martes

CREER O REVENTAR


NOVELÓN DE LOS POETA S MUERTOS

HUGO GIOVANETTI VIOLA

1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011

DECIMOQUINTA ENTREGA


DOS: LA PRUEBA DEL INOCENTE (7)

SAINT-TROPEZ

UN HOMBRE semicalvo lee a Antonio Machado sentado sobre la loneta de una carpa, a la luz de un farol. Es el tercer día de viento en Saint-Tropez. La carpa es un iglú sostenido por dos tubos inflables que parecen tener el aire apenas suficiente para seguir aguantando el mistral y la tramontana: están derrengados y seccionados en varias partes, y el último ritmo del viento amenaza violentamente con derrumbarlos. El hombre se levanta de un salto y refuerza la juntura y las bases de los tubos atando cinturones y amontonando ropa sucia bolsos valijas y todo lo que encuentra a mano. Lo único que le queda por poner como puntal de contención es un estuche de guitarra y no duda en hacerlo, aunque primero saca el instrumento y lo acuesta junto al agonizante farol a mantilla. El hombre (el guitarrista) vuelve a leer, interrumpido cada pocos minutos por los endemoniados sacudones de la tormenta: en cada interrupción corrige la renguera de los tubos y salta y vuelve a la lectura, como para juntar coraje. Entonces se termina el gas que alimenta el farol. En la cabeza del hombre se abre la claridad de una curva dentada, hasta que sus labios empiezan a silabear el lamento de un salmo. Después manotea los fósforos y sigue trabajando alternadamente en la lectura y en la contención del derrumbe, entre soplos de luz. Con el último fósforo quemándole los dedos se inclina sobre la guitarra, y observa su refleja incrustado en el resplandor grietoso y dorado de la madera. Cuando la oscuridad se hace total, el ruido de la tormenta se agiganta. La sombra del guitarrista continúa dando saltos para ordenar a tientas la juntura de las venas inflables y acariciar las páginas donde brillan las necesarias gotas de sangre jacobina. Finalmente amanece, y el viento se amansa. Entonces el guitarrista retira su máquina de un rincón y teclea -casi cayéndose- tres versos que titula: “Por Antonio Machado”. Rezan así: “Guitarrita mía / que no te lastimen / los hijos del diablo”.

DESPUÉS DE despedir al matoncito, Abel subió pesadamente hasta su habitación y se tiró a fumar en la cama. Ahora tenía en las manos unas cuantas piezas del caso como para romperse la cabeza a gusto. Aunque el caso sea el otro, hermano Caín De Deus -pensó, incorporándose de un salto: ¿Se contagió alguna vez el Caballero de la Fe de una clase de podre imposible de curar con antibióticos? ¿Llegó acaso a escuchar a la Gárgola defecando enroscadas asquerosidades adentro de sus sesos?

Abel abrió la máquina y empezó a componer un poema conradiano sobre la espectral noche de tormenta que tuvo que atravesar a solas en el Pam Beach Club, hasta que una voz sórdida lo paralizó. No era una voz interior, por suerte. Era un canto indescifrable de alguien que aullaba en la pieza de al lado, donde hasta el momento nunca se habían escuchado señales de vecindad. Abel perdió la paciencia y agarró a los piñazos el tabique lindero, reclamando a gritos que lo dejaran trabajar tranquilo. Enseguida hubo silencio, y a continuación un portazo y unos pasos violentos por el corredor. Me golpearon la puerta.

“Adelante” grité, sin ganas de pararme -aunque aprontándome para cualquier cosa. Una cara conocida se asomó sigilosamente y me sonrió, pidiéndome permiso para entrar. Era Wolgfang Amadeus Strudel: el mismísimo Mozart. “Adelante” repetí, casi con entusiasmo: “Siéntese, por favor”. Mozart entró meneando recatadamente sus caderas huesudas y se sentó en la cama de enfrente y prendió un superlong. Demoró una barbaridad en montar ese preámbulo. Abel le calculó poco más de treinta años: era un rubio muy flaco muy miope y muy teñido, que me observaba con una Gárgola rosácea enyuyada debajo de sus lentes. Es una Gárgola de córnea, pensé (como si le diagnosticara cáncer de piel): Benigna. Aunque hay que analizarla, de todas maneras. Sus pupilas en cambio rebosaban un celeste sedoso que no alcancé a captar la noche que lo conocí en Chez Marlene.

“Le ruego que me disculpe, señor” dijo por fin, agitando las pestañas como las patas de los cascarudos volcados en el pasto: “No era mi intención molestarlo, se lo aseguro. Hacía semanas que no venía por mi piecita. ¿Usted es nuevo aquí, verdad? Y por lo visto escribe. O siente que trabaja cuando escribe, y eso es maravilloso. Yo mataría a los que me perturban cuando estoy trabajando. Porque soy pintor-”. “Y Pianista, además” agregué: “Lo escuché en Chez Marlene”. Mozart se puso colorado y sus pestañas rubias volvieron e remolinear enloquecidamente. “Bueno, lamento que me haya conocido en una noche tan tormentosa” dijo: “En general no soy así. Y tampoco soy pianista: apenas copio a intérpretes que me interesan mucho. Robo, según Marlene. Ella dice que también robo lo que pinto. Pero no es la verdad. En todo caso, los artistas lo hacemos por necesidad”. “Yo he robado más que Robin Hood y Dick Turpin juntos” le confesé, y nos reímos con ganas. Eso me hizo acordar a Ray. “Perdón” me decidí a atacar: “No te he dicho que tenemos amigos comunes, Wolfgang. Yo compartía mi pieza en París con un petiso pelirrojo que iba muy a menudo por lo de Monsieur Amelot, no sé si te acordás-”. Mozart se endureció. “¿Es tu amigo?” preguntó. “Éramos muy amigos” dijo Abel, escondiendo los ojos: “Después hubo problemas”.

“¿Después que asesinaron a Sinclair?” tomó la posta el holandés, inesperadamente. “Sí” dije: “Pero lo que pasó no tiene nada que ver con eso. Es un negocio aparte, entre él y yo”. “Bueno, yo llegué a hacer algún negocio con ese Ray. Pero amistad no hubo jamás. Qué tipo repugnante. Fue todo repugnante, allá en París: encontré a Sinclair loco, a Amelot loco-”. “¿Y a Lilith cómo la encontraste?” contrataqué, sin demostrar el menor nerviosismo. Mozart tampoco se inmutó. “A Lilith la vi apenas una noche, imitando a la Piaf en la boîte de los negros” dijo: “Pero ella no es tan loca como parece. Y en aquellos momentos andaban de luna de miel con esta víbora de Marlene y estaba hecha una seda. Hasta me invitó a pasar el verano en su villa, otra vez-”.

Los brazos me empezaron a fallar y los metí abajo de la mesa. “Ella te trajo hasta aquí” pregunté, suprimiendo los signos de interrogación en señal de indolencia. “No” dijo Mozart: “Yo bajé unos días antes y alquilé esta piecita. Ahora la sigo alquilando para mis cosas íntimas”. Volvió a ponerse colorado. Abel no se animó a preguntarle dónde estaba Lilith cuando asesinaron a Sinclair. “¿No sabés si Batalla se fue de Saint-Tropez? Porque tendría que hablar con él por unos contratos” improvisé. “¿Qué precisás? ¿Haschich?” trató de sonsacarme el marica. “Sí” mentí. “Bueno” murmuró él: “Vas a tener que esperar unos días. Batalla se peleó con Lilith, la semana pasada. Generalmente los burgueses dejamos de ser amigos de los traficantes cuando a ellos se les acaba la mercadería. Pero estoy seguro que en cualquier momento el negro vuelve con más hasch y se adoran de nuevo”. Mozart largó una pestañeante risita de bataclana y se paró para irse. “Esperá” lo frené, sacando un brazo ya bastante firme de abajo de la mesa: “Me olvidé de decirte que yo era muy amigo de Sinclair. Fui yo el que lo encontró muerto, prácticamente-”. “No te sientas culpable” te lo ruego, me interrumpió el marica, arracándose los lentes para empezar a deglutir su moquerío en silencio. Yo no le pude contestar que no me sentía culpable de eso sino de todo, últimamente. Así que me quedé viendo llover sus lágrimas celestes.

“Todo es tan repugnante” se secó la cara el marica: “Y uno siente la culpa”. “Uno puede tener la culpa, también” lo corregí. Fue como haberle hecho rodar un hielo por la espalda. Ahora la Gárgola de córnea le avioletaba casi violentamente los contornos de las pupilas. Justo en ese momento golpearon en su puerta y él se peinó y salió meneándose, sin agregar una palabra de despedida. Abel saltó atrás suyo. “Hola, majo” me dijo la Miguela en español: “¿Es que vives aquí, coño? No me digas que me engañas con mi Amadeo. Mira que nos terminamos de reconciliar”. Mozart no entendía nada. Y yo entendí lo que debí sacar en limpio unas semanas atrás, en el caso de tener pasta de detective. La Miguela estaba peinada de peluquería y llevaba colgando la cámara fotográfica que le regaló Mozart. “Pardon” me encerré en mi pieza con ganas de mandarme mudar saltando desde el tercer piso.

FUI A cenar al Sporting. En la plaza acababan de jugar a la pétanque bajo las amarillas ristras de focos colgantes. La multitud pueblerina y los pescadores -que cada tanto debían haber bochado haciendo relumbrar la pequeña bola metálica en la cancha sombreada por los plátanos- ya no estaban allí. Yo observaba fijamente el espacio dorado donde todavía humeaba la tierra levantada por el gentío. Abel pensó que ya era hora de escribirle algo a Bugeia acerca de Lilith, pero una especie de pereza mortal le hizo doler los brazos. Y sin embargo hay que seguir, pensó: Trabajar. Y pelear. Y creer. Hay que creer para sobrevivir. Y viceversa, padre.

De repente se apareció en el Sporting una barra formada por Pedrito Isabelle el Cordobés y la crispante actriz de cuarta. No se sentaron lejos de mi mesa, aunque demoraron en verme. Yo no veía a Isabelle desde bastante antes del parto y apenas la reconocí. Lo que la volvía casi irreconocible no era la falta de barriga sino más bien la falta de una pureza azul -brillando a contramano- en los ojos maquillados como los de una yira. “¿No te habías dado cuenta que era una putita, enbarazada y todo?” me preguntó la voz de Ray, y yo me volví a ahogar igual que en el asiento delantero de la Ferrari. Estuve a punto de salir corriendo a boquear en la plaza pero me aguanté firma: tenía que pagar. Cuando levanté el brazo para llamar al mozo los muchachos me vieron y me saludaron. No tuve la misma suerte con Isabelle (que no quiso conocerme) ni con la actriz de cuarta, que dio vuelta la cara como si viera al diablo.

A lo mejor parezco el diablo, nomás -pensé, fregándome los ojos. Después llamé a Pedrito. El chiquilín se me acercó a desgano, mirándome con culpabilidad infantil y lujuria babosa al mismo tiempo. “Qué pasa, nono” dijo. “Me imagino que no irás a mandarte alguna burrada inédita, a esta altura del campeonato” rezongó Abel, con dulzura: “¿En dónde anda el marido de esta joven madre?”. “¿El Ceja? Se fueron para Alemania hoy de mañana con el Diamante: agarraron un contrato en Hamburgo. Y yo saqué a tomar algo a la señora, nomás. No pasa nada, nono”. Pedrito dio media zancada para irse y volvió a torcer la melena en dirección a Abel. “Otra cosa, che” dijo agriamente serio: “Me olvidaba de avisarte: esta tarde se apareció Colette. Se tiró a dedo, la anormal. Ya estuvimos hablando y la borré. Dice que le gustaría verte, antes de irse: va a andar en el puerto. Pero te pido por favor que no la lleves ni a Chez Marlene ni a la pensión. Ya no la banco más”. Abel no respondió y el chiquilín volvió a su mesa contoneándose como un pichón de cafiolo.

Me fui al puerto. A la verdad que el día había sido tan complicado que no me quedaban ganas ni de ver a Colette. Le tenía que mostrar mis ojos podres, además. Aunque a Pablo Regusci no parecieron impresionarlo mucho, pensé mientras desembocaba en el empedrado recorrido por el escaso turismo otoñal. Entonces vi arrancar un Citroën muy mugriento desde el estacionamiento privado de una boîte enfrentada a la parada de taxis: el conductor usaba un chambergo blanco grande como un plato volador. Corrí hasta un taxi y di orden de seguir al Citroën sin entender demasiado bien por qué. El chofer parecía entusiasmado. Mientras estábamos parados en los semáforos de la carretera que lleva a Pampelonne miró por el espejo retrovisor y preguntó: “¿Nos mantenemos más cerca del que seguimos o del que nos sigue, jefe?”. “¿Quién nos sigue?” preguntó Abel, acalambrándose al contorsionar el pescuezo. Atrás no se veía ningún auto. “Una Ferrari roja” dijo el chofer, con tonito canchero: “Sabe cómo trabajar. Por ahora puede irse escondiendo. Pero en la carretera le va a ser imposible. El problema es que tiene mucho más motor que nosotros, jefe”.

Hay que reconocer que yo nunca me hubiera dado cuenta de la persecución. La Ferrari siguió trabajando increíblemente bien en la carretera, aprovechando los repechos encadenados para desparecer durante algunos minutos y todo. Los negros se metieron en el camino de tierra que bajaba hasta el Pam beach Club y nosotros esperamos un poco para seguirlos. Eso le complicó la vida a la Ferrari, que prefirió acelerar y pasarnos a ciento cincuenta. Después del Pam Beach Club había una curva totalmente oculta por los pinos para poder estacionarse, de todas maneras. El taximetrista largó un silbidito retórico. “¿Este no será un cana?” me preguntó, empezando a meterse -simpáticamente- en lo que no le importaba. Le contesté que no podía saberlo. “Seguí” agregué, poniendo voz de duro.

Mientras el coche bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al camping de la carretera, Abel iba estudiando el crecimiento de la inminencia lunar sobre los viñedos. Iba pensando en Colette, a la vez que aceptaba que desde la primera carta escrita por Pedrito a la muchacha, Ray pudo haber tenido acceso a su nueva dirección. En la administración me las arreglé perfectamente para averiguar el lugar que ocupaba Batalla: estaba en una caravane, muy cerca de la doble vía asfaltada que vertebraba el camping. Allí despedí al taxi. “Suerte” me dijo el chofer, y yo le puse los dedos en v con cara de presidente burgués progresista.

La caravane que alquilaban los negros estaba ubicada en la “zona residencial” del Pam Beach Club, con muy poca estridencia de ropa tremolante sartenes o Beatles. Abel encontró a Batalla bajando algunos bolsos más mugrientos que el Citroën, todavía. Ninguno de los dos se abalanzó a abrazarme. Batalla se había sacado el chambergo y los lentes ahumados, y su miopía sobradora daba hasta un poco de lástima. El negro chico estaba acuclillado adelante del coche, con los ojos clavados en el pezón de tierra por donde asomaría la luna. La redondez nacarada del ton-ton le flotaba en los brazos como otra luna a punto de brillar.

“Qué busca, hermano” me preguntó Batalla: “¿Ustedes ya no viven aquí, verdad?”. “Verdad” dije: “Pero seguimos comiendo chocolate, hermano. Y se nos acabó. Hace tiempo. ¿Tenés algo para vender?”. El negro se camufló de apuro con el chambergo y los lentes, sin poder evitar el temblor del fastidio. Apenas sonrió. “Yo no vendo” roncó: “Yo nunca vendí de eso. Cuando tengo convido, pero nada más. Un guitarrista de Bahía no precisa vender más que su samba para sobrevivir”. Aquello me hizo calentar. “Claro” dije: “Pero en el caso de los músicos angolanos que se hacen pasar por bahianos debe ser diferente, supongo”.

Batalla no perdió la paciencia. “Andá tranquilo” murmuró: “Y si no seguís diciendo más pavadas cuando consiga chocolate los invito con algo”. Entonces me jugué. “¿Así que no pudiste venderle nada a la rubia diabólica, Sidney Poitier? Andás con mala suerte, este verano. La B.B. no te quiso dar un beso, y esta-”. “¿Quién te cantó ese samba?” me preguntó Batalla con la paciencia intacta. “Alguien q ue estaba allí” sonreí, lo más cínicamente posible: “Hoy visité la villa-”. De golpe empezó a sonar el ton-ton del negro chico y no tuve más remedio que desconcentrarme para verlo sonar: una luna casi tan bermellón como la que vi subir una vez en el Tajo había entrado a la noche. Había entrado a la noche como una propiedad indespojablemente nuestra, y el negro festejaba. Festejaba arrancando del ton-ton nacarado el conjuro tristísimo de la fertilidad. Aquel tambor sonaba como un pueblo.

“¿Por qué no le preguntás a la rubia diabólica lo que iba a hacer conmigo allá en Favela, hermano?” me desafió de atrás Batalla, con la seguridad recompuesta: “Que te mienta, si puede”. El que estaba mintiendo era él, pero yo había encontrado la hilacha que esperaba para entrar a la trama. “¿Qué? ¿Te la manducabas después que ella imitaba a la Piaf?” pregunté, haciéndome el que sabía mucho: “¿Y la mujer-macho no protestaba, che? ¿Y el ex-macho tampoco?”. “El ex-macho estaba loco” murmuró el angolano, con asquerosidad: “Y la última noche que la bicha vino a cantar a la boîte él estaba en una cama largando sangre por la cabeza, hermano. Eso consta -con testigos- en la Jefatura de Policía”. Abel se puso blanco, sin haber vuelto a mirar la luna. “El Inspector Bugeia no me contestó” chisté, rabioso: “¿Él alcanzó a localizar a Lilith, allá en París?”. “Sí, señor” dijo el negro: “Y también alcanzó a cerrarme Favela, el muy hijo de puta. Pero todo eso fue recién al final, después que ustedes bajaron al sur. Y acá nos debe tener vigilados a la bicha y a mí, no te quepa la menor duda”. Entonces pensé en la Ferrari y le ofrecí a Batalla un Peter Stuyvesant.

“¿Quién te contó lo de la villa, hermano?” insistió el negro, mientras prendíamos los cigarrillos: “Es por saber, nomás”. “El marica” mentí, para ver qué pasaba: “El pintor. Mozart”. “Pero-” se puso grisáceo el negro: “¿Pero qué alma podrida que la gente, no?”. “Alguna” dijo Abel, sin dejar de atender el conjuro del ton-ton. “Y pensar que ese alma podrida de Mozart ni siquiera se comió los interrogatorios” contratacó Batalla: “Fue el único que no se los comió, al final”. “Él no estaba en París cuando mataron a Sinclair” puntualizó Abel. “¿Es que acaso hay testigos de que él estuviera en otro lado?” porfió el angolano. “No sé” dije: “No sé. Bueno. Tengo que irme a trabajar. Disculpame las molestias”. “¿No querés que te alcance hasta el puerto?” me preguntó Batalla, entre amable y desconfiado. “No, gracias, Voy a dedo” dije: “Igual que cuando vivía aquí”. Entonces me di vuelta y le acaricié las motas al negro chico. Él no dejó de tocar, pero sonrió relamiéndose los goterones de nácar que le escarchaban la cara. Sudor o llanto -tanto da, pensé. La luna entraba como una avalancha de belleza rojiza en el callejón del camping.

Cuando terminé de subir el camino de tierra y me paré en la carretera, todavía se escuchaba el latido del ton-ton. Entonces apareció la Ferrari. Había estado estacionada en el Pam Beach Club, evidentemente. No precisé ni hacer la clásica seña del auto-stop: el matoncito frenó por su cuenta y se ofreció a llevarme al puerto. “¿Al Impasse des Conquêtes?” me preguntó, como un chofer -y yo me acordé fulminantemente de la puntería del taximetrista que me había traído al camping. “Sí” dijo Abel: “Voy a pasar por ahí primero a buscar la foto con la B.B. Nos la pidieron para colgar en la cartelera de Chez Marlene. ¿Mucho laburo, viejo?”. El matoncito lo enfocó con los ojos inocentemente degenerados pero no sonrió. “Hay del divertido y del aburrido” comentó: “No me quejo”. A Abel le dio muchísimo trabajo -durante todo el trayecto- no reírse solo. El matoncito policía, pensaba sin parar: Y yo vigilando los atardeceres. “Qué mal viven los tiras ¿eh campeón?” me desahogué preguntándole en español, enseguida de bajarme. Él me hizo una guiñada y arrancó como un bólido.

Las ventanas del tercer piso estaban todas oscuras. Pero no todas las piezas estaban vacías: Abel oyó gemidos amatorios ya desde la mitad de la última escalera. Andan bravos los muchachos, pensó distraídamente. Lo que me tenía concentrado -y aliviado y nostálgico, al mismo tiempo- era la certidumbre de que mi papel como investigador no había pasado de ser en ningún momento más que una estupidez. Una real estupidez, Inspector Marc Bugeia: usted sí que me la jopeó -pensé riéndome solo: ¿Qué se fizo tu aventura / Caballero? / Qué tristura. Abel no pudo darse cuenta hasta después de abrir maquinalmente su puerta de que el gemidero era allí, en realidad. La luna todavía no plateaba la pieza, pero alcanzaba para iluminar a Pedrito y a Isabelle. “Sádico” gritó Abel, pegando un bruto portazo: “Podías haber cerrado con llave, por lo menos”. Mientras bajaba la escalera a los saltos recordó haber oído alguna vez que las puérperas no pueden hacer el amor hasta después de un mes del parto. Lo que pasa es que estamos en Saint-Tropez, pensó: Y aquí hasta la comunión se debe hacer contra natura. Tendrían que advertirle a los turistas -con carteles colocados en la ruta y todo- que por las dudas no miren para atrás en el momento de irse. Usted puede volverse una estatua de sal perfectamente, forastero.

NO PUDE encontrar a Colette en el puerto. Ya era tarde, y subí a Chez Marlene con un humor canino. Aquella noche apenas se hablaron, con Pedrito. Pero al terminar de trabajar el chiquilín le aclaró a Abel que no iba a dormir en la pensión. “Si encontrás a Colette, ofrecele mi cama” dijo: “No tiene donde apolar. Yo me voy a otro lado”. Abel lo miró a los ojos y el chiquilín bajó la cara, entre asustada y cínica. “Me parece muy bien” le dije: “¿Sabés cambiar pañales? Porque así la podés ayudar a Isabelle, también”. Pedrito pegó un cerquillazo y arrancó contoneándose calleja arriba. Yo bajé al puerto a tratar de encontrar a Colette por última vez.

La encontré. Estaba sentada en la plateada oscuridad de la escollera, con las piernas colgando y los ojos anclados entre los contraluces lunares de los yates. Demostró poca cosa, al verme. Abel aspiró obligadamente el perfume de la muchacha y no olió nada bueno detrás de aquel encuentro. Tampoco tuvo la menor necesidad de esconder los ojos, porque ella ni lo miraba. Ya hacía bastante frío, y le pasé mi gabán sobre su sweater y la llevé hasta la pensión sin darle explicaciones. A ella no parecía importarle literalmente nada.

“¿Esta es la cama de Pedrito?” fue la primera frase larga que dijo, apenas entramos a la pieza. Le contesté que sí y empecé a preparar el mate. “¿Después que hagas el mate podés apagar la luz, por favor?” me pidió la muchacha, tirándose sobre la cama deshecha por Isabelle y Pedrito. Aquella frase hizo que Abel sufriera un ataque tan violento de voracidad que hasta se vio obligado a moverse de espaldas a Colette, para esconder la explosión deforme de su sexo. Entonces apagué la garrafa y la luz de apuro, y me tiré en la cama. “¿No te importa no tomar nada?” pregunté: “Estoy rendido”. Ella ni me contestó. Quedó brillando de cuerpo entero abajo de la luna, con las facciones de pájaro alzadas hacia un sitio que yo no conocía.

“Soy adoptada” empezó a decir al rato: “Pero conozco muy bien a mis padres. Ellos vivían en el mismo pueblo que yo, en Auvergne. Me regalaron o me vendieron o algo así, porque tenían demasiados hijos. Es un caso bastante común, allá. En la casa de mis padres adoptivos había que mear y todo lo demás en el mismo lugar que los cerdos: pero eso es muy común, también. Mi padre adoptivo no me violó ni nada por el estilo. Me violaron entre varios muchachitos borrachos arriba de una mesa en un baile de casamiento, a los quince años. Después no tuve más hombres. Aunque te parezca mentira, le propuse casamiento a Pedrito y él aceptó. Fue al poco tiempo de conocernos. Desde el principio me dijo que tenía veintidós años y yo me lo creí. Todo, me lo creí: que me iba a mandar buscar desde Cannes y después desde aquí. Que estaba juntando plata para eso y para casarnos a fin de año. Y yo reventaba de calor en París y al volver del laburo me metía en el baño turco del Stella y me encajaba una almohada abajo del vestido y soñaba que yo era Eva y él era Ramón. Hasta que me pudrí de esperarlo y me vine a dedo: demoré cuatro días. Y ahora me manda al diablo. Tranquilamente. Dice que tiene dieciséis años. Dieciséis años. Dios mío”.

Lo peor es que no está llorando -pensó Abel, después que la muchacha se quedó callada. Entonces apareció la voz de Ray (aunque no era exactamente la voz de Ray, yo lo sabía muy bien) por tercera vez en lo que iba del día. “Dale, tirátele arriba” decía: “¿No ves que la canaria está regalada, vejigón?”. Esta vez me sentí ahogado, pero no por la histeria: tenía hambre de Colette, y podía imaginarme extraordinariamente bien todo lo que hubiera podido hacerse ahí abajo de la luna. Con la muchacha del perfume triste.

“Ah, me olvidaba: Ramón viene a visitarlos en estos días” anunció ella de golpe, recuperando la voz que yo le conocía. “¿Ah, sí?” murmuró Abel, como emponchado por un alivio azul. Por fin voy a poder contarle el asunto de Ray a alguien que pueda entenderlo, pensó: Por fin. Cristo bendito. Por fin. “También te mandan saludos el Cosmósfero y Mich. Están viviendo en la 22” agregó la muchacha: “Y Ray. Bajamos con unos días de diferencia y ayer me lo encontré aquí cerca, en Saint-Raphael: anda con un gitano, yirando en una camioneta. Mandó decir que en cualquier momento te viene a ver. Que no te preocuparas”. Abel se pasó varias veces la mano por el pelo y se acercó al rincón donde estaba su valija. Simuló buscar ropa para poder permanecer agachado unos momentos en la oscuridad, sopesando el cuchillo del hotel Stella. La sangre jacobina, pensó: Y el manantial sereno. Cuando volvió a su cama vio que la luna estaba abandonando el cuerpo dormido de la muchacha, y la tapó prolijamente con el gabán.

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