H. G. V.
La última película de Woody Allen es un interesante manotón de ahogado.
Y a los fanáticos que un día elegimos viajar a instalarnos en la intemperie parisina empujados por el último libro de Hemingway -A moveable feast- el tema nos toca mal, como se dice ahora para acusar una conmoción pinchuda.
Esta cuasi-comedia con un tramposo happy end no parece haberles terminado de cerrar, sin embargo, a los entusiasmadísimos voyeurs que me la recomendaron.
Le falta algo, comentan.
Y creo que lo que hace falta es leerla filosóficamente.
En esta historia Allen nos acorrala con la tentación del eterno retorno al paraíso pre-natal, el in illo tempore o la Edad Dorada que nos vendió la locura de Rousseau y la del propio Papá Hemingway, cuando recordaba su juventud en París como una fiesta móvil.
El narrador inventa un recurso-clisé apenas ingenioso para que su personaje -que tiene un nombre de pila muy significativo entre los rioplatenses- viaje en el tiempo y se entrevere in situ con algunos de sus máximos ídolos.
Pero no encuentra una redondez dialógica o un Gran Tiempo históricamente alto, para hablarlo en Bajtin y Kosik al mismo tiempo. Lo que corroía las tripas del mito festivo era una neurosis noósica idéntica a la de las pasarelas del cambalache actual.
París era un infierno tanto en los Twenties como en la Belle Époque porque la sequedad racionalista (y minusválida de verticalidades arquetípicas dignas del Renacimiento o el Barroco) ya había empezado a ahogarnos con la adicción a la excursión nostalgiosa o utópica en lugar de profesar la sacrificadísima y desértica búsqueda de la completud que supieron implantar en su tempo interior un Cézanne, un Mahler o un Proust.
Finalmente, el protagonista zafa de los espejismos en flashback y la masturbación idolátrica y se instala en el París actual conducido por una rubiecita salvadora que simboliza su costilla celeste (ella debe ser leída así o queda mamarrachesca.)
Y se anima a correr bajo la lluvia para construir su incanjeable PAX-LUX, lo que implica vivir con el alma en un orsai que el establishment casi siempre penaliza.
Aprendí que en esta vida / hay que llorar si otros lloran / y si la murga se ríe uno se debe reír / no pensar ni equivocado / ¿para qué igual se vive? / y además corrés el riesgo / que te bauticen gil.
Allen acepta atravesar la mojadura cósmica que nos libera del carnaval posmo, sabiendo que el noventa y nueve por ciento de los imprescindibles brecthianos son ninguneados o escupidos hasta por sus propias parejas. Lope de Vega dixit: Quien lo vivió, lo sabe.
Y además, para reforzar el condimento agricómico, los rioplatenses nos quedamos pensando que el nombre de pila del personaje es, precisamente, Gil.
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