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EL MEJOR CUENTO DE FRANCISCO ESPÍNOLA (1901-1973)



Paró la oreja Sosa al oír exclamar al desconocido:

-¡Qué lástima, qué lástima, que la gente sea tan pobre!

Sosa ni caso había hecho cuando, media hora antes, vio recortarse en la puerta del despacho de bebidas al escuálido forastero. Siguió absorto en una sensación penosa que lo embargaba frecuentemente. Pero al rato, cuando separado ya el pulpero oyó al otro cerrar la conversación con “¡Qué lástima que la gente sea tan pobre!”, la sensación, de golpe, cambió de efecto. Y comenzó a reconfortarlo algo así como un desahogo.

¡Con que extraña dulzura había sido pronunciada la frase! Sin rabia, sin rencor... A nadie culpaba. Como si de las desgracias del mundo los hombres no fueran responsables.

-¡Eso está bien!- se dijo para sus adentros Sosa.

Y le pareció que rozaba todo su cuerpo desmirriado, como acariciándose a si mismo, contra un muro sin fin de largo y de color gris pizarra.

Con interés afectuoso observó. El desconocido era casi tan alto como él; y él era largo, de veras. Y, como él, flaco. Lampiño, y él tenía bigote. De botas raídas, y él con alpargatas. Los pantalones, a lo mejor, eran a media canilla, como los suyos. Pero con las botas, los extremos no se veían.

-A ver caballero, ¿qué se va a servir?

El otro se tornó hacia Sosa y miró en derredor. El invitado era él porque no había más nadie.

-Otra caña- respondió reposando en Sosa una mirada tiernísima.

El patrón, negro, ya viejo, de encasquetado sombrero muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó asimismo su gran “vaso particular” y tornó con él al rincón donde, entre el mostrador y la desmantelada estantería, sobre una pequeña mesa, escribía entre borrones la carta que cierta muchacha de las mancebías le encargó para el amor que estaba preso. Además de sombrero tenía lentes, el negro. Unos lentes de níquel, comprados de ocasión cuando el vendedor le dijo a boca de jarro: “Usted lo que precisa es lentes”.

Si no se lo hubiera dicho así, de golpe... El negro, desde su candidez tocada, aunque cabeceando un poco, sintió que no podía hacer otra cosa que sacar el dinero...

-¿Es forastero el señor?

-Es verdá. Vengo de Santa Escilda. Y medio ando por encontrar conchabo en la curtiembre de los Bastos.

-Buena gente, sin despreciar... ¡Salú!

Y alzó el vaso amarillo.

Entro un perrito a la taberna. Y tras él una mujer muy llamativamente acicalada que, mientras adquiría, buscó inútilmente con los ojos la mirada de los que estaban allí.

-¡Este hombre es muy gente!- pensaba Sosa.

Y comprendió que estimaba al desconocido con un cariño sin tiempo.

Cuando la joven se retiró sin haber conseguido ni por un momento atraer la atención de los amigos, Sosa se había alejado un poco de sus pensamientos, pues le andaban en la mente un carrito de pértigo y una yegua tordilla sobre la cual se vio al momento salir del monte con una carga muy grande. Con ahinco trató echar las imágenes por lo menos dentro del monte, otra vez. Pero infructuosamente. Tuvo que volver, pues, con ellos, al hombre que tenía la frente. Y dijo, al principio sin saber a dónde iría a parar; después, desde una grave firmeza.

-Yo tengo un carro y una yegua, caballero... Me la rebusco monteando y vendiendo leña

en el centro. Yo, el carro y la yegua estamos a la disposición.

-Se agradece en lo que vale. ¡Salú!

Se alzaron los vasos inseguros.

Sobre el mostrador pendía la lámpara. Las sombras de los amigos se acortaban. Ellos callaban. Bebían caña. Sosa sentía algo imposible e expresar, pero que era como el desarrollo de aquél “¡Qué lástima, qué lástima que la gente sea tan pobre!”, que le había hecho parar la oreja. O, tal vez, era un “¡Qué lástima!” sólo, que crecía y embargaba todas las cosas del mundo, y con ellas subía más allá de las nubes y las mostraba así, desoladas, míseras, a alguien capaz, si mirara, de acomodarlas mejor.

Con el índice mesaba los pelos del bigote contra ambos lados del labio.

Se oyó el pitar de un silbato. Otros, lejos, sonaron también. De la calle llegaron voces. Y una voz de mujer, clara y metálica. Más atrás, del fondo de la noche, ladridos. Y el jadeo de una locomotora.

El patrón, en un instante, al beber gran trago de caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, inclinado a un costado el sombrerazo para rascarse las motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con más empeño lo que la muchacha le recomendara, se inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura el corazón del negro se había ido conmoviendo secretamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quien. Y esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que, repitiendo un sorbo de caña, ponía sobre el papel, despacio, tembloroso, como algo íntimo: “Las cosas marchan muy mal. Viene muy poca gente. Ya los tiempos de antes no volverán nunca más...”

El negro vaciló, parpadeando. Se alejaba de las palabras de la muchacha.

Pero continuó por su cuenta, atraído como por una voz que lo llamaba desde el fondo de su ser: “Y cuando no hay nada al lado, cuando no hay nadie, nadie al lado, entonces se piensa en cuando la niñez. ¿Tan linda que era!”

Algún recuerdo muy hundido fue tocado por esta frase, pero la conciencia manoteó de nuevo, por suerte, la imagen de la muchacha, y, con ello, las verdaderas palabras a revelar en la carta hicieron presente su expectación. Lo que debía seguir era: “Voy a comprarme una pollera azul y un saquito blanco...”.

Esto, pues, lo volvió por entero a la realidad. Allí fue dónde el negro quedó en desazón. Inclinó a un costado el sombrero. Sin verlos, miró a los dos largos parroquianos. Dejó la pluma. Se quitó los lentes. Llevó a los labios su gran “vaso particular”. La vista le oscilaba.

Otra vuelta, haga el bien.

Estaban bastante cargados. El tabernero sirvió y tornó a su pequeña mesa.

Y por no recordar el acongojante giro que había tomado la misiva, comenzó a turbarse con cosas menos embargadoras. Las manazas sobre el manchado pliego de papel, ante el temor reciente y bienhechor a un pedido de fiado o a una fuga intempestiva o a un seco “Aquí no pagamos nada y se acabó”, él se puso en guardia.

-Yo en seguida me di cuenta, Juan Pedro, que usté era una persona gente -confiaba con ternura Sosa al que acababa de revelarle el nombre.

Juan Pedro sonreía. Y posaba en su reciente amigo, alto, flaco, pantalón muy por encima del tobillo -como el pantalón de él, sí, si él no tuviera botas-, posaba una mirada tan dulce que casi no miraba nada.

Y vuelta a aparecérsele a Sosa el carro y la yegua Tordilla. Y vuelta a llevarlos, ahora ufano y dichoso, hacia su compañero.

-Usté, Juan Pedro, cuando quiera la yegua, va a mi casa y la saca. ¿Fuma otro, Juan Pedro?

Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lió un cigarrillo, encendió y dejó que saliera libremente, de toda la boca, el humo.

-Usté, cuando la precise, va, no más, a mi casa y saca la yegua... Y si yo no estoy, la saca lo mismo.

Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pasión quería más, todavía.

Y arrolló la realidad. Y salió al otro lado, terriblemente amoroso, diciendo:

Y si la yegua no está... ¡usted la saca, lo mismo!

Esto de sacar la yegua aunque la yegua no estuviera, conmovió hasta el estremecimiento a Juan Pedro. No advirtió que faltaría la yegua. O le pareció que la yegua podía estar o no estar. Porque lo cierto es que “si la yegua no está, la saca lo mismo”, se le quedó bien grabado y era lo único que permanecía firme entre cosas que comenzaban a tambalearse.

Volvió a mirar a su amigo. Pero apenas si lo veía. Se veía él, él solo, ya hasta la perenne sonrisa se le daba vuelta. Como si le hubiera hecho convexa. Se quería a sí mismo, ahora, y ascendía en alas de su amor, sobre los mundos.

Llevándose la mano a la cara, comenzó a acariciarse la sonrisa.

-La yegua es suya, amigo Juan Pedro -seguía Sosa por su lado, implacablemente generoso, con los ojos apagándosele.

Juan Pedro, que no pudo soportar sino por breve tiempo su delirio, había posado otra vez en la tierra, ahora contrito. ¿Qué podía dar él en retribución a aquel corazón fraterno? ¿O qué decir, al menos? Juan Pedro tenía ganas de llorar. Cierto caballo de que una vez fue dueño de pronto se le apareció y espantó su sonrisa. Lo vendió al llegar a Santa Escilda porque, por desgracia, ¿para qué quería caballo en aquél pequeño villorrio? Cuando comprendió para que lo quería -para quererlo, precisamente- era ya tarde. Se había gastado la plata en las pulperías. Y el caballo zaino siguió con un tropero hacia “La Tablada”, allá tan lejos. Y pasó de regreso, a los días. Y volvió a cruzar como al mes. Hasta que caballo y tropero desaparecieron. ¡El, él lo había vendido! ¡Aquel caballo amigo! Y el amigo pasaba y repasaba. Y él a veces, no plata tenía para emborracharse a cada pasada. Y sobre todo cuando ya no pasó más. Ni en un mes, ni en dos: nunca, nunca más.

-La yegua es suya...

-¡No compañero! ¿La yegua no es mía, es suya!

El negro, con inquietud, se acomodó el sombrero y, a una señal de Sosa, trajo otra vuelta.

-Es suya digo.

-¡ No, no, Sosa! ¡No, no! ¡Es suya!

-¡Es suya, amigo!

-¡No, Sosa, no!

Y la mirada se le mojaba en lágrimas.

-Vamos, compañero, la yegua es suya.

-¡No, no es mía; no es mía!

-Es que usté no me entiende lo que le quiero decir -advirtió Sosa, por fin.

Bebió un trago, chupó, sin advertir que inútilmente, la apagada colilla y explicó, recalcando las palabras:

-Yo, lo que le quiero decir, es que la yegua es suya.

Juan Pedro, vencido, abrió los brazos. Y los dos amigos, tan altos y flacos, de botas el uno, de alpargatas el otro, se estrecharon palmoteándose suavemente las espaldas, bajo los ojos del negro cuyo espíritu había caído en la conversación como en un remolino y no hallaba nada en que agarrarse.

Un indio que entraba desaprensivamente a la taberna se detuvo bruscamente. Pero convencido de que aquello no era pelea, se aproximó al mostrador, pidió y bebió sin respirar.

-¿Y qué es de esa preciosa vida?

-Bien, por el momento- contestó el negro después de un silencio, porque la pregunta le tardó en llegar y la respuesta en salir.

De inmediato, sin embargo, tuvo la sensación de que lo habían sacado como de un sumidero.

Salió el indio. Ya en la calle su voz se oyó entre risotadas.

¡Como ladraban los perros, lejos desde el fondo de la noche!

-¡Yo soy así! ¡Yo soy así!- sostenía Sosa golpeándose el pecho frenético de dicha.

Ahora si lo había empezado a ver otra vez Juan Pedro. Medio borroso, pero lo veía. Percibía el bigote de Sosa, sus pantalones por encima del tobillo, sus alpargatas. ¡Era tan extraño aquello! El no le miraba más que la parte superior del cuerpo. Y lo veía, sin embargo, hasta los pantalones y las alpargatas.

Ya no podían más de caña.

-¿Qué le parece... si saliéramos... un poco... a refrescarnos... y después volvemos... a tomar?

Juan Pedro aceptó con un cabeceo. El tabernero se caló los lentes, echó atrás el sombrero y sumó. Sucesivas rectificaciones fueron contraproducentes. A cada vez el resultado era distinto. Se sacó el sombrero. Llevó al mostrador su “vaso particular” y le bebió el último sorbo. Su cabeza de grises motas volvió a inclinarse. Después de aquel breve descanso se resolvió a sumar por última vez y a tomar aquel resultado como definitivo. Con la conciencia ya más firme dio a cada cual su vuelto. Pero perdió pie de nuevo cuando oyó que Juan Pedro decía a su amigo Sosa:

-¿Vamos saliendo, Juan Pedro?

El espíritu del negro, quien ya se acomodaba otra vez el sombrero, flotó un momento en el vacío. Y como el ventarrón a una hojita, así se lo llevó lejos lo que, desde la puerta, al rodear con el brazo el cuello de su camarada, exclamó Sosa:

-¡Cuidado, Sosa, cuidado con el escalón!

Sin mirar, el negro vio la mesa, el lapicero, la carta. Y vio cruzar todo veloz. Y hundirse allá en el fondo de aquello donde ladraban, ladraban los perros...

Se sacó le sombrero.

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