OLIGARQUIA O PUEBLO
RICARDO AROCENA
La revolución anticolonial, antiimperialista, antilatifundista, federal, republicana, democrática y popular del artiguismo, fue resistida por la francmasonería oligárquica porteña, que apostaba al despotismo militar y a gobiernos autocráticos, funcionales al imperialismo inglés. El "venerable" Manuel de Belgrano acabará confesando que la mayoría de los "iniciados" de Buenos Aires prefería la monarquía a cualquier otra forma de gobierno, unos "por elección, otros porque la creían la única organización posible, y los más, porque la consideraban indispensable para salvar la independencia y dar estaticidad al gobierno".
Su "cofrade" Juan de Lavalle argumentaba que la República era "una merienda de negros", por lo que estaba decidido a que el Río de la Plata estuviera regido por un príncipe de las "primeras dinastías" europeas. Todo indicaba que la naciente burguesía rioplatense, que había enfrentado al antiguo régimen oponiéndole los derechos naturales de los ciudadanos, en realidad estaba inspirada en un liberalismo que no era esencialmente democrático, y que con tal de asentar su supremacía, estaba dispuesta a aplacar con sangre cualquier ardor revolucionario. Vanguardizada por la francmasónica Logia Lautaro, promoverá el establecimiento de la monarquía constitucional, institución política a la que consideraba ideal para consolidarse en el poder.
No le fue fácil a la historia oficial argentina justificar las actitudes retrógradas de la mayoría de los "ilustres" de su independencia, por lo que intentó ampararlos embistiendo contra los propios ideales democráticos, que serán mostrados como "imposibles utopías", mientras enjuiciaban las insurrecciones populares por considerarlas "fenómenos espontáneos", o "movimientos descabellados y sin freno", inspirados en "primitivos desquicios".
Al raquitismo ideológico de los falsos próceres lo elogiarán por reflejar posturas "políticamente correctas", mientras la claudicación y el sometimiento serán justificados como lógicos, naturales y propios de un "sentido común" que no podía permitirse utopías. Y así, por ejemplo, el historiador oficial argentino Vicente Fidel López, entre tantos otros, protegerá a sus antiguos hermanos de cofradía, a los que eximirá de "cargo alguno", aun cuando estuvieron dispuestos a degollar la revolución independentista con el "apoyo eficaz" del imperio de turno, o someterla ante la autoridad del rey. La actitud de los beneméritos fundadores, en opinión del investigador, era comprensible, por los "excesos" de la "anarquía".
Pero no hay manejo histórico que pueda ocultar la vileza de individuos como Carlos María de Alvear, que descollando como conspicuo cabecilla de la Logia porteña, clamará por la intervención extranjera. "La Inglaterra que ha protegido la libertad de los negros en la costa de Africa (...) no puede abandonar a su suerte a los habitantes del Río de la Plata, en el acto mismo en que se arrojen en sus brazos generosos....", rogará, llegado el momento ante sus patronos británicos, aquel devoto de la perfidia y la bajeza.
Quería que el embajador Strangford enviara sus tropas "para que se impongan a los genios díscolos y un jefe autorizado, que empiece a dar al país, las normas que sean útiles, del Rey y la nación". Desde el Olimpo de poder, el ridículo César, -precursor de una funesta estirpe latinoamericana que gobernará apoyada en la penosa soledad de las bayonetas-, argüirá que estos pueblos "necesitaban de una mano exterior que los dirigiese y contuviese en la esfera del orden...". En otras palabras soñaba con que estas comarcas pertenecieran al naciente imperio inglés, se rigieran por sus leyes, le obedecieran, y en suma coexistieran bajo "su influjo poderoso".
Valga la anécdota: los ofrecimientos de Alvear fueron tan lastimosos, que a Manuel García, representante de Buenos Aires ante el león británico, lo venció la vergüenza y optó por exponerle a los anglosajones solamente algunas generalidades del proyecto de entrega, obviando los detalles más grotescos, mientras para sus adentros rumiaba por la "falta de cualidades para salvar una grande revolución, de parte de quienes la habían iniciado".
También los cofrades Manuel de Belgrano y Bernardino Rivadavia impulsaron la realización de conversaciones con Inglaterra y España, en procura de la instauración de monarquías controladas, "ya fuese con un príncipe español si se podía, ya con uno inglés, o de otra casa poderosa, si la España insistía en la dependencia servil de las colonias". En otras palabras les venía bien cualquier cosa...
Es más, junto con el inefable Manuel de Sarratea, llegado el momento, aquellos "insignes logistas" gestionarán ante el destronado Fernando VII, la coronación en Buenos Aires del príncipe don Francisco de Paula, elaborando para tal caso una propuesta constitucional para "el Reino Unido de la Plata, Perú y Chile", que entre otros aspectos, refundaba la nobleza.
Seguramente se veían entre los fulgores de las Cortes y por eso alucinaban con la unificación realista y con administraciones independientes para los asuntos internos de las provincias, como formas organizativas que consideraban ajustadas a la idiosincrasia popular. Para un compendio mundial de la infamia quedará su ostentosa petición:
"Prosternándose a las plantas de Vuestra Majestad, en su propio nombre y en el de sus constituyentes, imploran de Vuestra Majestad, como su soberano, les otorgue el objeto de su ardiente súplica y que Vuestra Majestad se digne extender benignamente su paternal y poderosa protección a millones de sus leales vasallos".
LA PATRIA FRACMASONA
Según los ofrecimientos de la "Patria Francmasona", la persona del Rey debía ser considerada sagrada e inviolable. Al monarca se lo habilitaría para dirigir las fuerzas militares, declarar la guerra, realizar tratados, distribuir empleos, gobernar la administración y nombrar jueces, duques, condes y marqueses, que lo acompañarían en el gobierno.
Durante el denominado "Congreso de Tucumán", y para combatir "la exaltación de las ideas democráticas que se han experimentado en toda la revolución", las propuestas pro-monárquicas arreciarán. Apoyadas por "la parte sana e ilustrada de los pueblos", es decir por la más rancia oligarquía sectaria, serán impulsados "sistemas realistas", bajo la salvaguarda inglesa, francesa y llegado el momento hasta de la "dinastía de los Incas y sus legítimos sucesores".
Es que la situación había apremiado al estar un tercio del antiguo virreinato dominado por el enemigo, otro tercio en estado de "anarquía", mientras solamente lo que restaba "obedecía las leyes", explicarán algunos "reputados" investigadores. Con la nariz respingada el "supremo" Anchorena recordará tiempo después, en forma aristocrática y prejuiciosa, las ofertas por las cuales se quería reconstruir el añejo imperio designando para sede gubernamental a la ciudad de Cuzco: "Poníamos la mira en un monarca de la costa de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería".
Por otra parte, para el también "iniciado" José Valentín Gómez la solución para estas Provincias la tenía "el Duque de Luca", antiguo heredero del Reino de Etruria, entroncado por línea materna con la "augusta dinastía de los Borbones", por lo que solicitará el apoyo del gobierno galo. Este hará llegar una contrapropuesta, básicamente aceptada por "Tucumán", según la cual estaba dispuesto a contribuir con auxilios ante la situación de guerra. Sugería que el aludido hidalgo se casara con una de las infantas del Brasil, pero eso sí, condicionaba su respaldo a que la Banda Oriental debía de ser completamente evacuada.
Pero mientras los genuflexos complotaban, los campos de América parían revolución. Más de un siglo después, ante situaciones similares, el poeta español Antonio Machado escribirá, en inspirada observación, que "en tiempos difíciles, los ricos, los poderosos, hablan mucho de la patria, mientras la venden. El pueblo apenas si la nombra, pero la compra con su sangre".
Eso era precisamente lo que los orientales venían haciendo. Ante los planteamientos despóticos no les quedaría otra alternativa que confrontar con la sinuosa camarilla porteña. Una y otra vez, el "Jefe de los libres", como era denominado José Artigas, les deberá salir al paso en forma firme:
-No hallo motivo para que los pueblos del Sud dependan de esa gente hipócrita y enviciada y cuyos intereses difieren de los de todos. Ellos se han constituido en árbitros de sí mismos y de los demás (...) abusando del nombre sagrado de los pueblos, no para aliviar su opresión sino para agravarla... -evaluará al cabo de años de aflicciones.
Y reflexionando sobre los fundamentos ideológicos de los enemigos porteños, alertará que "amenaza sobre nuestras cabezas el yugo más insoportable". Leyendo entre líneas sus cartas, hasta se puede repasar sus dolidos estremecimientos, cuando reflexiona sobre la conducta de interlocutores en los que alguna vez había confiado.
-Usted mismo los habrá oído decir que los pueblos aún laboran en ignorancia: que aún no tienen el juicio maduro para sancionar sus derechos, ni la edad suficiente para la emancipación, que en suma, nuestra suerte será la de los africanos, que por su ignorancia viven sujetos al perpetuo y duro yugo de la esclavitud...", reflexionará en algún momento sobre las eternas evidencias de quienes se creían con autoridad como para ahogar los derechos de los demás.
Artigas había crecido junto a su pueblo desde los tiempos augurales del "Grito de Asencio" y sabía que desde entonces, ni él ni su gente eran los mismos. Profusa agua había pasado desde el un tanto cándido apoyo al "gobierno popular" de Buenos Aires, del cual tanto "habían esperado" y que en momentos cruciales les había dado la espalda. Los pesares habían templado al pueblo oriental, que comenzó a ser protagonista y que del miedo inicial, pasará al orgullo, hasta transformarse en la vanguardia de la revolución popular en los territorios del ex Virreinato del Plata.
Las peripecias reforzaron su cohesión y le dieron una fisonomía propia y distintiva, mientras su condición de pueblo en movimiento lo obligó a instrumentar formas representativas de gobierno. La experiencia vivida, la dinámica de la lucha contra el colonialismo ibero-lusitano, el enfrentamiento contra las intrigas de la francmasonería oligárquica porteña, más las influencias ideológicas propias de un siglo en transformación, le darán un programa de lucha, que gradualmente irá madurando y radicalizándose, al compás de los desafíos que se van interponiendo.
Y aquella plataforma independentista, será la primera en proponer abiertamente la ruptura con España, en el mismo momento en que no faltaban los que querían retornar a su oprobioso resguardo. Pero a los orientales tampoco les alcanzó con romper con la metrópolis y continuarán ennobleciendo contraseñas republicanas, para todas las "Provincias Unidas", aunque allende el Plata, los dirigentes, durante las "celebraciones "de la "hermandad", pergeñaran planes para reeditar despotismos.
Y a los orientales tampoco romper con España les alcanzó. Porque conocían y querían evitarlo para las generaciones futuras, incluirán en su proyecto libertades civiles contra el "despotismo militar", que tanto lo había hecho sufrir, pero también libertades religiosas, porque si se trataba de ser independiente, había que serlo en todos los aspectos. Aunque, por sí solas, tampoco estas medidas alcanzaban. Había que ir más lejos.
Y el pueblo andrajoso se mirará al espejo. Con dolor el conductor les dirá que piensen en sí mismos: "No hay que invertir el orden de la justicia; mirar por los infelices y no desampararlos, sin más delito que su miseria (...), olvidemos esa maldita costumbre de que los engrandecimientos vienen de la cuna".
Entonces la revolución coronará en el poder a "viudas con hijos, negros libres, zambos de esta clase, indios y criollos pobres", en el mismo instante en que otros soñaban con la llegada de rancias caballerías y príncipes consortes, infantes y otras "altezas".
Y al pueblo justiciero el reparto de tierras tampoco le alcanzará, porque muchas manos se estaban llevando lo que estaba en el plato. Entonces vendrán los impuestos aduaneros a los bienes provenientes del exterior, mientras se exoneraba de gravámenes a máquinas, instrumentos de ciencia, libros e imprentas. Querían soberanía económica para la justicia social, pero tampoco alcanzará... Y se fundarán escuelas y bibliotecas... ¿A esta altura puede alguien dudar, de cuáles fueron las razones por las que la Santa Alianza de los pelucones, estimuló el estrangulamiento de la experiencia oriental? O, visto desde otro punto de vista... ¿puede alguien titubear, sobre cuáles fueron y continúan siendo las razones, por las cuales se quiso y se quiere enlodar el recuerdo de la gesta oriental?
EL PASADO LOS CONDENA
El "caudillo de los anarquistas" sería vencido por la intervención de los "malos europeos" y "peores americanos". El pundonoroso Manuel García, embajador del "hermano" Pueyrredón en Río de Janeiro, esta vez no había sentido vergüenza y había suplicado: "Necesitamos la fuerza de un poder extraño, no solo para terminar nuestra contienda, sino para formarnos un centro común de autoridad, capaz de organizar el caos en que están convertidas estas provincias..., la extinción de ese poder ominoso es igualmente necesario a la salvación del país".
La historia es conocida. Derrotado Artigas, una legión de intelectuales orgánicos de las nacientes instituciones burguesas, se lanzará contra la epopeya oriental, iniciándose una larga historia de diatribas, que tendrán como punto de partida un miserable impreso escrito por Cavia, cuyos contenidos serán retocados, para darles cierta apariencia de cientificidad.
Correrán los años y en plena etapa reivindicatoria de la gesta de la Patria Vieja, el historiador Francisco A. Berra, con una visión aporteñada del pasado, reciclará las antiguas infamias en su "Bosquejo histórico de la República Oriental del Uruguay", trabajo que sería mal mirado por sus contemporáneos, por los "criterios fácticos valorativos" y la concepción "forense y maniquea de la historia", con que fue realizado.
El texto se ceñía a la tesis de Sarmiento, según la cual la contradicción principal de la época artiguista, había sido entre "civilización y barbarie". Y recreaba los puntos de vista de los que consideraban a los dirigentes revolucionarios como "inmorales, sanguinarios, ladrones, déspotas, anarquistas e ignorantes".
Carlos María Ramírez confrontará con Berra, entre otras razones, porque torcía la verdad histórica, por su desdén hacia la documentación de los archivos y por la sobrevaloración que hacía, de los puntos de vista de los enemigos del Jefe oriental. Pero además agregará que la inteligencia del autor del "Bosquejo" era exclusivamente analítica, de catálogos y casillas, que pueden dar excelentes resultados en las tareas del legista o pedagogo, pero que difícilmente se adapta a las instituciones vivaces y creadoras del verdadero historiador.
Pasarán los años y la historia se repetirá: nuevamente aparecerán insidiosas embestidas contra los héroes de la Patria Vieja. 200 años después, en plena posmodernidad y en un hábitat cultural que les es propicio, algunas editoriales y escribidores contemporáneos, tal vez hipnotizados por la posibilidad de un efímero minuto de gloria, repetirán las antiguas afrentas oligárquicas, con el pretexto de que hay que "humanizar" al Jefe oriental. Pero cabe la sospecha de que la sinuosa ofensiva marche tras objetivos que trascienden las particularidades de la vieja epopeya y que en realidad esté dirigida a cuestionar cualquier posibilidad de cambios profundos, como los que la antigua revolución expresó.
Destruidos los macro-relatos, en este caso el oriental, solamente nos queda como pueblo y como perspectiva, administrar de la mejor manera la desdicha y la más sumisa resignación, mientras los poderosos, acumulando fortunas, nucleados en arrebatados rituales de modernizadas hermandades, o consumiendo en almuerzos de "asociaciones de marketing", hacen gala del más discreto encanto burgués. Lo del título.
RICARDO AROCENA
La revolución anticolonial, antiimperialista, antilatifundista, federal, republicana, democrática y popular del artiguismo, fue resistida por la francmasonería oligárquica porteña, que apostaba al despotismo militar y a gobiernos autocráticos, funcionales al imperialismo inglés. El "venerable" Manuel de Belgrano acabará confesando que la mayoría de los "iniciados" de Buenos Aires prefería la monarquía a cualquier otra forma de gobierno, unos "por elección, otros porque la creían la única organización posible, y los más, porque la consideraban indispensable para salvar la independencia y dar estaticidad al gobierno".
Su "cofrade" Juan de Lavalle argumentaba que la República era "una merienda de negros", por lo que estaba decidido a que el Río de la Plata estuviera regido por un príncipe de las "primeras dinastías" europeas. Todo indicaba que la naciente burguesía rioplatense, que había enfrentado al antiguo régimen oponiéndole los derechos naturales de los ciudadanos, en realidad estaba inspirada en un liberalismo que no era esencialmente democrático, y que con tal de asentar su supremacía, estaba dispuesta a aplacar con sangre cualquier ardor revolucionario. Vanguardizada por la francmasónica Logia Lautaro, promoverá el establecimiento de la monarquía constitucional, institución política a la que consideraba ideal para consolidarse en el poder.
No le fue fácil a la historia oficial argentina justificar las actitudes retrógradas de la mayoría de los "ilustres" de su independencia, por lo que intentó ampararlos embistiendo contra los propios ideales democráticos, que serán mostrados como "imposibles utopías", mientras enjuiciaban las insurrecciones populares por considerarlas "fenómenos espontáneos", o "movimientos descabellados y sin freno", inspirados en "primitivos desquicios".
Al raquitismo ideológico de los falsos próceres lo elogiarán por reflejar posturas "políticamente correctas", mientras la claudicación y el sometimiento serán justificados como lógicos, naturales y propios de un "sentido común" que no podía permitirse utopías. Y así, por ejemplo, el historiador oficial argentino Vicente Fidel López, entre tantos otros, protegerá a sus antiguos hermanos de cofradía, a los que eximirá de "cargo alguno", aun cuando estuvieron dispuestos a degollar la revolución independentista con el "apoyo eficaz" del imperio de turno, o someterla ante la autoridad del rey. La actitud de los beneméritos fundadores, en opinión del investigador, era comprensible, por los "excesos" de la "anarquía".
Pero no hay manejo histórico que pueda ocultar la vileza de individuos como Carlos María de Alvear, que descollando como conspicuo cabecilla de la Logia porteña, clamará por la intervención extranjera. "La Inglaterra que ha protegido la libertad de los negros en la costa de Africa (...) no puede abandonar a su suerte a los habitantes del Río de la Plata, en el acto mismo en que se arrojen en sus brazos generosos....", rogará, llegado el momento ante sus patronos británicos, aquel devoto de la perfidia y la bajeza.
Quería que el embajador Strangford enviara sus tropas "para que se impongan a los genios díscolos y un jefe autorizado, que empiece a dar al país, las normas que sean útiles, del Rey y la nación". Desde el Olimpo de poder, el ridículo César, -precursor de una funesta estirpe latinoamericana que gobernará apoyada en la penosa soledad de las bayonetas-, argüirá que estos pueblos "necesitaban de una mano exterior que los dirigiese y contuviese en la esfera del orden...". En otras palabras soñaba con que estas comarcas pertenecieran al naciente imperio inglés, se rigieran por sus leyes, le obedecieran, y en suma coexistieran bajo "su influjo poderoso".
Valga la anécdota: los ofrecimientos de Alvear fueron tan lastimosos, que a Manuel García, representante de Buenos Aires ante el león británico, lo venció la vergüenza y optó por exponerle a los anglosajones solamente algunas generalidades del proyecto de entrega, obviando los detalles más grotescos, mientras para sus adentros rumiaba por la "falta de cualidades para salvar una grande revolución, de parte de quienes la habían iniciado".
También los cofrades Manuel de Belgrano y Bernardino Rivadavia impulsaron la realización de conversaciones con Inglaterra y España, en procura de la instauración de monarquías controladas, "ya fuese con un príncipe español si se podía, ya con uno inglés, o de otra casa poderosa, si la España insistía en la dependencia servil de las colonias". En otras palabras les venía bien cualquier cosa...
Es más, junto con el inefable Manuel de Sarratea, llegado el momento, aquellos "insignes logistas" gestionarán ante el destronado Fernando VII, la coronación en Buenos Aires del príncipe don Francisco de Paula, elaborando para tal caso una propuesta constitucional para "el Reino Unido de la Plata, Perú y Chile", que entre otros aspectos, refundaba la nobleza.
Seguramente se veían entre los fulgores de las Cortes y por eso alucinaban con la unificación realista y con administraciones independientes para los asuntos internos de las provincias, como formas organizativas que consideraban ajustadas a la idiosincrasia popular. Para un compendio mundial de la infamia quedará su ostentosa petición:
"Prosternándose a las plantas de Vuestra Majestad, en su propio nombre y en el de sus constituyentes, imploran de Vuestra Majestad, como su soberano, les otorgue el objeto de su ardiente súplica y que Vuestra Majestad se digne extender benignamente su paternal y poderosa protección a millones de sus leales vasallos".
LA PATRIA FRACMASONA
Según los ofrecimientos de la "Patria Francmasona", la persona del Rey debía ser considerada sagrada e inviolable. Al monarca se lo habilitaría para dirigir las fuerzas militares, declarar la guerra, realizar tratados, distribuir empleos, gobernar la administración y nombrar jueces, duques, condes y marqueses, que lo acompañarían en el gobierno.
Durante el denominado "Congreso de Tucumán", y para combatir "la exaltación de las ideas democráticas que se han experimentado en toda la revolución", las propuestas pro-monárquicas arreciarán. Apoyadas por "la parte sana e ilustrada de los pueblos", es decir por la más rancia oligarquía sectaria, serán impulsados "sistemas realistas", bajo la salvaguarda inglesa, francesa y llegado el momento hasta de la "dinastía de los Incas y sus legítimos sucesores".
Es que la situación había apremiado al estar un tercio del antiguo virreinato dominado por el enemigo, otro tercio en estado de "anarquía", mientras solamente lo que restaba "obedecía las leyes", explicarán algunos "reputados" investigadores. Con la nariz respingada el "supremo" Anchorena recordará tiempo después, en forma aristocrática y prejuiciosa, las ofertas por las cuales se quería reconstruir el añejo imperio designando para sede gubernamental a la ciudad de Cuzco: "Poníamos la mira en un monarca de la costa de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería".
Por otra parte, para el también "iniciado" José Valentín Gómez la solución para estas Provincias la tenía "el Duque de Luca", antiguo heredero del Reino de Etruria, entroncado por línea materna con la "augusta dinastía de los Borbones", por lo que solicitará el apoyo del gobierno galo. Este hará llegar una contrapropuesta, básicamente aceptada por "Tucumán", según la cual estaba dispuesto a contribuir con auxilios ante la situación de guerra. Sugería que el aludido hidalgo se casara con una de las infantas del Brasil, pero eso sí, condicionaba su respaldo a que la Banda Oriental debía de ser completamente evacuada.
Pero mientras los genuflexos complotaban, los campos de América parían revolución. Más de un siglo después, ante situaciones similares, el poeta español Antonio Machado escribirá, en inspirada observación, que "en tiempos difíciles, los ricos, los poderosos, hablan mucho de la patria, mientras la venden. El pueblo apenas si la nombra, pero la compra con su sangre".
Eso era precisamente lo que los orientales venían haciendo. Ante los planteamientos despóticos no les quedaría otra alternativa que confrontar con la sinuosa camarilla porteña. Una y otra vez, el "Jefe de los libres", como era denominado José Artigas, les deberá salir al paso en forma firme:
-No hallo motivo para que los pueblos del Sud dependan de esa gente hipócrita y enviciada y cuyos intereses difieren de los de todos. Ellos se han constituido en árbitros de sí mismos y de los demás (...) abusando del nombre sagrado de los pueblos, no para aliviar su opresión sino para agravarla... -evaluará al cabo de años de aflicciones.
Y reflexionando sobre los fundamentos ideológicos de los enemigos porteños, alertará que "amenaza sobre nuestras cabezas el yugo más insoportable". Leyendo entre líneas sus cartas, hasta se puede repasar sus dolidos estremecimientos, cuando reflexiona sobre la conducta de interlocutores en los que alguna vez había confiado.
-Usted mismo los habrá oído decir que los pueblos aún laboran en ignorancia: que aún no tienen el juicio maduro para sancionar sus derechos, ni la edad suficiente para la emancipación, que en suma, nuestra suerte será la de los africanos, que por su ignorancia viven sujetos al perpetuo y duro yugo de la esclavitud...", reflexionará en algún momento sobre las eternas evidencias de quienes se creían con autoridad como para ahogar los derechos de los demás.
Artigas había crecido junto a su pueblo desde los tiempos augurales del "Grito de Asencio" y sabía que desde entonces, ni él ni su gente eran los mismos. Profusa agua había pasado desde el un tanto cándido apoyo al "gobierno popular" de Buenos Aires, del cual tanto "habían esperado" y que en momentos cruciales les había dado la espalda. Los pesares habían templado al pueblo oriental, que comenzó a ser protagonista y que del miedo inicial, pasará al orgullo, hasta transformarse en la vanguardia de la revolución popular en los territorios del ex Virreinato del Plata.
Las peripecias reforzaron su cohesión y le dieron una fisonomía propia y distintiva, mientras su condición de pueblo en movimiento lo obligó a instrumentar formas representativas de gobierno. La experiencia vivida, la dinámica de la lucha contra el colonialismo ibero-lusitano, el enfrentamiento contra las intrigas de la francmasonería oligárquica porteña, más las influencias ideológicas propias de un siglo en transformación, le darán un programa de lucha, que gradualmente irá madurando y radicalizándose, al compás de los desafíos que se van interponiendo.
Y aquella plataforma independentista, será la primera en proponer abiertamente la ruptura con España, en el mismo momento en que no faltaban los que querían retornar a su oprobioso resguardo. Pero a los orientales tampoco les alcanzó con romper con la metrópolis y continuarán ennobleciendo contraseñas republicanas, para todas las "Provincias Unidas", aunque allende el Plata, los dirigentes, durante las "celebraciones "de la "hermandad", pergeñaran planes para reeditar despotismos.
Y a los orientales tampoco romper con España les alcanzó. Porque conocían y querían evitarlo para las generaciones futuras, incluirán en su proyecto libertades civiles contra el "despotismo militar", que tanto lo había hecho sufrir, pero también libertades religiosas, porque si se trataba de ser independiente, había que serlo en todos los aspectos. Aunque, por sí solas, tampoco estas medidas alcanzaban. Había que ir más lejos.
Y el pueblo andrajoso se mirará al espejo. Con dolor el conductor les dirá que piensen en sí mismos: "No hay que invertir el orden de la justicia; mirar por los infelices y no desampararlos, sin más delito que su miseria (...), olvidemos esa maldita costumbre de que los engrandecimientos vienen de la cuna".
Entonces la revolución coronará en el poder a "viudas con hijos, negros libres, zambos de esta clase, indios y criollos pobres", en el mismo instante en que otros soñaban con la llegada de rancias caballerías y príncipes consortes, infantes y otras "altezas".
Y al pueblo justiciero el reparto de tierras tampoco le alcanzará, porque muchas manos se estaban llevando lo que estaba en el plato. Entonces vendrán los impuestos aduaneros a los bienes provenientes del exterior, mientras se exoneraba de gravámenes a máquinas, instrumentos de ciencia, libros e imprentas. Querían soberanía económica para la justicia social, pero tampoco alcanzará... Y se fundarán escuelas y bibliotecas... ¿A esta altura puede alguien dudar, de cuáles fueron las razones por las que la Santa Alianza de los pelucones, estimuló el estrangulamiento de la experiencia oriental? O, visto desde otro punto de vista... ¿puede alguien titubear, sobre cuáles fueron y continúan siendo las razones, por las cuales se quiso y se quiere enlodar el recuerdo de la gesta oriental?
EL PASADO LOS CONDENA
El "caudillo de los anarquistas" sería vencido por la intervención de los "malos europeos" y "peores americanos". El pundonoroso Manuel García, embajador del "hermano" Pueyrredón en Río de Janeiro, esta vez no había sentido vergüenza y había suplicado: "Necesitamos la fuerza de un poder extraño, no solo para terminar nuestra contienda, sino para formarnos un centro común de autoridad, capaz de organizar el caos en que están convertidas estas provincias..., la extinción de ese poder ominoso es igualmente necesario a la salvación del país".
La historia es conocida. Derrotado Artigas, una legión de intelectuales orgánicos de las nacientes instituciones burguesas, se lanzará contra la epopeya oriental, iniciándose una larga historia de diatribas, que tendrán como punto de partida un miserable impreso escrito por Cavia, cuyos contenidos serán retocados, para darles cierta apariencia de cientificidad.
Correrán los años y en plena etapa reivindicatoria de la gesta de la Patria Vieja, el historiador Francisco A. Berra, con una visión aporteñada del pasado, reciclará las antiguas infamias en su "Bosquejo histórico de la República Oriental del Uruguay", trabajo que sería mal mirado por sus contemporáneos, por los "criterios fácticos valorativos" y la concepción "forense y maniquea de la historia", con que fue realizado.
El texto se ceñía a la tesis de Sarmiento, según la cual la contradicción principal de la época artiguista, había sido entre "civilización y barbarie". Y recreaba los puntos de vista de los que consideraban a los dirigentes revolucionarios como "inmorales, sanguinarios, ladrones, déspotas, anarquistas e ignorantes".
Carlos María Ramírez confrontará con Berra, entre otras razones, porque torcía la verdad histórica, por su desdén hacia la documentación de los archivos y por la sobrevaloración que hacía, de los puntos de vista de los enemigos del Jefe oriental. Pero además agregará que la inteligencia del autor del "Bosquejo" era exclusivamente analítica, de catálogos y casillas, que pueden dar excelentes resultados en las tareas del legista o pedagogo, pero que difícilmente se adapta a las instituciones vivaces y creadoras del verdadero historiador.
Pasarán los años y la historia se repetirá: nuevamente aparecerán insidiosas embestidas contra los héroes de la Patria Vieja. 200 años después, en plena posmodernidad y en un hábitat cultural que les es propicio, algunas editoriales y escribidores contemporáneos, tal vez hipnotizados por la posibilidad de un efímero minuto de gloria, repetirán las antiguas afrentas oligárquicas, con el pretexto de que hay que "humanizar" al Jefe oriental. Pero cabe la sospecha de que la sinuosa ofensiva marche tras objetivos que trascienden las particularidades de la vieja epopeya y que en realidad esté dirigida a cuestionar cualquier posibilidad de cambios profundos, como los que la antigua revolución expresó.
Destruidos los macro-relatos, en este caso el oriental, solamente nos queda como pueblo y como perspectiva, administrar de la mejor manera la desdicha y la más sumisa resignación, mientras los poderosos, acumulando fortunas, nucleados en arrebatados rituales de modernizadas hermandades, o consumiendo en almuerzos de "asociaciones de marketing", hacen gala del más discreto encanto burgués. Lo del título.
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