NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
QUINTA ENTREGA
UNO: CUL DE SAC (5)
CHAMBRE 9
UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Guisardes una madrugada de luna, con los ojos aterciopelados. Estuvieron comiendo ravioles a la caruso en el Sans-Culottes, un restorancito tapizado por lambrices de cedro que impregnan las pantallas las cazuelas y los botellones de una dulzura irreal. El muchacho se cierra su sacón sin botones y levanta los ojos de alcohol a la luna: ve el trasluz submarino de la niebla encendida frente a las casas blancas y escoradas y hermosas como buques fantasmas. La maravilla no abandona sus ojos cuando deben remontar la rue Monsieur-le-Prince esquivando racimos de excrementos humanos. El hombre pelirrojo se levanta las solapas del sobretodo negro y acaricia secretamente al muchacho con la mirada: el odio casi fosforecente de sus ojos se azula. Al llegar al Stella se sientan a fumar en la escalera y el hombre hace un comentario sobre el conserje del hotel que les provoca un crescendo de carcajadas que van desenroscando hasta el retorcimiento. Entonces el muchacho se seca las lágrimas y declara estar curado definitivamente de la náusea: declara tener hambre de París, otra vez. El alba hace resplandecer los ojos saciados de los amigos. Al subir la escalera y ver el casillero de la correspondencia el muchacho profetiza la llegada de algo clave, esa misma mañana. En la chambre encuentran a un adolescente roncando y el hombre se derrumba vestido en la cama de la pieza compartimentada. El muchacho fuma otro cigarrillo con el piyama puesto, antes de salir al corredor. Cuando entreabre la puerta de la letrina encuentra un vómito brutal desparramado sobre el wáter. Se da vuelta tapándose los ojos y baja la escalera, en dirección a la letrina del primer piso. Por el camino se cruza con el diminuto conserje mauriziano, que lo saluda cargando un balde y un escobillón. El muchacho no puede retribuirle la sonrisa, pero le acaricia el hombre mientras comprende -sin agacharse ni siquiera para vichar su casilla postal- que acaba de toparse con el mensaje clave. Mientras tanto, el hombre pelirrojo se ha encerrado en la pieza más chica de la chambre 9 para garabatear el perfil de una gárgola con ojos asesinos.
LA NÁUSEA volvió a su apogeo aquel fin de diciembre. Ahora no se necesitaba tanto como cruzar a contramano el corso de la Mouffetard (y oler los ríos de sangre de cerdo burbujeando en las alcantarillas tras haber casi contabilizado los rostros de las muchachas jóvenes que canjearon el halo) para que Abel hiciera arcadas por la calle: alcanzaba que encontraran algún escolar detenido frente a los quioscos de las esquinas en donde se mezclaban tarjetas navideñas con postales orgiásticas o revistas con nalgas entreabiertas hablándole a la población sobre la crisis económica, y la náusea se desencadenaba automáticamente.
Bénédicte había vuelto a aparecer a los pocos días de la primera visita, anunciando por teléfono que iba a traer una amiga. Yo cometí el error de pedirle al Cordobés que se quedara a darme una mano con la otra chiquilina. La nena se presentó ultrajada por una frívola boina roja que me hizo considerar seriamente la sentencia de Ray. Hablamos de pavadas mientras oscurecía, nos divertimos barato tratando de hacerlas tomar mate amargo y terminamos acompañándolas en pareja hasta la estación del Lux: Bénédicte se adelantó con el Cordobés, y la otra quinceañera (inteligente indiferente insípida aunque de muy buen cuerpo) se resignó a seguir cambiando frases sueltas conmigo. Cuando volvíamos al hotel le dije al Cordobés que se podía quedar con la nena nomás, si llegaban a caer otra vez. “Son un par de putitas. A mí tanto me da una cosa como la otra” mintió Abel, sin entrever las consecuencias de aquel doble pecado.
Una semana después casi me había olvidado de la nena -no sin antes meterla con fórceps en el argumento de la policial y escribirle unos cuantos poemas, hay que reconocerlo. Era un mediodía oscuro y la náusea me doblaba y decidí pasar la tarde en la cama. Apenas quedé solo golpearon a la puerta y apareció Bénédicte. El piyama de Abel era un gigantesco pantalón de franela que le regaló Pedrito, donde podía embutirse cualquier camisa rota mugrienta o pasada de moda sin que se le saliera por la espalda. Esta vez tenía puesta una camisa estampada de cuello quilométrico que me había regalado mi ex-mujer en mi penúltimo cumpleaños: la había recuperado unos días atrás, cuando nos decidimos a hacer una limpieza general de la chambre y encontré aquel recuerdo soterrado en uno de los basurales que se formaban debajo de las camas. Bénédicte vino vestida con un conjunto jean de pana azul, y plegó dulcemente su frivolidad sobre la colcha cuando supo lo de mi histeria hepática.
Abel no pudo comprender hasta muchos años después cómo logró superar ipso facto la vergüenza por estar casi maloliente y con el pelo tan sucio: ella tampoco podía comprender nada, por supuesto. Pero aquella fue la primera que pudieron necesitarse en paz y acampar una tarde a la sombra de la pureza: fueron algunas horas donde ella empezó por bajar a comprar una sopa instantánea de tomates para preparársela y obligarlo a tomarse media cacerola y además le cosió definitivamente los botones del gamoulan y se sentó a los pies de la cama y cantaron If I fell a dúo (tarareando el contrapunto que Pablo Regusci le había enseñado a Abel el penúltimo verano) y terminó por acceder a bailar el tema hecho con sintetizador que volvió a transportarme por las ramblas del cielo hasta estaquearse de golpe y gruñir humillada: “No soy una payasa”.
Entonces me senté en la cama, le alcancé un cigarrillo y sonreí mirándola fijo como para explicarle que no era sólo ella la que estaba entregándose. Ella ya estaba por sentarse en la cama de enfrente pero volvió a la mía. “¿Sabés?” me dijo: “Recién cuando cerré los ojos para bailar me pareció que iba corriendo por el passage Dubois perseguida por mis compañeros de clase y que había un tipo escondido, esperando para matarme”. “¿Quién era el tipo, cosita?” le pregunté tratando de agarrarle una mano por primera vez en toda la tarde. “Vos” contestó, sin dejarse tocar. “No, creo que no eras vos” se corrigió inmediatamente, con un brillo de crueldad infantil en los ojos achicados: “Creo que era un milico”. Entonces Abel se hizo explicar cómo se decía raptar en francés y prometió raptarla y llevarla a Venecia el día menos pensado. Clausuraron la tarde soñando la fuga en sus detalles más cinematográficos y después ella salió un momento de la chambre para que yo me vistiera y la acompañara hasta el Lux, donde nos despedimos besándonos las comisuras de las sonrisas. Al volver al hotel el papito me esperaba para felicitarme, catapultando sus frenéticas señas fálicas en el aire. Yo agradecí las felicitaciones (sin intentar rectificarlas en su margen de error) por la sencilla razón de que correspondían.
LA BATALLA amistosa que sostenían con Ray sufrió un proceso inverso al de la náusea de Abel: fue algo como una tregua pre-navideña dulcificada tanto por los festines de trasnoche celebrados en el recién descubierto Sans-Culottes, como por una bebida (también recién descubierta) que tomaban a cualquier hora en el bar-tabac de la esquina. Era una rojiza dulzona y piadosa copita llamada mêle-cass (mitad cassis mitad ron) incapaz de emborrachar a alguien con algo que no fuera el mágico revoltijo de sus jugos sentimentales. Entonces podíamos reverenciar la belleza de la mujer del barman sin que a Ray se le ocurriera soñar en voz alta alguna escena erótica insoportablemente asquerosa, por ejemplo. O seguir proyectando extraordinarios viajes al Sertón o a Bahía o a Recife para cuando volviéramos y yo fuera a pasarme alguna temporada a la fazenda de la familia de Ray en Livramento, o la edición bilingüe de un libro de poemas ilustrados que presentaríamos en Montevideo y en porto Alegre.
A veces nos tomábamos dos o tres mêle-cass y subíamos a matear mansamente a la chambre hasta la hora del Bateau, ya fuera con el Cosmósfero (que dejó de visitarnos durante bastante tiempo cuando logramos engancharlo como pianista en Favela) o Colette (que se empezó a integrar con muda timidez, al principio para achicar los atardeceres solitarios repechados en la pieza donde Pedrito no estaba casi nunca) y el infaltable Cordobés, remojando sus cueros en el lavatorio y lijando las cajas de chucrut mientras nos inventaba nuevos episodios de su encarcelamiento por haber puesto el pecho en la guerrilla peronista.
La tarde que reapareció Sinclair Abel estaba malhumorado, sin un franco para sentimentalizarse con un mísero mêle-cass y preguntándose si esa noche entraría gente al Bateau como para descontar por lo menos el gasto diario del hotel los cigarrillos y la comida. Nos tenía que tocar a nosotros la crisis del petróleo, pensó haciendo una arcada y rechazando un mate recién cebado por Ray. “Hoy no estoy para nada” dije dándole bomba al malhumor no sólo con el recuerdo de la novela temporariamente trancada por la abrupta inserción argumental de Bénédicte, sino por otra relojeada al bolsón que tenía que bajar (por riguroso turno) al lavadero automático en menos de dos horas. “Vas a ver que se vienen buenos tiempos, negro” canturreó el Cordobés, sacudiéndose el aserrín de los pantalones. Y además Lucio y Hugo están por firmar contrato para hacer una gira con el Evangelio por casi toda Europa. ¿Qué tal?”. “Bueno” murmuró Ray: “Entonces me podrían colocar por lo menos de utilero, botijas. Los giros que me están llegando cada vez son más chicos. El día que se me acaben me voy a hacer clochard. Te juro que me pelo por hacerme clochard”.
Abel no dijo nada. Estaba calculando la desesperante reactivación de fuerzas que le demandaría cargar con el bolsón hasta la vereda de enfrente, cuando Sinclair entró sin anunciarse y se sentó a lloriquear en la cama chica. Lo único que traía puesto era una toalla-taparrabos. Abel pensó en la posibilidad de que hubiesen estado Bénédicte o Colette en ese momento, y saltó de la bronca. “Puta que lo parió, ugandés de mierda” le grité en español: “Llorón de mierda. Si venís a joder no vengas en pelotas por lo menos, carajo”. Sinclair paró de moquear y miró al Cordobés y le alcanzó un papelito que traía en la mano. “Por el amor de Dios, hermano” rogó en su francés híbrido: “Te pido que la llames y le digas que fue mi único amor. Acá está apuntado el teléfono. De Sinclair a Paloma: que ella fue su único amor”. El Cordobés agarró el papelito, lo leyó y me miró. “Aquí dice Paloma Picasso, che” dijo medio asustado. “Sí. Paloma Picasso” corroboró Sinclair, agarrando un puñado de yerba para masticar: “Decile que estoy viajando por el cielo de Auvers, si te pregunta por mí. Nada más. Bueno, en todo caso le explicás que -con los debidos respetos- su papá pudo haber sido un gran pintor pero no llegó a ser ni siquiera un caballero de la resignación. Decile que no alcanza con provocar milagros subterráneos: cualquier hombre apasionado es capaz de eso. Aunque no sea un artista. Aunque no tenga fe”.
La mirada de Ray pasó del brillo divertido al relampagueo horrible de la noche que le quemé la Pentax. Yo sonreí acordándome de un milagro subterráneo que había visto en Conzieu -un pueblito cercano a Lyon donde viví unos días antes de subir por primera vez a París- provocado por un niño que se autoproclamaba heredero de Picasso. “Bua, voy a tratar de hablar por teléfono. Igual no pierdo nada, guaso” se decidió el Cordobés, empezando a cambiarse de ropa. “De paso mandale saludos del príncipe de Gales y del pepe Sasía” murmuró Ray, sin gracia. Abel volvió a mirar la grieta de la foto donde se abrazaba con su hermana y sus padres, y bostezó una arcada. “Oh la la” dijo Sinclair mirándome neblinosamente: “¿Estás desesperado?”. “Estoy nervioso, nomás” contesté. “Por qué” insistió Sinclair. “Por todo, che. Por todo. Incluidos los ugandeses rayados” dijo sabiendo que no podía entenderme bien. Él hizo un esfuerzo exagerado para tragar la yerba y señaló su nuez con una risita estúpida. “Esta es la manzana de Adán, hijo” explicó manteniendo el mentón levantado: “No terminamos nunca de tragarla. Nunca. Los caballeros de la resignación se la tienen que tragar cada cinco minutos. Los caballeros de la fe son capaces de ayunarla durante mucho tiempo”. El Cordobés salió a hablar por teléfono y Ray me pidió un cigarrillo frotándose las manos. “Esto se pone bueno” murmuró, con la v del desprecio.
“Pero por lo menos no estás desesperado como la mayoría de los hombres, hijo” siguió Sinclair, manteniendo la cabeza apuntada hacia el techo: “Estás desesperado con el corazón. No te olvides jamás de que la mayoría de las personas que viven en tu casa en tu calle en tu país tu continente y tu planeta están desesperados. Aunque no te parezca. Pero desesperadas sin el corazón: sin esperar ni buscar las señales-”. “Che: ¿éste no será mormón?” trató de hacerme tentar Ray. “Sin embargo, el día que conocí a Kierkegaard me di cuenta de que su verdadero defecto no era su joroba” empezó a contar Sinclair, después de un reconcentrado silencio: “Habíamos vuelto a París con mi ex-mujer, a los pocos días de estrenar en Grecia Jerusalén y Atenas. Lo último que escribí fue aquella ópera-rock y me sentía bastante eufórico. Pero después -de golpe- se murió el hombrecito. Yo le llamaba el hombrecito a un perfil de mi infancia que me protegía como un relicario en aquel estercolero del jet-set donde vivíamos con Lilith: mi ex-mujer tenía nombre de diablesa y mirada de ángel. Por ella dejé todo. Antes de volver a París Lilith se empecinó en comprar -con mi oro, por supuesto- un efebo parecido al que eligió Visconti para filmar su traición a La muerte en Venecia. Era un actor muy joven, también: supongo que a cualquier alma enferma de impureza le hubiera resultado imposible no enamorarse de él. Y supongo que nos enamoramos. También me acuerdo perfectamente de lo que hicimos con él durante aquellas dos semanas. Hasta que un día amaneció muerto. Muerto: hermoso y desnudo entre nosotros dos, estaba el hombrecito. En el hospital dijeron simplemente que le falló el corazón. Los ojos de Lilith habían dejado de parecerse a los de un ángel, en los últimos tiempos. Entonces me escapé. Creo que la misma tarde que enterramos al chiquilín entré desesperado al Jeu de Paume -no sé por qué misterio- y me paré frente al cielo de la iglesia de Auvers y capté la señal. Era como si Vincent estuviera levantando una bandera de rescate. Y entré. Fue un viaje corto: Vincent y Kierkegaard estaban arrodillados frente a una luz azul. Kierkegaard me miró, y entonces me di cuenta de que su verdadero defecto no era la joroba: su defecto había sido no poder entender la sobrehumanidad de la gente sencilla. Me arrodillé con ellos. Allí -en la luz azul- estaba Cristo. Cuando vi la mano que le restituía la oreja a Vincent, supe que Cristo era yo. Yo estaba frente a Cristo. Pero Él era yo mismo. ¿Y saben cómo le llaman los psiquiatras a mi resurrección, hermanos? Esquizofrenia. Así la llaman ellos”.
Sinclair agarró un poco más de yerba y se puso a rumiarla desentendidamente, observando las fotos de los goles que había pinchadas sobre el lambriz. “Clavado. Ese es el proceso de adaptación al mundo que yo te explico siempre” me dijo Ray, creyendo que el ugandés no lo podía entender: “La locura, botija”. “La locura mierda” gritó Sinclair en un semiespañol, después de haberse retragado la manzana de Adán: “No precisamos necesariamente salir a caballo por la Mancha para encontrar la verdad. El amor a la vida y el amor a la gente viven en tu vereda. Aunque no los conozcas”. “Yo lo que encuentro en la vereda es mierda” me dijo Ray bajito. Esta vez Abel esquivó -sin saber bien por qué- los ojos de su amigo.
“Vamos que te acompaño, ugandés” sonrió agarrando el bolsón de ropa sucia y frotando el hombro desnudo de Sinclair: “Andá para tu chambre”. Salimos al pasillo uno detrás del otro, y al pasar por la letrina me acordé de aquel vómito brutal que había tenido que limpiar Faruk unas madrugadas atrás. No hay derecho, pensé. Lo pensé en carne y alma por primera vez en mi vida, aunque sin entender todavía que aquellas simples tres palabras podrían ser la inscripción adecuada para las puertas del infierno el purgatorio y el paraíso juntos: para la adultez misma. No hay derecho, volvió a pensar Abel viendo a subir al Cordobés a los saltos por la escalera. “Me contestaron, guaso” jadeó: “Al final conseguí línea. Y era la casa de Paloma Picasso, nomás. Pero acababa de salir para un desfile de modas, me dijeron. ¿Qué tal el galanacho que tenemos en el Stella?”. El ex-galán ya iba subiendo a su chambre olvidado del asunto, monologando encarnizadamente con el gran danés. Yo bajé al lavadero y esperé que estuviera pronta la ropa bajo el frío acalambrante de la vereda a oscuras. Entonces sentí proyectarse una señal luminosa que subía y se ensanchaba por el cielo del tiempo, rozándome silenciosamente los huesos de la nuca.
AQUELLA MISMA el Cordobés fue apalabrado por Lucio y por Hugo para hacer unas galas fuera de París, antes de Navidad. “Debutamos este sábado en Massy” nos anunció el pedante, enarcando las cejas como si fueran a tocar en el Olympia. Abel dejó filtrarse aquel dato no sólo por pura distracción, sino porque todavía no estaba lo suficientemente enamorado de Bénédicte como para captar la curvada flecha roja que en todos los mapas de métro de París señalaba con exclusividad la banlieue donde vivía la Virgen. Esa noche se había puesto sentimental en otras direcciones, además. Había vuelto otra vez del Bateau con mucho vino arriba y sin un franco extra, lo que lo llevó a manotear de entrada el grabadorcito para escuchar los goles hechos por Liverpool a Nacional -los mismos del lambriz, pero registrados por Ma-Sa y su padre en la insuperable versión de Carlitos Solé. Lo que me emocionaba hasta el reblandecimiento era aquel tiro libre en comba que metió Saúl Rivero sobre el final del partido: un gol de cuadro chico ganando dos a cero en el Estadio Centenario, nada menos. Por detrás de la voz aguardentosa de Solé se producía una dulce explosión de la tribuna que hacía llorar a Abel indefectiblemente. Era como si el humo de la infancia incendiada no le dejara ver -durante un largo resoplido de viento en contra- más que sus propios ojos sin fondo, hasta sin nombre. Qué pocas veces ganamos, pensé subiendo la mirada hacia el rostro de mi hermana: Qué poquísimas veces ganamos, Ma-Sa. En el casete que les grabé antes de irme te decía que lo que me importaba no era ser feliz, sino encontrar la paz. Pero hace tanto tiempo que nos yo feliz que ya no encuentro nada.
Ma-Sa casi dejó de sonreír, amenazada por la grieta creciente de la foto. ¿Esta ya se habrá acostado con alguien? se preguntó de golpe Abel, dándose cuenta de que ahora no pensaba solamente en su hermana. Claro: María no pudo ser la Virgen hasta dejar de ser virgen, reflexionó tan resignado como horrorizado: El problema es la paloma. ¿Pero cuántos de nosotros los machos somos capaces de eyacular la paloma? En ese momento el Cordobés puso por millonésima vez en el grabador a Simon & Garfunkel, y la primera canción me volvió a transportar por la avenida eucaliptada donde debía seguir viviendo Gabi. Abel cerró y pudo ver perfectamente a su ex-mujer, parada y esperándolo en la oscuridad del jardín. Era una mujer sola, y bajaba la cabeza con una humillación insoportable. Un hombre puede perdonar a cualquier otro hombre hasta la eternidad, pero a sí mismo nunca -filosofó manoteando la máquina para escribir un poema largo. Trabajé cerca de tres horas. Lo titulé Gabi vieja y fui a mostrarle un borrador a Ray, que estaba releyendo El pozo con ojos inyectados.
“Ta bien” me dijo, después de haberlo ojeado sin ganas. Entonces volví a cometer el error de consultarlo sobre la sustitución de un verbo que yo podía -y debía- solucionar a solas. Ray encontró enseguida un buen sustituto. “Gracias, loco. Sos un crack” dije, yéndome de la pieza. Él no me contestó. Lo que soñé a continuación -con la luz apagada y el cuerpo en posición fetal aunque casi despierto, todavía- sucedía sobre el fondo musical de la felicidad jolivudesca. También había algún otro elemento tramposamente cinematográfico en el tono del paisaje, donde el impresionismo agarraba algo de Rembrandt y los colores de la ropa y el pelo del personaje principal armonizaban con el conjunto al estilo Agnes Varda. Yo perseguía a Bénédicte por la amarilla costa arbolada del Sena. Ella corría en cámara lenta, con el pelo rojizo en flotación y el buzo color oro que trajo días atrás maravillosamente hinchado por el embarazo. Después (sobre el final de la secuencia) el lente revelaba que Abel era un centauro: un gran engendro azul que acechaba a la infanta con la mirada de las chimères de Notre-Dame.
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
QUINTA ENTREGA
UNO: CUL DE SAC (5)
CHAMBRE 9
UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Guisardes una madrugada de luna, con los ojos aterciopelados. Estuvieron comiendo ravioles a la caruso en el Sans-Culottes, un restorancito tapizado por lambrices de cedro que impregnan las pantallas las cazuelas y los botellones de una dulzura irreal. El muchacho se cierra su sacón sin botones y levanta los ojos de alcohol a la luna: ve el trasluz submarino de la niebla encendida frente a las casas blancas y escoradas y hermosas como buques fantasmas. La maravilla no abandona sus ojos cuando deben remontar la rue Monsieur-le-Prince esquivando racimos de excrementos humanos. El hombre pelirrojo se levanta las solapas del sobretodo negro y acaricia secretamente al muchacho con la mirada: el odio casi fosforecente de sus ojos se azula. Al llegar al Stella se sientan a fumar en la escalera y el hombre hace un comentario sobre el conserje del hotel que les provoca un crescendo de carcajadas que van desenroscando hasta el retorcimiento. Entonces el muchacho se seca las lágrimas y declara estar curado definitivamente de la náusea: declara tener hambre de París, otra vez. El alba hace resplandecer los ojos saciados de los amigos. Al subir la escalera y ver el casillero de la correspondencia el muchacho profetiza la llegada de algo clave, esa misma mañana. En la chambre encuentran a un adolescente roncando y el hombre se derrumba vestido en la cama de la pieza compartimentada. El muchacho fuma otro cigarrillo con el piyama puesto, antes de salir al corredor. Cuando entreabre la puerta de la letrina encuentra un vómito brutal desparramado sobre el wáter. Se da vuelta tapándose los ojos y baja la escalera, en dirección a la letrina del primer piso. Por el camino se cruza con el diminuto conserje mauriziano, que lo saluda cargando un balde y un escobillón. El muchacho no puede retribuirle la sonrisa, pero le acaricia el hombre mientras comprende -sin agacharse ni siquiera para vichar su casilla postal- que acaba de toparse con el mensaje clave. Mientras tanto, el hombre pelirrojo se ha encerrado en la pieza más chica de la chambre 9 para garabatear el perfil de una gárgola con ojos asesinos.
LA NÁUSEA volvió a su apogeo aquel fin de diciembre. Ahora no se necesitaba tanto como cruzar a contramano el corso de la Mouffetard (y oler los ríos de sangre de cerdo burbujeando en las alcantarillas tras haber casi contabilizado los rostros de las muchachas jóvenes que canjearon el halo) para que Abel hiciera arcadas por la calle: alcanzaba que encontraran algún escolar detenido frente a los quioscos de las esquinas en donde se mezclaban tarjetas navideñas con postales orgiásticas o revistas con nalgas entreabiertas hablándole a la población sobre la crisis económica, y la náusea se desencadenaba automáticamente.
Bénédicte había vuelto a aparecer a los pocos días de la primera visita, anunciando por teléfono que iba a traer una amiga. Yo cometí el error de pedirle al Cordobés que se quedara a darme una mano con la otra chiquilina. La nena se presentó ultrajada por una frívola boina roja que me hizo considerar seriamente la sentencia de Ray. Hablamos de pavadas mientras oscurecía, nos divertimos barato tratando de hacerlas tomar mate amargo y terminamos acompañándolas en pareja hasta la estación del Lux: Bénédicte se adelantó con el Cordobés, y la otra quinceañera (inteligente indiferente insípida aunque de muy buen cuerpo) se resignó a seguir cambiando frases sueltas conmigo. Cuando volvíamos al hotel le dije al Cordobés que se podía quedar con la nena nomás, si llegaban a caer otra vez. “Son un par de putitas. A mí tanto me da una cosa como la otra” mintió Abel, sin entrever las consecuencias de aquel doble pecado.
Una semana después casi me había olvidado de la nena -no sin antes meterla con fórceps en el argumento de la policial y escribirle unos cuantos poemas, hay que reconocerlo. Era un mediodía oscuro y la náusea me doblaba y decidí pasar la tarde en la cama. Apenas quedé solo golpearon a la puerta y apareció Bénédicte. El piyama de Abel era un gigantesco pantalón de franela que le regaló Pedrito, donde podía embutirse cualquier camisa rota mugrienta o pasada de moda sin que se le saliera por la espalda. Esta vez tenía puesta una camisa estampada de cuello quilométrico que me había regalado mi ex-mujer en mi penúltimo cumpleaños: la había recuperado unos días atrás, cuando nos decidimos a hacer una limpieza general de la chambre y encontré aquel recuerdo soterrado en uno de los basurales que se formaban debajo de las camas. Bénédicte vino vestida con un conjunto jean de pana azul, y plegó dulcemente su frivolidad sobre la colcha cuando supo lo de mi histeria hepática.
Abel no pudo comprender hasta muchos años después cómo logró superar ipso facto la vergüenza por estar casi maloliente y con el pelo tan sucio: ella tampoco podía comprender nada, por supuesto. Pero aquella fue la primera que pudieron necesitarse en paz y acampar una tarde a la sombra de la pureza: fueron algunas horas donde ella empezó por bajar a comprar una sopa instantánea de tomates para preparársela y obligarlo a tomarse media cacerola y además le cosió definitivamente los botones del gamoulan y se sentó a los pies de la cama y cantaron If I fell a dúo (tarareando el contrapunto que Pablo Regusci le había enseñado a Abel el penúltimo verano) y terminó por acceder a bailar el tema hecho con sintetizador que volvió a transportarme por las ramblas del cielo hasta estaquearse de golpe y gruñir humillada: “No soy una payasa”.
Entonces me senté en la cama, le alcancé un cigarrillo y sonreí mirándola fijo como para explicarle que no era sólo ella la que estaba entregándose. Ella ya estaba por sentarse en la cama de enfrente pero volvió a la mía. “¿Sabés?” me dijo: “Recién cuando cerré los ojos para bailar me pareció que iba corriendo por el passage Dubois perseguida por mis compañeros de clase y que había un tipo escondido, esperando para matarme”. “¿Quién era el tipo, cosita?” le pregunté tratando de agarrarle una mano por primera vez en toda la tarde. “Vos” contestó, sin dejarse tocar. “No, creo que no eras vos” se corrigió inmediatamente, con un brillo de crueldad infantil en los ojos achicados: “Creo que era un milico”. Entonces Abel se hizo explicar cómo se decía raptar en francés y prometió raptarla y llevarla a Venecia el día menos pensado. Clausuraron la tarde soñando la fuga en sus detalles más cinematográficos y después ella salió un momento de la chambre para que yo me vistiera y la acompañara hasta el Lux, donde nos despedimos besándonos las comisuras de las sonrisas. Al volver al hotel el papito me esperaba para felicitarme, catapultando sus frenéticas señas fálicas en el aire. Yo agradecí las felicitaciones (sin intentar rectificarlas en su margen de error) por la sencilla razón de que correspondían.
LA BATALLA amistosa que sostenían con Ray sufrió un proceso inverso al de la náusea de Abel: fue algo como una tregua pre-navideña dulcificada tanto por los festines de trasnoche celebrados en el recién descubierto Sans-Culottes, como por una bebida (también recién descubierta) que tomaban a cualquier hora en el bar-tabac de la esquina. Era una rojiza dulzona y piadosa copita llamada mêle-cass (mitad cassis mitad ron) incapaz de emborrachar a alguien con algo que no fuera el mágico revoltijo de sus jugos sentimentales. Entonces podíamos reverenciar la belleza de la mujer del barman sin que a Ray se le ocurriera soñar en voz alta alguna escena erótica insoportablemente asquerosa, por ejemplo. O seguir proyectando extraordinarios viajes al Sertón o a Bahía o a Recife para cuando volviéramos y yo fuera a pasarme alguna temporada a la fazenda de la familia de Ray en Livramento, o la edición bilingüe de un libro de poemas ilustrados que presentaríamos en Montevideo y en porto Alegre.
A veces nos tomábamos dos o tres mêle-cass y subíamos a matear mansamente a la chambre hasta la hora del Bateau, ya fuera con el Cosmósfero (que dejó de visitarnos durante bastante tiempo cuando logramos engancharlo como pianista en Favela) o Colette (que se empezó a integrar con muda timidez, al principio para achicar los atardeceres solitarios repechados en la pieza donde Pedrito no estaba casi nunca) y el infaltable Cordobés, remojando sus cueros en el lavatorio y lijando las cajas de chucrut mientras nos inventaba nuevos episodios de su encarcelamiento por haber puesto el pecho en la guerrilla peronista.
La tarde que reapareció Sinclair Abel estaba malhumorado, sin un franco para sentimentalizarse con un mísero mêle-cass y preguntándose si esa noche entraría gente al Bateau como para descontar por lo menos el gasto diario del hotel los cigarrillos y la comida. Nos tenía que tocar a nosotros la crisis del petróleo, pensó haciendo una arcada y rechazando un mate recién cebado por Ray. “Hoy no estoy para nada” dije dándole bomba al malhumor no sólo con el recuerdo de la novela temporariamente trancada por la abrupta inserción argumental de Bénédicte, sino por otra relojeada al bolsón que tenía que bajar (por riguroso turno) al lavadero automático en menos de dos horas. “Vas a ver que se vienen buenos tiempos, negro” canturreó el Cordobés, sacudiéndose el aserrín de los pantalones. Y además Lucio y Hugo están por firmar contrato para hacer una gira con el Evangelio por casi toda Europa. ¿Qué tal?”. “Bueno” murmuró Ray: “Entonces me podrían colocar por lo menos de utilero, botijas. Los giros que me están llegando cada vez son más chicos. El día que se me acaben me voy a hacer clochard. Te juro que me pelo por hacerme clochard”.
Abel no dijo nada. Estaba calculando la desesperante reactivación de fuerzas que le demandaría cargar con el bolsón hasta la vereda de enfrente, cuando Sinclair entró sin anunciarse y se sentó a lloriquear en la cama chica. Lo único que traía puesto era una toalla-taparrabos. Abel pensó en la posibilidad de que hubiesen estado Bénédicte o Colette en ese momento, y saltó de la bronca. “Puta que lo parió, ugandés de mierda” le grité en español: “Llorón de mierda. Si venís a joder no vengas en pelotas por lo menos, carajo”. Sinclair paró de moquear y miró al Cordobés y le alcanzó un papelito que traía en la mano. “Por el amor de Dios, hermano” rogó en su francés híbrido: “Te pido que la llames y le digas que fue mi único amor. Acá está apuntado el teléfono. De Sinclair a Paloma: que ella fue su único amor”. El Cordobés agarró el papelito, lo leyó y me miró. “Aquí dice Paloma Picasso, che” dijo medio asustado. “Sí. Paloma Picasso” corroboró Sinclair, agarrando un puñado de yerba para masticar: “Decile que estoy viajando por el cielo de Auvers, si te pregunta por mí. Nada más. Bueno, en todo caso le explicás que -con los debidos respetos- su papá pudo haber sido un gran pintor pero no llegó a ser ni siquiera un caballero de la resignación. Decile que no alcanza con provocar milagros subterráneos: cualquier hombre apasionado es capaz de eso. Aunque no sea un artista. Aunque no tenga fe”.
La mirada de Ray pasó del brillo divertido al relampagueo horrible de la noche que le quemé la Pentax. Yo sonreí acordándome de un milagro subterráneo que había visto en Conzieu -un pueblito cercano a Lyon donde viví unos días antes de subir por primera vez a París- provocado por un niño que se autoproclamaba heredero de Picasso. “Bua, voy a tratar de hablar por teléfono. Igual no pierdo nada, guaso” se decidió el Cordobés, empezando a cambiarse de ropa. “De paso mandale saludos del príncipe de Gales y del pepe Sasía” murmuró Ray, sin gracia. Abel volvió a mirar la grieta de la foto donde se abrazaba con su hermana y sus padres, y bostezó una arcada. “Oh la la” dijo Sinclair mirándome neblinosamente: “¿Estás desesperado?”. “Estoy nervioso, nomás” contesté. “Por qué” insistió Sinclair. “Por todo, che. Por todo. Incluidos los ugandeses rayados” dijo sabiendo que no podía entenderme bien. Él hizo un esfuerzo exagerado para tragar la yerba y señaló su nuez con una risita estúpida. “Esta es la manzana de Adán, hijo” explicó manteniendo el mentón levantado: “No terminamos nunca de tragarla. Nunca. Los caballeros de la resignación se la tienen que tragar cada cinco minutos. Los caballeros de la fe son capaces de ayunarla durante mucho tiempo”. El Cordobés salió a hablar por teléfono y Ray me pidió un cigarrillo frotándose las manos. “Esto se pone bueno” murmuró, con la v del desprecio.
“Pero por lo menos no estás desesperado como la mayoría de los hombres, hijo” siguió Sinclair, manteniendo la cabeza apuntada hacia el techo: “Estás desesperado con el corazón. No te olvides jamás de que la mayoría de las personas que viven en tu casa en tu calle en tu país tu continente y tu planeta están desesperados. Aunque no te parezca. Pero desesperadas sin el corazón: sin esperar ni buscar las señales-”. “Che: ¿éste no será mormón?” trató de hacerme tentar Ray. “Sin embargo, el día que conocí a Kierkegaard me di cuenta de que su verdadero defecto no era su joroba” empezó a contar Sinclair, después de un reconcentrado silencio: “Habíamos vuelto a París con mi ex-mujer, a los pocos días de estrenar en Grecia Jerusalén y Atenas. Lo último que escribí fue aquella ópera-rock y me sentía bastante eufórico. Pero después -de golpe- se murió el hombrecito. Yo le llamaba el hombrecito a un perfil de mi infancia que me protegía como un relicario en aquel estercolero del jet-set donde vivíamos con Lilith: mi ex-mujer tenía nombre de diablesa y mirada de ángel. Por ella dejé todo. Antes de volver a París Lilith se empecinó en comprar -con mi oro, por supuesto- un efebo parecido al que eligió Visconti para filmar su traición a La muerte en Venecia. Era un actor muy joven, también: supongo que a cualquier alma enferma de impureza le hubiera resultado imposible no enamorarse de él. Y supongo que nos enamoramos. También me acuerdo perfectamente de lo que hicimos con él durante aquellas dos semanas. Hasta que un día amaneció muerto. Muerto: hermoso y desnudo entre nosotros dos, estaba el hombrecito. En el hospital dijeron simplemente que le falló el corazón. Los ojos de Lilith habían dejado de parecerse a los de un ángel, en los últimos tiempos. Entonces me escapé. Creo que la misma tarde que enterramos al chiquilín entré desesperado al Jeu de Paume -no sé por qué misterio- y me paré frente al cielo de la iglesia de Auvers y capté la señal. Era como si Vincent estuviera levantando una bandera de rescate. Y entré. Fue un viaje corto: Vincent y Kierkegaard estaban arrodillados frente a una luz azul. Kierkegaard me miró, y entonces me di cuenta de que su verdadero defecto no era la joroba: su defecto había sido no poder entender la sobrehumanidad de la gente sencilla. Me arrodillé con ellos. Allí -en la luz azul- estaba Cristo. Cuando vi la mano que le restituía la oreja a Vincent, supe que Cristo era yo. Yo estaba frente a Cristo. Pero Él era yo mismo. ¿Y saben cómo le llaman los psiquiatras a mi resurrección, hermanos? Esquizofrenia. Así la llaman ellos”.
Sinclair agarró un poco más de yerba y se puso a rumiarla desentendidamente, observando las fotos de los goles que había pinchadas sobre el lambriz. “Clavado. Ese es el proceso de adaptación al mundo que yo te explico siempre” me dijo Ray, creyendo que el ugandés no lo podía entender: “La locura, botija”. “La locura mierda” gritó Sinclair en un semiespañol, después de haberse retragado la manzana de Adán: “No precisamos necesariamente salir a caballo por la Mancha para encontrar la verdad. El amor a la vida y el amor a la gente viven en tu vereda. Aunque no los conozcas”. “Yo lo que encuentro en la vereda es mierda” me dijo Ray bajito. Esta vez Abel esquivó -sin saber bien por qué- los ojos de su amigo.
“Vamos que te acompaño, ugandés” sonrió agarrando el bolsón de ropa sucia y frotando el hombro desnudo de Sinclair: “Andá para tu chambre”. Salimos al pasillo uno detrás del otro, y al pasar por la letrina me acordé de aquel vómito brutal que había tenido que limpiar Faruk unas madrugadas atrás. No hay derecho, pensé. Lo pensé en carne y alma por primera vez en mi vida, aunque sin entender todavía que aquellas simples tres palabras podrían ser la inscripción adecuada para las puertas del infierno el purgatorio y el paraíso juntos: para la adultez misma. No hay derecho, volvió a pensar Abel viendo a subir al Cordobés a los saltos por la escalera. “Me contestaron, guaso” jadeó: “Al final conseguí línea. Y era la casa de Paloma Picasso, nomás. Pero acababa de salir para un desfile de modas, me dijeron. ¿Qué tal el galanacho que tenemos en el Stella?”. El ex-galán ya iba subiendo a su chambre olvidado del asunto, monologando encarnizadamente con el gran danés. Yo bajé al lavadero y esperé que estuviera pronta la ropa bajo el frío acalambrante de la vereda a oscuras. Entonces sentí proyectarse una señal luminosa que subía y se ensanchaba por el cielo del tiempo, rozándome silenciosamente los huesos de la nuca.
AQUELLA MISMA el Cordobés fue apalabrado por Lucio y por Hugo para hacer unas galas fuera de París, antes de Navidad. “Debutamos este sábado en Massy” nos anunció el pedante, enarcando las cejas como si fueran a tocar en el Olympia. Abel dejó filtrarse aquel dato no sólo por pura distracción, sino porque todavía no estaba lo suficientemente enamorado de Bénédicte como para captar la curvada flecha roja que en todos los mapas de métro de París señalaba con exclusividad la banlieue donde vivía la Virgen. Esa noche se había puesto sentimental en otras direcciones, además. Había vuelto otra vez del Bateau con mucho vino arriba y sin un franco extra, lo que lo llevó a manotear de entrada el grabadorcito para escuchar los goles hechos por Liverpool a Nacional -los mismos del lambriz, pero registrados por Ma-Sa y su padre en la insuperable versión de Carlitos Solé. Lo que me emocionaba hasta el reblandecimiento era aquel tiro libre en comba que metió Saúl Rivero sobre el final del partido: un gol de cuadro chico ganando dos a cero en el Estadio Centenario, nada menos. Por detrás de la voz aguardentosa de Solé se producía una dulce explosión de la tribuna que hacía llorar a Abel indefectiblemente. Era como si el humo de la infancia incendiada no le dejara ver -durante un largo resoplido de viento en contra- más que sus propios ojos sin fondo, hasta sin nombre. Qué pocas veces ganamos, pensé subiendo la mirada hacia el rostro de mi hermana: Qué poquísimas veces ganamos, Ma-Sa. En el casete que les grabé antes de irme te decía que lo que me importaba no era ser feliz, sino encontrar la paz. Pero hace tanto tiempo que nos yo feliz que ya no encuentro nada.
Ma-Sa casi dejó de sonreír, amenazada por la grieta creciente de la foto. ¿Esta ya se habrá acostado con alguien? se preguntó de golpe Abel, dándose cuenta de que ahora no pensaba solamente en su hermana. Claro: María no pudo ser la Virgen hasta dejar de ser virgen, reflexionó tan resignado como horrorizado: El problema es la paloma. ¿Pero cuántos de nosotros los machos somos capaces de eyacular la paloma? En ese momento el Cordobés puso por millonésima vez en el grabador a Simon & Garfunkel, y la primera canción me volvió a transportar por la avenida eucaliptada donde debía seguir viviendo Gabi. Abel cerró y pudo ver perfectamente a su ex-mujer, parada y esperándolo en la oscuridad del jardín. Era una mujer sola, y bajaba la cabeza con una humillación insoportable. Un hombre puede perdonar a cualquier otro hombre hasta la eternidad, pero a sí mismo nunca -filosofó manoteando la máquina para escribir un poema largo. Trabajé cerca de tres horas. Lo titulé Gabi vieja y fui a mostrarle un borrador a Ray, que estaba releyendo El pozo con ojos inyectados.
“Ta bien” me dijo, después de haberlo ojeado sin ganas. Entonces volví a cometer el error de consultarlo sobre la sustitución de un verbo que yo podía -y debía- solucionar a solas. Ray encontró enseguida un buen sustituto. “Gracias, loco. Sos un crack” dije, yéndome de la pieza. Él no me contestó. Lo que soñé a continuación -con la luz apagada y el cuerpo en posición fetal aunque casi despierto, todavía- sucedía sobre el fondo musical de la felicidad jolivudesca. También había algún otro elemento tramposamente cinematográfico en el tono del paisaje, donde el impresionismo agarraba algo de Rembrandt y los colores de la ropa y el pelo del personaje principal armonizaban con el conjunto al estilo Agnes Varda. Yo perseguía a Bénédicte por la amarilla costa arbolada del Sena. Ella corría en cámara lenta, con el pelo rojizo en flotación y el buzo color oro que trajo días atrás maravillosamente hinchado por el embarazo. Después (sobre el final de la secuencia) el lente revelaba que Abel era un centauro: un gran engendro azul que acechaba a la infanta con la mirada de las chimères de Notre-Dame.
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