TRIGESIMOQUINTA ENTREGA
APÉNDICE II
(SOBRE LA REBELIÓN DE LAS MASAS) (1)
Hubiera preferido no hablar ante ningún público en este mi breve viaje a Inglaterra. Hubiera preferido que mi viaje fuera taciturno. Pues me interesa hacer constar que es, aunque parezca extraño, mi primer viaje a este país. Las causas de este sorprendente retraso no son para enunciarlas aquí y ahora. Sólo diré que un primer viaje a Inglaterra pertenecía al repertorio de insospechadas virginidades que me había reservado para justificar ante mí mismo la prolongación de mi existencia, pues siendo toda virginidad algo cuyo sentido está en que sea en alguna hora perdida viene a significar como una promesa de futuro.
Pero es el caso que la Canning House ha insistido para que hable a ustedes informalmente durante un rato y aunque he procurado defenderme de tal proposición, he concluido por rendirme a ella a fin de que el señor Livermore no quede descontento de mí. Desgraciadamente para los efectos de éste, yo he sido estos días una pieza en la magnífica pero inexorable máquina del festival con que la Universidad de Glasgow ha celebrado su quinto centenario. Durante ellos no he tenido un solo minuto para recogerme un poco y premeditar debidamente esta conferencia. He tenido que andar vestido con los vivos colores de los atuendos universitarios que hacían de mí un pájaro de las Islas, he tenido que oír infinitos discursos, afrontar incontables conversaciones, por todo lo cual llego a ustedes exhausto y vacío. No esperen pues, nada valioso de esta mi peroración. Voy simplemente a hablar un poco sobre un libro mío que ha tenido no sé si la fortuna o la malavenencia de interesar a los lectores de habla inglesa. Lo único singular del caso es que por primera vez en mi vida hablo sobre ese tan conocido libro. Otra virginidad que voy a perder en esta exigente isla.
Como muchos de los que me escuchan aunque estudian el español no lo oyen cómodamente, haré el esfuerzo de decir mi decir pausadamente, separando una palabra de otra. Los hispano-americanos aquí presentes me perdonarán las fatigas que esto supone. En cuanto a los españoles están hartos de oírme, de manera que bien pueden aguantarse, con un ligero sacrificio a cuenta de la propaganda. Claro que esto quita el tempo y la melodía de elocución.
Debo hacer constar que el tema para esta conversación en monólogo me fue prescrito, bien que amablemente, por el señor Livermore. Se quería que hablase sobre la actual situación del problema que hace un cuarto de siglo denominé “La rebelión de las masas”. Voy a hacerlo de manera muy sobria porque el tema -a saber, qué pasa con las masas hoy en comparación con lo que yo creí entrever hace más de veinte años- reclamaría, para ser fecundamente tratado, muy amplios desarrollos.
Una última advertencia preliminar que necesito expresamente hacer. Noten que se me ha invitado a hablar de lo que hoy -tal y cómo están las cosas- tendría que decir sobre mi viejo libro- por tanto, que quedo forzado a hablar de algo que es mío y de mí. Bien sé que los usos ingleses vedan el que alguien hable o escriba de sí mismo. Prefieren la anonimidad. Sobre el asunto tendría bastante que decir pero esto me obligaría a hacer algo aun más importante que hablar de mí mismo, a saber: tendría que hablar de los ingleses y hablar a fondo, cosa que -me atrevo a insinuar- tal vez no se ha hecho nunca. El hombre inglés, el modo de ser hombre que en esta isla se ha producido y que es una de las más extraordinarias y extrañas figuras de la humanidad occidental, está aun completamente por esclarecer y por intentar su explicación, si es que esta es asequible.
Comencemos, pues, por mi libro y por mí. Ya verán cómo, al hacerlo, me las arreglo para distanciarme de mí, para convertirme en objeto, en un hecho que ha pasado ahí afuera, en la gran anchura del mundo, y que voy a referirme a mi persona como podría referirme a una jirafa o a un ornitorrinco.
Mi libro La rebelión de las masas comenzó a publicarse en 1927, pero buena parte de sus ideas están ya anticipadas en otro anterior, aparecido en 1921 bajo el título España invertebrada. Se trata, pues, de ideas, de entrevisiones que tratan de treinta años. Se trata, por tanto, de ideas ya muy viejas y lo que me sorprende es que el volumen aquel siga hoy leyéndose más que nunca. Traducido en las más diversas lenguas, creo que a estas fechas se ha vendido de él más de un medio millón de ejemplares. Ahora bien, esto no me enorgullece nada. Al contrario, el favor que este volumen ha encontrado en todo el mundo, créanme, significa para mí una objeción contra el mundo, pues revela que en aquellos años nadie supo ver mejor que yo y en obra más madura y perfecta lo que empezaba a pasar. Porque acontece que mi volumen titulado La rebelión de las masas no tuvo nunca, por mi parte, la pretensión de ser un libro ilustre. Más aun no tuvo nunca ni siquiera la pretensión de ser un libro. Es simplemente una serie de artículos publicados en un periódico popular, de gran circulación, El Sol. Estos artículos, que hoy son sus capítulos, han sido redactados al galope -urgencia motivada porque tenían que ir inmediatamente a la imprenta, a veces cuartilla tras cuartilla para aparecer al día siguiente. Esa urgencia, a su vez, tenía una causa poco frecuente en la vida de los intelectuales ingleses: la necesidad de cobrar inmediatamente los escasos metales preciosos que por el artículo me pagaban, con los cuales yo tenía que alimentar a algunos descendientes que había contribuido a poner sobre la costra del planeta. Tal vez piense yo que el intelectual, al menos el intelectual cuya vocación es tener visiones, crear ideas, no debe ser tratado con mimos. Su misión reclama acaso sufrir la áspera presión de su medio, tener que reobrar contra él, luchar con él. Puede que más adelante tenga ocasión de mostrar cómo en la esa forma surgió la primera gran manifestación de la intelectualidad propiamente tal que ha habido en la historia, allá en Grecia, veintiséis siglos hace.
Sin duda hay que proteger las ciencias y las letras porque la producción científica y literaria es y tiene que ser, en gran parte, obra no de la inteligencia creadora sino de una continuada y cotidiana laboriosidad. Mas la inteligencia propiamente tal no puede convertirse en un oficio, en una profesión. La inteligencia, por su naturaleza misma, ni es un trabajo ni puede ser una magistratura. Consiste en súbitas, instantáneas visiones y entrevisiones que nadie sabe cuándo ni si van a producirse. La gracia mayor de la inteligencia, que es a la vez condición de su ejercicio, es que no está nunca segura de sí misma. El hombre inteligente precisamente porque es inteligente, no sabe nunca si en el momento inmediato va a ser inteligente. El cree que con seguridad en la permanencia de su perspicacia es precisamente el tonto. El inteligente camina teniendo siempre a la vista las posibles tonterías que se le pueden ocurrir y por eso las evita.
Si de alguien puede decirse que fue de verdad inteligente, es del gran Descartes. Pues bien, él nos dice que si había llegado a tan inteligentes resultados en matemática y en filosofía fue porque había dedicado muy pocas semanas al año a pensar en cuestiones matemáticas y muy pocas horas a pensar en filosofía. Está esto -que no ha sido suficientemente subrayado- en relación con su idea de la bona mens, de la inteligencia que sólo da sus verdaderos rendimientos en instantáneas advertencias, en subitáneas fulguraciones. Por eso, señores, digo que la inteligencia no puede ser una magistratura, ni se puede burocratizar, que es inoperante quererla proteger y que ya ella por sí, sostenida por la más venturosa y radical vocación que puede darse, procura entre las asperezas y dificultades de la vida, independiente, libre de todo -incluso libre de protección- recibir las siempre inesperadas revelaciones.
La autoridad que mi libro, sin pretenderlo yo, ha ganado en el mundo se debe a que en él se hacían algunas graves profecías que a estas horas, desgraciadamente, se han cumplido.
Las gentes han sentido siempre una admiración en que se mezcla el respeto con la desazón, hacia esos hombres extraños que preveían el futuro. Porque el futuro es la región del tiempo donde los hombres, en realidad, vivimos. La vida, no se olvide, es una faena que se hace hacia adelante. Lo que nos importa e inquieta es lo que pueda pasar en el momento que va a venir, el inmediato o el remoto. El hombre está en todo instante proyectado sobre ese pavoroso vacío que es el porvenir. Ahora bien, digo que el futuro, el porvenir es algo vacío ante nosotros porque es la dimensión matemática de nuestra vida. No sabemos nunca lo que va a traernos, lo que nos va a pasar. Es lo esencialmente inseguro.
APÉNDICE II
(SOBRE LA REBELIÓN DE LAS MASAS) (1)
Hubiera preferido no hablar ante ningún público en este mi breve viaje a Inglaterra. Hubiera preferido que mi viaje fuera taciturno. Pues me interesa hacer constar que es, aunque parezca extraño, mi primer viaje a este país. Las causas de este sorprendente retraso no son para enunciarlas aquí y ahora. Sólo diré que un primer viaje a Inglaterra pertenecía al repertorio de insospechadas virginidades que me había reservado para justificar ante mí mismo la prolongación de mi existencia, pues siendo toda virginidad algo cuyo sentido está en que sea en alguna hora perdida viene a significar como una promesa de futuro.
Pero es el caso que la Canning House ha insistido para que hable a ustedes informalmente durante un rato y aunque he procurado defenderme de tal proposición, he concluido por rendirme a ella a fin de que el señor Livermore no quede descontento de mí. Desgraciadamente para los efectos de éste, yo he sido estos días una pieza en la magnífica pero inexorable máquina del festival con que la Universidad de Glasgow ha celebrado su quinto centenario. Durante ellos no he tenido un solo minuto para recogerme un poco y premeditar debidamente esta conferencia. He tenido que andar vestido con los vivos colores de los atuendos universitarios que hacían de mí un pájaro de las Islas, he tenido que oír infinitos discursos, afrontar incontables conversaciones, por todo lo cual llego a ustedes exhausto y vacío. No esperen pues, nada valioso de esta mi peroración. Voy simplemente a hablar un poco sobre un libro mío que ha tenido no sé si la fortuna o la malavenencia de interesar a los lectores de habla inglesa. Lo único singular del caso es que por primera vez en mi vida hablo sobre ese tan conocido libro. Otra virginidad que voy a perder en esta exigente isla.
Como muchos de los que me escuchan aunque estudian el español no lo oyen cómodamente, haré el esfuerzo de decir mi decir pausadamente, separando una palabra de otra. Los hispano-americanos aquí presentes me perdonarán las fatigas que esto supone. En cuanto a los españoles están hartos de oírme, de manera que bien pueden aguantarse, con un ligero sacrificio a cuenta de la propaganda. Claro que esto quita el tempo y la melodía de elocución.
Debo hacer constar que el tema para esta conversación en monólogo me fue prescrito, bien que amablemente, por el señor Livermore. Se quería que hablase sobre la actual situación del problema que hace un cuarto de siglo denominé “La rebelión de las masas”. Voy a hacerlo de manera muy sobria porque el tema -a saber, qué pasa con las masas hoy en comparación con lo que yo creí entrever hace más de veinte años- reclamaría, para ser fecundamente tratado, muy amplios desarrollos.
Una última advertencia preliminar que necesito expresamente hacer. Noten que se me ha invitado a hablar de lo que hoy -tal y cómo están las cosas- tendría que decir sobre mi viejo libro- por tanto, que quedo forzado a hablar de algo que es mío y de mí. Bien sé que los usos ingleses vedan el que alguien hable o escriba de sí mismo. Prefieren la anonimidad. Sobre el asunto tendría bastante que decir pero esto me obligaría a hacer algo aun más importante que hablar de mí mismo, a saber: tendría que hablar de los ingleses y hablar a fondo, cosa que -me atrevo a insinuar- tal vez no se ha hecho nunca. El hombre inglés, el modo de ser hombre que en esta isla se ha producido y que es una de las más extraordinarias y extrañas figuras de la humanidad occidental, está aun completamente por esclarecer y por intentar su explicación, si es que esta es asequible.
Comencemos, pues, por mi libro y por mí. Ya verán cómo, al hacerlo, me las arreglo para distanciarme de mí, para convertirme en objeto, en un hecho que ha pasado ahí afuera, en la gran anchura del mundo, y que voy a referirme a mi persona como podría referirme a una jirafa o a un ornitorrinco.
Mi libro La rebelión de las masas comenzó a publicarse en 1927, pero buena parte de sus ideas están ya anticipadas en otro anterior, aparecido en 1921 bajo el título España invertebrada. Se trata, pues, de ideas, de entrevisiones que tratan de treinta años. Se trata, por tanto, de ideas ya muy viejas y lo que me sorprende es que el volumen aquel siga hoy leyéndose más que nunca. Traducido en las más diversas lenguas, creo que a estas fechas se ha vendido de él más de un medio millón de ejemplares. Ahora bien, esto no me enorgullece nada. Al contrario, el favor que este volumen ha encontrado en todo el mundo, créanme, significa para mí una objeción contra el mundo, pues revela que en aquellos años nadie supo ver mejor que yo y en obra más madura y perfecta lo que empezaba a pasar. Porque acontece que mi volumen titulado La rebelión de las masas no tuvo nunca, por mi parte, la pretensión de ser un libro ilustre. Más aun no tuvo nunca ni siquiera la pretensión de ser un libro. Es simplemente una serie de artículos publicados en un periódico popular, de gran circulación, El Sol. Estos artículos, que hoy son sus capítulos, han sido redactados al galope -urgencia motivada porque tenían que ir inmediatamente a la imprenta, a veces cuartilla tras cuartilla para aparecer al día siguiente. Esa urgencia, a su vez, tenía una causa poco frecuente en la vida de los intelectuales ingleses: la necesidad de cobrar inmediatamente los escasos metales preciosos que por el artículo me pagaban, con los cuales yo tenía que alimentar a algunos descendientes que había contribuido a poner sobre la costra del planeta. Tal vez piense yo que el intelectual, al menos el intelectual cuya vocación es tener visiones, crear ideas, no debe ser tratado con mimos. Su misión reclama acaso sufrir la áspera presión de su medio, tener que reobrar contra él, luchar con él. Puede que más adelante tenga ocasión de mostrar cómo en la esa forma surgió la primera gran manifestación de la intelectualidad propiamente tal que ha habido en la historia, allá en Grecia, veintiséis siglos hace.
Sin duda hay que proteger las ciencias y las letras porque la producción científica y literaria es y tiene que ser, en gran parte, obra no de la inteligencia creadora sino de una continuada y cotidiana laboriosidad. Mas la inteligencia propiamente tal no puede convertirse en un oficio, en una profesión. La inteligencia, por su naturaleza misma, ni es un trabajo ni puede ser una magistratura. Consiste en súbitas, instantáneas visiones y entrevisiones que nadie sabe cuándo ni si van a producirse. La gracia mayor de la inteligencia, que es a la vez condición de su ejercicio, es que no está nunca segura de sí misma. El hombre inteligente precisamente porque es inteligente, no sabe nunca si en el momento inmediato va a ser inteligente. El cree que con seguridad en la permanencia de su perspicacia es precisamente el tonto. El inteligente camina teniendo siempre a la vista las posibles tonterías que se le pueden ocurrir y por eso las evita.
Si de alguien puede decirse que fue de verdad inteligente, es del gran Descartes. Pues bien, él nos dice que si había llegado a tan inteligentes resultados en matemática y en filosofía fue porque había dedicado muy pocas semanas al año a pensar en cuestiones matemáticas y muy pocas horas a pensar en filosofía. Está esto -que no ha sido suficientemente subrayado- en relación con su idea de la bona mens, de la inteligencia que sólo da sus verdaderos rendimientos en instantáneas advertencias, en subitáneas fulguraciones. Por eso, señores, digo que la inteligencia no puede ser una magistratura, ni se puede burocratizar, que es inoperante quererla proteger y que ya ella por sí, sostenida por la más venturosa y radical vocación que puede darse, procura entre las asperezas y dificultades de la vida, independiente, libre de todo -incluso libre de protección- recibir las siempre inesperadas revelaciones.
La autoridad que mi libro, sin pretenderlo yo, ha ganado en el mundo se debe a que en él se hacían algunas graves profecías que a estas horas, desgraciadamente, se han cumplido.
Las gentes han sentido siempre una admiración en que se mezcla el respeto con la desazón, hacia esos hombres extraños que preveían el futuro. Porque el futuro es la región del tiempo donde los hombres, en realidad, vivimos. La vida, no se olvide, es una faena que se hace hacia adelante. Lo que nos importa e inquieta es lo que pueda pasar en el momento que va a venir, el inmediato o el remoto. El hombre está en todo instante proyectado sobre ese pavoroso vacío que es el porvenir. Ahora bien, digo que el futuro, el porvenir es algo vacío ante nosotros porque es la dimensión matemática de nuestra vida. No sabemos nunca lo que va a traernos, lo que nos va a pasar. Es lo esencialmente inseguro.
Pues bien. Se comprende que las gentes quisieran prever el futuro y se comprende que al ser incapaces de ello, se interesen por todo lo que aparece como profecía, pronóstico y vaticinio. A esto se debe la atención que a mi libro se presta hoy. Pero aquí tiene una vez más comprobación la inutilidad de los profetas. Con la claridad de mediodía que gozaron las mentes griegas, ya en esquilo hacen decir a la primera profetisa, a Casandra que profetizar es la operación más vana de todas porque una de dos: si el profetizar un mal futuro sirviese los hombres lo evitarían y la profecía quedando incumplida, no sería profecía, pero si se cumplía quiere decirse que no había servido de nada prever el fiero porvenir. Por eso Apolo otorgó a Casandra el don de ver el futuro con una condición: la de que nadie le hiciese caso.
Por lo demás, el que yo hace treinta años pudiera vislumbrar lo que iba a acontecer en los siguientes, no tiene nada de particular.
Ha sido normal el que la historia fuese prevista. La historia humana, a pesar de la constante intervención del azar, es algo así como una melodía y quien sabe recibir en sí con intensidad y pureza el trozo de ella que hasta una fecha ha sonado, siente dentro de sí brotar el resto de la melodía que suena hacia el futuro. Sólo es preciso para ello tener absolutamente libres las raíces de su ser; mas como los pueblos que son grandes en determinada actualidad están demasiado prisioneros del presente, demasiado ocupados con los negocios y conflictos del presente. Es insólito que en ellos haya hombres radicalmente liberados y suficientemente abiertos a esas etéreas visiones del porvenir. Por eso las profecías con más frecuentes en pueblos periféricos que fueron grandes y dejaron de serlo, que tienen a su espalda todas las experiencias, que las han visto ya de todos colores, que están depurados al fuego de las dichas y las desdichas. Ahora bien, no se olvide que los portugueses y españoles somos los viejos chinos de Occidente. Sobre todo los españoles tenemos la ventaja de ser el primer pueblo que mandó en Occidente, como Inglaterra ha sido el último, y quien es perspicaz descubre siempre en un hombre individual que ante él se presenta si pertenece a un pueblo que alguna vez mandó. Ese es el caso del español.
Quiero decir con todo esto que mis profecías no son obra personal mía, es mi viejísima raza quien en mí la suscitó. Yo no puse en ello sino un poco de atención -que es lo que no suelen poner en nada mis queridos compatriotas.
Dos grandes pronósticos había en mi casi libro. Uno anunciaba que las masas, no sólo ni siquiera principalmente las masas obreras, iban a proclamar su independencia frente a las minorías que hasta entonces las habían dirigido e iban a imponer en todos los órdenes su predominio. Pero mi libro tenía una segunda parte que en las ediciones inglesas no queda suficientemente destacada por su título. Ese título decía: “¿Quién manda en el mundo?”. Porque es preciso que en el mundo mande siempre alguien. Decir la razón de que esto sea ineludible nos llevaría un poco lejos pero puede resumirse así: llamar a la convivencia de hombres una sociedad -sea esta lo que fuere- suele ocultarnos la verdadera realidad, a saber: que no existe ninguna colectividad o convivencia humana que sea propiamente una sociedad. La idea recibida por nosotros de Aristóteles según la cual el hombre es por naturaleza social, al no expresar sino un lado de la verdad que deja encubierto el otro, es una idea falsísima. Pues la verdad es que en toda convivencia humana hay, claro está, fuerzas y tendencias de socialidad -de otro modo los hombres vivirían dispersos- pero junto a ellas existen siempre fuerzas y tendencias de disociación, disociales o antisociales. El criminal no es sino el caso más grueso y menos importante de ello. Toda sociedad es, pues, a la vez, di-sociedad; o enunciado de otro modo toda sociedad humana es, en cuanto pretensión de ser sociedad, un fracaso, esto es, una realidad enferma. De aquí que a las fuerzas y tendencias disociativas tenga que oponer la convivencia o colectividad una artificialmente organizada que es el poder público, en suma, el Estado. Es una ingenuidad de los anarquistas creer que es posible prescindir del Estado o poder público pero es también una beatería, un utopismo de los juristas creer que el Estado es, por sí, algo bueno y sano. En modo alguno: la existencia e ineludibilidad del Estado procede de que la sociedad está, más o menos, siempre enferma y necesita terapéuticamente regularse mediante un poder público que reprime e impide el triunfo de las fuerzas disociales. El Estado es un aparato ortopédico que la colectividad se pone a sí misma para poder subsistir. Ahora bien, un aparato ortopédico es ya, por sí y sin más, un mal y por perfecto que sea es siempre deficiente. Mas creado para evitar las luchas dentro de la sociedad, para imponer orden, trae consigo que cada grupo social aspire a hacerse dueño del poder público, es decir, del Estado, con lo cual engendra nuevas luchas. La lucha para adueñarse del poder público es lo que, con una vaguísima palabra que casi nadie sabe lo que, en rigor, significa, se llama Política. De donde resulta que siendo el Estado síntoma de una inevitable y constitutiva enfermedad en el cuerpo social, la Política es otra enfermedad que a las primarias se añade. Los pensadores, con una frivolidad increíble, se han ocupado en definir lo que sería la buena Política frente a la mala pero, que yo sepa, ninguno hasta ahora se ha puesto a pensar -por derecho y sin escape- sobre qué es la Política en sí misma, tanto la buena como la mala. De haberlo hecho habrían reparado en que, siendo algo conexo con la enfermedad permanente de toda Sociedad, no es posible que haya una política buena y sólo cabe una política menos mala. Esta es la constante experiencia humana, y no se comprende cómo los pensadores no han sabido formular esa experiencia tantas veces milenaria.
Pues bien, esto nos hace ver -aun enunciado tan brevemente- que en toda sociedad tiene alguien que mandar; y como siempre un mayor o menor número de sociedades han convivido formando una sociedad, más tenue pero más amplia, que era en cada fecha un “mundo”, siempre ha sido preciso que alguien mande en el mundo (2).
Notas
(1) En junio de 1951 y con ocasión de su estancia en Inglaterra, para recibir la vestidura de Doctor en la Universidad de Glasgow, fue instado Ortega por el Hispanic-Luso-Council de Londres a dar una conferencia sobre su libro La rebelión de las masas. El texto -inédito- que reproduzco procede del manuscrito preparatorio de su intervención.
(2) El resto del manuscrito sólo contiene apuntes y frases sueltas como guión que Ortega desarrollaría oralmente. Pero su argumento parece consistir, esencialmente y en cuanto a ello resulta inequívoco, en lo siguiente: Ya en 1920 creía ver Ortega que, aun cuando Europa todavía mandaba en el mundo, sólo quedaba de ese mando la perduración inercial. -En cada país, las masas de todo orden, se disponen a asaltar el Poder y hacerse dueñas del Estado. -En todo tiempo ha habido masas, pero su papel normal ha sido el seguir las sugestiones de determinadas minorías. -Para las minorías la vida consiste en obligaciones. Han de exigirse mucho a sí mismas. Su misión es crear. -Pero lo creado se va extendiendo, convirtiéndose en algo mecánico, que se hereda y recibe. Incluso la cultura se mecaniza y convierte en “uso”, en tópico o lugar común. Esa recepción mecánica hace que las masas crean que son como las minorías, que no tiene por qué obedecer y que pueden suplantar a aquellas. -El demos se inclina a la tiranía. Las masas arrollan cuanto se les opone. Y no tienen otra corrección que la que imponen las “catástrofes”. -Ortega las anunciaba, luego se han cumplido y siguen aconteciendo. -Pero llegará el cansancio de las masas, y la pérdida de la fe en sí mismas. -Otra rebelión semejante ocurre entre las sociedades. Se insubordinan los pueblos que antes aceptaban ser dirigidos. -El final de la conferencia se refiere a el caso de Inglaterra, a los cambios que ha experimentado y concluye con una interrogante favorable sobre el porvenir de la “Isla de las sutilezas”.
Por lo demás, el que yo hace treinta años pudiera vislumbrar lo que iba a acontecer en los siguientes, no tiene nada de particular.
Ha sido normal el que la historia fuese prevista. La historia humana, a pesar de la constante intervención del azar, es algo así como una melodía y quien sabe recibir en sí con intensidad y pureza el trozo de ella que hasta una fecha ha sonado, siente dentro de sí brotar el resto de la melodía que suena hacia el futuro. Sólo es preciso para ello tener absolutamente libres las raíces de su ser; mas como los pueblos que son grandes en determinada actualidad están demasiado prisioneros del presente, demasiado ocupados con los negocios y conflictos del presente. Es insólito que en ellos haya hombres radicalmente liberados y suficientemente abiertos a esas etéreas visiones del porvenir. Por eso las profecías con más frecuentes en pueblos periféricos que fueron grandes y dejaron de serlo, que tienen a su espalda todas las experiencias, que las han visto ya de todos colores, que están depurados al fuego de las dichas y las desdichas. Ahora bien, no se olvide que los portugueses y españoles somos los viejos chinos de Occidente. Sobre todo los españoles tenemos la ventaja de ser el primer pueblo que mandó en Occidente, como Inglaterra ha sido el último, y quien es perspicaz descubre siempre en un hombre individual que ante él se presenta si pertenece a un pueblo que alguna vez mandó. Ese es el caso del español.
Quiero decir con todo esto que mis profecías no son obra personal mía, es mi viejísima raza quien en mí la suscitó. Yo no puse en ello sino un poco de atención -que es lo que no suelen poner en nada mis queridos compatriotas.
Dos grandes pronósticos había en mi casi libro. Uno anunciaba que las masas, no sólo ni siquiera principalmente las masas obreras, iban a proclamar su independencia frente a las minorías que hasta entonces las habían dirigido e iban a imponer en todos los órdenes su predominio. Pero mi libro tenía una segunda parte que en las ediciones inglesas no queda suficientemente destacada por su título. Ese título decía: “¿Quién manda en el mundo?”. Porque es preciso que en el mundo mande siempre alguien. Decir la razón de que esto sea ineludible nos llevaría un poco lejos pero puede resumirse así: llamar a la convivencia de hombres una sociedad -sea esta lo que fuere- suele ocultarnos la verdadera realidad, a saber: que no existe ninguna colectividad o convivencia humana que sea propiamente una sociedad. La idea recibida por nosotros de Aristóteles según la cual el hombre es por naturaleza social, al no expresar sino un lado de la verdad que deja encubierto el otro, es una idea falsísima. Pues la verdad es que en toda convivencia humana hay, claro está, fuerzas y tendencias de socialidad -de otro modo los hombres vivirían dispersos- pero junto a ellas existen siempre fuerzas y tendencias de disociación, disociales o antisociales. El criminal no es sino el caso más grueso y menos importante de ello. Toda sociedad es, pues, a la vez, di-sociedad; o enunciado de otro modo toda sociedad humana es, en cuanto pretensión de ser sociedad, un fracaso, esto es, una realidad enferma. De aquí que a las fuerzas y tendencias disociativas tenga que oponer la convivencia o colectividad una artificialmente organizada que es el poder público, en suma, el Estado. Es una ingenuidad de los anarquistas creer que es posible prescindir del Estado o poder público pero es también una beatería, un utopismo de los juristas creer que el Estado es, por sí, algo bueno y sano. En modo alguno: la existencia e ineludibilidad del Estado procede de que la sociedad está, más o menos, siempre enferma y necesita terapéuticamente regularse mediante un poder público que reprime e impide el triunfo de las fuerzas disociales. El Estado es un aparato ortopédico que la colectividad se pone a sí misma para poder subsistir. Ahora bien, un aparato ortopédico es ya, por sí y sin más, un mal y por perfecto que sea es siempre deficiente. Mas creado para evitar las luchas dentro de la sociedad, para imponer orden, trae consigo que cada grupo social aspire a hacerse dueño del poder público, es decir, del Estado, con lo cual engendra nuevas luchas. La lucha para adueñarse del poder público es lo que, con una vaguísima palabra que casi nadie sabe lo que, en rigor, significa, se llama Política. De donde resulta que siendo el Estado síntoma de una inevitable y constitutiva enfermedad en el cuerpo social, la Política es otra enfermedad que a las primarias se añade. Los pensadores, con una frivolidad increíble, se han ocupado en definir lo que sería la buena Política frente a la mala pero, que yo sepa, ninguno hasta ahora se ha puesto a pensar -por derecho y sin escape- sobre qué es la Política en sí misma, tanto la buena como la mala. De haberlo hecho habrían reparado en que, siendo algo conexo con la enfermedad permanente de toda Sociedad, no es posible que haya una política buena y sólo cabe una política menos mala. Esta es la constante experiencia humana, y no se comprende cómo los pensadores no han sabido formular esa experiencia tantas veces milenaria.
Pues bien, esto nos hace ver -aun enunciado tan brevemente- que en toda sociedad tiene alguien que mandar; y como siempre un mayor o menor número de sociedades han convivido formando una sociedad, más tenue pero más amplia, que era en cada fecha un “mundo”, siempre ha sido preciso que alguien mande en el mundo (2).
Notas
(1) En junio de 1951 y con ocasión de su estancia en Inglaterra, para recibir la vestidura de Doctor en la Universidad de Glasgow, fue instado Ortega por el Hispanic-Luso-Council de Londres a dar una conferencia sobre su libro La rebelión de las masas. El texto -inédito- que reproduzco procede del manuscrito preparatorio de su intervención.
(2) El resto del manuscrito sólo contiene apuntes y frases sueltas como guión que Ortega desarrollaría oralmente. Pero su argumento parece consistir, esencialmente y en cuanto a ello resulta inequívoco, en lo siguiente: Ya en 1920 creía ver Ortega que, aun cuando Europa todavía mandaba en el mundo, sólo quedaba de ese mando la perduración inercial. -En cada país, las masas de todo orden, se disponen a asaltar el Poder y hacerse dueñas del Estado. -En todo tiempo ha habido masas, pero su papel normal ha sido el seguir las sugestiones de determinadas minorías. -Para las minorías la vida consiste en obligaciones. Han de exigirse mucho a sí mismas. Su misión es crear. -Pero lo creado se va extendiendo, convirtiéndose en algo mecánico, que se hereda y recibe. Incluso la cultura se mecaniza y convierte en “uso”, en tópico o lugar común. Esa recepción mecánica hace que las masas crean que son como las minorías, que no tiene por qué obedecer y que pueden suplantar a aquellas. -El demos se inclina a la tiranía. Las masas arrollan cuanto se les opone. Y no tienen otra corrección que la que imponen las “catástrofes”. -Ortega las anunciaba, luego se han cumplido y siguen aconteciendo. -Pero llegará el cansancio de las masas, y la pérdida de la fe en sí mismas. -Otra rebelión semejante ocurre entre las sociedades. Se insubordinan los pueblos que antes aceptaban ser dirigidos. -El final de la conferencia se refiere a el caso de Inglaterra, a los cambios que ha experimentado y concluye con una interrogante favorable sobre el porvenir de la “Isla de las sutilezas”.
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