NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
TERCERA ENTREGA
UNO: CUL DE SAC (3)
CHAMBRE 9
UN MUCHACHO se friega el vientre rabiosamente frente a un lavatorio, murmurando dos versos de César Vallejo. La luz está prendida a mediodía. En la pieza más grande de la chambre 9 hay una cama de una plaza y otra de matrimonio, una mesita hecha con tablas sueltas sobre un armazón un rotoso ropero compartimentado y el lavatorio junto a la ventana que da al pozo del patio. El muchacho se despertó a las once, calentó agua en la olla y se cebó unos mates reconcentradamente: después fumó el primer cigarrillo revisando manuscritos tachados con pulcritud maniática. Cuando se oyeron doce campanadas empezó a contener arcadas silenciosas. Entonces se paró para darle un tirón a las cortinas, haciendo que dos de sus compañeros se dieran media vuelta sobre la cama grande. De la segunda pieza de la chambre emerge al rato un hombre pelirrojo: encuentra al muchacho enjabonándose el vientre con asco y se sienta a cebar. Los dos adolescentes dejan la cama grande parsimoniosamente: el más alto se acerca a la mesa y desgrana un Kent y chamusca una piedra color sopa en cubitos. Sólo el hombre pelirrojo acepta compartir el cigarrillo de haschich. Después de media hora el muchacho se enoja y acaba por echarlos: los otros no protestan, aunque demoran una media hora más en vestirse y peinarse. Al salir de la pieza se cruzan con un mucamito que trae un balde y un escobillón. El pelirrojo vuelve de apuro por el corredor, mientras el mucamito y el muchacho disimulan como pueden el mugriento desorden de la pieza: grita Suerte y se va con su mirada verde inyectada de odio.
AL VOLVER de mezclar unos huevos con jamón y otra jarra de tinto con mi primer haschich, no me pude dormir. Esa noche me tocaba la cama individual y estuve releyendo partes de El largo adiós mientras amanecía: fui dos veces al water del corredor y recién ahí adentro me acordé nebulosamente de Sinclair. Repasé los dibujos y las palabras sucias de la puerta del cagadero haciendo cábalas pareadas: el primer objetivo era que hubiera carta familiar puesta en la casilla a las ocho menos cuarto. Abel volvió a la chambre con un poco de sueño pero se aguantó bien. Entre los recortes de los recientes goles hechos por Liverpool a Nacional que había pinchados sobre el lambriz, se agrietaba una foto donde Abel se abrazaba una foto con su hermana y sus padres en la remota luz del penúltimo verano. La miré un rato largo. Bajé a las ocho menos cuarto en punto y me encontré al Papito fregando una letrina: nos peseteamos cariñosamente. Después me agaché en el medio de la escalera y viché la gerencia y vi cartas brillando en casillas ajenas. Dormí tres horas pésimas.
Cuando explotó la náusea entre las campanadas de aquel mediodía gris, Abel pensó en el hígado. Después no pensó más, y se tiró a esperar aguantando las arcadas con naturalidad, como si fueran accesos de tos. A las tres menos cinco golpearon a la puerta: Bénédicte me saludó besándome a la francesa y se frenó a los pocos pasos de entrar, estudiando la pieza como si fuera el círculo dantesco de los sátiros. “¿Los demás?” preguntó. Puse cara de sátiro y dije que no estaban. Pero no tengas miedo -volví a pensar, perdiéndola de entrada. Sin embargo cumplí con los ritos machistas de tratar de besarla, mientras le preguntaba si le gustaba hacer el amor. “Sí” me dijo: “J’aime bien” apoyándome apenas la sonrisa en la cara. Entonces preparé un mate y no hice más comedia y me senté en la cama de enfrente a conversar en paz. Abel no entendió nunca con qué clase de amor se enamoró de golpe, aunque sí la estrategia infantil del emputecimiento que fingía la muchachita. Bénédicte era flaca y tenía proporciones de madonna italiana en la exageración exacta de la boca, los pómulos y la nariz: sólo el reflujo miel del pelo desgreñado le afrancesaba el norte de la cara, donde los breves ojos castaños rebrillaban creciendo o se hundían opacándose intermitentemente. Lo demás no me importa, pensó Abel sin fijarse en el cuerpo de garza que la infanta plegaba sobre la colcha roja.
Cuando bajamos a la calle eran más de las seis, y en la última escalera nos cruzamos con Ray. Ray galeró una tierna payasada como saludo para la chiquilina: a mí me miró fijo. Bénédicte iba a visitar al padre (que vivía en Le Marais) y bajamos por la Monsieur-le-Prince hasta las escaleras del passage Dubois. Nos despedimos en la esquina de la rue de l’École de Médecine. Ella quedó en llamarme y corrió por la noche hasta el túnel de Odéon. Abel volvió al hotel con un hambre de locos: entró primero al bar-tabac y liquidó unos huevos con jamón y una jarra de tinto sin problemas de estómago. En la gerencia del Stella recibió lujuriosas felicitaciones de parte del Papito. Subió a la chambre y encontró a Ray y al Cordobés terminando de instalar un tocadiscos prestado por Monsieur Amelot: ninguno me preguntó nada. Ya se habrán dado cuenta que la cama estaba demasiado bien hecha, pensó Abel descifrando la contracarátula de un disco de Pink Floyd. Ray me mostró al pasar un proyecto de gárgola que me gustó muchísimo: se lo dije y hablamos de Yepes, de la función del hueco y de la irradiación desde adentro hacia afuera que agarraba el Balzac de Rodin.
Después cayó Pedrito. Armó un petardo y anunció que se habían decidido a alquilar una pieza con Colette en el piso de abajo. “¿Y a usted cómo le fue con la minita, abuelo?” preguntó. Yo le dije que bien. Ray siguió retocando el proyecto sin subir la cabeza y Abel chupó el petardo por segunda vez. El Cordobés había puesto un long-play de música hecha con sintetizador que me cerró los ojos y me voló por las ramblas del cielo: iba en el auto sport de la felicidad jolivudesca. Cuando terminó el disco hubo que aterrizar y aprontarse de apuro porque ya eran las ocho menos cuarto. El camino que hacían hacia el Bateau torcía por Vaugirard para cruzar el Boul y la place de la Sorbonne y seguir por Cujas y Clovis y Descartes. En la terma ventosa de un respiradero de métro que esquinaba el Panthéon (frente al caserón célebre donde vivió Erasmo de Rotterdam) ya dormía una pareja de clochards bajo el frío acalambrante.
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
TERCERA ENTREGA
UNO: CUL DE SAC (3)
CHAMBRE 9
UN MUCHACHO se friega el vientre rabiosamente frente a un lavatorio, murmurando dos versos de César Vallejo. La luz está prendida a mediodía. En la pieza más grande de la chambre 9 hay una cama de una plaza y otra de matrimonio, una mesita hecha con tablas sueltas sobre un armazón un rotoso ropero compartimentado y el lavatorio junto a la ventana que da al pozo del patio. El muchacho se despertó a las once, calentó agua en la olla y se cebó unos mates reconcentradamente: después fumó el primer cigarrillo revisando manuscritos tachados con pulcritud maniática. Cuando se oyeron doce campanadas empezó a contener arcadas silenciosas. Entonces se paró para darle un tirón a las cortinas, haciendo que dos de sus compañeros se dieran media vuelta sobre la cama grande. De la segunda pieza de la chambre emerge al rato un hombre pelirrojo: encuentra al muchacho enjabonándose el vientre con asco y se sienta a cebar. Los dos adolescentes dejan la cama grande parsimoniosamente: el más alto se acerca a la mesa y desgrana un Kent y chamusca una piedra color sopa en cubitos. Sólo el hombre pelirrojo acepta compartir el cigarrillo de haschich. Después de media hora el muchacho se enoja y acaba por echarlos: los otros no protestan, aunque demoran una media hora más en vestirse y peinarse. Al salir de la pieza se cruzan con un mucamito que trae un balde y un escobillón. El pelirrojo vuelve de apuro por el corredor, mientras el mucamito y el muchacho disimulan como pueden el mugriento desorden de la pieza: grita Suerte y se va con su mirada verde inyectada de odio.
AL VOLVER de mezclar unos huevos con jamón y otra jarra de tinto con mi primer haschich, no me pude dormir. Esa noche me tocaba la cama individual y estuve releyendo partes de El largo adiós mientras amanecía: fui dos veces al water del corredor y recién ahí adentro me acordé nebulosamente de Sinclair. Repasé los dibujos y las palabras sucias de la puerta del cagadero haciendo cábalas pareadas: el primer objetivo era que hubiera carta familiar puesta en la casilla a las ocho menos cuarto. Abel volvió a la chambre con un poco de sueño pero se aguantó bien. Entre los recortes de los recientes goles hechos por Liverpool a Nacional que había pinchados sobre el lambriz, se agrietaba una foto donde Abel se abrazaba una foto con su hermana y sus padres en la remota luz del penúltimo verano. La miré un rato largo. Bajé a las ocho menos cuarto en punto y me encontré al Papito fregando una letrina: nos peseteamos cariñosamente. Después me agaché en el medio de la escalera y viché la gerencia y vi cartas brillando en casillas ajenas. Dormí tres horas pésimas.
Cuando explotó la náusea entre las campanadas de aquel mediodía gris, Abel pensó en el hígado. Después no pensó más, y se tiró a esperar aguantando las arcadas con naturalidad, como si fueran accesos de tos. A las tres menos cinco golpearon a la puerta: Bénédicte me saludó besándome a la francesa y se frenó a los pocos pasos de entrar, estudiando la pieza como si fuera el círculo dantesco de los sátiros. “¿Los demás?” preguntó. Puse cara de sátiro y dije que no estaban. Pero no tengas miedo -volví a pensar, perdiéndola de entrada. Sin embargo cumplí con los ritos machistas de tratar de besarla, mientras le preguntaba si le gustaba hacer el amor. “Sí” me dijo: “J’aime bien” apoyándome apenas la sonrisa en la cara. Entonces preparé un mate y no hice más comedia y me senté en la cama de enfrente a conversar en paz. Abel no entendió nunca con qué clase de amor se enamoró de golpe, aunque sí la estrategia infantil del emputecimiento que fingía la muchachita. Bénédicte era flaca y tenía proporciones de madonna italiana en la exageración exacta de la boca, los pómulos y la nariz: sólo el reflujo miel del pelo desgreñado le afrancesaba el norte de la cara, donde los breves ojos castaños rebrillaban creciendo o se hundían opacándose intermitentemente. Lo demás no me importa, pensó Abel sin fijarse en el cuerpo de garza que la infanta plegaba sobre la colcha roja.
Cuando bajamos a la calle eran más de las seis, y en la última escalera nos cruzamos con Ray. Ray galeró una tierna payasada como saludo para la chiquilina: a mí me miró fijo. Bénédicte iba a visitar al padre (que vivía en Le Marais) y bajamos por la Monsieur-le-Prince hasta las escaleras del passage Dubois. Nos despedimos en la esquina de la rue de l’École de Médecine. Ella quedó en llamarme y corrió por la noche hasta el túnel de Odéon. Abel volvió al hotel con un hambre de locos: entró primero al bar-tabac y liquidó unos huevos con jamón y una jarra de tinto sin problemas de estómago. En la gerencia del Stella recibió lujuriosas felicitaciones de parte del Papito. Subió a la chambre y encontró a Ray y al Cordobés terminando de instalar un tocadiscos prestado por Monsieur Amelot: ninguno me preguntó nada. Ya se habrán dado cuenta que la cama estaba demasiado bien hecha, pensó Abel descifrando la contracarátula de un disco de Pink Floyd. Ray me mostró al pasar un proyecto de gárgola que me gustó muchísimo: se lo dije y hablamos de Yepes, de la función del hueco y de la irradiación desde adentro hacia afuera que agarraba el Balzac de Rodin.
Después cayó Pedrito. Armó un petardo y anunció que se habían decidido a alquilar una pieza con Colette en el piso de abajo. “¿Y a usted cómo le fue con la minita, abuelo?” preguntó. Yo le dije que bien. Ray siguió retocando el proyecto sin subir la cabeza y Abel chupó el petardo por segunda vez. El Cordobés había puesto un long-play de música hecha con sintetizador que me cerró los ojos y me voló por las ramblas del cielo: iba en el auto sport de la felicidad jolivudesca. Cuando terminó el disco hubo que aterrizar y aprontarse de apuro porque ya eran las ocho menos cuarto. El camino que hacían hacia el Bateau torcía por Vaugirard para cruzar el Boul y la place de la Sorbonne y seguir por Cujas y Clovis y Descartes. En la terma ventosa de un respiradero de métro que esquinaba el Panthéon (frente al caserón célebre donde vivió Erasmo de Rotterdam) ya dormía una pareja de clochards bajo el frío acalambrante.
ESA NOCHE sufrimos como nunca las consecuencias de la crisis del petróleo que descalabró a Francia durante aquel invierno del 74. Fue un sábado malísimo: salimos a 19 francos por cabeza que alcanzaban apenas para pagar el hotel y almorzar unos sánguches caseros y comprar cigarrillos. El Bateau cerró temprano, y a Pedrito se le ocurrió bajar por la bruma de la Mouffetard para buscar trabajo en una boîte regenteada por un distribuidor de haschich de apellido Batalla. Era un negro esquelético que cantaba las bossas entoldado por un chambergo blanco del tamaño de un plato volador. Le había puesto Favela al sucucho, y declaraba aparatosamente ser nacido en Bahía. Cuando Ray fue a Favela dos o tres días después sentenció que aquel negro era más angolano que un cocodrilo del Kunene -aunque Batalla siempre se agenciaba brasileros auténticos que hacían la percusión y los coros con yeito.
Abel supo enseguida que no iba a haber trabajo para ellos en aquel cuchitril: era una tapadera típica de vendedor de droga adonde no iba nadie que comprara droga. Y punto. De repente al Cosmósfero se lo podría enganchar, pensó descubriendo un piano atrás de la tarima. Batalla les pidió que cantaran a prueba y les pagó un gin-tonic desaprensivamente, como hacen los gerentes chupadores de shows. Cantamos tres cuartos de hora frente a diez reventados que consumían sus cocteles con las botas arriba de la mesa. Nadie los aplaudió. El negro nos felicitó con miopía sobradora detrás del vidrio azul de sus lentes ahumados y prometió llamarnos cuando ampliaran la boîte.
Volvimos al hotel encorvados y roncos y puteando a Pedrito encarnizadamente con el Cordobés: el degenerado había aprovechado el rebote para sacarle al negro unos gramos de hasch, y se borró a quemarlos sin el menor remordimiento al hotel de Colette. Al entrar a la chambre encontramos visitantes ilustres, para gloria de Ray. Abel estaba histérico y no les dio pelota ni a Sinclair ni al Cosmósfero, hasta que el ugandés encrucijó al de Córdoba preguntándole a boca de jarro: “¿Jerusalén o Atenas?”. Entonces ya no tuve más remedio que sentarme a escuchar el discurso de réplica de Sinclair al Cosmósfero, que se había pronunciado por Atenas desanimadamente. Sinclair parecía mucho más lúcido que la noche anterior (aunque estaba vestido con los mismos harapos) y atacaba furioso a Spinoza y a Hegel, masticando puñados de yerba Napoleón como si fueran pororó.
“Se dejaron joder por el renacimiento” decía en un francés híbrido: “Por la vieja serpiente. No entendieron que Sócrates nunca dejó de ser el caballero de la resignación. Ni entendieron tampoco que cuando Don Quijote se bajó del caballo renunció a la princesa: sólo para morir”. Ray me hizo una guiñada. Y Abel miró al Cosmósfero encogido en el suelo: parecía un mosquetero traspasado. “¿Será que Sören Kierkegaard no comprendió jamás los milagros subterráneos?” siguió Sinclair sentándose en la cama grande: “La estrategia de Dios: Él hace lo imposible sólo bajo la máscara de lo posible. Y eso le otorga al hombre la sobrehumanidad. No, padre Job: yo no me rendiré jamás a la filosofía especulativa. Yo me arrodillo frente a la visión que sobrevive al triunfo del demonio: porque la luz no le será devuelta a quien no encuentre la repetición del poder de la infancia, cuando mirábamos una cruz negra y veíamos la verdad brillando dentro de ella. La ciencia física cree en las señales. Y nosotros las creamos. Creer o reventar”. Sinclair se levantó desorbitadamente y corrió hacia la puerta. “Soy el cielo de Auvers” gritó llorando mocos: “La serpiente no pudo contra Jerusalén. El amor resucita”. Y se fue de la pieza.
AL FINAL tuvimos que levantar al Cosmósfero entre Ray y yo, para desbarrancarlo en la cama individual desocupada por Pedrito. Nos costó un disparate. El mosquetero estaba desmayado en posición fetal y Ray saltó a la cama y lo enganchó de atrás mientras yo le agarraba los pies elefantiásicos. Tenía una jedentina proporcional a su peso. Aunque cuando logramos colocarlo a la altura del colchón pareció alivianarse. Ray destrancó los brazos y saltó de la cama y esperó que cayera sobre la colcha roja. Entonces vi el prodigio. Abel vio levitar la mirada entreabierta del elefante herido galopando hacia atrás por los campos de Córdoba: su cuerpazo flotó durante un tiempo inmóvil en aquel corredor de eternidad hasta que aterrizó sobre una cucaracha que cruzaba la almohada. “La cruz negra es de oro” silabeó suavemente. Y después se durmió. Ray se encorvó para agarrar los cigarrillos y se metió en su pieza sin decir una palabra. El Cordobés roncaba contra la pared de la cama de matrimonio donde me tocaba dormir, y me puse el piyama y viché unos capítulos semicorregidos sin poder concentrarme. Entonces fui a ver a Ray.
Lo encontré con los brazos abajo de la nuca, tapado hasta el pescuezo y torciendo los ojos relampagueantemente hacia las dos paredes. Abel lo consultó sobre algunos detalles de la policial, y el otro retornó de la desesperanza como expulsando extensiones de mar bocabajo en la arena. Abel iba dragándolo con desinteresada devoción infantil, compartiendo los túneles que van hacia el tesoro que un artista jamás debe buscar con otro. Porque Ray escarbó de repente en un bolso y se decidió a mostrar más de veinte proyectos escultóricos, y Abel pensó que verdaderamente tenía garra de artista. Lo pensó y se lo dijo. Entonces empezamos a improvisar a dos voces un ensueño completamente en joda: Ray exponía sus gárgolas en la peor galería de París y un día entraba Cortázar casualmente imantado y las compraba todas y Ray se hacía famoso y me lo presentaba y Cortázar leía mi policial y la hacía publicar en Seix Barral.
“Yo te hago la portada: te dibujo una chimère con una automática piripichada en la jeta del bicho” dijo Ray: “Y un día Cortázar nos invita a cenar y yo miro las chimères y digo: ¿Saben che -soñadores de pescaditos rojos- que se pueden meter en el culo estos diablos que hice para embicharlos con mi vida de mierda?”. Abel se rio sin ganas. Ray manoteó un Gauloise y habló con entusiasmo del proceso infernal de adaptación al mundo que acaba en la locura, riéndose del discurso que se mandó Sinclair frente al Cosmósfero despanzurrado. “Yo nunca leí a Kierkegaard ni entendí demasiado lo que dijo este loco” dijo Abel levantándose para agarrar un mazo de fotos que había arriba de la mesa de luz: “Pero por lo menos me hizo dar cuenta de que siempre fui medio hincha de Jerusalén”. “Yo me cago en Atenas y en Jerusalén” dijo Ray sin reírse.
“Che: te pasaste con estas fotos” comentó Abel para cambiar de tema: “Cuando las mande a casa van a quedar enloquecidos. Ahora hay que ver cómo salieron las del Evangelio”. Nos callamos un rato. Yo miraba la Pentax brillar leonadamente bajo la portátil y las fotos que Ray me sacó aquel otoño mientras pensaba en los milagros subterráneos de los que habló Sinclair. Justo entonces el otro preguntó ¿Qué fue lo que pasó al final con la pendeja che? Y Abel prendió un Gauloise y lo apoyó temblando en la Pentax. No se dio cuenta dónde lo apoyaba porque la sola invocación de Bénédicte Trassiorf lo volvió a enamorar de la madre de Cristo, irrazonablemente. “Es una criatura” dijo con timidez: “Quise hacer algo pero no se puede. Me va a llamar para venir de nuevo. Si es que llama, no sé”. Ray no hizo comentarios. “Che ¿y vos por qué no empezás con alguna escultura y te largás del todo” dije para embalarlo: “Material se consigue”. “Voy a ver” dijo Ray. Y fue en ese momento que se olió el agujero que hizo el Gauloise de Abel en la Pentax del otro. “Puta que lo parió. Perdoná” dijo Abel: “Te la quemé apenitas”. Y aplasté el cigarrillo y me puse a frotar el brillo chamuscado del cuero de la Pentax. Ray muequeó sin hablar. Pero cuando crucé desconcertadamente la puerta de la pieza me murmuró en la espalda: “Estoy acostumbrándome”.
ME DORMÍ molestado. La cama de matrimonio tenía como una especie de colchón a dos aguas que hacía que el Cordobés se me cayera encima a cada rato. Tuve que pasarme toda la noche pegándole furiosas patadas espasmódicas para hacerlo rodar hacia su lado: él era más cobarde dormido que despierto, y ni las retrucaba. Abel durmió hasta tarde, amparado por la seguridad de que no podía haber carta los domingos. Se despertó a las doce y estuvieron mateando con el Cosmósfero apaciblemente, y el mosquetero habló sobre el jazz patafísico de Boris Vian sin acordarse para nada de la noche anterior. Después cayó el Papito con el escobillón y el balde, aunque muy excitado como para limpiar en serio: lo que hizo fue esconder el reguero de puchos abajo de las camas mientras contaba que una de las muchachas de la chambre 14 le ofreció fornicar por 25 francos siempre que no le besara la cara. Eso me descompuso. Nadie me vio volver a reprimir la náusea menos mi madre, que en la foto agrietada dejó de sonreír casi completamente.
Cuando el Papito terminó de barrer entró Ray a la pieza: estaba en calzoncillos y encajó la melena color zanahoria bajo el chorro feroz de la canilla. Entonces se peinó meticulosamente y se acercó al Papito para hacerle cosquillas con nerviosa ternura, como todos los días. El Cordobés salió a buscar envases vacíos de chucrut para fabricar bombos importados de Salta, y Ray y Abel bajaron a celebrar el domingo a la rue de la Huchette. No encontraron el circo callejero ni demasiados jipis acampando en la fuente de la place Saint-Michel. Ya era un invierno crudo, y optaron por meterse en un restaurant tunecino donde empezaron pidiendo bricks a l’oeuf hasta desembocar en un cous-cous orgiástico mientras se tomaban un litro y medio de vino imaginando viajes a Bahía o al Sertón o a Recife para cuando volvieran de París.
A las tres de la tarde salimos a caminar un rato por los quais. Ray se arreglaba bien con el impresionante sobretodo azabache que le prestó Pedrito, pero Abel no encontró quién pudiera coserle consistentemente los botones del gamoulan: tenía que caminar con las manos plegadas para frenar el viento. Aquella tarde Ray no planteó la batalla amistosa que nos trenzaba alrededor de temas tan insignificantes como el de la pureza humana. Yo compré un Alka-Seltzer por las dudas en el drugstore de Odéon, y después remontamos la rue Monsieur-le-Prince bajo la oscuridad de las 16:30. Ray me prestó la cama para sestear tranquilo mientras en la otra pieza el Cordobés lijaba los cilindros de chucrut y empapaba unos cueros flatulentos que compraba en la Porte de la Villette. Al terminar la siesta me encontré con Colette y Pedrito abrazados sobre la cama grande. Yo la saludé apenas, pero ella me alcanzó delicadamente los libros de Prévert y de Vian que me había prometido cuando visitábamos juntos los museos menos de un mes atrás. Pedrito armó de apuro el último petardo.
Abel supo enseguida que no iba a haber trabajo para ellos en aquel cuchitril: era una tapadera típica de vendedor de droga adonde no iba nadie que comprara droga. Y punto. De repente al Cosmósfero se lo podría enganchar, pensó descubriendo un piano atrás de la tarima. Batalla les pidió que cantaran a prueba y les pagó un gin-tonic desaprensivamente, como hacen los gerentes chupadores de shows. Cantamos tres cuartos de hora frente a diez reventados que consumían sus cocteles con las botas arriba de la mesa. Nadie los aplaudió. El negro nos felicitó con miopía sobradora detrás del vidrio azul de sus lentes ahumados y prometió llamarnos cuando ampliaran la boîte.
Volvimos al hotel encorvados y roncos y puteando a Pedrito encarnizadamente con el Cordobés: el degenerado había aprovechado el rebote para sacarle al negro unos gramos de hasch, y se borró a quemarlos sin el menor remordimiento al hotel de Colette. Al entrar a la chambre encontramos visitantes ilustres, para gloria de Ray. Abel estaba histérico y no les dio pelota ni a Sinclair ni al Cosmósfero, hasta que el ugandés encrucijó al de Córdoba preguntándole a boca de jarro: “¿Jerusalén o Atenas?”. Entonces ya no tuve más remedio que sentarme a escuchar el discurso de réplica de Sinclair al Cosmósfero, que se había pronunciado por Atenas desanimadamente. Sinclair parecía mucho más lúcido que la noche anterior (aunque estaba vestido con los mismos harapos) y atacaba furioso a Spinoza y a Hegel, masticando puñados de yerba Napoleón como si fueran pororó.
“Se dejaron joder por el renacimiento” decía en un francés híbrido: “Por la vieja serpiente. No entendieron que Sócrates nunca dejó de ser el caballero de la resignación. Ni entendieron tampoco que cuando Don Quijote se bajó del caballo renunció a la princesa: sólo para morir”. Ray me hizo una guiñada. Y Abel miró al Cosmósfero encogido en el suelo: parecía un mosquetero traspasado. “¿Será que Sören Kierkegaard no comprendió jamás los milagros subterráneos?” siguió Sinclair sentándose en la cama grande: “La estrategia de Dios: Él hace lo imposible sólo bajo la máscara de lo posible. Y eso le otorga al hombre la sobrehumanidad. No, padre Job: yo no me rendiré jamás a la filosofía especulativa. Yo me arrodillo frente a la visión que sobrevive al triunfo del demonio: porque la luz no le será devuelta a quien no encuentre la repetición del poder de la infancia, cuando mirábamos una cruz negra y veíamos la verdad brillando dentro de ella. La ciencia física cree en las señales. Y nosotros las creamos. Creer o reventar”. Sinclair se levantó desorbitadamente y corrió hacia la puerta. “Soy el cielo de Auvers” gritó llorando mocos: “La serpiente no pudo contra Jerusalén. El amor resucita”. Y se fue de la pieza.
AL FINAL tuvimos que levantar al Cosmósfero entre Ray y yo, para desbarrancarlo en la cama individual desocupada por Pedrito. Nos costó un disparate. El mosquetero estaba desmayado en posición fetal y Ray saltó a la cama y lo enganchó de atrás mientras yo le agarraba los pies elefantiásicos. Tenía una jedentina proporcional a su peso. Aunque cuando logramos colocarlo a la altura del colchón pareció alivianarse. Ray destrancó los brazos y saltó de la cama y esperó que cayera sobre la colcha roja. Entonces vi el prodigio. Abel vio levitar la mirada entreabierta del elefante herido galopando hacia atrás por los campos de Córdoba: su cuerpazo flotó durante un tiempo inmóvil en aquel corredor de eternidad hasta que aterrizó sobre una cucaracha que cruzaba la almohada. “La cruz negra es de oro” silabeó suavemente. Y después se durmió. Ray se encorvó para agarrar los cigarrillos y se metió en su pieza sin decir una palabra. El Cordobés roncaba contra la pared de la cama de matrimonio donde me tocaba dormir, y me puse el piyama y viché unos capítulos semicorregidos sin poder concentrarme. Entonces fui a ver a Ray.
Lo encontré con los brazos abajo de la nuca, tapado hasta el pescuezo y torciendo los ojos relampagueantemente hacia las dos paredes. Abel lo consultó sobre algunos detalles de la policial, y el otro retornó de la desesperanza como expulsando extensiones de mar bocabajo en la arena. Abel iba dragándolo con desinteresada devoción infantil, compartiendo los túneles que van hacia el tesoro que un artista jamás debe buscar con otro. Porque Ray escarbó de repente en un bolso y se decidió a mostrar más de veinte proyectos escultóricos, y Abel pensó que verdaderamente tenía garra de artista. Lo pensó y se lo dijo. Entonces empezamos a improvisar a dos voces un ensueño completamente en joda: Ray exponía sus gárgolas en la peor galería de París y un día entraba Cortázar casualmente imantado y las compraba todas y Ray se hacía famoso y me lo presentaba y Cortázar leía mi policial y la hacía publicar en Seix Barral.
“Yo te hago la portada: te dibujo una chimère con una automática piripichada en la jeta del bicho” dijo Ray: “Y un día Cortázar nos invita a cenar y yo miro las chimères y digo: ¿Saben che -soñadores de pescaditos rojos- que se pueden meter en el culo estos diablos que hice para embicharlos con mi vida de mierda?”. Abel se rio sin ganas. Ray manoteó un Gauloise y habló con entusiasmo del proceso infernal de adaptación al mundo que acaba en la locura, riéndose del discurso que se mandó Sinclair frente al Cosmósfero despanzurrado. “Yo nunca leí a Kierkegaard ni entendí demasiado lo que dijo este loco” dijo Abel levantándose para agarrar un mazo de fotos que había arriba de la mesa de luz: “Pero por lo menos me hizo dar cuenta de que siempre fui medio hincha de Jerusalén”. “Yo me cago en Atenas y en Jerusalén” dijo Ray sin reírse.
“Che: te pasaste con estas fotos” comentó Abel para cambiar de tema: “Cuando las mande a casa van a quedar enloquecidos. Ahora hay que ver cómo salieron las del Evangelio”. Nos callamos un rato. Yo miraba la Pentax brillar leonadamente bajo la portátil y las fotos que Ray me sacó aquel otoño mientras pensaba en los milagros subterráneos de los que habló Sinclair. Justo entonces el otro preguntó ¿Qué fue lo que pasó al final con la pendeja che? Y Abel prendió un Gauloise y lo apoyó temblando en la Pentax. No se dio cuenta dónde lo apoyaba porque la sola invocación de Bénédicte Trassiorf lo volvió a enamorar de la madre de Cristo, irrazonablemente. “Es una criatura” dijo con timidez: “Quise hacer algo pero no se puede. Me va a llamar para venir de nuevo. Si es que llama, no sé”. Ray no hizo comentarios. “Che ¿y vos por qué no empezás con alguna escultura y te largás del todo” dije para embalarlo: “Material se consigue”. “Voy a ver” dijo Ray. Y fue en ese momento que se olió el agujero que hizo el Gauloise de Abel en la Pentax del otro. “Puta que lo parió. Perdoná” dijo Abel: “Te la quemé apenitas”. Y aplasté el cigarrillo y me puse a frotar el brillo chamuscado del cuero de la Pentax. Ray muequeó sin hablar. Pero cuando crucé desconcertadamente la puerta de la pieza me murmuró en la espalda: “Estoy acostumbrándome”.
ME DORMÍ molestado. La cama de matrimonio tenía como una especie de colchón a dos aguas que hacía que el Cordobés se me cayera encima a cada rato. Tuve que pasarme toda la noche pegándole furiosas patadas espasmódicas para hacerlo rodar hacia su lado: él era más cobarde dormido que despierto, y ni las retrucaba. Abel durmió hasta tarde, amparado por la seguridad de que no podía haber carta los domingos. Se despertó a las doce y estuvieron mateando con el Cosmósfero apaciblemente, y el mosquetero habló sobre el jazz patafísico de Boris Vian sin acordarse para nada de la noche anterior. Después cayó el Papito con el escobillón y el balde, aunque muy excitado como para limpiar en serio: lo que hizo fue esconder el reguero de puchos abajo de las camas mientras contaba que una de las muchachas de la chambre 14 le ofreció fornicar por 25 francos siempre que no le besara la cara. Eso me descompuso. Nadie me vio volver a reprimir la náusea menos mi madre, que en la foto agrietada dejó de sonreír casi completamente.
Cuando el Papito terminó de barrer entró Ray a la pieza: estaba en calzoncillos y encajó la melena color zanahoria bajo el chorro feroz de la canilla. Entonces se peinó meticulosamente y se acercó al Papito para hacerle cosquillas con nerviosa ternura, como todos los días. El Cordobés salió a buscar envases vacíos de chucrut para fabricar bombos importados de Salta, y Ray y Abel bajaron a celebrar el domingo a la rue de la Huchette. No encontraron el circo callejero ni demasiados jipis acampando en la fuente de la place Saint-Michel. Ya era un invierno crudo, y optaron por meterse en un restaurant tunecino donde empezaron pidiendo bricks a l’oeuf hasta desembocar en un cous-cous orgiástico mientras se tomaban un litro y medio de vino imaginando viajes a Bahía o al Sertón o a Recife para cuando volvieran de París.
A las tres de la tarde salimos a caminar un rato por los quais. Ray se arreglaba bien con el impresionante sobretodo azabache que le prestó Pedrito, pero Abel no encontró quién pudiera coserle consistentemente los botones del gamoulan: tenía que caminar con las manos plegadas para frenar el viento. Aquella tarde Ray no planteó la batalla amistosa que nos trenzaba alrededor de temas tan insignificantes como el de la pureza humana. Yo compré un Alka-Seltzer por las dudas en el drugstore de Odéon, y después remontamos la rue Monsieur-le-Prince bajo la oscuridad de las 16:30. Ray me prestó la cama para sestear tranquilo mientras en la otra pieza el Cordobés lijaba los cilindros de chucrut y empapaba unos cueros flatulentos que compraba en la Porte de la Villette. Al terminar la siesta me encontré con Colette y Pedrito abrazados sobre la cama grande. Yo la saludé apenas, pero ella me alcanzó delicadamente los libros de Prévert y de Vian que me había prometido cuando visitábamos juntos los museos menos de un mes atrás. Pedrito armó de apuro el último petardo.
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