sábado

MALCOLM LOWRY (1909-1957)



EL SENDERO DEL BOSQUE QUE LLEVABA A LA FUENTE

(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)

Traducción de Eva Iribarne Dietrich.

CUARTA ENTREGA

IV

Tampoco habré de olvidar nunca la primera vez que recorrí el sendero, yendo a la fuente a buscar agua. Era un atardecer muy singular. Al noroeste, sobre las montañas, se había levantado una luna llena como un cardo ardiente. Marte colgaba sobre la luna, y no había ninguna otra estrella. Del otro lado del agua, un banco de niebla se extendía junto a la costa a lo largo de todo el brazo de mar, luminoso al este frente a la casa, pero que se volvía oscuro hacia el sur y el oeste hasta detrás de los árboles sobre el promontorio -es decir, desde nuestro pórtico, desde el sendero, el promontorio con el faro estaba a mi espalda, pero era un atardecer tan raro que no hacía sino darme vuelta- a través de los cuales la niebla aparecía como espirales y bocanadas de humo, como si los bosques hubieran estado incendiados. El cielo era azul al oeste, y empalidecía hasta transformarse en una puesta de sol gredosa, de colores pastel, sobre la que se recortaban los árboles. Una torre de agua ahusada sobresalía allá entre la niebla. Aunque dentro de la casa había estado oscuro, una vez en el sendero estaba claro. Eran las seis de la tarde y no obstante el cielo azul al oeste, un parche de luz de luna se reflejaba en el agua en una ola que se perdía. Por debajo de los árboles, la marea estaba alta. Pero en ese instante, al llegar yo a la fuente, una nube ocultó la luna y todo quedó a oscuras: el reflejo había desparecido. Y cuando regresé había una niebla azul.
-Bienvenido al hogar -dijo mi mujer sonriendo, al recibirme.
-Sí, mi querida, es realmente un hogar ahora. Me gustan esas cortinas que has puesto.
-Es lindo sentarse junto a la ventana y mirar afuera cuando hace buen tiempo, pero en un crepúsculo lúgubre me gusta correr las cortinas y sentirme el abrigo de la noche oscura, la casa llena de la luz de la lámpara.
-¿Nada de esa tontería de un amor romántico en una casita?

Yo estaba encendiendo las lámparas de petróleo al decir esto, y sonreía al reflexionar cómo esa poco profética y desamorada exclamación se había convertido en un leitmotiv de amor, complacido por el color dorado que la llama de las lámparas encendidas arrojaba sobre las bonitas agarraderas azules sostenidas por ganchos de estaño acanalado, como halos o como una custodia.
-Pero ahora es de noche y los “sombreros chinos” se han puesto en movimiento-. Reíamos mientras yo bajaba la llama de una mecha que estaba ahumando la camisa.

Y afuera la marea seguía avanzando aun desde el Pacífico, hasta que la pudimos oír que batía y susurraba bajo la casa. Y más tarde, ya en la cama, escuchamos las máquinas de un carguero que sacudían la casa:

Frère Jacques
Frère Jacques
Dormez-vous?
Dormez-vous?

Pero a la mañana siguiente, cuando las gaviotas levantaron vuelo hacia las orillas de la ciudad, el sol claro y frío entraba directamente dentro de los dos cuartos de nuestra casa llenándola con el brillo incesante de los reflejos del agua y las incandescencias de la luz como si supiera que de ahí a poco el mundo empezaría a avanzar por los meses bravos del invierno hacia la inevitable primavera. Y ese día, al caer la tarde, después que las últimas gaviotas hubieron regresado a dormir, cuando apareció la luna, su luz se entretuvo en bordar las ondulantes ventanas de nuestra casa, con sus cortinas, sobre la marea inquieta de Eridanus, que era a la vez mar y río.

Desde entonces, al oscurecer, cuando las gaviotas llegaban flotando de vuelta por encima de los árboles, yo acostumbraba llevar el recipiente a la fuente. Primero subía la escalera enclavada en la orilla, cuyos peldaños de madera habían reemplazado los rotos y viejos escalones del escocés, que llevaban desde el pórtico al sendero arriba. Luego doblaba a la derecha de modo que me encontraba entonces mirando hacia el norte, hacia las montañas, emplumadas de blanco como las mismas gaviotas, con una fresca pintura de nieve; o rosadas o índigo.

A menudo me demoraba en el camino y soñaba con nuestra vida. ¿Era posible ser tan feliz? Estábamos viviendo ahí, en el límite mismo de la existencia, en condiciones tan pobres y abyectas a los ojos del mundo que hasta eran censuradas en los diarios, o por la Junta de la Salud, y, sin embargo, para nosotros era como vivir en el cielo, y como si el mundo exterior -tan portentoso en sus recomendaciones al hombre de necesidades imaginarias que en realidad significaban su condenación- fuera el infierno. Y por esas necesidades ilusorias, en ese infierno de fealdad más allá de Eridanus y con el fin de convertirlo en un infierno aun mayor, los hombres se estaban matando.

Pero unas tardes después, cuando regresaba a casa por el sendero, se apoderó de mí la más violenta emoción que hubiera experimentado en mi vida. Fue algo tan violento que pasó un rato antes de que me diera cuenta de lo que se trataba, y tan terriblemente avasalladora que hizo que detuviera mis pasos y pusiera en el suelo mi carga. Un instante antes había estado pensando en cuánto amaba a mi mujer, cuán agradecido estaba por nuestra felicidad, y de ahí había pasado a reflexionar sobre la humanidad y esa hasta entonces inocente emoción se había convertido, pues en realidad eso era lo que era, en odio. No era tampoco un odio corriente, sino algo virulento y asesino que palpitaba en mis venas como una pasión y que hasta parecía que me erizaba el pelo y me volvía agua la boca, y que arrastraba a todos en mi violencia, a todos, excepto a mi mujer. Y así, una y otra vez, me detuve mientras volvía con el agua, dejando en el suelo mi carga al sentirme poseído por ese sentimiento. Era un odio devorador y tan absolutamente implacable que quedé asombrado de mí mismo. ¿Qué significaba todo ese odio? ¿Eran esos realmente mis sentimientos? El mundo, claro, uno podía odiar al mundo por su fealdad, pero eso era un odio a la humanidad. Un día, después de haber sido rechazado de nuevo por el ejército, se me ocurrió que de algún modo misterioso yo tenía acceso a la terrible ira que estaba devastando el mundo, o de que estaba a la merced de las fuerzas salvajes de la naturaleza, para redimir a las cuales, según había leído, había sido enviado el hombre al mundo, o de algo que era como el temible Wendigo, el vengador, el enemigo del hombre, el espíritu de la naturaleza salvaje, del bosque torturado por el fuego, al que los indios temen y en el que aun creen.

Y en la extrema confusión de mi alma, mi odio y mi sufrimiento eran el fuego mismo del bosque, el destructor, que está allí, aquí, y por todas partes: respira, se mueve y a veces bruscamente vuelve sobre sus pasos y hasta de mata a sí mismo, y obra como animado por un espíritu de idiota propio, y así mi odio mismo se convirtió en una cosa, un patrón de destrucción. Pero el movimiento del incendio en el bosque era como una perversión del movimiento del brazo de mar: las llamas corren hasta detenerse ante una barrera de cedros no inflamables, a los que las llamas amarillas lamen, y viéndolo, se cree que las llamas desbordarán por sobre la cumbre de la montaña como el agua de la marea. Pero no, quizá una hora más tarde, el viento habrá cambiado, o el incendio habrá crecido desmesuradamente y es arrastrado por un movimiento opuesto al avance. Y así el fuego no franquea la montaña sino que retrocede para devorar los trozos de árboles caídos durante su primer empuje. Y parecía que así también estaba obrando ese odio, que volvía hacia atrás y hacia dentro de mí mismo, para devorar con sus llamas a mi propio ser.

¿Qué sucedía conmigo? Pues casi todo era desinterés en nuestra pequeña colonia. Nuestro vecinos, como benévolos leones de la montaña, según había comprobado, pasaban el día íntegro al acecho sólo para llevar a cabo un acto desinteresado, para ayudarnos de algún modo u ofrecernos un presente. Una sonrisa, el saludo con una mano que se agitaba o un alegre grito tenían ahí también gran importancia. Quizá nos tuvieran por algo inestables, pero nunca nos lo demostraron. Recordé cómo Mauger, el natural de las Islas del Canal, solía rondar con su bote y detenerse en nuestra casa, esforzándose por elegir el mejor momento para traernos cangrejos o salmón sin causarnos molestias, por lo que no quería aceptar ningún pago. Por el contrario, era él quien nos pagaba el privilegio de ofrecernos los cangrejos con cuentos y canciones.

En una ocasión nos había relatado cómo una vez había visto a un salmón ahogar un águila. El águila había alzado un salmón entre sus garras, que no había querido compartir con una bandada de ciervos, y antes que ceder parte alguna de su botín se había dejado arrastrar finalmente bajo las aguas.

Nos había contado que en las regiones del norte, donde pescaba, había dos clases de hielo, el azul y el blanco. El hielo blanco, como estaba muerto, no podía trepar; pero el azul subía tranquilamente y arrasaba todas las bellezas de árboles y musgos, y arrancaba los líquenes hasta dejar las rocas tan peladas como la puerta del escocés que había venido a ayudarnos a arreglar.

O nos hablaba de las visiones árticas, de los vientos tan fuertes que soplaban en la bajamar donde se veían peces extraños de huesos verdes…

Cuando había vuelto en septiembre gustaba cantar:

Oh you’ve got a,long way to go? (1)
You’ve got a long way to go
Whether you travel by day or by night
And you haven’t a port o starboard light
If it’s west o eastward ho -
The judge will tell you so -

Y también cantaba, con su curiosa voz cascada con acentos del viejo music-hall inglés, y que era casi hablado:

Farewell, farewell, my sailor boy (2)
This parting gives me pain…

Y también nosotros nos habíamos vuelto generosos, o por lo menos diferentes, alejados de los dogmas del mundo egoísta. Constantemente vigilábamos el muelle flotante de Quaggan para ver si estaba seguro y si se soltaba sin que él se diera cuenta, o cuando se hallaba en la ciudad, nosotros lo rescatábamos, por malo que fuera el tiempo, esperando de veras que él no se enterara que habíamos sido nosotros, y sin embargo orgullosos de haberlo sido, pues de no haber sido nosotros, hubiera sido algún otro.

Nadie echaba jamás el cerrojo a la puerta, nunca nadie hacía un comentario mezquino sobre otro. Sin embargo, no ha de suponerse que los habitantes de Eridanus estaban dotados de todas las virtudes teologales. Aunque un punto hay que destacar con respecto a las mujeres de los pescadores. Con excepción de los que eran casados, no había nunca ninguna mujer. Los pescadores solteros solían prestar su cabaña a los amigos durante el verano, pero eran sacrosantas una vez que ellos estaban de regreso. Lo que hacían en la ciudad era algo que sólo a ellos les interesaba, pero nunca llevaban putas, por ejemplo, a su cabaña. La actitud del pescador soltero hacia su cabaña era similar a la que tenía hacia su barco. En efecto, su amor por la una era igual a su amor por el otro. Tal vez su cabaña era menos una parte de él que su barco y su amor por la cabaña menos desinteresado; creo que una razón de ello es que sus pequeñas cabañas eran altares de su propia integridad e independencia, algo que este tipo de hombre, que casi parece extinguido, sabe que sólo puede conservarse al abrigo de la maldad de la maledicencia. Y en realidad la vida individual de cada uno era en esencia un misterio (aun cuando pareciera un libro abierto) para su vecino. Los habitantes eran de diversas creencias y no creencias religiosas y políticas y, por cierto, nada sentimentales. Hubo una vez, en años posteriores, una familia con tres niños que vivió en Eridanus por necesidad y no por gusto y que con seguridad estaban convencidos de que eso “era por debajo de ellos” y que los verdaderos valores se encontraban “manteniéndose a la altura de los Jones”. Se dejaron hundir en la degradación, como si aquella fuera la contraparte convencional de la pobreza, sin siquiera haber contemplado un amanecer. Recuerdo que su desaliño y su incapacidad general originaron algunos agrios comentarios entre los pescadores, y todo el mundo se alegró cuando se marcharon para instalarse en algún barrio pobre de la ciudad, donde ciertamente no tendrían que llevar el agua desde una fuente y donde el sol se levantaría por detrás de algunos almacenes. Y hasta nosotros no estábamos totalmente absueltos de identificar una vida tal con el “fracaso”, algo que ciertamente habríamos debido haber sobrepasado. Pero recuerdo perfectamente cómo solíamos vagar en nuestro botecillo al sol, o conversar junto al fuego a la suave luz de la lámpara si era de noche y hacía frío, y murmurar juntos nuestros sueños de “éxito”, viajes, una linda casa, etc.

Y todo Eridanus, como corre el dicho, parecía hecho de todo y de nada, sin la necesidad de que nadie hiciera sufrir a otro por su posesión: los techos eran de tablones de cedro trabajados a mano, los pilotes de pino, los botes de cedro y de arce. Los cipreses y el abeto se alzaban en nuestras chimeneas y el humo regresaba al cielo.

No había lugar para el odio, y retomando la carga de mi recipiente, decidí abolirlo, después de todo no eran los hombres a los que odiaba sino la fealdad que creaban en la imagen de su propia ignorancia y desprecio por la tierra, y regresé a mi mujer.

Pero en el momento en que vi a mi mujer, olvidé todo mi odio y mi tormento. Cuánto le debía! Yo había sido una criatura de la noche, que sin embargo no había visto nunca la belleza de la noche.

Mi mujer me enseñó a conocer las estrellas, en su curso y estaciones, y a saber su nombre, y cómo se reía, en carcajadas que eran como alegres campanillas, cada vez que me contaba cómo había hecho para que por primera vez las mirara. Había sido en los primeros tiempos de nuestra estadía en Eridanus, cuando yo, acostumbrado a estar levantado toda la noche y a dormir de día, no podía habituarme a ese cambio de ritmo y al silencio ya la oscuridad que nos rodeaban. Como no podía dormir, una noche sin luna, en las primeras horas de la madrugada, me había hecho caminar hasta lo más profundo del bosque; me había hecho apagar la linterna eléctrica y luego, un momento más tarde, me había hecho mirar el cielo. Las estrellas brillaban y centelleaban entre los árboles oscuros y yo había exclamado: “Dios mío, en mi vida había visto algo semejante!” Pero no lograba reconocer los dibujos que ella me señalaba, y cada vez tenía que enseñarme de nuevo, hasta una noche tardía de otoño en que brillaba la luna llena. Esa noche había sobre la playa maderas escarchadas y la lenta línea plateada de la marejada. Arriba la noche resplandecía de espadas y diamantes. De pie en el porche me señaló Orión. “Mira, las tres estrellas de su cinturón, Mintaka, Alnilam y Alnitak, y allí arriba está Betelgeuse en su hombro derecho, y abajo Rigel en la orilla izquierda…” y cuando por fin las vi, dijo: “Esta noche es más fácil, porque la luz de la luna oculta a todas salvo a las estrellas más brillantes”.

Pensaba cuán poco hasta entonces había yo sabido de las profundidades y las mareas de una mujer, la ternura, la comprensión, la capacidad de goce, la gravedad, la alegría, la resistencia y la belleza, que por mi suerte loca era la belleza de mi mujer.

Había vivido en el campo de niña y, al volver al cabo de los años pasados en las ciudades, era como si nunca lo hubiera abandonado. A veces, al ir a su encuentro por el bosque cuando ella regresaba del almacén, la sorprendía parada, tan inmóvil y alerta como la criatura salvaje que había visto y estaba observando, una gama con su cervato, un visón o un diminuto abadejo posado sobre una rama en lo alto. O la encontraba arrodillada oliendo esa tierra tan amada por ella. Con frecuencia tenía la sensación de que ella estaba en una misteriosa relación con toda la Naturaleza que la rodeaba de un modo desconocido para mí, y pensaba que ella misma era el eidolon de todo cuanto amábamos en Eridanus, de todas sus mudanzas y mareas, de sus oscuridades y de sus soles y estrellas. Como tampoco el mismo bosque hubiera podido estar más ansioso que ella por la llegada de la primavera. La deseaba como un cristiano el cielo, y a través de ella yo llegué a sentir esas mudanzas y cambios y corrientes de la naturaleza, así como la incesante conversión en humus de sus hojas caídas al podrirse -nada en la naturaleza que sugiriera tanto la propia muerte como aquello, empecé a sentir -y en brotes, para nuevamente resurgir a la vida.

Mi mujer era también una excelente cocinera, y aunque la cocina de hierro a leña que teníamos nos recordaba a Charlie Chaplin en La quimera del oro, ella se las componía para convertir en obras de arte nuestros limitados y simples alimentos.

A veces, cuando más se nos apretaba el corazón por la guerra, o por el temor de vernos separados, o de quedarnos sin dinero, ella, en la cama, reía en la oscuridad y me contaba historias para hacerme reír también a mí, y después hasta inventábamos juntos cancioncillas maliciosas.

Descubríamos que rara vez podíamos realizar una tarea afuera juntos, como hachar madera o reparar las cosas, sin cantar; los trabajos engendraban las canciones, de modo que era como si nosotros hubiésemos redescubierto los primeros principios de la música; empezamos a crear nuestros propios cantos y yo comencé a escribirlos.

Pero era el acompañamiento de su charla, de su conciencia de todo lo que nos rodeaba, de sus comentarios algo absurdos, profundamente perceptivos, lo que, según llegué a comprenderlo, daba intensidad a toda nuestra vida.

“Mira la escarcha sobre las hojas muertas, es como un brocato suntuoso” “Los paros repican como una campana al viento”. “Mira ese moho, es una mágica selva tropical de palmeras” “¿Cómo distingo la cáscara sagrada del aliso? Porque los alisos tiene ojos” “¿Ojos?” “Igual a los ojos de las patatas. Es de donde nacen los renuevos y donde las ramas se desprenden”. “Tendremos nieve esta noche, la huelo en el viento”. Así era nuestra conversación habitual, nuestra charla diaria en el bosque.

Qué remota parecía ahora mi antigua vida de la noche, mi vida en que las únicas estrellas habían sido las luces de neón! Debía de haber tropezado con miles de amaneceres alcohólicos, pero borracho en el pescante había pasado de largo. Qué diferentes las escasas copas que ahora tomábamos, con Quaggan o con Kristborj, cuando no las podíamos pagar o cuando había algo que tomar. Nunca hasta entonces había mirado realmente salir el sol.

Una o dos veces, algún domingo, algunos de los muchachos con quienes había yo tocado, cuando por acaso se hallaban cumpliendo un contrato en la ciudad, en el Palomar Dance Hall, o en el escenario del cinematógrafo Orpheum, vinieron a vernos. Muchos conjuntos se habían deshecho durante la guerra y mi antigua agrupación no era ya la misma, pero, pese a lo que el mundo pueda pensar, los músicos de jazz no sólo están dotados de una rara integridad sino que figuran entre los hombres más comprensivos y espirituales, y mis compañeros no trataron de hacer que volviera a mi antigua vida, sabiendo que sería mi muerte. No era que creyera que estaba trascendiendo al jazz: nunca podría hacerlo ni desearlo, ni ellos hubieran permitido tampoco que me hiciera esa ilusión. Pero hay quienes aguantan la lucha y quienes no. Nadie puede ser tan tonto como para pensar que Venuti o Satchmo o el Duke “han arruinado su vida”, por haber llevado lo que pretenciosamente he llamado una “vida de la noche”. Es su verdadera vida, y ofrece a mis ojos el aspecto de la gloria auténtica, de la más válida y real aceptación de una vocación genuina. En cierto modo, puedo imaginármelos riéndose a carcajadas de estas palabras y, sin embargo, ellos sabrían que lo que digo es verdad.

Yo había pertenecido, en cierto modo, en el pasado, a la época de la Prohibición -a decir verdad no he perdido aun enteramente mi gusto por las bebidas de contrabando- y de Beiderbecke, que había sido mi ídolo y de Eddie Lang, que me había enseñado a tocar jazz. El jazz ha avanzado desde aquellos días y el señor Robert Hacket logra flights que hubieran sido difíciles aun para Bix. Pero estaba románticamente ligado a esa época como lo estaba a los pasados días de los fogoneros. Nunca había podido tocar música melódica y rara vez además había podido tocar muy sobrio y cuando había abandonado corría peligros más graves, y todo esto mis colegas, llenos de grave y cortés asombro ante la vida extraordinaria que estaba llevando, y en cuyos rostros marcados por la bebida los pedacitos de esparadrapo testimoniaban el heroísmo y la buena voluntad de su visita, sabían perfectamente. Me había traído un viejo gramófono al que se daba cuerda con la mano. Ya que, por supuesto, carecíamos de electricidad, y una colección de nuestros antiguos discos, y comprendí también a través de la jerga familiar de la profesión en que todos recaímos, que su grave impresión era que yo tendría que hacer algo creativo en mi vida si no quería en cierto modo venirme abajo, pese a toda mi felicidad.

Un áspero día gris en que el invierno del norte aullaba entre los acerados árboles invernales, y el sendero del bosque era casi impracticable por el hielo y las heladas ráfagas de nieve, sentimos un gran ruido afuera. Eran algunos de los muchachos de mi antigua agrupación que me traían un piano de cámara de segunda mano. ¿Cabe imaginar el trabajo, los planes, el puro esfuerzo que ese acto significaba? Habían reunido los fondos, descubierto el instrumento y como que sólo podían visitarme los domingos no les era posible contratar a nadie para que los ayudara, habían alquilado un camión para su traslado y por fin habían cargado el piano a través del bosque helado, por aquel punto menos que impracticable sendero.

A partir de entonces mis amigos me enviaron de vez en cuando numerosos arreglos hot para que les hiciera las adaptaciones. Y me dieron la posibilidad de aumentar mis entradas de una forma que me causó gran placer y que es, además, por cuanto sé, única. Esto es, en repetidas ocasiones les proporcioné los títulos para piezas hot, fruto de la improvisación, cuando las grabaron. Antes esos títulos parecían surgidos de la música misma, y tal es el caso de títulos como For no Reason at All in C, y los solos de piano In a Mist, In the Dark, de Beirderbecke. Walking the Dig es el título de una desconocida obra maestra de Eddie Lang, y Black Maria, otro. Little Buttercup -melodía que por cuanto sepa nada tiene que ver con la canción de H.M.S Pinafore y Apple Blossoms corresponden a dos piezas de Venuti en vena poética, y los negros han sido siempre particularmente eficaces en la elección de sus títulos. Pero últimamente, no obstante algunos títulos brillantes en bebop, y algunos esfuerzos superlativos como Heavy Traffic on Canal Street (versión swing del Carnaval de Venecia de Paganini) y el Bach Bay Blues por los New Friends of Rhythm, hasta el genio de los hijos de nuestra raza hermana ha empezado a fallar en este sentido. Un día mis amigos, en San Francisco, se vieron en apuros por un título y entre bromas y veras, en una tarjeta de Navidad, me pidieron consejo para una pieza que debían grabar con una pequeña agrupación poco después de Año Nuevo. Nosotros les telegrafiamos: “Sugerimos Swinging the Maelstrom aunque no tan bueno como Mahogany Hall Stomp Dios los bendiga. Feliz Año Nuevo. Cariños”.

De ahí en adelante recibí numerosos pedidos de ese tipo y como la mayoría de los nombres puestos fueron utilizados, algo en broma pero muy consideramente, yo recibía una suma de dinero completamente fuera de proporción con lo que normalmente hubiera ganado por derechos sobre la venta del disco en cuestión. Algunos de los títulos que yo les sugerí y que tal vez se recuerden son, fuera de Swinging the Maelstrom: Chinook, Wild Cherry, Wild Water, Little Path to the Spring y Playing the Pleiades, y también hice una variación sobre Bix que trabajé en el piano y a la que llamé Love in a Mist.

Little Path to the Spring, el pequeño sender a la fuente! De esta singular manera gané lo suficiente, dado el modo con que vivíamos, para mantenernos dos o tres años más y para asegurar cierta tranquilidad a mi mujer, de ser yo llamado a filas. Y sobre todas esas cosas solía pensar en el sendero mientras esperaba que el recipiente se llenara, como un humilde sacerdote que mientras recorre las naves de una gran catedral al oscurecer, desgranando las cuentas de su rosario y recitando padrenuestros, se ve acosado por el tumulto de los pensamientos extraños. Ah, el pequeño sendero a la fuente! Pensé que en el fondo debía ser un hombre muy humilde para que una fuente tan inocente me causara tanto placer de creación, y que debía vigilar que mi orgullo no lo estropeara todo en esa humildad.

Aquel primer invierno en Eridanus para nosotros en muchos aspectos, habituados como estábamos a la vida de ciudad, lo primitivo de nuestra existencia allí en la playa - bastante sencilla en verano y durante los días tibios- nos planteaba diariamente problemas de los que ignorábamos la respuesta, pero que resolvíamos siempre de algún modo, y nos impuso hazañas de resistencia y fortaleza que con frecuencia realizamos sin saber cómo ni por qué y sin embargo, cuando ahora miro hacia atrás, me vuelve el recuerdo en todo aquello de una felicidad profunda.








Notas








(1) Oh, tienes un largo camino que recorrer / Tienes un largo camino que recorrer / Así viajes de día como de noche / Y no tienes luz a babor ni a estribor / Si la dirección es al este o al oeste... / El Juez habrá de decírtelo.




(2) Adiós, adiós, marinero, hijo mío. / Esta despedida me causa dolor...








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