martes

CREER O REVENTAR



NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS



HUGO GIOVANETTI VIOLA

1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011

para Bénédicte Froissart

PRIMERA ENTREGA

Algunas precisiones realizadas en la Semana de Cultura de Uruguay organizada por La Sorbonne, en ocasión de realizarse un homenaje a cinco escritores uruguayos contemporáneos.

Olver Gilberto De León
París / 2006


A principios de la década del 90 incluimos en nuestros cursos de Literatura Hispanoamericana dictados en Paris IV / Sorbonne y Paris XII Créteil, fragmentos de una novela que resultó clave en el panorama del entonces llamado “posboom” latinoamericano: Morir con Aparicio de Hugo Giovanetti Viola.

Y destacamos que se trataba, sin lugar a dudas -por su impecable equilibrio textual / contextual y su riqueza mítica que trasciende el mero sociologismo- uno de los mejores textos históricos latinoamericanos que se habían escrito en las últimas décadas.

“Esta obra” puntualizó Rómulo Cosse en el prólogo de la tercera edición ampliada que se realizó en 1999, “reabrió en 1985 la gran línea de la novela histórica, entonces desatendida y hoy de moda” (…) “Habría que remontarse hasta Dejemos hablar al viento de Onetti, para encontrar otra solución intertextual tan audaz y efectiva. Pero además están brillando los sujetos de la acción, esas figuras conmovedoras y trágicas (…) y el despliegue del gran movimiento histórico como el relato de la guerra de 1904. Por todo eso, podemos decir que la novela que hoy se redita es una pieza decisiva de la ficción uruguaya actual”.

Morir con Aparicio desencadenó el despliegue de una vasta saga centralizada por Creer o reventar / Novelón de los poetas muertos, que sintetiza barrocamente la experiencia reveladora vivida por el autor durante su estadía en París en los años 73-74. Aquí cuaja una profética visión in situ de la posmodernidad global que empezaba a instalarse como un tsunami desorganizador de todo macro-relato vertical y salvífico.

No es casual, a esta altura, que el viernes 24 de noviembre de 2006, en la Semana de Cultura de Uruguay organizada por La Sorbonne hayamos homenajeado, junto a especialistas de la talla de Milagros Ezquerro, Claude Couffon, Maryse Renaud, Jean Philippe Barnabe, Roger Guggisberg, Fernando Ainsa y Juan Carlos Mondragón (a quienes se sumaron el musicante Leo Masliah y el cineasta Álvaro Moure Clouzet, que registró el evento), a cinco escritores fundamentales en el panorama contemporáneo uruguayo: Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Marosa Di Giorgio, Enrique Amorin y Hugo Giovanetti Viola.

PRÓLOGO PARA DESARMAR

El homenaje al catedrático se puso insoportable, y después de pescar dos whiskys (había una sola botella pero no sé cuántos plumíferos) saludé a mi nueva traductora y me escapé de La Sorbonne. Tenía que encontrarme con unos amigos en un restaurant latinoamericano de la rue Monsieur-le-Prince a las ocho y media, de modo que me quedaba una hora para saborear el atardecer. Fui a l’Escholier, un café donde me sentaba a escribir en mis tiempos de cantor pasaplatos.
Una avalancha de sol horizontal repechaba la place de la Sorbonne y se espejaba aterciopeladamente en mi copa. Entonces sentí filtrarse un trasluz de frescura que parecía soplar desde los plátanos hinchados del Boul Mich, y París transparentó un espesor primaveral más real que la muerte.
-Salut -me dijo alguien, sentándose sin permiso lado mío. -¿Por qué ponés cara de mierda, maestro?
-No sé qué cara puse -traté de sonreír. -¿Cómo andás?
El indeseable era un uruguayo que trabajaba como lector en una editorial francesa interesada en publicar esta novela que prologo. La última vez que nos vimos manejaba eficazmente su pose bogartiana (un pintoresco Sam Spade con barbita azabache y facciones de taita) pero ahora tenía las córneas demasiado ensangrentadas y el esqueleto inclinado hacia los cincuenta años. De soledad.
-No me llamaste -dijo haciendo una seña cancherísima para pedir un rouge.
-Recién llegué, papá. Mañana iba a llamarte.
-Me enteré que llegabas de rebote, nomás. ¿Cuántos días vas a estar en París?
-Hasta el viernes. Vine invitado al encuentro mundial de escritores de Finlandia.
Se lo zampé de un tirón, y fue peor que vaciarle una copa en la cara. Pestañeó unos momentos, mientras yo me refugiaba en la flotación crepuscular. El mozo trajo su copa.
-Quiero la dirección de la pendeja -dijo Bogart, colgándose un Gauloise de la boca torcida.
-¿Qué pendeja?
-La de tu novela. Ya soñé varias veces con ella. Me la quiero voltear.
Pedí otro rouge por señas.
-No existe -dije. -Es un personaje, loco.
-No me vengas con eso. Un día que se te desbocó el ego me dijiste que hasta el nombre es real.
-El nombre de pila.
-Bueno. Dame el teléfono. ¿Cuándo la vas a ver?
-No la voy a ver. Y la novela pasó hace dieciséis años, además. ¿Qué relación puede-
-Vamos, macho. Si en la novela tenía dieciséis años, ahora está en la mejor edad del mundo.
Tuve la sensación de que el lomo del sol me abandonaba sólo a mí. Deprimido en París. Una vez más. Carajo.
-Mirá -confesó Bogart. -Es que yo te mentí, little Marlowe. Yo no me enamoré de tu libro. De lo único que me enamoré es de la pendeja: ¿entendés?
-Te entiendo.
-Tu libro es un entrevero de Polanski con Chandler y-
-No te olvides de Mozart.
-Bueno, a Mozart no lo vi. Pero-
-Mozart se escucha.
-Ta. No te hagás el piola. Lo que yo te digo (y por algo laburo donde laburo) es que podías haber hecho un novelón del carajo y te quedó una busequita.
Esas dos cosas me hicieron reír.
-¿Una buseca con mondongo o sin mondongo? -pregunté, volviendo a saborear el dorado azuloso que flotaba en mi copa.
-El mondongo es la nena. La nena -se babeó Bogart. -Dale. Dame el teléfono y firmás contrato mañana.
-Mirá, matón: si tuviera el teléfono no te lo daba ni aunque me hicieras traducir a cuarenta y dos idiomas. Y además pienso firmar con los mismos que me van a sacar la otra novela. ¿Oka?
Bogart se endureció.
-Eso puede costarte un pleito -murmuró, rejuveneciendo. -Ya firmaste la seña.
-Ahá. Así que podés mandarme amenazar con secuestrar la edición y todas esas ondas de Hollywood -me reí, entreparándome. -Fijate cómo tiemblo.
Puse unos francos arriba de la mesa y recogí el bolso.
-Andá, basura pedante -gritó Bogart, con las córneas color malvón. -Si tuvieras huevos escribirías bien las orgías, por lo menos. ¿No te das cuenta que el LSD y la B.B. y los maricas ya pasaron de moda? No vas a joder a nadie con ese novelón de los poetas muertos, exorcista de juguete.
Entonces le hice la seña insultante que esgrimen los chiquilines de la edad de mis hijos, y caminé hacia el Boul sin volver a mirarlo. Al llegar a la desembocadura de la rue Vaugirard me frené y recordé -calmamente- la mirada del Diablo. No fue un diablo de juguete. Después bajé por la Monsieur-le-Prince y al pasar frente al número 41 no pude resistir entrar al Hotel Stella. En mi época te metías así nomás, pero ahora tuve que esperar que saliera alguien y colarme poniendo cara de gil. La recepción queda en el primer piso, y me descolocó encontrar a la misma mujer de hace dos décadas (la esposa del Bigote) atrás del mostrador. Empecé a caracolear por la escalera lo más rápido que pude, pero ella me frenó con un ladrido:
-Que quiere.
-No se acuerda de mí -pregunté y afirmé al mismo tiempo, y una especie de brasa estrellada le embelleció los ojos fugacísimamente.
-No sé -roncó la mujer cincuentona, como quien patea ceniza sobre su juventud. -Qué quiere.
-Ver el hotel.
Ella encogió los hombros y ladró:
-Bueno. Pero rápido.
Estaba casi todo igual. Pero el prodigio virginal y los ojos asesinos y la invencible verdad de mi corazón habían sido arrancados para siempre de aquella oscuridad.
-¿Ya está? -preguntó la Pata (le decíamos así por la forma de caminar) cuando me vio bajar tan rápido.
-Sí -sonreí.
Y se me desbocó el ego y agregué:
-Escribí una novela que va a ser publicada dentro de un tiempo en francés. El escenario principal es este hotel.
La Pata pegó un manotón en el aire igual a los que usábamos para correr a las cucarachas que nos invadían la almohada, y se rio casi con ganas.
-Bef -resopló, dándome la espalda.
El socavón crepuscular de la rue Monsieur-le-Prince ya era un túnel celeste, y me tomé otro rouge en el bar-tabac de la esquina. Brindé por una mujer de treinta y dos años y por un poeta muerto y otro resucitado. Marlowe, el gran sentimental.
¿Les molesta mi amor, matoncitos?

UNO: CUL DE SAC

-Es la vida, madre -dijo él. -Uno se vuelve verde en París.
Gabriel García Márquez

CHAMBRE 9

UN MUCHACHO y un hombre caminan por la rue Descartes una noche de invierno, con ojos de hasch. Estuvieron parados un rato frente a la puerta de Le Bateau Ivre, un restaurant vacío donde al atardecer recién brilla la carne sobre el fuego: después fueron cruzando el corso a contramano que sube desde el mercado de la Mouffetard. El muchacho se cierra un sacón sin botones y levanta sus ojos de haschich a la noche: ve los bancos azules de la niebla encendida frente a las casas blancas y escoradas y hermosas como buques fantasmas. Pero la maravilla le abandona los ojos cuando cruzan la place de la Contrescarpe y entran en la Mouffetard y el hombre va estudiando cada cara del corso para desembuchar frasecitas secretas en su oreja. El hombre es pelirrojo y usa un gran sobretodo completamente negro que parece prestado. Tiene los ojos verdes y los tuerce hacia el fuego de los restaurantes después que habla sonriendo y una mano del otro se levanta a esconder vómitos contenidos. Ven desfilar clochards y mujeres mugrientas y hombres como insepultos, pero el hombre festeja solamente los rostros de las muchachas jóvenes que canjearon el halo. Van bajando al mercado de la Mouffetard y el muchacho sofoca su náusea desbocada cuando huelen los ríos de sangre de cerdo burbujeando en los surcos de las alcantarillas. El muchacho se ríe casi eléctricamente después de cada espasmo: pero no escucha al hombre.

UNA SEMANA atrás Abel entró al Bateau a las ocho de la noche con Pedrito y el Cordobés y se sentó a tomar el primer rouge rasposo que le sirvió Muley, uno de los dos árabes. Arriba ya había gente, pero tuvieron que esperar la seña del Payaso para largar la primera manga: unas ocho canciones donde mezclaban Beatles y popurrís de rumbas y boleros famosos y guajiras y huaynos acaramelados, con percusión cambiante de bombo bongó pandereta maracas güiro o claves. Abel tocaba siempre la guitarra, sentado en el medio. El Cordobés percusionaba contra el mostrador y Pedrito rascaba el charango en los temas andinos o hacía más percusión sentado sobre la heladera, teniendo que levantarse en la mitad de un tema si el mozo precisaba sacar algún helado. Era un boliche angosto. Tenía una sola fila de mesas pegadas entre la pared y el mostrador, donde se cocinaba totalmente a la vista, carne asada y cardúmenes de papas fritas pardas y unas siete ocho entradas de choclos gambas húngaras sardinas a la crema o paltas a la vinagreta. No era un restaurant caro pero sí muy rive gauche, con los mozos vestidos a la que te criaste y humaredas perpetuas y aquel rasposo rouge de botella de plástico que Muley destapaba detrás del mostrador para disimularlo en las jarras de barro que pedían los turistas o los mismos franceses adictos al folklore latinoamericano. Como en las noches buenas se amontonaba gente que no cabía ni arriba ni en la pequeña cave, el gerente invitaba con vasos de sangría a los desubicados y estudiaba las mesas para que ningún cliente se quedara fumando un cigarrillo extra. A veces los echaba, con nerviosa dulzura. El Cordobés lo bautizó el Payaso porque tenía una calva monolítica rematada por bucles que le colgaban casi hasta los hombros. Esa noche nos ordenó parar haciendo una guiñada y cantamos la última mientras un mozo afeminado y de buen corazón pasaba el plato a los saltitos y mi felicidad se terminaba. Yo me sentía feliz casi todas las noches si sonábamos bien. Al final de cada tema sorbía el vaso que Amed iba llenando interminablemente y cantaba flotando en los humos finales de mi adolescencia. Terminaba la manga salía a la rue Descartes y me metía en la puerta de al lado, donde al fondo del corredor había un water pestoso. Orinaba erizado y quedaba un segundo suspendido en mí mismo hasta que la esperanza me cerraba los ojos casi maternalmente: entonces volvía al mundo.

Esa noche bajaron a la cave para hacer otra manga porque había varias mesas ocupadas. Nunca era una gran manga allí en la cave, pero caracolear por la vieja escalera y sentarse los tres en el techo del piano y cantar bajo aquella luz de sótano era como abrigarse. Abel vio una muchacha riéndose locamente, con los ojos cerrados. No dejó de mirarla hasta que ella volvió de su oscuridad de oro para verlos a ellos. Ellos se demoraban porque de alguna mesa les ofrecieron vino: ahora ya habían brindado y Abel volvió a afinar y sin saber por qué le hizo una morisqueta a la muchacha, con la mano apoyada en la nariz. Después contó hasta tres y empezaron el tema y ella quedó colgada de los ojos de Abel. Cuando terminó el tema ella vació otro vaso y se paró y bailó circundando la mesa de parientes o amigos que le daban más vino. “Increíble” dijo abel: “Cómo me me está mirando esta botija. Debe estar con algunos de esos tipos, che. Pero es increíble cómo vicha”. La compadrada no fue correspondida por los otros. La chiquilina volvió a sentársele enfrente y a plegar mansamente la frivolidad hasta que ellos se fueron. Por una mezcla estúpida de timidez y orgullo no la quise mirar mientras Pedrito iba pasando el plato y nosotros bajábamos del piano y yo sentí en la espalda que no podía perderla. Pero cuando giré por la escalera no miré para abajo.

Ahora se habían sentado en las banquetas para esperar que volviera a llenarse la parte de arriba. Amed les sirvió el plato de papas fritas de contrabando que devoraban dándose codazos. Después Abel fumaba mientras los otros pastoreaban mujeres o peleaban o se iban a dar vueltas. Cuando la muchachito asomó la cabeza mareada totalmente por el caracoleo, Abel no se movió: ella se descorría una corona miel de pelo desgreñado y estudiaba las mesas hasta que lo enfocó y él levantó su brazo. Entonces la muchacha remontó la humareda para plegar su cuerpo delante de Abel, y le agarró una pierna. “Me llamo Bénédicte” le dijo sin mirarlo. Se reía sin parar, apretando espasmódicamente el muslo del muchacho. Yo todavía no hablaba demasiado francés a esa altura del viaje, aunque le pregunté cuántos años tenía y ella dijo que quince. “Yo veinticinco” dije. Bénédicte declaró que la edad no importaba y Pedrito me la quiso robar ofreciéndole vino y ella casi le arranca el vaso de un codazo. Es linda, pensé yo: Sí, es demasiado linda para mí pero por qué me agarrará la pierna tan arriba. Ella entonces gruñó que había escrito un poema. Quedó inclinada hipando y ahora tenía un temblor de brutal desamparo bajo la borrachera. Pero no tengas miedo, pensó Abel y le dijo que él también escribía. Ella siguió temblando. “¿Tenés el poema aquí?” le pregunté asustado. Me contestó que no y aniñó su mirada neblinosa y marrón y me soltó y se fue sin saludarme.

“El poema lo tiene acá” dijo Muley haciendo un gesto sucio atrás del mostrador. Yo le mostré una risa largamente lejana y fumé otro cigarrillo flotando sobre el mundo. Cuando se volvió a ver la corona greñuda con resplandor de miel emergiendo del sótano Abel no se asombró. Se repitió la escena con algunas variantes, porque por ejemplo Pedrito ya no probó a soplársela de nuevo: la mano subió al muslo y ella dijo que no, que no tenía el poema en la cartera. Después me preguntó si le parecía linda y eso me hizo crecer dos alas en la boca. Ella porfió que todos le decían que era linda aunque no fuera cierto porque tenía los ojos demasiado chicos y yo no la toqué, pero hubiese querido rozarle la cabeza para ordenarle el vuelo. Abel dijo que el viernes iban a representar El evangelio criollo en Saint-Germain-des-Prés y ella prometió ir. “Vivo en Massy” me dijo: “Pero a las siete salgo del liceo y vengo para aquí. Donde viven ustedes?”. “En el hotel Stella 41 rue Monsieur-le-Prince chambre 9, cosita”. Y la volví a llamar cosita un par de veces antes de despedirnos. No se empinó a besarme. Me apretó una vez más la pierna hasta el dolor y se hizo la enojada cuando le dije que se iba a olvidar de ir a vernos el viernes. Me miró hasta los huesos y desapareció.

EMPEZAMOS A afinar en la sacristía de Saint-Germain-des-Prés veinte minutos antes de representar El evangelio criollo, un invento mediocre que grabaron dos argentinos del barrio para un sello francés que pagaba bastante. Después salió la idea de ejecutarlo en público y entonces precisaron la docena de músicos correspondiente: había un arpista paraguayo y un añejado guitarrista argentino discípulo de Grela y tres quenas y percusión variada y muchísimos coros y un bandoneonista que al final nos clavó la noche del debut. El Cordobés tocaba los coquitos y Pedrito el charango y yo rascaba un poco la guitarra. También hacíamos coros que ensayamos durante más de un mes todas las negras tardes sin llegar a ajustarlos ni por casualidad. Nos pagaban muy poco, pero había prevista una gira gigante con el Evangelio por nueve países.

Esa noche consiguieron suplentes para el Bateau y allí estaban disfrazados de gauchos for export, con pantalones y con botas negras y sudando bajo ponchos bordados que patrióticamente les agenció la embajada argentina. Dos quenistas franceses que hacían el Evangelio se sentían en la gloria, pero Abel eructó la vieja sensación de que para la escena se precisa tener dos vocaciones extras: de payaso y de santo. Yo hablaba de cualquier pavada con Ray y me sentía tan mal como cuando me divorcié, no sé por qué maldita asociación. Entonces llegó ella. La vi asomarse por la puerta entornada de la sacristía y levantar las cejas y avanzar sonriendo bajo una capelina color chocolate. Abel se había olvidado de que podría venir y recién con los besos puestos en las mejillas recordó a Bénédicte. Él tenía botas criollas y eso lo hacía quedar levemente más bajo que la chiquilina: pero no se achicó. Trató de que los buitres no se la distrajeran y ella leyó un poema resoluto y tristísimo sobre los edificios en banlieue para después contarle que no podía quedarse porque si no mamá la rezongaba pero que se veían mañana a las tres de la tarde en el hotel Stella 41 rue Monsieur-le-Prince chambre 9, le dijo: “Me lo sé de memoria”. Entonces la saqué de un brazo de la sacristía para verla brillar suavemente en su sitio: entre los candelabros. Ella dijo que Suerte y mañana a las tres en el hotel Salut.

Esa noche cantaron no demasiado mal, y hubo un soplo de fe retumbando en la iglesia cuando los aplaudieron. Ray los fotografió sin descansar, manejando la Pentax tras miríadas de velas. Parecía un monje falso con aquel sobretodo completamente negro que le prestó Pedrito: un sosías pelirrojo. Después que me saqué el poncho y me puse mi sacón sin botones nos fuimos juntos por Saint-Germain, riéndonos de todo. De golpe me clavó su mirada de un verde casi fosforecente y preguntó detrás de un copo de humedad: “¿Así que mañana comés carne fresca, nene?”. Yo pregunté por qué, desentendidamente. Él torció la mirada contra la rue de Seine y me dijo: “¿No te das cuenta que es una putita?”.

ESA NOCHE me hicieron debutar con el hasch después de varios meses de lidiar con mi terca indiferencia. Yo ya había averiguado que la marihuana ni el haschich me podían enviciar: un médico argentino esposo de la florista de la rue Descartes me explicó que el peligro era ver la belleza sólo con el pucho. Y acepté. Abel sintió a los buitres vigilándolo cuando pitó el menjunje: sobre todo Ramón (hermano de Pedrito) y Ray, porque los otros dos eran adolescentes. Abel había tomado algunos vinos antes de subir a la pieza y eso le fue plomizo cuando llegó el despegue. Se me subió el estómago y sudé horriblemente para no vomitar, pero después los vi cómo iban desfilando hacia abajo hacia arriba por la rue Racine contra el paredón gris de l’École de Médecine: un gentío interminable proyectándose. Ahora me relojeaban todos juntos y no les di pelota porque veía la mancha de belleza marrón que llevaba la gente entre pecho y espalda. Se los dije y Ramón quedó maravillado. Porque fue Ramón Baffa el que trajo al hotel el hasch para salvar a Abel de sus aberraciones rioplatenses: Ramón vivía en banlieue y arrugaba el charango y tenía una francesa de buena cosecha y una hija por crecer y hacía bastante tiempo que duraba en París y fue del mismo barrio que Abel allá en Montevideo. Ramón no soportaba más verlo chupar el mate con desesperación ni recibir recortes de partidos de fútbol en festejadas cartas ni putear a patadas al fascismo. “Vos tenés que cambiar, petiso” me decía cariñoso. Y esa noche cada cual agarró su instrumento y empezaron la pizza y yo no improvisé con la guitarra porque siempre fui burro para eso. Lo que hice fue cantarles una visión larguísima sobre cómo habría sido el Jardin du Luxembourg cuando estuvo debajo del océano -porque se podía oler perfectamente lo que quedó del mar soplando calle abajo por la rue Vaugirard o por la rue Racine las mañanas de viento.

De repente golpearon y ni nos asustamos: en el hotel Stella se podía hasta matar sin que nadie protestara. Se suspendió la pizza y Ray se levantó (Ray no tocaba ningún instrumento) recién cuando la voz suplicó en español: “Quiere hablar. Quiere hablar”. Al abrirse la puerta lo vimos recortando su escarnio sobre el corredor negro, con la mínima fuerza para dar cuatro pasos y derrumbarse frente a la mesita hecha con tablas sueltas sobre un armazón. Era alto y rubio, y le faltaban unos cuantos dientes. Usaba traje azul y no tenía ni medias ni camisa: sólo unos zapatones y un sweter con escote en v de color té con leche. “Buenas noches” nos dijo en español mientras se arrodillaba. Estudió la mesita donde había algunos libros la máquina de escribir el paquete de yerba el mate y un poco del Kent que Ramón destripó para fraguar el pucho: después se incorporó y gateó hasta la cama chica y me buceó el sudor frontal con sus ojos terrosos y al final dijo Hasch, intrigadoramente. Nadie le contestó. Le calculé cuarenta y pocos años y una locura sórdida cuando olisqueó el paquete de yerba Napoleón y nos pidió permiso para agarrar un puñadito que masticó tranquilamente. Entonces se pusieron a conversar en un cuasiesperanto donde predominaban el inglés y el francés, y el hombre confesó llamarse Sinclair Brower y ser el primo hermano del Príncipe de Gales además de heredero de los mayores yacimientos auríferos explotados en África además de poeta ugandés publicado en los Estados Unidos y traducido a varias lenguas además de piloto de la fuerza aérea francesa y edecán de De Gaulle en sus últimos viajes oficiales.

“Además de centrofóbal de Peñarol en el 62” dijo Ray y empezamos a aullar de la risa con tanto entusiasmo que Sinclair se plegó agregándose títulos posesiones y cargos que hacían reverdecer apasionadamente la mirada de Ray. Yo ya estaba podrido de pisar excrementos y ver locos zumbando por las calles del barrio, pero esa última noche me devoré también la lástima y hasta le pregunté a Sinclair si era algo de Leo Brouwer y él me dijo que hermano. “¿Y Leo Brouwer quién es?” me preguntó enseguida. Yo le expliqué que era un compositor cubano que hacía muy buena música para guitarra y él contestó que debían ser hermanos, con seguridad. “Lo que compuse yo fue una ópera-rock que estrenamos en Grecia con mi ex-mujer” suspiró de repente y empezó a llorar densa y amansadoramente sobre nuestro silencio. Después pidió permiso salió de la pieza sin cerrar la puerta. Ramón se fue al minuto que desapareció Sinclair, visiblemente asqueado bajo la risa seca y envarando su lomo en un sacón de cuero que trajo de la gira por estados Unidos.

Cuando Sinclair bajó de su chambre (la 20) estábamos calmados y Pedrito se quejó No tener hasch para un petardo más carajo, y sus dieciséis años no podían con el peso de la noche. El Cordobés estaba como idiotizado estirado a lo largo de la cama de matrimonio al costado de Ray, que saludó a Sinclair frotándose las manos. “A ver a ver” le dijo con sus v fronterizas agravadas y alegres cuando vio el portafolio prensado debajo del sobaco. Entonces lo encontramos. Lo encontramos fotografiado en un diario ugandés saludando al delirio del teatro ateniense donde se estrenó la ópera-rock Jerusalén y Atenas, compuesta a medias con una muchacha que también saludaba agarrada de la mano. No se veía su rostro bajo el velo de la melena rubia pero sí el de Sinclair: estaba bien peinado y con traje y corbata y unos diez años menos -aunque la fecha del recorte nos certificaba que eran diez meses en lugar de años. Nos miramos con Ray. Sinclair me agarró un brazo para mostrarme un libro editado en New York: su primer poemario en tercera edición. Se llamaba Monologue with Kierkegaard, y en la contracarátula de lujo se perfilaba un rostro todavía más joven que el del recorte manoseado: Sinclair había nacido 36 años antes en Entebbe y había sido educado en Estados Unidos y apadrinado por William Burroughs y su Monologue with Kierkegaard era uno de los vuelos más altos que jamás alcanzó la lírica africana, según lo declaraban por unanimidad la crítica sajona y teutona y francesa.

Nos miramos con Ray. Después felicitaron en bloque a Sinclair, que lloró bobamente y se sorbió unos mocos entreverados en el bigotito de los últimos días y agarró el portafolios y subió la escalera monologando con el gran danés. “Cristo” le dije a Ray: “Nunca voy a poder escribir este cuentazo. Parece una joda”. “¿Por qué?” preguntó Ray. “Porque lo escribió Onetti en el cincuenta y pico. Se llama El álbum” dije: “Es esto mismo que-”. “Che: ¿quién se anota con huevos con jamón en el pub?” me interrumpió Pedrito, embutiéndose el poncho. Yo ya había aterrizado y sentí en carne y alma el hambre más voraz de París de los últimos meses: la última noche de hambre antes de que París se diera vuelta a devorarme a mí.

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