TRIGESIMOPRIMERA ENTREGA
JUVENTUD / I
Las variaciones históricas no proceden nunca de causas externas al organismo humano, al menos dentro de un mismo período zoológico. Si ha habido catástrofes telúricas -diluvios, sumersión de continentes, cambios súbitos y extremos de clima-, como en los mitos más arcaicos parece recordarse confusamente, el efecto por ellas producido trascendió los límites de lo histórico y trastornó la especie como tal. Lo más probable es que el hombre no ha asistido nunca a semejantes catástrofes. La existencia ha sido, por lo visto, siempre muy cotidiana. Los cambios más violentos que nuestra especie ha conocido, los períodos glaciales, no tuvieron carácter de gran espectáculo. Basta que durante algún tiempo la temperatura media del año descienda cinco o seis grados para que la glacialización se produzca. En definitiva, que los veranos son un poco más frescos. La lentitud y suavidad de este proceso da tiempo a que el organismo reaccione, y esta reacción desde dentro del organismo al cambio físico del contorno, es la verdadera variación histórica. Conviene abandonar la idea de que el medio, mecánicamente, modele la vida; por tanto, que la vida sea un proceso de fuera a dentro. Las modificaciones externas actúan sólo como excitantes de modificaciones intraorgánicas; son, más bien, preguntas a que el ser vivo responde con un amplio margen de originalidad imprevisible. Cada especie, y aun cada variedad, y aun cada individuo, aprontará una respuesta más o menos diferente, nunca idéntica. Vivir, en suma, es una operación que se hace de dentro a fuera, y por eso las causas o principios de sus variaciones hay que buscarlos en el interior del organismo.
Pensando así, habría de parecerme sobremanera verosímil que en los más profundos y amplios fenómenos históricos aparezca, más o menos claro, el decisivo influjo de las diferencias biológicas más elementales. La vida es masculina o femenina, es joven o es vieja. ¿Cómo se puede pensar que estos módulos elementalísimos y divergentes de la vitalidad no sean gigantescos poderes plásticos de la historia? Fue, a mi juicio, uno de los descubrimientos sociológicos más importantes el que se hizo, va para treinta años, cuando se advirtió que la organización social más primitiva no es sino la impronta en la masa colectiva de esas grandes categorías vitales: sexos y edades. La estructura más primitiva de la sociedad se reduce a dividir los individuos que la integran en hombres y mujeres, y cada una de estas clases sexuales (1) en niños, jóvenes y viejos, en clases de edad. Las formas biológicas mismas fueron, por decirlo así, las primeras instituciones.
Masculinidad y feminidad, juventud y senectud, son dos parejas de potencias antagónicas. Cada una de esas potencias significa la movilización de la vida toda en un sentido divergente del que lleva su contraria. Vienen a ser como estilos diversos del vivir. Y como todos coexisten en cualquier instante de la historia, se produce entre ellos una colisión, un forcejeo, en que intenta cada cual arrastrar en su sentido, íntegra, la existencia humana. Para comprender bien una época es preciso determinar la ecuación dinámica que en ella dan esas cuatro potencias, y preguntarse: ¿Quién puede más? ¿Los jóvenes o los viejos, es decir, los hombres maduros? ¿Lo varonil o lo femenino? Es sobremanera interesante perseguir en los siglos los desplazamientos del poder hacia una u otra de esas potencias. Entonces se advierte lo que de antemano debía presumirse: que, siendo rítmica toda vida, lo es también la histórica, y que los ritmos fundamentales son precisamente los biológicos; es decir, que hay épocas en que predomina lo masculino y otras señoreadas por los instintos de la feminidad, que hay tiempos de jóvenes y tiempos de viejos.
En el ser humano la vida se duplica porque al intervenir la conciencia la vida primaria se refleja en ella: es interpretada por ella en forma de idea, imagen, sentimiento. Y como la historia es, ante todo, historia de la mente, del alma, lo interesante será describir la proyección en la conciencia de esos predominios rítmicos. La lucha misteriosa que mantienen en las secretas oficinas del organismo la juventud y la senectud, la masculinidad y la feminidad, se refleja en la conciencia bajo la especie de preferencias y desdenes. Llega una época que prefiere, que estima más las calidades de la vida joven, y pospone, desestima las de la vida madura, o bien halla la gracia máxima en los modos femeninos frente a los masculinos. ¿Por qué acontecen estas variaciones de la preferencia, a veces súbitas? He aquí una cuestión sobre la cual no podemos aun decir una sola palabra clara (2).
Lo que sí me parece evidente es que nuestro tiempo se caracteriza por el extremo predominio de los jóvenes. Es sorprendente que en pueblos tan viejos como los nuestros, y después de una guerra más triste que heroica, tome la vida de pronto un cariz de triunfante juventud. En realidad, como tantas otras cosas, este imperio de los jóvenes venía preparándose desde 1890, desde el fin de siècle. Hoy de un sitio, mañana de otro, fueron desalojadas la madurez y la ancianidad: en su puesto se instalaba el hombre joven con sus peculiares atributos.
Yo no sé si este triunfo de la juventud será un fenómeno pasajero o una actitud profunda que la vida humana ha tomado y que llegará a calificar toda una época. Es preciso que pase algún tiempo para poder aventurar este pronóstico. El fenómeno es demasiado reciente y aun no se ha podido ver si esta nueva vida in modo iuventutis será capaz de lo que luego diré, sin lo cual no es posible la perduración de su triunfo. Pero si fuésemos a atender sólo el aspecto del momento actual, nos veremos forzados a decir: ha habido en la historia otras épocas en que han predominado los jóvenes, pero nunca, entre las bien conocidas (3), el predominio ha sido tan extremado y exclusivo. En los siglos clásicos de Grecia, la vida toda se organiza en torno al efebo, pero junto a él, y como potencia compensatoria, será el hombre maduro que le educa y dirige. La pareja Sócrates-Alcibíades triunfa sobre la sociedad, pero es a condición de servir el espíritu que Sócrates representa. De este modo, la gracia y el vigor juveniles son puestos al servicio de algo más allá de ellos que les sirve de norma, de incitación y de freno. Roma, en cambio, prefiere el viejo al joven y se somete a la figura del senador, del padre de familia. El “hijo”, sin embargo, el joven actúa siempre frente al senador en forma de oposición. Los dos nombres que enuncian los partidos de la lucha multisecular aluden a esta cualidad de potencias: patricios y proletarios. Ambos significan “hijos”, pero los unos son hijos de padre ciudadano, casado según ley de Estado, y por ello herederos de bienes, al paso que el proletario es hijo en el sentido de la carne, no es hijo de “alguien” reconocido, es mero descendiente y no heredero, es prole. (Como se ve, la traducción exacta de patricio sería hidalgo.)
Para hallar otra época de juventud como la nuestra, fuera preciso descender hasta el Renacimiento. Repase el lector raudamente la serie de sazones europeas. El romanticismo, que con una u otra intensidad impregna todo el siglo XIX, puede parecer en su iniciación un siglo de jóvenes. Hay en él, efectivamente, una subversión contra el pasado y es un ensayo de afirmarse a sí misma la juventud. La Revolución había hecho tabla rasa de la generación precedente y permitió durante quince años que ocupasen todas las eminencias sociales hombres muy mozos. El jacobino y el general de Bonaparte son muchachos. Sin embargo, ofrece este tiempo el ejemplo de un falso triunfo juvenil, y el romanticismo pondrá de manifiesto su carencia de autenticidad. El joven revolucionario es sólo el ejecutor de las viejas ideas confeccionadas en los dos siglos anteriores. Lo que el joven afirma entonces no es su juventud, sino principios recibidos: nada tan representativo como Robespierre, el viejo de nacimiento. Cuando en el romanticismo se reacciona contra el siglo XVIII es para volver a un pasado más antiguo, y los jóvenes al mirar dentro de sí sólo hallan desgana vital. Es la época de los blasés, de los suicidios, del aire prematuramente caduco en el andar y en el sentir. El joven imita en sí al viejo, prefiere sus actitudes fatigadas y se apresura a abandonar su mocedad. Todas las generaciones del siglo XIX han aspirado a ser maduras lo antes posible y sentían una extraña vergüenza de su propia juventud. Compárense con los jóvenes actuales -varones y hembras- que tienden a prolongar ilimitadamente su muchachez y se instalan en ella como definitivamente.
Si damos un paso atrás caemos en el siglo vieillot por excelencia, el XVIII, que abomina de toda calidad juvenil, detesta el sentimiento y la pasión, el cuerpo elástico y nudo. Es el siglo de entusiasmo por los decrépitos, que se estremece al paso de Voltaire, cadáver viviente que pasa sonriendo a sí mismo en la sonrisa innumerable de sus arrugas. Para extremar tal estilo de vida se finge en la cabeza la nieve de la edad, y la peluca empolvada cubre toda frente primaveral -hombre o mujer- con una suposición de sesenta años.
Al llegar al siglo XVII en este virtual retroceso tenemos que preguntarnos, ingenuamente sorprendidos: ¿Dónde se han marchado los jóvenes? Cuanto vale en esta edad parece tener cuarenta años: el traje, el uso, los modales, son sólo adecuados a gente de esta edad. De Ninón se estima la madurez, no la confusa juventud. Domina la centuria Descartes, vestido a la española, de negro. Se busca doquiera la raison e interesa más que nada la teología: jesuitas contra Jansenio. Pascal, el niño genial, es genial porque anticipa la ancianidad de los geómetras.
El Sol, 9 de junio de 1927.
Notas
(1) Hasta el punto de existir en ciertos pueblos primitivos dos idiomas, uno que hablan sólo los hombres y otro sólo para las mujeres.
(2) Hay, sin duda, un factor que colabora en esos cambios como en todos los del organismo vivo, pero me resisto a considerarlo decisivo. Es el contraste. La vida tiene la condición inexorable de cansarse, de embotarse para un estímulo y, al propio tiempo, rehabilitarse para el estímulo opuesto. Si en un estilo pictórico las figuras aparecen en posición vertical, es sumamente probable que poco tiempo después surgirá otro estilo con las figuras en posición diagonal (cambio de la pintura italiana de 1500 a 1600).
(3) No se explica, a mi juicio, el origen de ciertas cosas humanas, entre ellas el Estado, si no se supone en épocas muy primitivas una etapa de enorme predominio de los jóvenes que ha dejado, en efecto, muchos vestigios positivos en pueblos salvajes del presente.
JUVENTUD / I
Las variaciones históricas no proceden nunca de causas externas al organismo humano, al menos dentro de un mismo período zoológico. Si ha habido catástrofes telúricas -diluvios, sumersión de continentes, cambios súbitos y extremos de clima-, como en los mitos más arcaicos parece recordarse confusamente, el efecto por ellas producido trascendió los límites de lo histórico y trastornó la especie como tal. Lo más probable es que el hombre no ha asistido nunca a semejantes catástrofes. La existencia ha sido, por lo visto, siempre muy cotidiana. Los cambios más violentos que nuestra especie ha conocido, los períodos glaciales, no tuvieron carácter de gran espectáculo. Basta que durante algún tiempo la temperatura media del año descienda cinco o seis grados para que la glacialización se produzca. En definitiva, que los veranos son un poco más frescos. La lentitud y suavidad de este proceso da tiempo a que el organismo reaccione, y esta reacción desde dentro del organismo al cambio físico del contorno, es la verdadera variación histórica. Conviene abandonar la idea de que el medio, mecánicamente, modele la vida; por tanto, que la vida sea un proceso de fuera a dentro. Las modificaciones externas actúan sólo como excitantes de modificaciones intraorgánicas; son, más bien, preguntas a que el ser vivo responde con un amplio margen de originalidad imprevisible. Cada especie, y aun cada variedad, y aun cada individuo, aprontará una respuesta más o menos diferente, nunca idéntica. Vivir, en suma, es una operación que se hace de dentro a fuera, y por eso las causas o principios de sus variaciones hay que buscarlos en el interior del organismo.
Pensando así, habría de parecerme sobremanera verosímil que en los más profundos y amplios fenómenos históricos aparezca, más o menos claro, el decisivo influjo de las diferencias biológicas más elementales. La vida es masculina o femenina, es joven o es vieja. ¿Cómo se puede pensar que estos módulos elementalísimos y divergentes de la vitalidad no sean gigantescos poderes plásticos de la historia? Fue, a mi juicio, uno de los descubrimientos sociológicos más importantes el que se hizo, va para treinta años, cuando se advirtió que la organización social más primitiva no es sino la impronta en la masa colectiva de esas grandes categorías vitales: sexos y edades. La estructura más primitiva de la sociedad se reduce a dividir los individuos que la integran en hombres y mujeres, y cada una de estas clases sexuales (1) en niños, jóvenes y viejos, en clases de edad. Las formas biológicas mismas fueron, por decirlo así, las primeras instituciones.
Masculinidad y feminidad, juventud y senectud, son dos parejas de potencias antagónicas. Cada una de esas potencias significa la movilización de la vida toda en un sentido divergente del que lleva su contraria. Vienen a ser como estilos diversos del vivir. Y como todos coexisten en cualquier instante de la historia, se produce entre ellos una colisión, un forcejeo, en que intenta cada cual arrastrar en su sentido, íntegra, la existencia humana. Para comprender bien una época es preciso determinar la ecuación dinámica que en ella dan esas cuatro potencias, y preguntarse: ¿Quién puede más? ¿Los jóvenes o los viejos, es decir, los hombres maduros? ¿Lo varonil o lo femenino? Es sobremanera interesante perseguir en los siglos los desplazamientos del poder hacia una u otra de esas potencias. Entonces se advierte lo que de antemano debía presumirse: que, siendo rítmica toda vida, lo es también la histórica, y que los ritmos fundamentales son precisamente los biológicos; es decir, que hay épocas en que predomina lo masculino y otras señoreadas por los instintos de la feminidad, que hay tiempos de jóvenes y tiempos de viejos.
En el ser humano la vida se duplica porque al intervenir la conciencia la vida primaria se refleja en ella: es interpretada por ella en forma de idea, imagen, sentimiento. Y como la historia es, ante todo, historia de la mente, del alma, lo interesante será describir la proyección en la conciencia de esos predominios rítmicos. La lucha misteriosa que mantienen en las secretas oficinas del organismo la juventud y la senectud, la masculinidad y la feminidad, se refleja en la conciencia bajo la especie de preferencias y desdenes. Llega una época que prefiere, que estima más las calidades de la vida joven, y pospone, desestima las de la vida madura, o bien halla la gracia máxima en los modos femeninos frente a los masculinos. ¿Por qué acontecen estas variaciones de la preferencia, a veces súbitas? He aquí una cuestión sobre la cual no podemos aun decir una sola palabra clara (2).
Lo que sí me parece evidente es que nuestro tiempo se caracteriza por el extremo predominio de los jóvenes. Es sorprendente que en pueblos tan viejos como los nuestros, y después de una guerra más triste que heroica, tome la vida de pronto un cariz de triunfante juventud. En realidad, como tantas otras cosas, este imperio de los jóvenes venía preparándose desde 1890, desde el fin de siècle. Hoy de un sitio, mañana de otro, fueron desalojadas la madurez y la ancianidad: en su puesto se instalaba el hombre joven con sus peculiares atributos.
Yo no sé si este triunfo de la juventud será un fenómeno pasajero o una actitud profunda que la vida humana ha tomado y que llegará a calificar toda una época. Es preciso que pase algún tiempo para poder aventurar este pronóstico. El fenómeno es demasiado reciente y aun no se ha podido ver si esta nueva vida in modo iuventutis será capaz de lo que luego diré, sin lo cual no es posible la perduración de su triunfo. Pero si fuésemos a atender sólo el aspecto del momento actual, nos veremos forzados a decir: ha habido en la historia otras épocas en que han predominado los jóvenes, pero nunca, entre las bien conocidas (3), el predominio ha sido tan extremado y exclusivo. En los siglos clásicos de Grecia, la vida toda se organiza en torno al efebo, pero junto a él, y como potencia compensatoria, será el hombre maduro que le educa y dirige. La pareja Sócrates-Alcibíades triunfa sobre la sociedad, pero es a condición de servir el espíritu que Sócrates representa. De este modo, la gracia y el vigor juveniles son puestos al servicio de algo más allá de ellos que les sirve de norma, de incitación y de freno. Roma, en cambio, prefiere el viejo al joven y se somete a la figura del senador, del padre de familia. El “hijo”, sin embargo, el joven actúa siempre frente al senador en forma de oposición. Los dos nombres que enuncian los partidos de la lucha multisecular aluden a esta cualidad de potencias: patricios y proletarios. Ambos significan “hijos”, pero los unos son hijos de padre ciudadano, casado según ley de Estado, y por ello herederos de bienes, al paso que el proletario es hijo en el sentido de la carne, no es hijo de “alguien” reconocido, es mero descendiente y no heredero, es prole. (Como se ve, la traducción exacta de patricio sería hidalgo.)
Para hallar otra época de juventud como la nuestra, fuera preciso descender hasta el Renacimiento. Repase el lector raudamente la serie de sazones europeas. El romanticismo, que con una u otra intensidad impregna todo el siglo XIX, puede parecer en su iniciación un siglo de jóvenes. Hay en él, efectivamente, una subversión contra el pasado y es un ensayo de afirmarse a sí misma la juventud. La Revolución había hecho tabla rasa de la generación precedente y permitió durante quince años que ocupasen todas las eminencias sociales hombres muy mozos. El jacobino y el general de Bonaparte son muchachos. Sin embargo, ofrece este tiempo el ejemplo de un falso triunfo juvenil, y el romanticismo pondrá de manifiesto su carencia de autenticidad. El joven revolucionario es sólo el ejecutor de las viejas ideas confeccionadas en los dos siglos anteriores. Lo que el joven afirma entonces no es su juventud, sino principios recibidos: nada tan representativo como Robespierre, el viejo de nacimiento. Cuando en el romanticismo se reacciona contra el siglo XVIII es para volver a un pasado más antiguo, y los jóvenes al mirar dentro de sí sólo hallan desgana vital. Es la época de los blasés, de los suicidios, del aire prematuramente caduco en el andar y en el sentir. El joven imita en sí al viejo, prefiere sus actitudes fatigadas y se apresura a abandonar su mocedad. Todas las generaciones del siglo XIX han aspirado a ser maduras lo antes posible y sentían una extraña vergüenza de su propia juventud. Compárense con los jóvenes actuales -varones y hembras- que tienden a prolongar ilimitadamente su muchachez y se instalan en ella como definitivamente.
Si damos un paso atrás caemos en el siglo vieillot por excelencia, el XVIII, que abomina de toda calidad juvenil, detesta el sentimiento y la pasión, el cuerpo elástico y nudo. Es el siglo de entusiasmo por los decrépitos, que se estremece al paso de Voltaire, cadáver viviente que pasa sonriendo a sí mismo en la sonrisa innumerable de sus arrugas. Para extremar tal estilo de vida se finge en la cabeza la nieve de la edad, y la peluca empolvada cubre toda frente primaveral -hombre o mujer- con una suposición de sesenta años.
Al llegar al siglo XVII en este virtual retroceso tenemos que preguntarnos, ingenuamente sorprendidos: ¿Dónde se han marchado los jóvenes? Cuanto vale en esta edad parece tener cuarenta años: el traje, el uso, los modales, son sólo adecuados a gente de esta edad. De Ninón se estima la madurez, no la confusa juventud. Domina la centuria Descartes, vestido a la española, de negro. Se busca doquiera la raison e interesa más que nada la teología: jesuitas contra Jansenio. Pascal, el niño genial, es genial porque anticipa la ancianidad de los geómetras.
El Sol, 9 de junio de 1927.
Notas
(1) Hasta el punto de existir en ciertos pueblos primitivos dos idiomas, uno que hablan sólo los hombres y otro sólo para las mujeres.
(2) Hay, sin duda, un factor que colabora en esos cambios como en todos los del organismo vivo, pero me resisto a considerarlo decisivo. Es el contraste. La vida tiene la condición inexorable de cansarse, de embotarse para un estímulo y, al propio tiempo, rehabilitarse para el estímulo opuesto. Si en un estilo pictórico las figuras aparecen en posición vertical, es sumamente probable que poco tiempo después surgirá otro estilo con las figuras en posición diagonal (cambio de la pintura italiana de 1500 a 1600).
(3) No se explica, a mi juicio, el origen de ciertas cosas humanas, entre ellas el Estado, si no se supone en épocas muy primitivas una etapa de enorme predominio de los jóvenes que ha dejado, en efecto, muchos vestigios positivos en pueblos salvajes del presente.
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