lunes

UN ESCRITO CRÍTICO DE CÉSAR VALLEJO



AUTOPSIA DEL SUPERREALISMO

La inteligencia capitalista ofrece, entre otros síntomas de su agonía, el vicio del cenáculo.

Es curioso observar cómo las crisis más agudas y recientes del imperialismo económico -la guerra, la racionalización industrial, la miseria de las masas, los cracs-, corresponden sincrónicamente a una furiosa multiplicación de escuelas literarias, tan improvisadas como efímeras. Hacia 1914, nacía el expresionismo (Dovorack, Fretzer). Hacia 1914, nacía el cubismo (Apollinaire, Reverdy). En 1917 nacía el dadaísmo (Tzara, Picabia). En 1924 el superrealismo (Breton, Rivermont Dessaigues). Sin contar las escuelas ya existentes: simbolismo, futurismo, neo simbolismo, unanimismo, etc. Por último, a partir del superrealismo, irrumpe casi simultáneamente una nueva escuela literaria. Nunca el pensamiento social se fraccionó en tantas y tan fugaces fórmulas. Nunca experimentó un gusto tan frenético ni una tal necesidad por estereotiparse en recetas y clisés, como si tuviese miedo de la libertad y como si no pudiese producirse en su unidad orgánica. Anarquía y desagregación semejantes no se vio sino entre filósofos y poetas de la decadencia, en el ocaso de la civilización grecolatina. Las de hoy, a su turno, anuncian una nueva decadencia del espíritu: el ocaso de la civilización capitalista.
La última escuela de mayor cartel, el superrealismo, acaba de morir oficialmente. En verdad, el superrealismo como escuela literaria, no representaba ningún aporte constructivo. Era una receta más de hacer poemas sobre medida, como lo son y serán las escuelas literarias de todos los tiempos.

Más todavía. No era ni siquiera una receta original. Todos los pomposos y abracadabrantes métodos del superrealismo fueron condenados y vienen de unos cuantos pensamientos esbozados al respecto por Apollinaire. Basados sobre estas ideas del autor de Caligramas, los manifiestos superrealistas se limitaban a edificar inteligentes juegos de salón relativos a la escritura automática, a la moral, a la religión, a la política.

Juegos de salón, he dicho, e inteligentes también; cerebrales, debiera decir. Cuando el superrealismo llegó, por la dialéctica ineluctable de las cosas, a afrontar los problemas vivientes de la realidad -que no dependen precisamente de las elucubraciones abstractas y metafísicas de ninguna escuela literaria- el superrealismo se vio en apuros. Para ser consecuentes con lo que los propios superrealistas llamaban “espíritu crítico y revolucionario”, de este movimiento, había que saltar al medio de la calle y hacerse cargo, entre otros, del problema político y económico de nuestra época. El superrealismo se hizo entonces anarquista, forma ésta la más abstracta, mística y cerebral de la política y la mejor que se avenía al carácter ontológico y hasta ocultista del cenáculo. Dentro del anarquismo, los superrealistas podían seguir reconociéndose, pues con él podía convivir y hasta consustanciarse el orgánico nihilismo de la escuela.

Pero, más tarde, andando las cosas, los superrealistas llegaron a percibir que, fuera del catecismo superrealista, había otro método revolucionario, tan “interesante” como el que ellos proponían: me refiero al marxismo. Leyeron, meditaron y, por un milagro muy burgués de eclecticismo o de “combinación inextricable”, Breton propuso a sus amigos la combinación y síntesis de ambos métodos. Los superrealistas se hicieron inmediatamente comunistas. Es sólo en ese momento -y no antes ni después-, que el superrealismo adquiere cierta trascendencia social. De simple fábrica de poetas en serie, se transforma en un movimiento político y militante y en una pragmática intelectual realmente viva y revolucionaria. El superrealismo mereció entonces ser tomado en consideración y calificado como una de las corrientes literarias más vivientes y constructivas de la época.

Sin embargo este concepto no está exento de beneficio de inventario. Había que seguir los métodos y disciplinas superrealistas ulteriores, para saber hasta qué punto su contenido y su acción eran en verdad y sinceramente revolucionarios. Aun cuando se sabía que aquello de coordinar el método superrealista con el marxismo no pasaba de un disparate juvenil o de una mistificación provisoria, quedaba la esperanza de que, poco a poco se irían radicalizando los flamantes e imprevistos bolcheviques.

Por desgracia, Breton y sus amigos, contrariando y desmintiendo su estridente declaración de fe marxista, siguieron siendo, sin poder evitarlo y subconscientemente, unos intelectuales anarquistas incurables. Del pesimismo y la desesperación superrealista de los primeros momentos -pesimismo y desesperación que, a su hora pudieron motorizar eficazmente la concurrencia del cenáculo- se hizo un sistema académico y estático, un método académico. La crisis moral e intelectual que el superrealismo propuso promover y que (otra falta de originalidad de la escuela) arrancara y tuviera su primera y máxima expresión en el dadaísmo, se anquilosó en sicopatía de bufete y en clisé literario, pese a las inyecciones dialécticas de Marx y la adhesión formal y oficiosa de los inquietos jóvenes al comunismo.

El pesimismo y la desesperación deben ser siempre etapas y no metas. Para que ellos agiten y fecunden el espíritu, deben desenvolverse hasta transformarse en manifestaciones constructivas. De otra manera, no pasan de gérmenes patológicos, condenados a devorarse a sí mismos. Los superrealistas, burlando la ley del devenir vital, se academizaron, repito, en su famosa crisis moral e intelectual y fueron impotentes para excederla y superarla con formas realmente revolucionarias, es decir, destructivo-constructivas.

Desde el punto de vista literario, sus producciones siguieron caracterizándose por un evidente refinamiento burgués. La adhesión al comunismo no tuvo reflejo alguno sobre el sentido y las formas esenciales de sus obras. El superrealismo se declaraba incapaz por todos estos motivos, para comprender y para practicar el verdadero y único espíritu revolucionario de estos tiempos; el marxismo. El superrealismo perdió rápidamente la sola presencia social que habría podido ser la razón de su existencia y empezó a agonizar irremediablemente. A la hora en que estamos el superrealismo es un cadáver (como cenáculo meramente literario, repito, fue siempre como todas las escuelas, una impostura de la vida, un vulgar espantapájaros). La declaración de defunción acaba de producirse en dos documentos de parte interesada: el segundo manifiesto de Breton y el que, con el título de Un Cadáver firman con Breton numerosos superrealistas encabezados por Ribemont-Dessaigues. Ambos manifiestos establecen, junto con la muerte y descomposición ideológica del superrealismo, su disolución como grupo o agregado físico. Se trata de un cisma o derrumbe total de la capilla, el más grave y el último de la serie ya larga de sus derrumbes.

Breton, en su segundo Manifiesto, revisa la doctrina superrealista, mostrándose satisfecho de su realización y resultado.

Breton continúa siendo, hasta sus postreros instantes, un intelectual profesional, un ideólogo escolástico, un rebelde de bufete, un dómine recalcitrante, un polemista estilo Maurras, en fin, un anarquista de barrio. Declara, de nuevo, que el superrealismo ha triunfado porque ha obtenido lo que se proponía: “Suscitar, desde el punto de vista moral e intelectual, una crisis de conciencia”.

Breton se equivoca. Si, en verdad, ha leído y se ha suscripto al marxismo, no me explico cómo olvida que dentro de esta doctrina, el rol de los escritores no está en suscitar crisis morales más o menos graves, es decir en hacer la revolución por arriba, sino al contrario, en hacerlas por abajo. Breton olvida que no hay más que una sola revolución: la proletaria. La única crisis es la crisis económica y ella se halla planteada -como hecho y no simplemente como noción o como “diletantismo”- desde hace siglos. En cuanto al resto del segundo Manifiesto, Breton lo dedica a destacar con vociferaciones e injurias personales de policía literaria, a sus antiguos cofrades, lujurias y vociferaciones que denuncian el carácter burgués y burgués de íntima entraña, de sus “crisis de conciencia”. El otro manifiesto titulado Un Cadáver, ofrece lapidarios pasajes necrológicos sobre Breton. “Un instante -dice Ribemont-Dessiagues-, nos gustó el superrealismo: amores de juventud, amores si se quiere de domésticos. Los jovencitos están autorizados a amar hasta a la mujer del gendarme (esta mujer está encarnada en la estética de Breton). Falso compañero, falso comunista, falso revolucionario, pero verdadero y auténtico farsante, Breton debe cuidarse de la guillotina: qué estoy diciendo! No se guillotina a los cadáveres”.

“Breton garabateaba -dice Roger Vitrac-, garabateaba un estilo de reaccionario y de santurrón, sobre ideas subversivas, obteniendo un curioso resultado, que no dejó de asombrar a los pequeños burgueses, a los pequeños comerciantes e industriales, a los acólitos de seminario y a los cardíacos de las escuelas primarias”.

“Breton -dice Jacques Prevert- fue un tartamudo y lo confundió todo: la desesperación y el dolor al hígado, las Biblia y los Cantos de Maldoror, Dios y Dios, la tinta y la mesa, las barricadas y el diván de Madame de Sabatier, el marqués de Sade y jean Lorrain, la Revolución Rusa y la Revolución Superrealista… (Mayordomo lírico, distribuyó diplomas a los enamorados que versificaban y en los días de indulgencia, a los principiantes en desesperación.)

“El cadáver de Breton -dice Michel Leisisme- da asco, entre otras causas porque es el cadáver de un hombre que vivió siempre de cadáveres”.

“Naturalmente -dice Jacques Rigaut- Breton hablaba muy bien del amor, pero en la vida era un personaje de Courteline”.

Etc. etc. etc.

Sólo que estas mismas apreciaciones sobre Breton pueden ser aplicadas a todos los superrealistas sin excepción, y a la propia escuela difunta.

Se dirá que es el lado clownesco y circunstancial de los hombres y no el fondo histórico del movimiento. Muy bien dicho. Con tal de que este fondo histórico exista en verdad, lo que en este caso no es así. El fondo histórico del superrealismo es casi nulo desde cualquier aspecto que se le examine.

Así pasan las escuelas literarias, tal es el destino de toda inquietud que, en vez de devenir laboratorio creador, no llega a ser más que una bella fórmula. Inútiles les resultarán entonces los reclamos tonantes, los pregones para el vulgo, la publicidad en colores, en fin, las prestidigitaciones y los trucos del oficio.

Junto con el árbol abortado se asfixia la hojarasca.

Veremos si no sucede lo propio con el populismo, la novísima escuela literaria que sobre la tumba recién abierta del superrealismo, acaba de fundar André Therive y sus amigos.

(De Nosotros, París, febrero de 1930)

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