TRIGESIMOQUINTA Y ÚLTIMA ENTREGA
APÉNDICE III
EL SIGLO XVIII (1)
La gloria del siglo XIX ha sido la implantación de ciertos principios que creaban una vida pública radicalmente nueva y en lo esencial contrapuesta a la de todos los tiempos. El hombre que gobierna esa centuria no tuvo que inventar esos principios ni siquiera las formas primeras, embrionarias de su aplicación. Educado en el siglo XVIII recibe de él todo ese tesoro y además el impulso ideal que mueve internamente su ánimo. No tiene, pues, gran mérito que se lanzase enérgicamente a la ejecución de tan magnífico programa vital. Sólo en una cosa podía ese hombre del siglo XIX haber mostrado su genialidad, su altitud de alma: en el cuidado que hubiera puesto al realizar la empresa, en la vigilancia y sentido de responsabilidad que presidiese a su marcha. Tres siglos -en rigor toda la historia europea- se habían extenuado para deshilar ese maravilloso proyecto que es puesto en su mano. Nada más fácil que embalarse en él. Apenas iniciada su implantación comienza a producir efectos fabulosos.
El hombre del siglo XVIII no ha visto funcionar en plena vigencia ni la democracia, ni la experimentación ni el industrialismo que había inventado. Ignoraba, pues, las repercusiones de su funcionamiento sobre la naturaleza humana. Quedaba para el siglo XIX el compromiso de completar aquel sistema de principios con un sistema de correcciones y complementos inspirados en la práctica. Pues bien, es curioso notar la constancia con que la pasada centuria falta a ese compromiso. No comprende que al educar a los hombres en nuevo régimen de democracia hay que enseñarles algo más que democracia, es decir, algo más que sus derechos, a saber, sus obligaciones. No comprende que al tomar la ciencia el camino experimental tendía inexorablemente a disociarse en un mecánico especialismo, que era forzoso compensar de alguna manera para mantener la sustancia misma de esa ciencia, que es su unidad. No comprende que el industrialismo abandonado a su propia índole hace a la humanidad esclava de la producción dando con ello a lo económico un predominio en la vida pública y en la privada que significa una deformación monstruosa del organismo humano. O mejor dicho: comprende todo esto, como no podía menos, pero no cumple los deberes que esa comprensión automáticamente le define.
Cuanto más se analiza la pasada centuria más claro aparece que casi todo lo bueno de ella no es suyo sino del siglo anterior y que lo propiamente suyo fue una tenaz prevaricación histórica (2). Faltó concienzudamente a cuanto en su misión histórica implicaba deber de inventar. No añadió nada esencial a lo recibido sino que se dejó ir por la pendiente que los principios heredados indicaban. Nunca se mantuvo al usarlos, como todo hombre responsable debe, encima de ellos, conservando el dominio sobre su funcionamiento, dueño así de su propio destino y, por lo tanto, del porvenir histórico. No cabe la excusa de que no pudiera verse desde dentro de ese siglo lo que le faltaba porque las individualidades verdaderamente superiores de aquella edad -unos cuantos hombres de rincón, meditabundos- lo previeron con toda claridad y lo declararon con todo rigor.
APÉNDICE III
EL SIGLO XVIII (1)
La gloria del siglo XIX ha sido la implantación de ciertos principios que creaban una vida pública radicalmente nueva y en lo esencial contrapuesta a la de todos los tiempos. El hombre que gobierna esa centuria no tuvo que inventar esos principios ni siquiera las formas primeras, embrionarias de su aplicación. Educado en el siglo XVIII recibe de él todo ese tesoro y además el impulso ideal que mueve internamente su ánimo. No tiene, pues, gran mérito que se lanzase enérgicamente a la ejecución de tan magnífico programa vital. Sólo en una cosa podía ese hombre del siglo XIX haber mostrado su genialidad, su altitud de alma: en el cuidado que hubiera puesto al realizar la empresa, en la vigilancia y sentido de responsabilidad que presidiese a su marcha. Tres siglos -en rigor toda la historia europea- se habían extenuado para deshilar ese maravilloso proyecto que es puesto en su mano. Nada más fácil que embalarse en él. Apenas iniciada su implantación comienza a producir efectos fabulosos.
El hombre del siglo XVIII no ha visto funcionar en plena vigencia ni la democracia, ni la experimentación ni el industrialismo que había inventado. Ignoraba, pues, las repercusiones de su funcionamiento sobre la naturaleza humana. Quedaba para el siglo XIX el compromiso de completar aquel sistema de principios con un sistema de correcciones y complementos inspirados en la práctica. Pues bien, es curioso notar la constancia con que la pasada centuria falta a ese compromiso. No comprende que al educar a los hombres en nuevo régimen de democracia hay que enseñarles algo más que democracia, es decir, algo más que sus derechos, a saber, sus obligaciones. No comprende que al tomar la ciencia el camino experimental tendía inexorablemente a disociarse en un mecánico especialismo, que era forzoso compensar de alguna manera para mantener la sustancia misma de esa ciencia, que es su unidad. No comprende que el industrialismo abandonado a su propia índole hace a la humanidad esclava de la producción dando con ello a lo económico un predominio en la vida pública y en la privada que significa una deformación monstruosa del organismo humano. O mejor dicho: comprende todo esto, como no podía menos, pero no cumple los deberes que esa comprensión automáticamente le define.
Cuanto más se analiza la pasada centuria más claro aparece que casi todo lo bueno de ella no es suyo sino del siglo anterior y que lo propiamente suyo fue una tenaz prevaricación histórica (2). Faltó concienzudamente a cuanto en su misión histórica implicaba deber de inventar. No añadió nada esencial a lo recibido sino que se dejó ir por la pendiente que los principios heredados indicaban. Nunca se mantuvo al usarlos, como todo hombre responsable debe, encima de ellos, conservando el dominio sobre su funcionamiento, dueño así de su propio destino y, por lo tanto, del porvenir histórico. No cabe la excusa de que no pudiera verse desde dentro de ese siglo lo que le faltaba porque las individualidades verdaderamente superiores de aquella edad -unos cuantos hombres de rincón, meditabundos- lo previeron con toda claridad y lo declararon con todo rigor.
Un razonamiento simplicísimo llevaba a esa anticipación. El implantador de la democracia no había sido educado en democracia sino en el “antiguo régimen” o en el residuo aun persistente de su atmósfera ética. El iniciador del especialismo no era por su parte especialista sino que aun poseía la enciclopedia de su ciencia. La industria triunfante no se nutría de un aire público creado por ella sino que beneficiaba de cuanto en la sociedad pervivía aun del ambiente preindustrial. El siglo XIX, pues, reunía las ventajas de los nuevos principios a las favorables supervivencias del anterior. Él no era hijo de sí mismo. Lo que de radical innovación había en su obra -la nueva organización de la vida- no reobraba aun sobre su vida. Pero era evidente que generación tras generación se iban evaporando los restos del siglo XVIII e iban quedando en seco, aislados, los nuevos principios. El hombre nacido a la vigencia plena de estos y sólo de estos era el hijo de la Revolución, el novísimo Adán. ¿Cómo no preguntarse automáticamente si ese nuevo tipo de hombre tenía condiciones para continuar el plan histórico que el siglo XIX inicia? ¿Cómo no preguntarse si el educado en pura democracia será capaz de ser demócrata careciendo de una ética complementaria? ¿Si el especialista nato podía ser de verdad “hombre de ciencia” o más bien perdería todo contacto con las raíces mismas del saber? En fin ¿si el industrialismo abandonado a su propia gravitación no se anularía -por múltiples causas- a sí mismo?
El siglo XIX no quiso contestarse a estas preguntas y por eso las respuestas andan ahora por la calle sobre sus dos pies. Son el problema gigantesco, sin par en la historia, que aquella centuria tan gloriosa nos ha legado. El hijo de la democracia liberal es de intención anti-liberal y, en rigor, anti-demócrata (siendo, a la vez, lo uno y lo otro). El hijo del especialismo científico no siente entusiasmo por la ciencia. El industrialismo filial de aquel triunfante empieza a perder su propia cabeza. Y todo esto, lo es el hombre nuevo galanamente, cínicamente, inanemente. Porque no muestra ni siquiera la pretensión de haber superado todas esas cosas en un nuevo sistemas de normas vitales más agudas y exactas. Parece dispuesto a vivir en seco, sin normas ni proyectos de ninguna clase.
Notas
(1) El original manuscrito de La rebelión de las masas no ha aparecido entre los papeles de Ortega. Con una excepción: la de aquellas páginas que contenían desarrollos que fueron eliminados del libro pero, sin embargo, conservados, posiblemente, con vistas a su utilización en otro contexto. Reproduzco, como Apéndice III, estas páginas -inéditas- que complementan algunas consideraciones contenidas en el capítulo VI del libro.
(2) Tal vez las dos cosas originales del siglo XIX que merecen admiración son su amor y su literatura.
El siglo XIX no quiso contestarse a estas preguntas y por eso las respuestas andan ahora por la calle sobre sus dos pies. Son el problema gigantesco, sin par en la historia, que aquella centuria tan gloriosa nos ha legado. El hijo de la democracia liberal es de intención anti-liberal y, en rigor, anti-demócrata (siendo, a la vez, lo uno y lo otro). El hijo del especialismo científico no siente entusiasmo por la ciencia. El industrialismo filial de aquel triunfante empieza a perder su propia cabeza. Y todo esto, lo es el hombre nuevo galanamente, cínicamente, inanemente. Porque no muestra ni siquiera la pretensión de haber superado todas esas cosas en un nuevo sistemas de normas vitales más agudas y exactas. Parece dispuesto a vivir en seco, sin normas ni proyectos de ninguna clase.
Notas
(1) El original manuscrito de La rebelión de las masas no ha aparecido entre los papeles de Ortega. Con una excepción: la de aquellas páginas que contenían desarrollos que fueron eliminados del libro pero, sin embargo, conservados, posiblemente, con vistas a su utilización en otro contexto. Reproduzco, como Apéndice III, estas páginas -inéditas- que complementan algunas consideraciones contenidas en el capítulo VI del libro.
(2) Tal vez las dos cosas originales del siglo XIX que merecen admiración son su amor y su literatura.
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