¡SITIADOS!
RICARDO AROCENA
La derrota en la Batalla del Cerrito, acaecida el 31 de diciembre de 1812, confinará a los españoles entre los murallones de Montevideo, adonde la población desde los inicios del sitio, se veía asediada por una letal epidemia de "escorbuto y fiebre pútrida", provocada por los rigores de la guerra. Pese a que las fuerzas sitiadoras permitían el suministro de alimentos, muy pronto estos habían escaseado, favoreciendo la irrupción de la nociva dolencia, causada por la insuficiencia de sustancias nutritivas. El sofocante verano había facilitado que se instalara en forma endémica.
Los moradores de la imponente metrópolis parecían espectros que deambulaban por las calles emplazando a la muerte. El estado de alucinación y delirio encontraba su clímax, cuando las noches sin luna, procurando acabar con el inmóvil quietismo de las sombras, los soldados encendían centenas de hogueras a lo largo del perímetro urbano. Desde barriles con sebo o aceite de lobo, que eran encendidos al levantarse el puente, una parpadeante luz mortecina emanaba, envolviéndolo todo con un toque fantasmal.
Procurando mejorar el ambiente malsano, los galenos reiteradas veces se habían reunido con las autoridades hispanas, para discutir la posibilidad de que los enfermos fueran trasladados a la Isla Martín García, medida que nunca llegará a concretarse por la ausencia de recursos. Nada lograba evitar que la "madre de todas las celadas", como era llamada la tenebrosa epidemia, avanzara originando un "silencioso estrago".
El escorbuto ataca en las regiones sacudidas por hambrunas y mal tratado es invariablemente mortal. Por ese motivo cada día era mayor el número de fallecidos, tanto entre la tropa española, como entre los civiles. Al principio, a los enfermos, para que respiraran aire libre, se los paseaba apiñados en carretas por las empedradas calles montevideanas, hasta los portones de la ciudad.
La avitaminosis los había transformado en seres deformados por máculas púrpuras, verdes o marrones, que parecían querer devorar la piel. Vistos desde las aceras parecían estar sonriendo, cuando en realidad sus bocas, de mucosas abultadas, se habían transmutado en una crispada mueca infecciosa que sangraba, y con escasos dientes.
El apocalíptico espectáculo de aquellos cuerpos flagelados por sangrías en los músculos de los brazos y trombosis en las piernas, horrorizaba a quienes lo veían y sumía a los familiares de los enfermos en la más cruel desesperación, por lo que con el correr del tiempo se abandonó el lúgubre paseo, del cual por otra parte, por lo general, los carruajes retornaban con nuevos fallecidos.
Un alto número de enfermos sufrirá alteraciones emocionales por el dolor y la inminencia del final e involucionará a tiempos primitivos de su vida síquica, siendo ganados por la demencia y el delirio. Familiares y amigos los rehuirán aterrados, para no tener que asumir que algo similar les podía acaecer. Pero, paradojalmente, como la enajenación suele ser contagiosa, abundaban las crisis histéricas entre los que no habían contraído la enfermedad.
Ante la carencia de alimentos el sepulturero intentará lucrar. Es así que instrumenta el negocio de sembrar acelgas en el cementerio, para luego venderlas en la ciudad, pero muchos pobladores, luego de comprarle, se toparon, espantados y con asco, con que entre las raíces había restos de cadáveres. También escaseaba el agua potable, por encontrarse los pozos de la Aguada contaminados, pestilentes y salobres, por lo que procurando refrescar el ambiente, de los buques fondeados en la bahía se enviaba agua salada, con la que se higienizaba las calles.
Por la tozudez y soberbia de las autoridades españolas el sitio de Montevideo dura 22 largos meses. Durante ese tiempo el Lego Fray Juan de Azcalza hará lo imposible para llevarle algo de comida a las muchedumbres, a la plaza principal. Cada mediodía centenares de esqueletos humanos lo rodearán, famélicos, peleándose por alcanzar el magro sustento recolectado con supremo esfuerzo.
Como llegar hasta el lugar de reparto de la comida por lo general era imposible, los más creativos e ingeniosos amarraban sus recipientes a largos bastones, que levantaban por sobre los que estaban más adelante. Solía ocurrir que luego de quemarse por apurados, muchos de aquellos pobres seres se quedaban en el lugar, para husmear el humo de los tachos, como si el caldeado vapor también alimentara.
Componían los miles de desamparados agobiados padres de familia, madres solas, ancianos, niños y niñas que habían quedado huérfanos por la guerra y la peste y se habían lanzado a la calle. En suma, viejos y "nuevos" pobres, que no pocas veces retornarán a sus moradas con las manos vacías.
Durante el cerco fue muy común que grupos de sitiadores, protegidos por las penumbras, entonaran cielitos en los alrededores de la plaza sobre la lucha revolucionaria, o a la infausta situación reinante de quienes se encontraban entre los muros de Montevideo. Los hermosísimos versos que siguen a continuación fueron cuidadosamente anotados por uno de los oficiales de la artillería española, que defendía las murallas:
Si a la libertad ¡Oh, pueblo!
Prefieres el sucumbir,
Ya tu destrucción preveo,
Infeliz Montevideo;
Infeliz.
La peste, el hambre y el hierro,
Tu soberbia han de abrir,
Y serás triste trofeo,
Infeliz Montevideo;
Infeliz.
Sirviendo a duros tiranos,
Que te pisan la cerviz,
Gozas de esclava el empleo,
Infeliz Montevideo;
Infeliz.
VICTORIA
Desde los altos muros que protegían a la ciudad los miles de soldados patriotas asemejaban tenaces e infatigables enjambres, en permanente movimiento. Muchas veces, cuando caía la noche, de aquella enorme colmena humana se desprendían algunas figuras, que con sigilo solían dirigirse hasta el foso externo a la ciudad. A la cabeza marchaba una muchacha de paso firme, mirada clara y voz sonora, llamada Victoria.
Su armónico canto crecía hacia el inmaculado cielo, tensando pasiones o asestando nostalgias, en lo más extremo del frente de batalla, adonde en cualquier momento podía aparecer una de las crueles "partidas" para acabar con sus coplas. No era improbable que ocurriera, porque los versos de la muchacha eran más "peligrosos" que las balas. Aunque por lo general, cuando ella comenzaba a vocalizar, el enemigo peninsular optaba por escucharla.
No será la única que desafiará a los sitiadores con su música y su canto. Todo pueblo que combate por su libertad, suele ser un pueblo que baila y canta. La historia registrará algunas de las letras de los anónimos y valientes trovadores orientales, que alternarán la copla sentimental y dramática, con el canto belicoso y burlesco, como en este caso:
Los chanchos de Vigodet,
Han encerrado en su chiquero,
Marchan al son de una gaita,
Echando al hombro un fingueiro.
¡Cielito de los gallegos!
¡Ay! Cielito del dios Baco:
Que salgan al campo limpio
Y verán lo que es tabaco.
También amenazador, beligerante y divertido, es este otro cielito, con el que los patriotas fustigan a sus enemigos:
Vigodet en su corral
Se encerró con sus gallegos
Y temiendo que lo apialen
Se anda haciendo el chancho rengo.
Cielo de los macarrones.
¡Ay! Cielito de los potrillos,
Ya bancarán cuando sientan
Las espuelas y el lomillo.
En octubre de 1813, cumplido exactamente un año de los inicios del sitio, el bombardeo contra la ciudad arrecia, al punto de hacer estremecer a Vigodet en su retrete, al caer las vidrieras que lo rodeaban hechas pedazos. Por las noches grupos de desafiantes paisanos, al pie de las murallas, entonarán este cielito burlón:
Los víveres de los godos
Cayeron con su gotela,
Pero ahí les mandamos bombas,
En lugar de la galleta
Cielo de sus vanidades,
¡Ay! Cielito de su tormento,
De comer tantos porotos.
Están muy llenos de viento.
Tampoco las lluvias de aquel mes, impedirán las permanentes visitas musicales de los patriotas, ni que coreen responsos funerarios contra el imperio colonial español:
Vigodet con sus gallegos,
Murieron de consunción,
Y este responso les cantan,
Los libres de la nación:
Kirie eleisón-Kirie eleisón
El escorbuto y la sarna
Causaron su destrucción,
Y detrás iban llorando,
Mil godos en procesión,
Kirie eleisón-Kirie eleisón
FIGURAS Y FIGURILLAS
Además solía arrimarse a los portones de Montevideo el joven Juan Antonio Lavalleja, para retar a los soldados españoles a "probar el latón":
-¡Soy un Lavalleja, teniente oriental! ¡Cobardes gallegos! -desafiaba con gritos que llegaban hasta la propia plaza y eran escuchados por los vecinos.
Como la escena se repetía, los ibéricos deciden emboscar al ardiente patriota, escondiéndose en una zanja, desde donde le disparan una cerrada descarga. El oriental logra escapar a duras penas y con el caballo seriamente lastimado.
De una forma o de otra el intercambio entre ambos lados del frente de batalla no cesó durante los casi dos años del asedio de Montevideo. Cierto día, discretamente, un soldado sitiador convoca a los centinelas españoles para ofrecerles que les arrimaba a las murallas legumbres y carne fresca a cambio de bebidas espirituosas. Los peninsulares aceptan y en el lugar convenido para el intercambio encuentran, cuidadosamente protegidos en un terraplén, tres paquetes bien atados de carne fresca, verdura y grasa. Dejan a cambio cuatro frascos con vino, caña y ron. A las 10 de la noche perciben un cuerpo que se mueve con sigilo entre las sombras y que ni bien encuentra los frascos, con gozo se pone a vociferar:
-¡Bien haiga los gallegos!
El intercambio continúa durante un tiempo, hasta que al paisano lo detiene una patrulla que no conoce el acuerdo y lo lleva irremediablemente preso.
Tampoco la suerte le duró demasiado al comerciante Llanos, quien se encontraba en la pulpería junto con el "escribiente Obes", refugiándose de la lluvia, cuando accidentalmente explota un barril de pólvora. Dos cuartos del local y dos casas aledañas se desplomaron, matando a once personas, entre ellas el pulpero, cuatro esclavos y a la mujer, suegra y cuatro hijos del contramaestre Bernardo, que se salvó porque circunstancialmente no se encontraba en el local.
Nadie podía creer cuando entre los escombros el comerciante y el notario, junto a una anciana y una niña, emergen ilesos. Cabía esperar que Llanos se mostrara agradecido al destino por su "nueva oportunidad", pero no fue así. Unos meses después de la milagrosa escapatoria, procurando atenuar la asfixiante situación, las autoridades hispanas le solicitan recursos para sostener la guarnición, pero el hombre, famoso por lo avaro, rechaza realizar cualquier donación. El destino lo castiga: fallece a los pocos días de muerte natural. Los vecinos, en los corrillos, repetían que por tener el "corazón en el bolsillo", el mercader había muerto de "una contribución".
Entre las tantas anécdotas también se cuenta que se encontraba en la Capilla de San Francisco un párroco realizando un sermón, cuando comienzan a caer bombas en las proximidades:
-¡Hijos, no hay que temer...! ¡Dios nos cuida! -procuraba tranquilizar el misionero a los feligreses, para que no se fueran.
Pero ni bien termina de pronunciar las últimas palabras, muy cerca "silva una redonda", y el cura, desconfiando en el celestial "escudo" al que estaba invocando, escapa corriendo en medio del alboroto, seguido por las espantadas matronas que lo estaban escuchando.
Pero ni las balas ni la peste impedirán que se celebre el carnaval, que será festejado como si nada estuviera ocurriendo. A falta de agua potable, los pobladores harán guerrillas con la de mar. Y la cal sustituirá a los huevos, en el momento de fastidiar a algún cristiano. Los festejos, un tanto violentos, dejan como resultado, a "cuatro sin nariz y seis tuertos". Apenas habían terminado las carnestolendas cuando la realidad se impone y españoles y orientales se enfrentan crudamente, peleando sin tregua, casa por casa, en la zona del Cordón. Desdichada ciudad... el sitio, la guerra y la muerte continuaban... Mientras, desde atrás de los muros, se repetía acompasadamente: "¡Infeliz Montevideo, Infeliz!"
RICARDO AROCENA
La derrota en la Batalla del Cerrito, acaecida el 31 de diciembre de 1812, confinará a los españoles entre los murallones de Montevideo, adonde la población desde los inicios del sitio, se veía asediada por una letal epidemia de "escorbuto y fiebre pútrida", provocada por los rigores de la guerra. Pese a que las fuerzas sitiadoras permitían el suministro de alimentos, muy pronto estos habían escaseado, favoreciendo la irrupción de la nociva dolencia, causada por la insuficiencia de sustancias nutritivas. El sofocante verano había facilitado que se instalara en forma endémica.
Los moradores de la imponente metrópolis parecían espectros que deambulaban por las calles emplazando a la muerte. El estado de alucinación y delirio encontraba su clímax, cuando las noches sin luna, procurando acabar con el inmóvil quietismo de las sombras, los soldados encendían centenas de hogueras a lo largo del perímetro urbano. Desde barriles con sebo o aceite de lobo, que eran encendidos al levantarse el puente, una parpadeante luz mortecina emanaba, envolviéndolo todo con un toque fantasmal.
Procurando mejorar el ambiente malsano, los galenos reiteradas veces se habían reunido con las autoridades hispanas, para discutir la posibilidad de que los enfermos fueran trasladados a la Isla Martín García, medida que nunca llegará a concretarse por la ausencia de recursos. Nada lograba evitar que la "madre de todas las celadas", como era llamada la tenebrosa epidemia, avanzara originando un "silencioso estrago".
El escorbuto ataca en las regiones sacudidas por hambrunas y mal tratado es invariablemente mortal. Por ese motivo cada día era mayor el número de fallecidos, tanto entre la tropa española, como entre los civiles. Al principio, a los enfermos, para que respiraran aire libre, se los paseaba apiñados en carretas por las empedradas calles montevideanas, hasta los portones de la ciudad.
La avitaminosis los había transformado en seres deformados por máculas púrpuras, verdes o marrones, que parecían querer devorar la piel. Vistos desde las aceras parecían estar sonriendo, cuando en realidad sus bocas, de mucosas abultadas, se habían transmutado en una crispada mueca infecciosa que sangraba, y con escasos dientes.
El apocalíptico espectáculo de aquellos cuerpos flagelados por sangrías en los músculos de los brazos y trombosis en las piernas, horrorizaba a quienes lo veían y sumía a los familiares de los enfermos en la más cruel desesperación, por lo que con el correr del tiempo se abandonó el lúgubre paseo, del cual por otra parte, por lo general, los carruajes retornaban con nuevos fallecidos.
Un alto número de enfermos sufrirá alteraciones emocionales por el dolor y la inminencia del final e involucionará a tiempos primitivos de su vida síquica, siendo ganados por la demencia y el delirio. Familiares y amigos los rehuirán aterrados, para no tener que asumir que algo similar les podía acaecer. Pero, paradojalmente, como la enajenación suele ser contagiosa, abundaban las crisis histéricas entre los que no habían contraído la enfermedad.
Ante la carencia de alimentos el sepulturero intentará lucrar. Es así que instrumenta el negocio de sembrar acelgas en el cementerio, para luego venderlas en la ciudad, pero muchos pobladores, luego de comprarle, se toparon, espantados y con asco, con que entre las raíces había restos de cadáveres. También escaseaba el agua potable, por encontrarse los pozos de la Aguada contaminados, pestilentes y salobres, por lo que procurando refrescar el ambiente, de los buques fondeados en la bahía se enviaba agua salada, con la que se higienizaba las calles.
Por la tozudez y soberbia de las autoridades españolas el sitio de Montevideo dura 22 largos meses. Durante ese tiempo el Lego Fray Juan de Azcalza hará lo imposible para llevarle algo de comida a las muchedumbres, a la plaza principal. Cada mediodía centenares de esqueletos humanos lo rodearán, famélicos, peleándose por alcanzar el magro sustento recolectado con supremo esfuerzo.
Como llegar hasta el lugar de reparto de la comida por lo general era imposible, los más creativos e ingeniosos amarraban sus recipientes a largos bastones, que levantaban por sobre los que estaban más adelante. Solía ocurrir que luego de quemarse por apurados, muchos de aquellos pobres seres se quedaban en el lugar, para husmear el humo de los tachos, como si el caldeado vapor también alimentara.
Componían los miles de desamparados agobiados padres de familia, madres solas, ancianos, niños y niñas que habían quedado huérfanos por la guerra y la peste y se habían lanzado a la calle. En suma, viejos y "nuevos" pobres, que no pocas veces retornarán a sus moradas con las manos vacías.
Durante el cerco fue muy común que grupos de sitiadores, protegidos por las penumbras, entonaran cielitos en los alrededores de la plaza sobre la lucha revolucionaria, o a la infausta situación reinante de quienes se encontraban entre los muros de Montevideo. Los hermosísimos versos que siguen a continuación fueron cuidadosamente anotados por uno de los oficiales de la artillería española, que defendía las murallas:
Si a la libertad ¡Oh, pueblo!
Prefieres el sucumbir,
Ya tu destrucción preveo,
Infeliz Montevideo;
Infeliz.
La peste, el hambre y el hierro,
Tu soberbia han de abrir,
Y serás triste trofeo,
Infeliz Montevideo;
Infeliz.
Sirviendo a duros tiranos,
Que te pisan la cerviz,
Gozas de esclava el empleo,
Infeliz Montevideo;
Infeliz.
VICTORIA
Desde los altos muros que protegían a la ciudad los miles de soldados patriotas asemejaban tenaces e infatigables enjambres, en permanente movimiento. Muchas veces, cuando caía la noche, de aquella enorme colmena humana se desprendían algunas figuras, que con sigilo solían dirigirse hasta el foso externo a la ciudad. A la cabeza marchaba una muchacha de paso firme, mirada clara y voz sonora, llamada Victoria.
Su armónico canto crecía hacia el inmaculado cielo, tensando pasiones o asestando nostalgias, en lo más extremo del frente de batalla, adonde en cualquier momento podía aparecer una de las crueles "partidas" para acabar con sus coplas. No era improbable que ocurriera, porque los versos de la muchacha eran más "peligrosos" que las balas. Aunque por lo general, cuando ella comenzaba a vocalizar, el enemigo peninsular optaba por escucharla.
No será la única que desafiará a los sitiadores con su música y su canto. Todo pueblo que combate por su libertad, suele ser un pueblo que baila y canta. La historia registrará algunas de las letras de los anónimos y valientes trovadores orientales, que alternarán la copla sentimental y dramática, con el canto belicoso y burlesco, como en este caso:
Los chanchos de Vigodet,
Han encerrado en su chiquero,
Marchan al son de una gaita,
Echando al hombro un fingueiro.
¡Cielito de los gallegos!
¡Ay! Cielito del dios Baco:
Que salgan al campo limpio
Y verán lo que es tabaco.
También amenazador, beligerante y divertido, es este otro cielito, con el que los patriotas fustigan a sus enemigos:
Vigodet en su corral
Se encerró con sus gallegos
Y temiendo que lo apialen
Se anda haciendo el chancho rengo.
Cielo de los macarrones.
¡Ay! Cielito de los potrillos,
Ya bancarán cuando sientan
Las espuelas y el lomillo.
En octubre de 1813, cumplido exactamente un año de los inicios del sitio, el bombardeo contra la ciudad arrecia, al punto de hacer estremecer a Vigodet en su retrete, al caer las vidrieras que lo rodeaban hechas pedazos. Por las noches grupos de desafiantes paisanos, al pie de las murallas, entonarán este cielito burlón:
Los víveres de los godos
Cayeron con su gotela,
Pero ahí les mandamos bombas,
En lugar de la galleta
Cielo de sus vanidades,
¡Ay! Cielito de su tormento,
De comer tantos porotos.
Están muy llenos de viento.
Tampoco las lluvias de aquel mes, impedirán las permanentes visitas musicales de los patriotas, ni que coreen responsos funerarios contra el imperio colonial español:
Vigodet con sus gallegos,
Murieron de consunción,
Y este responso les cantan,
Los libres de la nación:
Kirie eleisón-Kirie eleisón
El escorbuto y la sarna
Causaron su destrucción,
Y detrás iban llorando,
Mil godos en procesión,
Kirie eleisón-Kirie eleisón
FIGURAS Y FIGURILLAS
Además solía arrimarse a los portones de Montevideo el joven Juan Antonio Lavalleja, para retar a los soldados españoles a "probar el latón":
-¡Soy un Lavalleja, teniente oriental! ¡Cobardes gallegos! -desafiaba con gritos que llegaban hasta la propia plaza y eran escuchados por los vecinos.
Como la escena se repetía, los ibéricos deciden emboscar al ardiente patriota, escondiéndose en una zanja, desde donde le disparan una cerrada descarga. El oriental logra escapar a duras penas y con el caballo seriamente lastimado.
De una forma o de otra el intercambio entre ambos lados del frente de batalla no cesó durante los casi dos años del asedio de Montevideo. Cierto día, discretamente, un soldado sitiador convoca a los centinelas españoles para ofrecerles que les arrimaba a las murallas legumbres y carne fresca a cambio de bebidas espirituosas. Los peninsulares aceptan y en el lugar convenido para el intercambio encuentran, cuidadosamente protegidos en un terraplén, tres paquetes bien atados de carne fresca, verdura y grasa. Dejan a cambio cuatro frascos con vino, caña y ron. A las 10 de la noche perciben un cuerpo que se mueve con sigilo entre las sombras y que ni bien encuentra los frascos, con gozo se pone a vociferar:
-¡Bien haiga los gallegos!
El intercambio continúa durante un tiempo, hasta que al paisano lo detiene una patrulla que no conoce el acuerdo y lo lleva irremediablemente preso.
Tampoco la suerte le duró demasiado al comerciante Llanos, quien se encontraba en la pulpería junto con el "escribiente Obes", refugiándose de la lluvia, cuando accidentalmente explota un barril de pólvora. Dos cuartos del local y dos casas aledañas se desplomaron, matando a once personas, entre ellas el pulpero, cuatro esclavos y a la mujer, suegra y cuatro hijos del contramaestre Bernardo, que se salvó porque circunstancialmente no se encontraba en el local.
Nadie podía creer cuando entre los escombros el comerciante y el notario, junto a una anciana y una niña, emergen ilesos. Cabía esperar que Llanos se mostrara agradecido al destino por su "nueva oportunidad", pero no fue así. Unos meses después de la milagrosa escapatoria, procurando atenuar la asfixiante situación, las autoridades hispanas le solicitan recursos para sostener la guarnición, pero el hombre, famoso por lo avaro, rechaza realizar cualquier donación. El destino lo castiga: fallece a los pocos días de muerte natural. Los vecinos, en los corrillos, repetían que por tener el "corazón en el bolsillo", el mercader había muerto de "una contribución".
Entre las tantas anécdotas también se cuenta que se encontraba en la Capilla de San Francisco un párroco realizando un sermón, cuando comienzan a caer bombas en las proximidades:
-¡Hijos, no hay que temer...! ¡Dios nos cuida! -procuraba tranquilizar el misionero a los feligreses, para que no se fueran.
Pero ni bien termina de pronunciar las últimas palabras, muy cerca "silva una redonda", y el cura, desconfiando en el celestial "escudo" al que estaba invocando, escapa corriendo en medio del alboroto, seguido por las espantadas matronas que lo estaban escuchando.
Pero ni las balas ni la peste impedirán que se celebre el carnaval, que será festejado como si nada estuviera ocurriendo. A falta de agua potable, los pobladores harán guerrillas con la de mar. Y la cal sustituirá a los huevos, en el momento de fastidiar a algún cristiano. Los festejos, un tanto violentos, dejan como resultado, a "cuatro sin nariz y seis tuertos". Apenas habían terminado las carnestolendas cuando la realidad se impone y españoles y orientales se enfrentan crudamente, peleando sin tregua, casa por casa, en la zona del Cordón. Desdichada ciudad... el sitio, la guerra y la muerte continuaban... Mientras, desde atrás de los muros, se repetía acompasadamente: "¡Infeliz Montevideo, Infeliz!"
No hay comentarios:
Publicar un comentario