(prólogo a un cancionero editado por EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL en 1981)
PRIMERA ENTREGA
I
La gente quiere conocer al autor, pero el autor es un enigma en su mismidad.
Pueden quedar, y quedan, testimonios de su paso por la vida, pero no son más que fotografías estáticas y exteriores a sí mismo.
Su momento “pico” está en la soledad, aunque no vive de ella, y ese momento dramático es inaccesible al público.
El autor no es inmanente a la canción y para comprenderla (sentirla, gustarla y valorarla) no es imprescindible conocerlo, pues cuando ella echa a andar y puede volar sola, está diciendo de la sustantividad de su vuelo. Su interpretación está condicionada por los elementos que están dentro de ella, pero es independiente.
Puede existir coincidencia o no haberla o “entrehaberla”.
No obstante, nos queda la angustia de no ver con claridad el ojo de agua.
II
Victor Lima nació en Salto en 1921.
Su niñez y su adolescencia transcurrieron en su departamento, cursando allí estudios primarios y secundarios.
Entre el campo y la ciudad
entre la ciudad y el campo
anduve yendo y viniendo
hasta que me fui del pago.
Parte de Argentina y de Bolivia fueron los países recorridos por Víctor en su primera juventud. Esto le permitió conocer paisajes y personas y el riquísimo mundo cancionero de esas regiones.
Vivió un tiempo en Buenos Aires, donde conoció a gente vinculada con la música y el hacer literario: Enrique Amorim, el escritor salteño, Abel Fleury, estaban siempre en su recuerdo.
Vuelto a nuestro país, recorrió muchos departamentos, hasta que en 1949 llegó a Treinta y Tres a dar una conferencia en el Ateneo local sobre tres poetas españoles: Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández.
Reunidos después de la charla, cantó algunas de sus canciones y se sintió afectivamente atraído por el ambiente al que volvió muchas veces a entregar en cada visita sus nuevas canciones. Cantó siempre para la rueda de adultos o de niños. En el galpón, en la cocina, en las reuniones familiares, en el salón de clase y en cuanta oportunidad se le ofrecía, cantaba.
Y cómo cantaba! Tenía una voz grave, profunda, de pocos matices, pero atractiva. Sobre el final de su vida ya no cantaba ni lejanamente parecido a 1949… Hay muchos testimonios al respecto. Concitaba la atención de la gente ciudadana o rural, iletrada o erudita, tanto de una rueda de adultos como de un coro de niños. Y cantaba “a capella”!
PRIMERA ENTREGA
I
La gente quiere conocer al autor, pero el autor es un enigma en su mismidad.
Pueden quedar, y quedan, testimonios de su paso por la vida, pero no son más que fotografías estáticas y exteriores a sí mismo.
Su momento “pico” está en la soledad, aunque no vive de ella, y ese momento dramático es inaccesible al público.
El autor no es inmanente a la canción y para comprenderla (sentirla, gustarla y valorarla) no es imprescindible conocerlo, pues cuando ella echa a andar y puede volar sola, está diciendo de la sustantividad de su vuelo. Su interpretación está condicionada por los elementos que están dentro de ella, pero es independiente.
Puede existir coincidencia o no haberla o “entrehaberla”.
No obstante, nos queda la angustia de no ver con claridad el ojo de agua.
II
Victor Lima nació en Salto en 1921.
Su niñez y su adolescencia transcurrieron en su departamento, cursando allí estudios primarios y secundarios.
Entre el campo y la ciudad
entre la ciudad y el campo
anduve yendo y viniendo
hasta que me fui del pago.
Parte de Argentina y de Bolivia fueron los países recorridos por Víctor en su primera juventud. Esto le permitió conocer paisajes y personas y el riquísimo mundo cancionero de esas regiones.
Vivió un tiempo en Buenos Aires, donde conoció a gente vinculada con la música y el hacer literario: Enrique Amorim, el escritor salteño, Abel Fleury, estaban siempre en su recuerdo.
Vuelto a nuestro país, recorrió muchos departamentos, hasta que en 1949 llegó a Treinta y Tres a dar una conferencia en el Ateneo local sobre tres poetas españoles: Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández.
Reunidos después de la charla, cantó algunas de sus canciones y se sintió afectivamente atraído por el ambiente al que volvió muchas veces a entregar en cada visita sus nuevas canciones. Cantó siempre para la rueda de adultos o de niños. En el galpón, en la cocina, en las reuniones familiares, en el salón de clase y en cuanta oportunidad se le ofrecía, cantaba.
Y cómo cantaba! Tenía una voz grave, profunda, de pocos matices, pero atractiva. Sobre el final de su vida ya no cantaba ni lejanamente parecido a 1949… Hay muchos testimonios al respecto. Concitaba la atención de la gente ciudadana o rural, iletrada o erudita, tanto de una rueda de adultos como de un coro de niños. Y cantaba “a capella”!
No le gustaba ningún instrumento y no le gustaba que lo acompañaran.
Una vez que grabó un disco simple, no se entendieron con su acompañante, que lo era el excelente guitarrista popular Uruguay Zabaleta. Algún ejemplar de ese disco de 78 r. m. debe dormir en alguna discoteca, guardado por algún aficcionado coleccionista.
En otra oportunidad, Ruben Díaz Castillo lo acompañaba a la grabadora donde Víctor trataba de grabar un L. P. con sus canciones. Como en cada sesión no terminaba de entenderse nunca con sus guitarristas, Ruben pedía la guitarra y con su hermosa voz atenoraba (muy distinta en registro a la de Víctor) trataba una y otra vez de que éste tomara las entradas a tiempo, sin lograrlo cuando debía grabar. Era tanto el tiempo gastado y la infinita repetición de tomas fallidas, que le propusieron a Ruben que lo suplantara, a lo cual tuvo que acceder para que no ser perdieran esas canciones.
Quedan muy pocos ejemplares de ese cancionero infantil granado por Ruben Díaz Castillo, quien no se dedicó nunca profesionalmente a cantar, aunque lo hacía y lo hacía siempre, como aficionado. No sé si esta anécdota es verdadera en todos sus detalles, pero sí lo es en su esencialidad.
Sin embargo, esa extraña forma de cantar de Víctor, a capella, atraía la atención de todos, ya lo hiciera sentado en la barranca del río o caminando en la noche, en un salón o en el patio de una escuela. Al calor de al estufa, con su vaso de vino en la mano o en el mostrador de un boliche de campaña, el silencio más decantado y compartido se instalaba en la rueda. Podría contar muchas anécdotas del adueñamiento de esos silencios, por su canto. Su voz era conversacional. Una característica viva de su manera es la duplicación de las vocales, que se percibe en el canto de sus intérpretes más fieles:
Por es-este trillito do-oble
que mi barri-il va deja-ando
poqui-ito, poquito a po-oco
voy el arro-oyo arrastrando.
Los niños le pedían canciones y a Víctor no le importaba ni la posición del cuerpo que adoptaran los pequeños cantores, ni otra convención o regla adecuada, con tal de sentir que los oyentes se transformaran en cantores entusiastas y contenidos a la vez: “Nada de grito pelado” decía. Y así sucedía siempre, aprendían con facilidad y gusto sus canciones y se iban por calles y caminos cantándolas:
Por el caminito
que lleva a la escuela,
me da un arbolito
su sombrita buena.
Era un intuitivo, pero no equivocaba el camino.
Nunca vi atención más espontánea y sostenida como la que le prestaban.
Así desparramó sus ahora famosas canciones…
Una vez que grabó un disco simple, no se entendieron con su acompañante, que lo era el excelente guitarrista popular Uruguay Zabaleta. Algún ejemplar de ese disco de 78 r. m. debe dormir en alguna discoteca, guardado por algún aficcionado coleccionista.
En otra oportunidad, Ruben Díaz Castillo lo acompañaba a la grabadora donde Víctor trataba de grabar un L. P. con sus canciones. Como en cada sesión no terminaba de entenderse nunca con sus guitarristas, Ruben pedía la guitarra y con su hermosa voz atenoraba (muy distinta en registro a la de Víctor) trataba una y otra vez de que éste tomara las entradas a tiempo, sin lograrlo cuando debía grabar. Era tanto el tiempo gastado y la infinita repetición de tomas fallidas, que le propusieron a Ruben que lo suplantara, a lo cual tuvo que acceder para que no ser perdieran esas canciones.
Quedan muy pocos ejemplares de ese cancionero infantil granado por Ruben Díaz Castillo, quien no se dedicó nunca profesionalmente a cantar, aunque lo hacía y lo hacía siempre, como aficionado. No sé si esta anécdota es verdadera en todos sus detalles, pero sí lo es en su esencialidad.
Sin embargo, esa extraña forma de cantar de Víctor, a capella, atraía la atención de todos, ya lo hiciera sentado en la barranca del río o caminando en la noche, en un salón o en el patio de una escuela. Al calor de al estufa, con su vaso de vino en la mano o en el mostrador de un boliche de campaña, el silencio más decantado y compartido se instalaba en la rueda. Podría contar muchas anécdotas del adueñamiento de esos silencios, por su canto. Su voz era conversacional. Una característica viva de su manera es la duplicación de las vocales, que se percibe en el canto de sus intérpretes más fieles:
Por es-este trillito do-oble
que mi barri-il va deja-ando
poqui-ito, poquito a po-oco
voy el arro-oyo arrastrando.
Los niños le pedían canciones y a Víctor no le importaba ni la posición del cuerpo que adoptaran los pequeños cantores, ni otra convención o regla adecuada, con tal de sentir que los oyentes se transformaran en cantores entusiastas y contenidos a la vez: “Nada de grito pelado” decía. Y así sucedía siempre, aprendían con facilidad y gusto sus canciones y se iban por calles y caminos cantándolas:
Por el caminito
que lleva a la escuela,
me da un arbolito
su sombrita buena.
Era un intuitivo, pero no equivocaba el camino.
Nunca vi atención más espontánea y sostenida como la que le prestaban.
Así desparramó sus ahora famosas canciones…
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