sábado

ORTEGA Y GASSET / LA REBELIÓN DE LAS MASAS



VIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA

EN CUANTO AL PACIFISMO… (III)

Europa está hoy desocializada o, lo que es igual, faltan principios de convivencia que sean vigentes y a que quepa recurrir. Una parte de Europa se esfuerza en hacer triunfar unos principios que considera “nuevos”, la otra se esfuerza en defender los tradicionales. Ahora, esta es la mejor prueba de que ni unos ni otros son vigentes y que han perdido o no han logrado la virtud de instancias. Cuando una opinión o norma ha llegado a ser de verdad “vigencia colectiva”, no recibe su vigor del esfuerzo que en imponerla o sostenerla emplean grupos determinados dentro de la sociedad. Al contrario: todo grupo determinado busca su máxima fortaleza reclamándose de esas vigencias. En el momento en que es preciso luchar en pro de un principio, quiere decir que éste no es aun o ha dejado de ser vigente. Viceversa, cuando es con plenitud vigente, lo único que hay que hacer es usar de él, ampararse en él, como se hace con la ley de gravedad. Las vigencias operan su mágico influjo sin polémica ni agitación, quietas o yacentes en el fondo de las almas, a veces sin que estas se den cuenta de que están dominadas por ellas, y a veces creyendo inclusive que combate en contra de ellas. El fenómeno es sorprendente, pero es incuestionable y constituye el hecho fundamental de la sociedad. Las vigencias son el auténtico poder social, anónimo, impersonal, independiente de todo grupo o individuo determinado.

Mas, inversamente, cuando una idea ha perdido ese carácter de instancia colectiva, produce una impresión entre cómica y azorante ver que alguien considera suficiente aludir a ella para sentirse justificado o fortalecido. Ahora bien: esto acontece todavía hoy, con excesiva frecuencia en Inglaterra y Norteamérica (1). Al advertirlo, nos quedamos perplejos. Esa conducta ¿significa un error, o una ficción deliberada? ¿Es inocencia o es táctica? No sabemos a qué atenernos, porque en el hombre anglosajón la función de expresarse, de “decir”, acaso represente un papel distinto que en los demás pueblos europeos. Pero, sea uno u otro el sentido de ese comportamiento, temo que sea funesto para el pacifismo. Es más, habría que ver si no ha sido uno de los factores que han contribuido al desprestigio de las vigencias europeas el peculiar uso que de ellas ha solido hacer Inglaterra. La cuestión deberá algún día ser estudiada a fondo, pero no ahora ni por mí (2).

Ello es que el pacifista necesita hacerse cargo de que se encuentra en un mundo donde falta o está muy debilitado el requisito principal para la organización de la paz. En el trato de unos pueblos con otros no cabe recurrir a instancias superiores, porque no las hay. La atmósfera de sociabilidad en que flotaban y que, interpuesta como un éter benéfico entre ellos, les permitía comunicar suavemente, se ha aniquilado. Quedan, pues, separados y frente a frente. Mientras, hace treinta años, las fronteras eran para el viajero poco más que coluros imaginarios, todo hemos visto cómo se iban rápidamente endureciendo, convirtiéndose en materia córnea, que anulaba la porosidad de las naciones y las hacía herméticas. La pura verdad es que, desde hace años, Europa se halla en un estado de guerra sustancialmente más radical que en todo su pasado. Y el origen que he atribuido a esta situación me parece confirmado por el hecho de que no solamente existe una guerra virtual entre los pueblos, sino que dentro de cada uno hay, declarada o preparándose, una grave discordia. Es frívolo interpretar los regímenes autoritarios del día como engendrados por el capricho o la intriga. Bien claro está que son manifestaciones ineludibles del estado de guerra civil en que casi todos los países se hallan hoy. Ahora se ve cómo la cohesión interna de cada nación se nutría en buena parte de las vigencias colectivas europeas.

Esta debilitación subitánea de la comunidad entre los pueblos de Occidente equivale a un enorme distanciamiento moral. El trato entre ellos es dificilísimo. Los principios comunes constituían una especie de lenguaje que les permitía entenderse. No era, pues, tan necesario que cada pueblo conociese bien y singulatim a cada uno de los demás. Mas con esto rizamos el rizo de nuestras consideraciones iniciales.

Porque este distanciamiento moral se complica peligrosamente con otro fenómeno opuesto, que es el que ha inspirado de modo concreto todo este artículo. Me refiero a un gigantesco hecho, cuyos caracteres conviene precisar un poco.

Desde hace casi un siglo se habla de que los nuevos medios de comunicación -desplazamiento de personas, transferencia de productos y transmisión de noticias- han aproximado los pueblos y unificado la vida en el planeta. Mas, como suele acaecer, todo este decir era una exageración: Casi siempre las cosas humanas comienzan por ser leyendas, y sólo más tarde se convierten en realidades. En este caso, vemos hoy que se trataba sólo de una entusiasta anticipación. Algunos de los medios que habían de hacer efectiva esa aproximación existían ya en principio -vapores, ferrocarriles, telégrafo, teléfono. Pero ni se había aun perfeccionado su invención ni se habían puesto ampliamente en servicio, ni siquiera se habían inventado los más decisivos, como son el motor de explosión y la radiocomunicación. El siglo XIX, emocionado ante las primeras grandes conquistas de la técnica científica, se apresuró a emitir torrentes de retórica sobre los “adelantos”, el “progreso material”, etc. De suerte tal que, hacia su fin, las almas comenzaron a fatigarse de esos lugares comunes, a pesar de que los creían verídicos, esto es, aunque habían llegado a persuadirse de que el siglo XIX había, en efecto, realizado ya lo que aquella fraseología proclamaba. Esto ha ocasionado un curioso error de óptica histórica que impide la comprensión de muchos conflictos actuales. Convencido el hombre medio de que la centuria anterior era la que había dado cima a los grandes adelantos, no se dio cuenta de que la época sin par de los inventos técnicos y de su realización ha sido estos últimos cuarenta años. El número e importancia de los descubrimientos y el ritmo de su efectivo empleo en esa brevísima etapa, supera con mucho a todo el pretérito humano tomado en conjunto. Es decir, que la efectiva transformación técnica del mundo es un hecho recentísimo, y que ese cambio está produciendo ahora -ahora y no desde hace un siglo- sus consecuencias radicales (3). Y esto en todos los órdenes. No pocos de los profundos desajustes en la economía actual vienen del cambio súbito que han causado en la producción estos inventos, cambio al cual no ha tenido tiempo de adaptarse el organismo económico. Que una sola fábrica sea capaz de producir todas las bombillas eléctricas o todos los zapatos que necesita medio continente es un hecho demasiado afortunado para no ser, por lo pronto, monstruoso. Esto mismo ha acontecido con las comunicaciones. De pronto y de verdad, en estos últimos años recibe cada pueblo, a la hora y al minuto, tal cantidad de noticias y tan recientes sobre lo que pasa en los otros, que ha provocado en él la ilusión de que, en efecto, está en los otros pueblos o en su absoluta inmediatez. Dicho en otra forma: para los efectos de la vida pública universal, el tamaño del mundo súbitamente se ha contraído, se ha reducido. Los pueblos se han encontrado de improviso dinámicamente más próximos. Y esto acontece precisamente a la hora en que los pueblos europeos se han distanciado más moralmente.

¿No advierte el lector, desde luego, lo peligroso de semejante coyuntura? Sabido es que el ser humano no puede, sin más ni más, aproximarse a otro ser humano. Como venimos de las épocas históricas en que la aproximación era aparentemente más fácil, tendemos a olvidar que siempre fueron menester grandes precauciones para acercarse a esa fiera con veleidad de arcángel que suele ser el hombre. Por eso corre a lo largo de toda la historia la evolución de la técnica de la aproximación, cuya parte más notoria y visible es el saludo. Tal vez, con ciertas reservas, pudiera decirse que las formas del saludo son función de la densidad de población; por tanto, de la distancia normal a que están unos hombres de otros. En el Sahara cada tuareg posee un radio de soledad que alcanza bastantes millas. El saludo del tuareg comienza a cien yardas y dura tres cuartos de hora. En la China y el Japón, pueblos pululantes, donde los hombres viven, por decirlo así, unos encima de otros, nariz contra nariz, en compacto hormiguero, el saludo y el trato se han complicado en la más sutil y compleja técnica de cortesía; tan refinada, que al extremo-oriental le produce el europeo la impresión de ser un grosero e insolente, con quien, en rigor, sólo el combate es posible. En esa proximidad superlativa todo es hiriente y peligroso: hasta los pronombres personales se convierten en impertinencias. Por eso el japonés ha llegado a excluirlos de su idioma, y en vez de “tú” dirá algo así como “la maravilla presente”, y en lugar de “yo” hará una zalema y dirá: “la miseria que hay aquí”.

Si un simple cambio de la distancia entre dos hombres comporta parejos riesgos, imagínense los peligros que engendra la súbita aproximación entre los pueblos sobrevenida en los últimos quince o veinte años. Yo creo que no se ha reparado debidamente en este nuevo factor y que urge prestarles atención.

Se ha hablado mucho en estos meses de la intervención o no intervención de unos Estados en la vida de otros países. Pero no se ha hablado, al menos con suficiente énfasis, de la intervención que hoy ejerce de hecho la opinión de unas naciones en la vida de otras, a veces muy remotas. Y esta es hoy, a mi juicio, mucho más grave que aquella. Porque el Estado es, al fin y al cabo, un órgano relativamente “racionalizado” dentro de cada sociedad. Sus actuaciones son deliberadas y dosificadas por la voluntad de individuos determinados -los hombres políticos-, a quienes no puede faltar un minimum de reflexión y sentido de la responsabilidad. Pero la opinión de todo un pueblo o de grandes grupos sociales es un poder elemental, irreflexivo e irresponsable, que además ofrece, indefenso, su inercia al influjo de todas las intrigas. No obstante, la opinión pública sensu stricto de un país, cuando opina sobre la vida de su propio país tiene siempre “razón”, en el sentido de que nunca es incongruente con las realidades que enjuicia. La causa de ello es obvia. Las realidades que enjuicia son lo que efectivamente ha pasado al mismo sujeto que las enjuicia. El pueblo inglés, al opinar sobre las grandes cuestiones que afectan a su nación, opina sobre hechos que le han acontecido a él, que ha experimentado en su propia carne y en su propia alma, que ha vivido y, en suma, son él mismo. ¿Cómo va, en lo esencial, a equivocarse? La interpretación doctrinal de esos hechos podrá dar ocasión a las mayores divergencias teóricas, y estas suscitar opiniones partidistas sostenidas por grupos particulares; más, por debajo de esas discrepancias “teóricas” los hechos insofisticables, gozados o sufridos por la nación, precipitan en esta una “verdad” vital, que es la realidad histórica misma y tiene un valor y una fuerza superiores a todas las doctrinas. Esta “razón” o “verdad” vivientes, que, como atributo, tenemos que reconocer a toda auténtica “opinión pública”, consiste, como se ve, en su congruencia. Dicho con otras palabras obtenemos esta proposición: es máximamente improbable que en asuntos graves de su país la “opinión pública” carezca de la información mínima necesaria para que su juicio no corresponda orgánicamente a la realidad juzgada. Padecerá errores secundarios y de detalle, pero tomada con actitud macroscópica no es verosímil que sea una reacción incongruente con la realidad, inorgánica con respecto a ella y, por consiguiente, tóxica.

Estrictamente lo contrario acontece cuando se trata de la opinión de un país sobre lo que pasa en otro. Es máximamente probable que esa opinión resulte en alto grado incongruente. El pueblo A piensa y opina, desde el fondo de sus propias experiencias vitales, que son distintas de las del pueblo B. ¿Puede llevar esto a otra cosa que al juego de los despropósitos? He aquí, pues, la primera causa de una inevitable incongruencia, que sólo podría contrarrestarse merced a una cosa muy difícil, a saber: una información suficiente. Como aquí falta la “verdad” de lo vivido, habría que sustituirla con una verdad de conocimiento.

Hace un siglo no importaba que el pueblo de los Estados Unidos se permitiese tener una opinión sobre lo que pasaba en Grecia, y que esa opinión estuviese mal informada. Mientras el Gobierno americano no actuase, esa opinión era inoperante sobre los destinos de Grecia. El mundo era entonces “mayor”, menos compacto y elástico. La distancia dinámica entre pueblo y pueblo era tan grande que, al atravesarla, la opinión incongruente perdía su toxicidad (4). Pero, en estos últimos años, los pueblos han entrado en una extrema proximidad dinámica, y la opinión, por ejemplo, de grandes grupos sociales norteamericanos está interviniendo de hecho -directamente como tal opinión, y no su Gobierno- en la guerra civil española. Lo propio digo de la opinión inglesa.

Nada más lejos de mi pretensión que todo intento de podar el albedrío a ingleses y americanos, discutiendo su “derecho” a opinar lo que gusten sobre cuanto les plazca. No es cuestión de “derecho” o de despreciable fraseología que suele ampararse en ese título: es una cuestión, simplemente, de buen sentido. Sostengo que la injerencia de la opinión pública de unos países en la vida de los otros es hoy un factor impertinente, venenoso y generador de pasiones bélicas, porque esa opinión no está aun regida por una técnica adecuada al cambio de distancia entre los pueblos. Tendrá el inglés o el americano todo el derecho que quiera a opinar sobre lo que ha pasado y debe pasar en España, pero ese derecho es una iniuria si no se acepta una obligación correspondiente: la de estar bien informado sobre la realidad de la guerra civil española, cuyo primero y más sustancial capítulo es su origen, las causas que la han producido.

Pero aquí es donde los medios actuales de comunicación producen sus efectos: por lo pronto, dañinos. Porque la cantidad de noticias que constantemente recibe un pueblo sobre lo que pasa en otro es enorme. ¿Cómo va a ser fácil persuadir al hombre inglés de que no está informado sobre el fenómeno histórico que es la guerra civil española u otra emergencia análoga? Sabe que los periódicos ingleses gastan sumas fortísimas en sostener corresponsales dentro de todos los países, Sabe que, aunque entre esos corresponsales no pocos ejercen su oficio de manera apasionada y partidista, hay muchos otros cuya imparcialidad es incuestionable y cuya pulcritud en transmitir datos exactos no es fácil de superar. Todo esto es verdad, y, porque lo es, resulta muy peligroso (5). Pues es el caso que si el hombre inglés rememora con rápida ojeada estos últimos tres o cuatro años, encontrará que han acontecido en el mundo cosas de grave importancia para Inglaterra y que le han sorprendido. Como en la historia nada de algún relieve se produce súbitamente, no sería excesiva suspicacia en el hombre inglés admitir la hipótesis de que está mucho menos informado de lo que suele creer, o que esa información tan copiosa se compone de datos externos, sin fina perspectiva, entre los cuales se escapa lo más auténticamente real de la realidad. El ejemplo más claro de esto, por sus formidables dimensiones, es el hecho gigante que sirvió a este artículo de punto de partida: el fracaso del pacifismo inglés, de veinte años de política internacional inglesa. Dicho fracaso declara estruendosamente que el pueblo inglés -a pesar de sus innumerables corresponsales- sabía poco de lo que realmente estaba aconteciendo en los demás pueblos.

Notas

(1) Por ejemplo: las apelaciones a un supuesto “mundo civilizado” o a una “conciencia moral del mundo”, que tan frecuentemente hacen su cómica aparición en las cartas del director de The Times.
(2) Desde hace ciento cincuenta años, Inglaterra fertiliza su política internacional movilizando siempre que le conviene -y sólo cuando le conviene- el principio melodramático de women and children, “mujeres y niños”; he ahí un ejemplo.
(3) Quedan fuera de la consideración lo que podemos llamar “inventos elementales” -el hacha, el fuego, la rueda, el canasto, la vasija, etc. Precisamente por ser algo supuesto de todos los demás y haber sido logrados, en períodos milenarios, resulta muy difícil su comparación con la masa de los inventos derivados o históricos.
(4) Añádase que en esas opiniones jugaban siempre gran papel las vigencias comunes a todo Occidente.
(5) En este mes de abril, el corresponsal de The Times en Barcelona envía a su periódico una información donde procura los datos más minuciosos y las cifras más pulcras para describir la situación. Pero todo el razonamiento del artículo que moviliza y da un sentido a esos datos minuciosos y esas pulcras cifras parte de suponer, como de cosa sabida y que lo explica todo, haber sido nuestros antepasados los moros. Basta esto para demostrar que ese corresponsal, cualquiera que sea su laboriosidad y su imparcialidad, es por completo incapaz de informar sobre la realidad de la vida española. Es evidente que una nueva técnica de mutuo conocimiento entre los pueblos reclama una reforma profunda de la fauna periodística.

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