas tres o cuatro veces en todo ese tiempo. Le quiero como a un hermano, como a un amigo, pero de nuestras vidas privadas no tenemos nada que compartir. No nos interesa. Por eso entiendo tan bien esa anécdota.
Lewis Carroll dijo que quería ver la luz de la vela cuando ésta se apagaba, y cuando se apagaba ni siquiera había vela. ¿Puede existir un mundo sin palabras?
Eso sería imposible. Creo que estamos cerca y me da miedo. La Edad Media era una época de imágenes y pocas palabras y creo que estamos cerca de una gran catástrofe si seguimos viviendo en un mundo sin palabras. Ingrid y yo tenemos hijos. Ella tiene cuatro y yo ocho así que juntos tenemos doce hijos. Son mayores y ellos ahora tienen hijos y nos damos cuenta que el lenguaje de nuestros nietos no es tan puro como el de mi generación. Creo que es algo espantoso y hemos de volver al mundo de las palabras porque el mundo ha de vivir hacia afuera, no hacia dentro. Aunque a veces nos alejemos de ellas, de las palabras.
Pero usted es un buen escritor.
Yo no me siento escritor. Para nada. Me siento un hombre de teatro, de películas. A pesar de haber escrito toda mi vida porque escribí todos mis guiones e incluso he escrito guiones para otros, el hacer películas y hacer teatro me resulta más preciso que escribir porque tiene que ver con mis emociones y yo al público no podría dárselas directamente.
Incluso cuando hablo mi propio idioma, siento que no puedo expresarme. Siempre es una tortura cuando escribo porque nunca encuentro las palabras adecuadas.
Me gustaría haber sido músico. Violinista o pianista. Porque ellos ven una nota y la pueden recrear. También hubiese querido ser director de orquesta. Miran la partitura y la pueden aprender de memoria y la pueden llevar consigo a todas partes. Puedes alcanzar cierta precisión.
En España hemos visto sus películas y hemos leído sus obras y en general nos parece que son españolas. Usted, que tiene la fuerza de Unamuno, ¿cómo se siente? ¿Universal? ¿Sueco? ¿Español? ¿Cómo es posible que yo pueda ver una de sus películas y piense: ¡Esto es tan español!?
Pues no lo sé. Pero me recuerda a cuando estábamos haciendo Escenas de la vida conyugal. No tenía otra cosa que hacer así que empecé a escribir diálogos sobre la convivencia, sobre el matrimonio. Y comenzamos a improvisar. No teníamos equipo ni nada. Lo hicimos en mi casa, que está en una isla. Construimos un establo y filmamos seis horas de una serie de televisión. No se por qué, pero una vez montado hicimos un pase privado y mi mujer, al verlo, se giró hacia mí con un gesto de dolor y me dijo: "No podemos enseñar esto. Es privado. Tenemos que bajar el tono y dejarlo estar. No sólo por mí sino por tus amigos y sus esposas". Entonces me entró miedo porque sabía que tenía razón.
Nos dieron mucho dinero y lo redujimos a tres horas. A todos les pareció que era suyo. No era una serie de televisión sueca, ni noruega, ni española ni americana. Sino todo a la vez. Fue una gran alegría. Porque, en cierto modo, todos somos iguales. Creo que tiene que ver con el hecho de que somos muy provincianos, no internacionales. Y justamente porque somos provincianos, de pronto nos volvimos internacionales. Lo peor es intentar ser internacional.
¿Disfrutó haciendo películas?
A veces era una obligación pero siempre ha sido una obsesión. En cierto modo, hacer películas es muy erótico. No sé muy bien por qué. No porque te acuestes con las actrices, tiene que ver con otra cosa. Creo que es porque hay un entendimiento emocional al completo. Estamos rodeados de personas que están vinculadas a nosotros. El operador de cámara, el director, los actores. El operador de cámara por ejemplo, tenía una forma de agarrarse a la cámara que parecía que estaba abrazando a una mujer. No soy yo, en esos momentos, no era yo. Yo era ellos y estaban dentro de mí. Hacer películas es como tener un romance.
¿Donde se encuentra más cómodo o más consigo mismo?
Es difícil pero diría que haciendo películas. Los métodos son mucho más neuróticos que en el teatro porque cuando haces una película tienes a cincuenta técnicos y cuatro o cinco actores. En el teatro tienes cincuenta artistas y la mitad de los técnicos que en una película. Cuando haces una película trabajas ocho horas al día para conseguir tres minutos buenos de material. En el cine no puedes arriesgarte a mostrar ni un minuto malo. En el teatro es más bien un proceso. Si no sale bien, intentamos mejorarlo y cada día sale mejor. Pero el cine es distinto. Y tengo que tener cuidado que los demás no se den cuenta de lo neurótico que es. De lo estresante que es.
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