martes

CREER O REVENTAR



NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS

HUGO GIOVANETTI VIOLA

1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011

CUARTA ENTREGA


UNO: CUL DE SAC (4)

CHAMBRE 22

UN MUCHACHO le hace rápidamente el amor a una muchacha dormida, y cae sobre el costado emparedado de una cama de matrimonio arrimada a un rincón. Le acaba de hacer el amor por segunda vez en media hora para reivindicarse del fracaso que tuvo cuando llegaron al apartamento, pero a ella apenas se le altera el ritmo de la respiración durante unos momentos y continúa durmiendo boca arriba. Esta vez el muchacho puede distinguirle las facciones bajo el amanecer: una media sonrisa parece abrirse paso a través de la caparazón de la muchacha. Afuera está lloviendo. Los únicos cigarrillos que él encuentra a mano son unos mentolados, pero igual fuma uno atrás de otro hasta saturarse los bronquios. Está oyendo llover y mirando la cabeza rubia dormida con la reconcentrada dulzura de del que hace mucho tiempo que no vela otro cuerpo. Un par de horas más tarde suenan voces y pasos en el corredor, y una muchacha desconocida abre la puerta cerrada con llave que da sobre la cabecera de la cama. Entra escoltada por una pareja joven, alegremente decidida a despertar a su compañera de apartamento con una carta en la mano. Cuando descubre al muchacho ocupando su sitio, lo saluda sonriendo y sacude a la rubia. Los otros dos se sientan a los pies de la cama y también saludan al muchacho con naturalidad. La rubia se incorpora protestando, pero al ver la carta suelta un acompasado Oh la la de alegría. Es de su prometido que está en Londres, y la lee en voz y después sigue conversando con los visitantes sobre el curso de anatomía que van a empezar esa tarde en la facultad. Mientras tanto el muchacho ha tenido que escaparse de su acorralamiento gateando desnudo sobre la colcha: se viste en un rincón y se despide con un Salut que le contestan todos menos la muchacha rubia. Después orina tosiendo enfurecidamente en el water del corredor, y sale del edificio dejándose lavar la cara por la lluvia.

ESE SÁBADO Abel volvió temprano de darle la clase a los Bugeia. Antes de subir al hotel se gastó los sesenta francos comprando un buen pedazo de gruyère jamón una baguette algunas aspirinas un cuarto litro de whisky las Poesías de Machado y la Antología esencial de Neruda Ediciones Losada: estaba decidido a quedarse por lo menos un día en la cama, aunque el Cordobés y Pedrito tuvieran que arreglárselas solos en el Bateau. El Payaso también va a tirar la bronca pero mala suerte, pensó tosiendo desenfrenadamente bajo la pegajosidad de la llovizna. Encontré a Ray durmiendo. Me tragué dos aspirinas empujándolas con whisky y me acosté, previa vichada de iniciación a la antología. Había almorzado fuerte en lo del Inspector y me dormí enseguida, hasta que el inconfundible retumbar de las botas de Pedrito me estropeó la siesta. “¿Todavía están durmiendo, anormales?” dijo sentándose a los pies de mi cama para prender un petardo. “Yo estuve laburando toda la mañana” retruqué interrumpido por un ataque de tos que me hizo doler el pecho: “Tuve que irme derecho a dar la clase desde el apartamento de la mina”. Y ahí tampoco dormí”. “Bien nono bien” gritó Pedrito como un hincha de fútbol: “¿La hizo gozar toda la noche, nono?”. Abel no contestó.

“La que me llevé yo es compañera de clase de la tuya. Van juntas al Bateau a buscar machos, nomás. ¿Querés?” dijo Pedrito alcanzándome el cigarro con el desinterés fingido de los corruptores. “Estoy muy mal del pecho” me defendí sin la suficiente energía: “Hoy no voy a poder ni ir al Bateau”. “Dale” porfió el botija: “De esto no precisás fumar más que unas pitaditas. ¿Así que hoy no laburás? Tendré que laburar solo, porque lo que es el Cordobés va a pasarse encamado todo el día. ¿No te enteraste que llegó la mina?”. “¿Martine? ¿No llegaba mañana?” preguntó devolviendo el cigarro, después de dar una pitada corta. “Llegó a las ocho de la mañana y armó un barullo del carajo” se oyó la voz de Ray desde abajo de la almohada. “Ya se alquilaron una pieza juntos” corroboró Pedrito: “Y se oyen unos quejidos que rompen las paredes”. Ray saltó de la cama y corrió en calzoncillos hasta el lavatorio: se empapó la melena color zanahoria, se secó y puso a calentar agua en una cacerola. “Cigarrito” pidió frotándose las manos. Empezamos a matear y terminamos el petardo mientras París ponía su huevo celeste a contraluz, cruzándome a un verano donde mi adolescencia se abrigó con la seda materna de la lluvia. Ahora la playa era como una curva desierta que se iba cerrando: como una flor carnívora que acariciara mi carne sin desearla. Yo había perdido para siempre la estación de la música, y un dorado silencio me volvía a transportar desde aquel espejismo hasta este cielo desanclado de los fondos del sur. Falta el amor, pensé.

Esa tarde Abel Rosso logró redondear el primer borrador de un poema resistente, olvidándose de los ataques de tos que hacían corcovear la máquina de escribir encabalgada sobre sus piernas. Después hizo un último esfuerzo y le escribió una carta a su madre mientras anochecía: Ray y Pedrito habían bajado en la mitad del poema, y el azul de París se volvió abruptamente una intemperie oscura. Menos mal que está Ray escribió Abel sobre el final de la carta: Es un amigo de verdad. Ahora voy a compartir la pieza sólo con él, porque el Cordobés se fue a vivir con una mina. Ray está esperando que le manden un giro del Brasil para poder volver, y mientras tanto yo lo ayudo como puedo. Con decirte que usa hasta mi campera jean vieja, ahora. Su situación es bravísima porque aquí es muy difícil encontrar otro trabajo que no sea el de la música. En fin. Tenemos proyectado hacer un libro de poemas ilustrados para editar allá. Vamos a ver qué pasa.

Una tristeza cósmica empezó a derramar en el silencio de la chambre, después que tapé la máquina: tuve la sensación de que la ciudad era un huevo celeste de paredes remotas -desamparando el eco / de mi vida escapada / hacia hondos humos húmedos escribí mentalmente. El efecto del hasch se terminaba y tomé un trago de whisky calculando los días que habían pasado desde la última visita de Bénédicte. Yo no la iba a llamar, por supuesto: tenía que venir sola. En eso llegó Ray, cargando un bolso de mano desbordado por las últimas cosas que había dejado arrumbadas en lo del escenógrafo. Lo invité a cenar con unos sánguches de jamón y gruyère pero hizo señas de estar lleno. “Un cigarrito sí” dijo agarrándome un Peter Stuyvesant: “Comí como un caballo. Hoy fue para morirse, aquello. Amelot compró pollos y Valpolicella porque le cayó un marica de visita: un pintor holandés que se piensa pasar el verano en Saint-Tropez y conoce a Sinclair también, no sé bien cómo diablos. Pero casi me muero de risa”.

Se tiró en la cama a fumar y Abel tuvo la sensación de que en la pecosa cara mal afeitada de su amigo empezaban a brillar musgosamente las últimas esperanzas que le iban quedando. “Podemos aprovechar mi bronquitis para retocar la trama de la policial antes de que te vayas”dije cuando terminé de comer: “Y habría que largarse a compaginar algo del libro, también. Creo que hoy me salió un poema como la gente. ¿Terminasta alguna otra gárgola, vos?”. Ray no me contestó enseguida. “A veces pienso que no vale la pena terminarlas” murmuró aplastando el cigarrillo contra la pared: “Pueden llegar a ser algo tan repugnante que no vale la pena terminarlas. Acordate de aquello que nos leyó Sinclair en la chambre 9”. “Pueden ser repugnantes y ser buenas” dijo Abel: “No le vas a dar bola a un diccionario, vo”. “No me jodas” retrucó el otro sentándose en la cama y transfigurando el rostro hacia su payasesca cordialidad habitual: “No me jodas, botija”. Y se mordió los labios como para hacérselos sangrar.

“Bueno, no hay caso che: nadie me va a pagar lo que vale la Pentax” reflexionó al rato el riverense: “Voy a tener que terminar lavando platos, nomás”. Abel sufrió un ataque tan violento de tos que le dolieron hasta los brazos. “Esta noche no duermo” profeticé empujando una pastilla de betametasona con un sorbo de whisky. Después me puse el pulóver y salí al corredor y encontré el water ocupado. Como no tenía ganas de bajar al segundo piso y vi luz en la chambre de Sinclair (a través de la puerta entornada) se me ocurrió ir a saludarlo. No nos veíamos desde antes del viaje a Beirut. Pegué tres golpecitos suaves en el compensado. No me contestó nadie. En ese momento explotó la cisterna del cagadero haciéndome enderezar y darme vuelta del susto. Era Sinclair: pareció no reconocerme hasta llegar al lado mío y sonreír lejanamente. Llevaba puesto el agujereado sweater de siempre debajo de un piyama a rayas. Me acarició la cabeza y empujó la puerta como invitándome a pasar, pero me quedé quieto: una rubia platinada que estaba sentada en la cama contando billetes escondió el rostro relampagueantemente apenas me vio. También alcancé a distinguir una enorme cruz negra colgada en la cabecera de la cama, antes de escaparme hasta el water.

Cuando Sinclair golpeó en la chambre 22 diez minutos más tarde, el asma ya había doblado a Abel sobre la cama en un ángulo aproximado a los 45 grados. “Quiere hablar. Quiere hablar” suplicó el ugandés igual que la primera noche que lo conocieron. “Pasá y no hinches más” le gritó Ray, malhumorado por la suspensión de su disciplinada relectura diaria de cualquier capitulito de El pozo. “Me olvidé de contarte que recién le di la captura con una mina” jadeó Abel, para animar un poco la cosa. Sinclair apareció enfundado en el piyama amarillo y negro a rayas, se agachó al lado de la mesa de luz y agarró yerba para masticar. “Te dije que éste también había sido controfóbal de Peñarol en el 62” murmuró Ray, sin demasiado entusiasmo: “Mirá los coloretes del piyama”. Yo no encontraba aire ni para reírme.

La gran enseñanza está en demostrar el crecimiento de la inteligencia mirando derecho al corazón y actuando desde allí, está en la enamorada observación de la gente que crece, está en encontrar la paz, en sentirse feliz en la equidad perfecta” predicó el ugandés manejando un español notablemente mejorado: “Me lo aprendí el mes pasado en la clínica. Está al principio de la traducción del Ta Hsio hecho por Ezra-”. “Ma qué en la clínica” lo interrumpió Ray: “¿No te acordás que ya nos estuviste torturando con eso y no sé con cuántas otras porquerías hasta que nos enloqueciste, allá en la chambre 9?”.

Sinclair se puso a rumiar otro puñadito de yerba sin contestarle. “Sí. Tiene razón Ray” intervino Abel: “Y a propósito de Confucio y de Kierkegaard hay una cosa que nunca pude preguntarte, ugandés: ¿Confucio era un caballero de la fe o un caballero de la resignación?”. “Era un caballero, hijo. Y eso ya es suficiente” me contestó Sinclair con la mirada húmeda. “¿Yo soy un caballero?” preguntó Ray aparentando un desinterés burlón. “Si puedes hablar con un hombre y no le hablas, perderás un hombre” dijo Sinclair al rato, con los ojos semicerrados: “Pero si hablar con un hombre no sirve para nada y le hablas, perderás tus palabras. Un hombre sabio no pierde hombres ni palabras. Lun Yu 15 / 7”. Ray manoteó un Peter Stuyvesant y lo prendió temblando. “¿Ah sí?” se rio: “¿Y este botija es un caballero, che?”. El ugandés hizo una mueca triste mientras se tragaba la yerba y sentenció sin mirarme: “Un hombre no puede ser un caballero hasta que no pierde su inocencia, hijo”. Y se fue trabajosamente de la chambre.

Yo me quedé acordándome de un diálogo muy gracioso que hay entre Hemingway y Ford Madox Ford en París era una fiesta a propósito de los caballeros, pero no dije nada: Ray había vuelto a su relectura diaria de Onetti con los ojos inyectados. “Qué ugandés rompedor” atiné a murmurar, hojeando la antología. Aquel era el primer ataque verdadero de asma que me encepaba desde la niñez, y hubo un momento en que me sentí un pescado aleteando en la orilla. No estaba leyendo con mucha atención, pero al doblar la página 222 y encontrar el final de Lautréamont reconquistado quedé duro del susto. “Escuchá esto, loco” jadeó Abel: “Escuchá estos versitos: era sólo la muerte de París que llegaba / a preguntar por el indómito uruguayo, / por el niño feroz que quería volver / que quería sonreír hacia Montevideo, / era sólo la muerte que venía a buscarlo. ¿La estaré por quedar?”. Ray torció la mirada rojiza hacia la mesa de luz, prendió otro Peter Stuyvesant y no me contestó.

HABÍAN PASADO casi veinte días desde la última visita de Bénédicte, y Abel ya estaba sano -y trabajando con bastante entusiasmo en la reconstrucción de la novela- la tarde que ella volvió aparecer, perfumada y con aros y sandalias vistosas. La chiquilina le propuso enseguida salir a tomar cerveza como dos sábados atrás: bajamos por la Monsieur-le-Prince completamente empastichada con propaganda electoral, hasta terminar sentados en la terraza de un boliche del boulevard Saint-Germain. Abel miró a la nena recortada contra la bruma primaveral y agradeció en silencio toda implacable chance de felicidad otorgada a los hombres capaces de soportarse a solas. Bénédicte vació el primer demi casi sin respirar y sonrió con los dientes tristemente desnudos, antes de hacerme señas para que yo pidiera el otro. “Ayer salimos con amigos” dijo de golpe, poniéndose colorada: “Y estuvimos hablando del hombre de mi vida. Yo le dije que a lo mejor podías ser vos”. La insinuación fue tan cómica y maravillosa a la vez, que Abel apenas pudo sonreír mirando hacia otro lado. Por la vereda se venían acercando Pedrito Colette el Cordobés y Martine, y los saludé levantando un brazo como para espantarlos. No llegaron a romper el embrujo, pero Bénédicte dejó por la mitad el segundo demi. “Vamos a caminar” me pidió sin permitir que yo pagara todo.

Hicimos un recorrido caprichoso hacia La Contrescarpe, y ella quiso pasar por el Bateau (que a esa hora todavía no estaba abierto al público) y se detuvo a mirarse en el espejo de la puerta vidriera. Permaneció un momento descubriéndose disfrazada de mujer, con los ojos achicados por al alcohol y un asombro indefenso y parpadeante. “Te dije aquella noche que yo no era linda” murmuró. Abel distinguió a Amed saludándolos con una cuchilla en alto desde el fondo del mostrador, y levantó su brazo y agarró a la muchacha para llevársela de aquel espejo. “Antes de que mis padres se divorciaran ya veníamos a comer aquí, cuando subíamos a París. Yo tenía seis años” contó Bénédicte mientras caminaban hacia la Mouffetard. Se paró en una esquina de la place de la Contrescarpe y su mirada se insoló con el oro horizontal filtrado entre los caserones blancos. “Vamos a tomar otra” desafió: “Pero el amor no existe”. Yo le empujé la cintura hacia adentro de un boliche y pedí dos cervezas.

“Mis hermanos también son divorciados” gorgoteó la muchacha al rato, casi mordiendo el filo del demi: “Mis tíos también. Mis vecinos también”. “Yo también” dijo Abel, y le subió el mentón para limpiarle los bigotes de espuma con el dedo. Entonces fabriqué la misma morisqueta que le acarició el alma la noche que nos conocimos, y eso la hizo tentarse y terminar riéndose a carcajadas. Esta vez no necesité palabras para resucitarla. (¿O para enamorarla? podría haberse preguntando el seductor estudiando sin el menor deseo: ¿Enamorarla de quién, de qué? No sé: pero aquí estoy creyendo, podría haberse contestado mientras caminaban hacia la estación del Lux remontando la rue de L’Estrapade bajo el último sol.) “Abel, va a ser mejor que nos veamos más a menudo” sugirió Bénédicte en el momento de despedirse -o por lo menos eso fue lo que yo le entendí. “Sí” dije: “Sí. Es mejor”. Y la miré perderse corriendo entre el gentío de la escalera subterránea sin mirar hacia atrás.

AQUELLA NOCHE salimos lo más temprano posible del Bateau para cantar a prueba en una taberna española que se llamaba La Reja y quedaba en la rue de la Cossonnerie -una casi desconocida callecita de 50 metros ubicada entre el boulevard Sébastopol y la rue Saint-Denis, a la altura de la gigantesca excavación que sustituía por el momento al mercado de Les Halles. En la taberna ya trabajaba un trío integrado por tres guatemaltecos enanos y un gitano francés tocaor y bailaor de flamenco. Cantamos cerca de una hora -hasta terminar casi completamente roncos- y los gallegos se quedaron contentos: nos ofrecieron sueldo fijo y canilla libre, además de las propinas que dejaran los gigos y las yiras de la rue Saint-Denis o los embajadores atraídos por el pintoresquismo de aquel bodegón híbrido que Le Nouvel Observateur llegó a calificar como “un lugar auténtico”.

Abel se había acodado solitariamente en el mostrador para tomar su tercer cubalibre recordando la peregrinación con Bénédicte, cuando pepillo (el mozo) puso un disco donde una voz antigua de mujer levantaba sus penas a la Virgen. Entonces escucharon cantar a un enorme ovejero -propiedad del patrón y artista exclusivamente reservado para los conocidos de la casa- bautizado el Poeta. No era aullido: era un gemido melódico con varias notas nítidas que se ceñían al vuelo doloroso. Sólo aquel aire -Oye, Nuestra Señora- hacía cantar al perro, le explicó el mozo a Abel con domesticado asombro. Y en el filo del alba el Poeta clarinaba.

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